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Era una vez...

Abel Alarcón

Antes de que rayara el alba del día de la marcha del señor Poveda, Doña Laura saltó del lecho, contentísima, para preparar ella misma el desayuno y ordenar que saquen las bestias del corral, que era lo único que de su parte faltaba; pues la petaca de cuero de Santa Cruz estaba ya henchida con la ropa del caballero, y las alforjas con una doble merienda, y "mostrando, por la comisura de su ancha boca, el cuello de cuatro botellas de un buen tinto moqueguano.

Yo te bendigo

Adela Zamudio

Alma ingenua, alma de niño, con sus impulsos ya iracundos, ya generosos — alma encerrada en cuerpo de animal eternamente incomprendida, eternamente atormentada.

La conciencia

Adela Zamudio

Acababa de cometer un crimen, y horrorizada llamé en mi auxilio a la religión.

Con ademán solemne, la religión puso en mis manos una moneda, cuyas dos caras representaban mis buenas y malas acciones.

Emprendí la subida por un sendero escarpado que se elevaba al cielo, y al avanzar, examiné la moneda.

Rendón y Rondín

Adela Zamudio

A la sombra del más coposo de los terebintos del Parque de Septiembre, arrellenado en un banco, con los pies colgantes, acariciaba el ensortijado pelaje de su perrillo, que de hocicos sobre sus rodillas, dormitaba entreabriendo de vez en cuando los ojos para mirarlo con cariñosa mansedumbre.

Rendón y Rondín. — Los dos inseparables

Un condiscípulo que pasaba, divisó al grupo y se encaminó hacia él, interpelando al chico bruscamente.

—Che Rendón, ¿qué haces aquí?

—Mauleando.

La razón y la fuerza

Adela Zamudio

La razón y la fuerza se presentaron un día ante el tribunal de la Justicia a resolver un reñido litigio. La Justicia se declaró en favor de la Razón. La Fuerza alegó sus glorias que llenan la historia y su innegable preponderancia universal en todas las épocas; pero la Justicia se mostró inflexible.

—Tus triunfos no significan para mí más que barbarie; sólo sentenciaré a tu favor cuando te halles de acuerdo con la Razón, le dijo.

El vértigo

Adela Zamudio

A un prado, nunca hollado, en que la grama formaba selva espesa y sobre la cual se erguían, a modo de palmeras, esbeltas umbelíferas, había acudido la multitud a festejar la llegada de la risueña Diosa Primavera.

Era la fiesta anual, siempre la misma. La hermosa palingenesia de un mundo efímero que resurgía una vez más bajo el influjo de la estación.

Los gérmenes, rasgadas las paredes de su cárcel, se alzaban impacientes. Las larvas despertaban. Había llegado la hora del tránsito dichoso hacia la luz.

Pía shipati quiniamati (La flecha de oro)

Hugo Villanueva Rada

"Cuentos de Riberalta"

En la lejanía de los tiempos, la tribu de los chácobo era numerosa. Una fracción de esta nación habitaba cerca del lago Tumichucua, y el número de habitantes de este grupo sobrepasaba las cuatro centenas entre hombres, mujeres y niños.

La muerte de la palmera

Hugo Villanueva Rada

"Cuentos de Riberalta"

Lo que aquí se cuenta ocurrió en la localidad de La Cruz -hoy Riberalta-, hacen ya muchos años. El crimen estremeció a los, aproximadamente, cuatrocientos habitantes del pequeño poblado donde todos se conocían y todos eran amigos. Fue un crimen pasional, el primero que se cometió en La Cruz.

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Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.

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Alguien va finar, patrón —decía Cástulo Narváez, mientras limpiaba la lámpara a carburo, de cuclillas frente al cuarto del administrador. —Es seña fija...— sus dedos largos, huesudos, quitaban con habilidad, la ceniza de los trozos de carburo de calcio que aún eran utilizables. A la luz de la luna que se prodigaba desde un cielo limpio, transparente, su rostro anguloso reflejaba una rara fisonomía: tan pronto parecía la de un santo como la de un cadáver.

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Prendido en la falda del cerro cuyas entrañas guardan el rico yacimiento mineral, se alza, desde su humilde pequeñez, el campamento minero, depositario del pulso humano que mide el paisaje cordillerano desde los tiernos ojos de los niños, hasta el abrazo rotundo del hombre.

Las luces mortecinas de las viviendas, asemejan luciérnagas estáticas que buscan dar calor a la fría noche. Una improvisada campana rompe con su tañido el silencio, marcando a golpes el tiempo.

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Al final de la comida, bajo una araña de lámparas a queroseno, después de limpiarse de residuos notorios, la boca ferozmente bigotuda, el padre miró con severidad familiar a su hija:

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