Era una vez...

Abel Alarcón

Antes de que rayara el alba del día de la marcha del señor Poveda, Doña Laura saltó del lecho, contentísima, para preparar ella misma el desayuno y ordenar que saquen las bestias del corral, que era lo único que de su parte faltaba; pues la petaca de cuero de Santa Cruz estaba ya henchida con la ropa del caballero, y las alforjas con una doble merienda, y "mostrando, por la comisura de su ancha boca, el cuello de cuatro botellas de un buen tinto moqueguano.

Pero en el momento en que acabó de calzar sus piececillos con las medias pajizas y echaba mano a los chapines con virillas, Don Pablo Jusepe se enderezó con su gorro de dormir, tan largo como una coroza, y le dijo, entre toses: ¿Para qué te levantas, Laura, mi hija?

—      Pues para preparar el desayuno, ¿no estáis acaso de viaje?

—      Es el caso que toda la noche tuve y tengo unos terribles flatos.

—      Pues, haberme pedido una tisana.

—      No quise; vosotras las jóvenes dormís como los ángeles y da pena despertaros.

—      Pero, agora, señor, tomaréis la tisana.

—      Espera, Laura, todavía está oscuro... ¡Ay! ¡ay!... ay! veremos si me pasan...

Sin hacerle caso, se metió en la saya, luego en su almilla de aguja y salió cubriéndose la cabeza con una manta.

—      Es tan linda la bellaca. Bebo por ella los vientos y los elementos... ¿Y seré yo quien la deje a León para gozalla?.. Pismente, habranse entendido para profanar esta misma noche mi lecho... Cuando ella quiera hacelle saber que ya no viajo, no habrá cómo. Con la guarda de mi negro Damián, fiel compañero de tantos años, ¿quién sale? La otra gente de casa no me preocupa. El mulero Kusikanka, la Telésfora, la indiecita, todos   están  manejados  por  mi  negro.

Así soliloquiaba Poveda para su camisa de cotón, sin pensar en sacarse el gorro puntiagudo de dormir.

Después de haber hecho hervir el agua a vivo soplo de lumbre, y de preparar la infusión en la jícara, entró la limeñita:

—      Aquí está la tisana, señor mío.

—      Laura, brinquiño mío, gracias. ¡Ay! ¡ay! ¡ay!... Veremos si con este van los flatos. Uff... ¡qué bueno! Es mate... ufff... ¿Dijístele a Damián que ensille la tordilla?

—      Voy, señor.

—      Pero que le deje suelta la cincha, hasta que yo baje, y que vea si está bien herrada. Esto pudo habérsele olvidado al negro. Que apareje el frontino y que ensille para sí la alazana.

—      María Santísima... almas del purgatorio... que se le pase el flato a este viejo y que se vaya —murmuró— afuera, apretándose las manos y haciendo rechinar los dedos.

Cuando las campanas llamaron a segunda misa, o sea cuando el sol empezaba a descongelar la capa blanca de los tejados y a reír en los miradores, el señor Poveda, con toda la astucia que requería el caso, simuló son de marcha: con el cuello de lana de alpaca, el coleto, los gregüescos de raja segoviana y la bota repolluda, tal que al encontrarlo así, Doña Laura sintió el alma vuelta a su cuerpo; y tanto más cuando le vio registrar sus gavetas, como quien quiera dar a sus queridas cosas el último vistazo, comprendiendo lo cual por final diligencia, la limeñita, prolija, hizo llevar al patio, con Kusikanka, el almofrej y la petaca para el lomo del frontino; y las alforjas, para las ancas de la alazana. Bajó para ver los arreglos y halló al bribón del negro muy afanado, disponiendo ya el arreo de su muía.

—      Apresúrate, Damián.

—      Mi amita, lueguito tudito listu.

El negro, con ayuda de Kusikanka, echó sobre el aparejo el almofrej y encima de este la petaca, y luego se entretuvo en cruzar lazo por aquí y lazo por allá, y en entrar y salir por bajo de la barriga del frontino, hasta que la limeñita, viendo que avanzaban las cosas, subió y... ¡Oh contradicción! miró a su cónyuge tendido en la cama, botas repolludas y todo, eructando y con las manos sobre el estómago:

—      Otra vez ¡ay! ¡ay! ¡ay!... vida mía... los flatos y... ¡qué dolores!

—      Llamaremos pues al doctor Armuña.

—      ¡Oh! no... brinquiño mío... Acordarse del refrán: Médicos errados... papeles mal guardados... y mujeres atrevidas... quitan las vidas.

—      Pero el Doctor no yerra.

—      Pudiera que conmigo... dejemos... ya pasará... a ver otro mate...

Entre echarse y levantarse hizo pasar la mañana, con lo que se frustró el viaje; y sobrevino la tarde larga, cada una de cuyas horas pasaba ahondando un puñal en el corazón de Doña Laura. ¿Quién pudiera salir!... ¡Quién pudiera escribir... ¡Entraba y salía de las habitaciones, sin encontrar una persona de confianza que le hiciera la merced de llevar un mensaje a aquel a quien había citado para después de la queda. Se asomaba y se desasomaba del mirador, sin que la suerte hiciera que él pase para entenderse con una seña. ¡Qué día aciago!...

Para disfrazar su angustia sonreía ante el viejo y este, para acentuar su ignorancia, la llenaba de caricias.

En ese atardecer, la comida de don Pablo Jusepe fue otro mate, pues dijo que curaría su estómago con el ayuno, y la limeñita apenas pudo pasar el cocido.

—      Pismente, ¿por qué no comes un poco más,   Laura, mi morenita?

—      Señor, estoy preocupada por vos.

—      ¡Anda! Estoy ya mejorando, ¿no ves? El ayuno me ha hecho bien.

—      ¿Y si os vuelven los flatos?

—      ¡Pesia a tal! eructé ya bastante; siento que se me desinfla el estómago, mañana estaré listo para viajar.

En la quietud vespertina, el toque de oración se esparció, se prolongó sonora, y el efecto que produjo en la limeñita fue el de una mano helada que le estrujara el seno. Poveda signóse y, con la cabeza gacha, floreó con un rezo, hasta que interrumpió al calderón el segundo toque del ángelus. La noche bajo del cerro y poco a poco se enseñoreó de la Villa.

A la luz amarilla de dos velas acentábase la magra figura de Don Pablo Jusepe, que descansaba en una silla de vaqueta, con las manos cruzadas a la altura de las narices. Doña Laura, frontera a él, hallábase sentada en una petaca, con el cuerpo encorvado y una mano sosteniendo la frente, mientras los dedos de la otra iban acabando los flecos de un lado de la manta,  agitados por la angustia.   .

Pasaron las horas en medio del sobresalto de ambos, el cual trataba de disimular el señor Poveda paseando de rato en rato por la estancia, y Doña Laura fingiendo bordar un cañamazo para un taburete.

En un momento en que cabeceaba en la silla de vaqueta, y la limeñita levantóse para decir tal vez, que se acueste, asomó por la puerta el negro rostro de Damián; y sus brillantes ojos hiciéroñle una guiñada. Salió la moza, y este sin decirle palabra, indicóle con el dedo el cuarto en el que había hecho entrar a Zúñiga, por encargo secreto de su patrón. Laura, ligera y de puntillas, llegaba a ese cuarto para hacer huir a su galán, cuando una vela lanzó una zona de luz sobre el corredor. Entró y, al ruido de pisadas que se acercaban, no tuvo más tiempo que para esconderlo y cerrarlo en la alacena, y coger el farol que el negro dejó en la habitación.

Don Pablo Jusepe apareció con la vela en la mano... miró en torno y comprendió todo...

—      Mi morenita, ¿qué hacías aquí?,

—      Sentí que crujía la puerta y vine a ver con el farol. Era nomás el viento.

—      Yo sentí lo mesmo, pismente. Norabuena, que no ha sido nada. Desde hace noches, temo que alguien venga en busca de los dos talegos llenos de pinas, que he escondido en esta alacena para tí brinquiño mío.

—      ¿Quién ha de entrar, si el negro ha cerrado tan bien la puerta del zaguán?

¡La mi hija! —Exclamó colocando, con un golpe, el candelero sobre la mesa— ¡la mi hija! en estos tiempos, en que se ha llenado de gente tan perversa la Villa, puede que se entren por el tejado. Pero ya veremos de asegurar esto — recalcó poniendo la mano en la alacena, mientras el terror empalidecía más el rostro de la limeñita—; ya veremos de asegurar esto. Agora quiero decirte que con estos flatos que me han sobrevenido y con mis achaques, tengo miedo ir solo al valle, y será mejor que me acompañes tú.

—      ¿Y quién quedará a cuidado de la casa?

—      No hay quién. Tal es la verdad. En llevando al negro, como es menester, dejar a los otros es lomesmo que dejar a nadie. Vayamos, pues, todos y dejemos bien cerrada la casa.

—      Ansí será, pues, señor.

—      Agora daremos órdenes. ¡Damiaaán! ¡Damiaaán!...

—      Voy a buscar al negro, tal vez se ha dormido.

—      Espera, ya vendrá; tiene un oído de mastín. Deja ese farol en el suelo, que te va incomodando.

Al agacharse, la saya le ciñó un poco más abajo de la bien formada cadera, y una llamarada de deseo brotó de los cansados ojos de Poveda.

—      ¿No ves? Ya está aquí. —Aquí estoy patrón...

—      Nos vamos todos. Antes del amanecer que esté listo todo en el patio. Sillas y carga, ¿me entiendes?

—      Escuro toravía, listu tudo en el patio, patrón.

—      Agora, dime, Damián, ¿cómo se puede asegurar esta alacena? —interrogó golpeando las puertas con sus nudosos dedos.

—      Con herrajes, pus, señor.

—      ¿Y de dónde habremos de sacar herrajes a esta hora?

—      Lus cuatro cambiadus a la tordilla, pues, patrón, en sus mesmus clavus.

—      Este negro es una maravilla. Ve a traer los herrajes. Pismente, mi hija. ¿Quieres que contemos antes la pilas? —preguntó aproximándose con precaución a la alacena, y llevando la mano por bajo del coleto sin mangas, en el que escondía un   puñal—   ¿quieres que contemos?

—      No, dejad, señor; yo no soy codiciosa — profirió, entre el rechinar de sus dientes.

—      Aquí los herrajes.

—      ¡Clávalos pronto!

A los primeros martillazos que taladraron el corazón de Doña Laura, y probaron al galán toda la certeza y ferocidad de una venganza, éste empezó a dar voces que salían del fondo de una caja...

—      ¡Señor! ¡señor! ¡hay alguien dentro!...

—      ¿No te dije?, brinquiño mío. ¡El ladrón que Venía a robar me mi tesoro! ¡Más fuerte, Damián, más fuerte, para escarmiento de ladrones!

—      Ya está un herraje. — ¡Pon otro herraje!...

El ruido de los martillazos se confundía con los gritos ahogados del infeliz doblado en la alacena...

Doña Laura cayó de rodillas: ¡Misericordia!... ¡Perdón!... ¡es Don León el que está ahí dentro! ¡Abridle, por la Virgen!...

—      ¿Cómo?.. ¿Don León ahí dentro? ¿Él ha venido a robar mis piñas? ¡No lo creo, válgame Dios! Don León es mi amigo... ¡Más fuerte Damián más fuerte, para escarmiento de ladrones!...

—      ¡Misericordia! ¡Él es, sacadle y matadnos!...

—      ¡Te digo que no es él! ¡Pismente, Zúniga no es un ladrón!... ¡más fuerte, Damián, fuerte!...

—      ¡Misericordia! ¡Misericordia!...

—      Ya está este herraje. — ¡Ponle otro más!...

Resonaba el martillo lúgubremente, como cerrando un ataúd... Doña Laura siguió implorando inútilmente. Y el negro bajó dejando los cuatro herrajes que relucían en las hojas de cedro de la fúnebre alacena.

Iba ya amanecer. Presentóse el negro: Patrón listu tudito.

—      ¡Laura, componte, vamos!...

—      ¡Misericordia! ¡Sacad a León y matadnos!

—      ¡Yo no mato a nadie! ¡Ea, Damián lleva a esta señora a la silla!...

—      ¡Yo  no  quiero!... ¡yo no quiero!...

—      ¡Si no quieres, entregaréte a la justicia, como a adúltera! ¡Damián, llévala presto y amarradla en la cabalgadura!... ¡Yo le llevaré las tocas y el manto!...

Don Pablo Jusepe había quedado en medio de la estancia y, en la quietud sepulcral que se produjo, oyó gritar:

—      ¡Perdón, señor Poveda!...

—      ¡Pido perdón a vos, señor Zuñiga! ¡No creí que era esta vuestra casa! ¡Agora que lo se me voy!

—      ¡Abrid, por Dios!...

—      Quedaos en vuestra casa. ¡Adiós!, señor Zúñiga! ¡A ver cómo me remplazáis en las invenciones! ¡Hasta las carnestolendas!... ¡Hasta el miércoles de ceniza!...

Sacaron las bestias a la calle. Damián juntó las puertas, y aseguró el pestillo de la cerradura con una enorme llave... el silencio de la casona dominó lo todo...

La cabalgata trágica se puso en marcha bajo el rocío que, cristalizándose, caía como una lluvia de estrellas...

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