Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Oscar Alfaro
El alba de un domingo. Cada árbol gigantesco del bosque era una sinfonía verde que se elevaba a los cielos. Había un temblor nervioso en sus gajos que arañaban el infinito... Llegaron los leñadores. Se oyó un ruido seco del primer hachazo y el primer árbol herido soltó un diluvio de sonidos musicales. Después, el bosque se llenó de lamentos, de golpes y de pájaros aterrados. Las estrellas temblaban, como gotas de sangre en el firmamento.
Cayó un árbol, como un gigante degollado. Los hombres lo despedazaron con sus hachas. Los árboles siguieron cayendo, uno tras otro, lanzando alaridos de muerte. Y la masacre de la selva duró hasta el anochecer. La voz del capataz cruzó como un latigazo por el aire y los hombres se fueron, llevándose a la rastra los árboles mutilados, para echarlos al río. Eran los hombres verdes de la selva, que pasaban la existencia asesinando árboles, hasta que un árbol los asesinaba a ellos, cayéndoles encima. Al morir, se transformaban también en árboles. Eran seres intermedios entre el árbol y el hombre.
Allí no imperaba sino la voluntad de un pequeño dios llamado patrón. Este hombre blanco tenía un estado mayor de cholos feroces que cumplían sus órdenes. El oficio de éstos, era despellejar las espaldas desnudas de los nativos.
Aquella tarde dos aborígenes se quedaron en la selva, cogidos por el mal del sueño. No habían trabajado en todo el día. Llegaron otros hombres y los arrastraron al campamento, como troncos sin vida. El patrón los hizo amarrar a un árbol. Les iba a dar un castigo ejemplar, por perezosos. Los nativos se horrorizaron por el abuso que se iba a cometer con dos hombres enfermos.
Aparecieron los verdugos, látigo en mano. Un rayo de fuego cayó sobre la espalda del primer hombre, arrancándole un reguero de estrellas rojas. Nuevos latigazos abrieron rosas de sangre sobre el torso de los ajusticiados. Apareció el hijo de uno de estos, pero fue arrojado del lugar, dando alaridos, con un latigazo que casi le rompió los ojos.
Los hombres aún se retorcían pidiendo misericordia. Sus pupilas ensangrentadas pasaban por la cara de todos sus compañeros, implorando socorro. Ninguno de ellos se movía. El terror los tenía clavados en el sitio. Hacer el menor gesto contra los verdugos era firmar su sentencia de muerte.
Los hombres perdieron el conocimiento, bajo el castigo brutal. Sus manos amarradas al árbol del suplicio, dejaron de retorcerse y sus cabezas cayeron hacia atrás, en una mueca de agonía. En ese momento un grito rasgó la noche y una sombra de mujer emergió del bosque. Saltó como una pantera sobre los verdugos y uno de ellos cayó al suelo con un puñal en la garganta. Sonó el estampido de un arma de fuego y la mujer se desplomó en tierra, como una cruz cortada. Apareció el patrón seguido de tres capataces, disparó a quemarropa sobre los cuerpos moribundos y puso en fuga a los demás nativos. Los muertos fueron arrojados al río. Un silencio fúnebre envolvió la selva. Siguió corriendo la noche, como un mar de luciérnagas, sobre el campamento. De pronto, una mancha tiñó el horizonte por el lado del norte. Otra mancha apareció al sur. Luego otra al este y otra más al oeste. La terrible cruz de fuego brilló en la noche, como el símbolo de la venganza.
Cuando el patrón y los capataces despertaron sintieron que el bosque ardía por los cuatro horizontes. Estaban encerrados en un círculo de fuego. Los árboles en llamas, se retorcían como espectros infernales. Un hombre salió ardiendo, trazó una raya de fuego hasta la casa del patrón. El incendio se vino tras él y la casa se cubrió de llamas. El patrón y los suyos pedían socorro. El círculo ígneo se fue cerrando vertiginosamente. Algunos hombres se arrojaron al fuego, buscando una salida, pero fueron devorados por mil lenguas chispeantes. Hubo una danza pavorosa de antorchas humanas en el bosque. ¡Y el círculo de fuego se cerró definitivamente! ¡La venganza de los leñadores estaba cumplida!
Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Gastón Suarez
Alguien va finar, patrón —decía Cástulo Narváez, mientras limpiaba la lámpara a carburo, de cuclillas frente al cuarto del administrador. —Es seña fija...— sus dedos largos, huesudos, quitaban con habilidad, la ceniza de los trozos de carburo de calcio que aún eran utilizables. A la luz de la luna que se prodigaba desde un cielo limpio, transparente, su rostro anguloso reflejaba una rara fisonomía: tan pronto parecía la de un santo como la de un cadáver.
Elsa Dorado De Revilla
Prendido en la falda del cerro cuyas entrañas guardan el rico yacimiento mineral, se alza, desde su humilde pequeñez, el campamento minero, depositario del pulso humano que mide el paisaje cordillerano desde los tiernos ojos de los niños, hasta el abrazo rotundo del hombre.
Las luces mortecinas de las viviendas, asemejan luciérnagas estáticas que buscan dar calor a la fría noche. Una improvisada campana rompe con su tañido el silencio, marcando a golpes el tiempo.
Pablo Ramos Sánchez
A: Julio Ramos Valdez
La lucha del hombre con los elementos de la naturaleza es ardua. Aunque como especie, el hombre va dominando la naturaleza y logra arrancarle sus secretos, no hay que olvidar que los pasos que da hacia adelante son posibles después de millones de batallas individuales perdidas. Para aprender a ganar ha tenido que saber perder en miles y miles de oportunidades. Las derrotas le enseñan el camino de la victoria.
Augusto Guzmán
Al final de la comida, bajo una araña de lámparas a queroseno, después de limpiarse de residuos notorios, la boca ferozmente bigotuda, el padre miró con severidad familiar a su hija:
—He sabido que el mediquillo ese de provincia, te pretende. Quiere hablar conmigo nada menos que para pedirme tu mano. Naturalmente que me he negado a recibirle.