De las profundas barrancas suben los sueños

Oscar Cerruto

Luchó unos instantes por encender el cigarrillo al amparo de una roca y, luego, con la brasita entre los labios, enfundadas las manos en gruesos guantes de lana y hundidas en los bolsillos de la campera, se dispuso a ascender por la escarpada noche hacia la mina. Vagas luces, allá arriba, la demarcaban en la compacta oscuridad; eran las únicas estrellas de ese cielo sin junturas que bajaba hasta sus pies. El viento silbaba en sus orejas, cubiertas por el pasamontaña, como un cuchillo proyectado por una mano impune urdida por las sombras. Sentía que la respiración se le escarchaba en la nariz y, de tanto en tanto, restregábasela con una de las mangas, sin sacar la mano de la chaqueta.

El revólver le pesaba en uno de los bolsillos traseros del pantalón; en el otro la linterna. Se negó a usarla; prefería que sus ojos se acostumbraran a la lobreguez cerrada, y comenzó a trepar por la ladera de la montaña, tropezando con las piedras, por más que el camino le era familiar, y tratando de mantenerse apegado al talud a fin de no rodar en un precipicio. El ruido de sus pasos espantaba a las lagartijas dormidas, hacía volar extraños pájaros que se alejaban golpeando las alas en la tinta de aire.

Se había detenido Nostas más de lo que se propuso en San Blas. El corregidor y dos o tres comerciantes (rescatadores ilícitos de su propio mineral más bien) necesitaban un pretexto para emborracharse; lo encontraron al descubrir que el ingeniero de la mina se hallaba en el pueblo. No fue tarea fácil desprenderse de su zalamería discursiva; pudo dejarlos cuando ya el alcohol les enredaba la lengua. Él era un buen bebedor, pero ¡a embriaguez ajena le parecía deprimente.

Entre un paso y otro percibió una presencia extraña en la noche y se detuvo. Los oídos tensos, exploró la oscuridad. En el silencio de pizarra del Altiplano lo ubicó al fin; casi al fondo, allá abajo, presintió más que vio unas luces que se movían. El rumor provenía de allí; era como un sordo río lejano que se desbarataba contra las rocas y se apagaba y volvía a encabritarse batido por el viento. Venía de Potosí, por el camino de Arrospata.

“La indiada”, se dijo.

Echó a correr, cuesta arriba, hacia la mina. Ahora distinguía mejor el piso de la cornisa, pero un paso en falso, un resbalón, podían conducirlo a la muerte. El corazón le golpeaba en el pecho, y cada golpe era un peñasco rodando por las laderas sin término de la montaña; las sienes le dolían.

Próximo ya al campamento, quiso gritar, no pudo. Casi arrastrándose llegó al puesto de vigilancia; los centinelas no estaban. Los encontró en la oficina de la administración, dormitando junto a un fuego casi extinguido.

— ¡Los laimes! -pudo articular-

Lo miraron atónitos, nublados los ojos por la soñera.

— ¡Avisen a Tuleda! ¿Me entienden? ¡Por el camino de Arrospata! ¡Despiértenlo enseguida!

Sólo pudo casarse a la muerte de la madre, porque, sin oponerse abiertamente, pero invocando su salud, la necesidad de aguardar a que mejorara de su dolencia cardiaca, le pidió a su hijo que postergaran hablar siquiera de matrimonio.

— Me fatigo, me fatigo mucho -había dicho la señora-porqué mi corazón está muy débil y hay que evitarle emociones y trajines. Un matrimonio es un paso muy serio en la vida de un hombre, hay que estar seguro, meditar mucho antes de dar ese paso. Tú eres un Nostas y no puedes equivocarte. Eres ingeniero, un profesional con un porvenir; estás obligado a elegir con cuidado a la que ha de ser la compañera de toda tu vida y, en cierto modo, va a reemplazarme cuando yo falte. Confió en que así lo has hecho, tengo completa confianza en tu buen juicio y en tu buen gusto también, pero para que yo pueda avalar tu elección debes esperar algún tiempo. Te ruego tener un poco, muy poco de paciencia.

Nostas convino en que había que esperar; no objetó. En realidad, nunca objetó las determinaciones suaves, pero firmes, de su madre. Las sabía inapelables. Por lo demás, no se le habría pasado por la cabeza siquiera la idea de resistirlas. El padre falleció cuando él tenía seis años, y desde entonces, si no antes, la madre fue una presencia intimidante en su vida. Hasta los once años, durmió con ella, en la misma cama, y sólo a partir de entonces tuvo lecho propio, pero siempre lado a lado de la anciana.

No le fue difícil persuadir a Irene de la conveniencia de aguardar a que la salud de su madre mejorara, para presentarla y luego formalizar el pedido de mano. El matrimonio debía hacerse con acatamiento estricto de las normas sociales, tan caras a la madre (por consiguiente a él mismo, que era hechura de su progenitora).

Irene asintió. Estaba formada de una materia dócil, no tenía costumbre de oponerse o discutir, y más que el matrimonio le interesaba la salud de sus relaciones con Nostas, esa nitidez de sus sentimientos.

Pasaban entretanto los años y el matrimonio no se hacía, tanto porque la madre, que secretamente no quería esa unión (ni ninguna otra de su hijo), urdía los medios para destruirla, como porque la hermanastra de Nostas, Celia, que vivía con ellos, cómplice de la tácita conjura, encontraba siempre la forma de que no se hablara del asunto.

Hasta que murió la madre, y no a causa del corazón (en el que ningún médico descubrió jamás una dolencia). Dejó al morir algo de dinero. Con su parte, Nostas amobló un departamento para instalarse en él con Irene. Quería vivir su vida, liberarse también de la hermanastra (y de los gastos de la hermanastra)

Celia vetó el proyecto.

Lo consideró un sacrilegio. Ellos dos, y ahora Irene, estaban obligados a guardar la memoria de la madre, a seguir venerando su alma. Y su alma estaba allí, en esa casa, en el aire que los tres respiraban. Dejar la casa equivalía a una deserción, peor aún, a renegar de la que fue su luz y su guía, y que seguiría siéndolo en tanto ellos se mantuvieran fieles a esas paredes que ella levantó con sacrificio para cobijarlos.

Cuando se recuperó estaban ya allí los dirigentes del sindicato de la mina.

Un trago, por favor.

Mientras se lo alcanzaban, los miró, pálidos bajo la piel quemada por los hielos de la montaña, los ojos embozados en la inquietud.

¿Y bien?

—Por el ruido que hacen, señor gerente, calculamos que son unos tres mil -informó Tudela, secretario general del sindicato. Vienen en esta dirección. Son indios de Chesinpues, dispuestos a todo. Se distinguen algunas luces que se mueven, antorchas, claro, y dan idea de su número. Estamos a tiempo de organizar la defensa, señor, y tenemos que elegir un comandante, alguien debe mandar y todos obedecerle militarmente. ¿No es verdad? Usted tiene autoridad, ingeniero Nostas..., hemos decidido que el comandante sea usted.

Nostas evitó sonreír. No hacía una semana que esos mismos hombres habían estado a punto de lapidarlo, después de una asamblea enfurecida en la que participaron los trescientos obreros de la mina, se le imputó la culpabilidad de que el transporte de abastecimiento para la pulpería no hubiese llegado, como se esperaba, desde hacía una quincena. Su disposición de morir, pero de rendir su vida sin doblegarse, respondiendo a las acusaciones con entereza, lo salvó. Quizás su serenidad pareció convincente, quizás no hubo la resolución necesaria en ninguna de las cien mentes cegadas por la cólera (a las que se habían sumado doscientas, de las familias de los mineros) para impulsarla a lanzar la primera piedra. Resolvieron darle dos días más de plazo, y la administración fue su cárcel, guardada por una patrulla de hombres armados. Al día siguiente, por fortuna, una nubecilla al fondo del camino a Oruro anunciaba la presencia de los camiones. Paros sucesivos demoraron su salida de La Paz, uno de transportistas al Altiplano, primero, luego otro de YPFB, que los privó de combustibles, explicaron los camineros.

—No -dijo-. Agradezco la distinción. Es a usted, señor Tudela, como secretario general del sindicato, que posee las armas, a quien corresponde el comando.

Lo vio crecerse, tocado por el orgullo.

—Como usted guste, señor ingeniero. Por lo de-más, no creo que sea hora de discutir. Gracias de todos modos. Pero, si mis compañeros están de acuerdo, le ofrecemos el puesto de subcomandante.

Hubo aprobaciones y le entregaron un fusil y unas caserinas con munición. Nostas no dejó de advertir la diferencia en el trato, pues cada uno de los dirigentes llevaba, colgado del hombro por una correa, una pistola ametralladora del arsenal que poseía el sindicato.

En seguida se constituyeron en estado mayor y se dispuso que las mujeres y los niños fueran despertados y se refugiaran en el interior de los socavones. Los hombres, en cambio, se derramarían en los flancos de la montaña; grupos de veinte trabajadores, cada uno al mando de un jefe de pelotón, guardarían las vueltas del camino, escalonados en una extensión de doscientos metros, mientras que un equipo elegido de dinamiteros, situado en la vanguardia, recibiría las primeras avalanchas de atacantes con una buena rociada de explosivos.

Se aprobó un santo y seña: “min” y “pat”, apócopes de “mina” y “patio”, a fin de que los defensores pudieran identificarse en la oscuridad. Nadie debía disparar, por ninguna razón, antes de la orden expresa del comandante, que haría sonar la campana de la administración, como señal para abrir el fuego. Probablemente los indios estaban también armados y no era cuestión de provocarlos, a menos que atacaran, o que su intención de avanzar sobre la mina se hiciese manifiesta. Asimismo, ninguna luz debía encenderse, por ninguna causa, y prohibición absoluta de fumar bajo pena de muerte.

(Desde el primer día, sin más consulta que su voluntad, Celia asumió el gobierno de la casa.) Ocupó el lugar de la madre, con más rigor que ésta, invocando invariablemente su nombre para justificar las medidas que tomaba. Comenzó por sumir la casa en penumbras y censurar cualquier manifestación de alegría allí donde había fallecido Ella, donde estaba presente su sombra bienhechora. Fueron sus palabras.

Redujo el alumbrado a lo estrictamente necesario para no romperse una pierna y, aún así convirtió en un peligro el uso de la escalera que conducía a las habitaciones de Nostas y de Irene. En forma insensible, los esposos se sintieron empujados a encerrarse en su dormitorio y a hablar cada vez más bajo. El silencio se aposentó en la casa como un grueso manto en polvo. Y hasta la vieja sirvienta que atendía la mesa se deslizaba por los pasillos muda y sin ruido, a manera de un fantasma.

Mando y mujer salían juntos, además, lo menos posible, porque al volver sentían sobre ellos la dura inquisición de los ojos de Celia. Pero tenían que salir. La árida hermanastra, con la que apenas cambiaban palabra, mitigó también las provisiones de la cocina; la alimentación pasó a ser tan mísera como la de un anacoreta. Irene y Nostas pasaban hambre, y a sus escapadas se sumó otra finálidad: la de esconderse en una fonda suburbana para compensar con una mala vianda las deficiencias de su dieta, tanto era su temor de que Celia los sorprendiera en un local público.

Por entonces Nostas perdió su empleo. Trabajaba en la división de metalurgia de un ministerio, y una mañana encontró sobre su escritorio un memorándum con la notificación de que había sido separado de su cargo. El aviso no explicaba la causa de su destitución, pero se la dio uno de los jefes; el gobierno del país era un gobierno de partido y, en consecuencia, quienes no pertenecían al partido no podían ocupar funciones públicas.

La vida se le hizo sombra; durante unos días no se atrevió a comunicar la noticia a Irene. Pero enseguida acudió a varias empresas para ofrecer sus servicios; en ninguna encontró nada, ni siquiera promesas. Era el vacío. Nostas daba vueltas por la habitación, fumando un cigarrillo tras otro. Irene callaba.

Habían comenzado a gastar el dinero de la herencia y eso le preocupaba. Era dinero de los hijos, destinado a los hijos que iban a venir algún día, cuando ellos abandonaran la casa (algún día).

Porque a la hostilidad encubierta de Celia, y a su tiranía, se sumó la aversión cada vez más acentuada por Irene. Tosía (tosía siempre) y su tos era ahora agresiva y parecía dirigida contra la muchacha. Sus pasos en la escalera sonaban insultantes, aunque nunca llegaban a la puerta -detrás de la cual temblaba Irene-. Se volvían en el último peldaño, y ella los adivinaba alejarse mirando atrás, coléricos.

Desaparecía un par de guantes, una polvera, o uno de los zapatos, de los azules, de Irene. O una camisa de Nostas, ya lavada, a la que Irene debía pasar la plancha. La joven los buscaba afanosa, revolvía la habitación sin hallarlos. Al fin no tenía más remedio que dar cuenta a Nostas. Y de pronto aparecían misteriosamente donde los había dejado. Nostas la consideraba con sospecha.

Irene lloraba a escondidas, sola, cuando Nostas dejaba la habitación para salir a gastar los adoquines de las calles en busca de trabajo, sabiendo por adelantado que todas las puertas estaban cerradas para él.

Jatumorco, la montaña de la que el ingenio minero tomaba su nombre, se alzaba entre dos quebradas; en la del norte asentábase San Blas de la Buena Vista, caserío de cien habitantes, contrabandistas que vivían a expensas de la mina, de comerciar con los abastecimientos que recibían de los mineros, o de los minerales que éstos hurtaban a la producción y que aquellos vendían, a su vez, a los rescatadores subrepticios. En la del sur se hallaba instalada la planta que alimentaba de energía al ingenio. Si los campesinos ingresaban a la aldea, no había que preocuparse, pero si lo hacían por la quebrada del sur, la consigna era abrir fuego y combatir hasta rechazarlos. La planta era la vida de la mina y preservarla significaba preservar la de los trabajadores y sus familias.

—Repito -dijo Tudela, alzándose de la silla y encarando a los jefes de grupo- nada de bravuconadas ni estupideces. Al primero que dispare adelantándose a mi señal, me lo limpio sin asco.

Las disposiciones comenzaron a circular afuera y a cumplirse en un silencio sólo interrumpido por breves exclamaciones y las corridas sobre el suelo pedregoso, mientras el estado mayor seguía tomando acuerdos y recibiendo partes.

—Pido la palabra, compañeros.

— ¡Un momento! Recuerde el compañero Patiño que, desde que he asumido la comandancia estamos bajo la disciplina militar. No dejo de ser compañero ni olvido que estoy entre compañeros, pero soy el comandante. Es a mí a quien se pide autorización para hablar.

Patiño lo miró de hito en hito. Era un barretero temido por el uso de sus puños y la inconsciencia con que encendía, valiéndose del cigarrillo que no retiraba de la boca, las cargas de dinamita cuando estaba borracho. Pareció reflexionar unos instantes, cambió el bolo de coca de un carrillo al otro y escupió.

Está bien -dijo-. Está muy bien. Lo que quiero decir es esto: comandancia o no comandancia, los campesinos son nuestros compañeros, nuestros hermanos de clase. No podemos matarnos entre hermanos. Habría que entrar en contacto y poner en claro si vienen en son de paz, o en son de pelea, cuáles son sus intenciones, etcétera.

— ¿No comprenden que es una ingenuidad fiarse de la buena fe de estos campesinos? Me refiero a éstos laimes o jucumanis sin tierras o con tierras muy pobres que no producen para alimentarlos. El hambre los obliga a salir en estas incursiones en que arrasan lo que encuentran a su paso y se llevan lo que pueden. Son nuestros hermanos, cierto, pero dentro de ese cuadro. Sus reacciones son primarias y no los culpamos. Siglos de expoliaciones han hecho de ellos lo que ustedes ven. Si vienen con propósitos de matar, no hace falta que lo averigüemos a costa del sacrificio estéril de la vida del compañero Patiño, de la mía, de los que nos acompañen.

Hubo silencio.

—Ahora, si el compañero Patiño quiere correr el riesgo...

Patiño no respondió.

(Nostas recordó aquella noche en que se vio atrapado por un motín en una plaza de La Paz. La iba cruzando cuando las balas comenzaron a silbar por encima de su cabeza. Alguna gente corrió ciegamente, mientras otros buscaban refugio debajo de los bancos del paseo. Nostas atinó a arrojarse al suelo. Un hombre joven vino a tenderse junto a él, orando, con la voz entrecortada por el pánico. Nostas estaba también aterrado; las balas caían muy cerca, en el pavimento, y rebotaban en el aire como insectos ominosos. Hundida la cabeza y protegida por las manos, casi besando la tierra, Nostas se oyó decir: “Esto es el fin... Lo veo venir”. Su vecino lo miró espantado y se alzó bruscamente, pero no alcanzó a dar dos pasos porque un proyectil lo quebró allí mismo. Y como si el disturbio hubiese estado esperando a cobrar precisamente aquella última víctima, casi enseguida cesaron los disparos y la gente comenzó a moverse. Nostas hizo lo propio, se acercó al hombre; comprobó que había recibido un disparo en la sien y estaba muerto. Tendría unos veinticinco años, usaba un pequeño bigote y vestía con pulcritud. Algo más allá gemían unos heridos, y se escuchaba ya la sirena de una ambulancia, que en unos segundos se detuvo a su lado. Bajaron dos enfermeros con una camilla y recogieron el cadáver. Nostas pudo seguir su camino).

El último grupo de mujeres entraba en uno de los socavones; las presintieron empujándose las unas a las otras, rezando entre lamentaciones y sollozos, respirando la angustia helada que saturaba el aire de la noche y sobrecogidas por la oscura amenaza que avanzaba arrastrándose como un monstruo de mil cabezas, sedientas de sangre, por el camino de Anoscata.

A Nostas comenzó a dolerle una muela. “Como para que no le duela a uno algo está todo esto”, pensó irritado.

Los cien mineros hallábanse congregados en la plataforma de acceso a las bocaminas, masa informe y cuchicheante de la que, cada tanto, partía una tos o un juramento ahogado. Se oía circular entre ellos a los jefes de grupo, transmitiendo las instrucciones del estado mayor, martillándolas al traducirlas al aymará o al quechua, con subrayados de improperios o bufidos de impaciencia. Al fin acabaron de dispersarse en busca de sus respectivas posiciones, como ganado definitiva-mente dispuesto para la muerte.

El comando decidió ubicarse cerca de una de las bocaminas, desde allí dirigía la acción.

—Los miembros del estado mayor -dijo Andulce, el secretario de conflictos sindicales- están obliga-dos a cuidarse, a no arriesgar sus vidas sino en caso extremo. ¡Constituimos la cabeza pensante de la defensa!

La sabiduría de esa admonición quedó flotando en un silencio cargado de reticencia; cada uno esperó de los otros un voto de renunciamiento heroico, de falso o jactancioso alarde. Todos callaron, en un consenso cómplice.

El rumor de la indiada arrastrándose por el camino oíase más próximo, se escuchaba una confusa algarada de voces y gritos que se confundía a ratos con la ronca bocina del viento que barría la llanura.

(Fue Celia, con una diligencia que no dejó de extrañarle, pero que se borró enseguida de su mente, la que le trajo el diario muy temprano y le señaló el aviso. En un encuadre nada ostensible se requerían los servicios de un ingeniero para regentar una mina. Bebió apresuradamente su café y saltó a un taxi que por milagro pasaba delante de la casa, quería ser de los primeros en llegar a la dirección que consignaba el aviso. Era una oficina en un segundo piso de un edificio de la calle Juan Federico Zuazo donde ya habían dos postulantes aguardando. Pero entraron y salieron pronto con el aire de haberse equivocado de puerta y Nostas obtuvo el cargo.

Irene recibió la noticia con alegría. ¡Gerente de una mina! ¡Cómo me siento de feliz! ¿Y cuándo partiremos? La respuesta de Nostas la hizo palidecer.

La mina se hallaba enclavada en lo alto de una montaña al norte de Potosí., era un paraje frío... algo más que frío... sin comodidades para una señora... no tanto por las condiciones inconfortables, que ciertamente no convenían a una dama... se trataba del ambiente... eso es, el ambiente impropicio en opinión del presidente de la empresa... y era uno de los requisitos... él se había comprometido en viajar solo... claro que vendría a la ciudad a menudo, por las mismas obligaciones del trabajo... (La vendría a ver cada vez que pudiera).

— ¿Estarán sobre aviso en el pueblo?

—Qué sé yo -dijo de mal modo Nostas, atormentado por el dolor de muelas; el frío que le latigueaba la cara lo hacía más intolerable.

—No va a quedar uno vivo -comentó -fríamente Andulce.

—Si nos atacan, debemos resistir hasta que amanezca -dijo Tudela-. A la luz del día podemos hacerlos hervir a balazos.

—O ellos a nosotros. No hay que fiarse; los indios son buenos tiradores. Y, si tienen ametralladoras... etcétera, etcétera.

Esas palabras parecieron crisparse en el cerebro de los miembros del comando. El miedo ganó rápidamente sus corazones; podían matar a quinientos, a mil indios, pero siempre quedarían dos mil para asaltar la mina y masacrarlos.

Nostas sintió que un escalofrío le recorría la espalda y, de pronto, alevoso y cruel, un pinchazo como una puñalada lo dejó paralizado y temblando.

“Maldita muela y maldito todo el mundo”, blasfemó enfurecido. “¡Qué me importan la mina y los mismos diablos!” Y se formó una resolución.

“Tan pronto como empiece el jaleo yo me meto en un socavón, bien al fondo. Que peleen ellos, si quieren. Allí nadie me encuentra”.

—No seamos tan pesimistas -habló Tudela-. Nuestra posición nos favorece; contamos con rocas para protegernos; los indios están en el llano. Tenemos dinamita; eso, sin contar los estragos, ha de aterrorizarlos con las explosiones.

Todo parecía fácil, por su puesto, pero los hombres no podían evitar una sensación de desamparo. El frío de las armas le penetraba en los huesos, a través de los guantes y de la ropa, y aunque no dejaban de moverse y zapatear, tenían todos la impresión de hallarse abandonados en un cráter de la luna. Y allí abajo, el rumor, que crecía segundo a segundo y formaba ya parte de su conciencia.

Cada tanto, dos dirigentes recorrían un sector de los puestos de defensa, a fin de asegurarse de que todo estuviese en orden. La noche era una masa de alquitrán, espesa, con el rumor al fondo, royéndola. En todas partes encontraban hombres encogidos por el frío y el desprecio, áspero si se les dirigía la palabra, confundidos con las rocas, roca ellos mismos.

De pronto sonó un disparo lejano; le respondieron dos, cuatro, una descarga de fusilería. Nostas advirtió que empezaba a transpirar, a pesar del frío; tenía las manos húmedas.

—Son los indios -dijo Andulce, aunque no hacía falta-.

—Quieren notificarnos que vienen armados -corroboró Tudela-.

— ¡Que no se atrevan a meterse con nosotros! -gritó nerviosamente uno de los secretarios del sindicato -Así les va a ir, carajo.

—Calma, calma.

El frío era una banda de hierro presionando los huesos, a punto de quebrarlos. Había comenzado a levantarse el viento con mayor fuerza; la guardia a la intemperie iba a ser torturante.

—Vamos a pasar por la peor hora, comandante Nostas -previno Tudela -y me permito formular una sugerencia. Tal vez convenga que la tropa se entone con un trago. Si usted lo autoriza, podríamos disponer que se distribuya una botella de Singani por cada cinco hombres.

Nostas aceptó pensando que era a él a quien iban a venirle bien unos sorbos de aguardiente, un poco de fuego en las entrañas.

La despertó una voz que la llamaba por su nombre. Irene, que dormía sobresaltada, por primera vez sola en esa casa y a merced ahora de la ominosa Celia, se incorporó en la cama sin atreverse a encender la luz. Oyó la oscuridad como la respiración de un animal dañino, pronto a resolverse en una acometida. El grito no era producto de su sueño. No había soñado; aunque puso llave a la puerta, antes de acostarse, y la aseguró además con una silla, estaba lejos de sentirse tranquila y una parte de su ser se hallaba despierta mientras dormía.

Nostas había partido a la mina hacía tres días, temprano. Celia lo ayudó en sus preparativos con el corazón oprimido, luego se despidió de él esforzándose por sonreír. Ni uno solo de sus gestos o de sus palabras dejó traslucir el pozo negro en el que se veía cada vez más el fondo. Y sólo cuando el camión desapareció en el extremo de una calle, los sollozos, largamente contenidos, se le desgarraron en el taxi que tomó para volver a esa casa que temía y odiaba.

Y ahora ese llamado insólito. Por su puesto, no iba a atender, no podía ser sino una de las bellaquerías de Celia, puesto que en la casa estaban las dos solas (Elodia, la empleada, se marchaba al atardecer). Conocía los alcances de su aborrecimiento y sus designios de alejarla de la casa, separarla de Nostas. Uno de sus ingenuos expedientes debía de ser ese, asustarla, mantenerla intranquila interrumpiendo su sueño, agotar las reservas de su resistencia. (No lo conseguiría).

Muy lejos se escucharon unos disparos, luego el silencio volvió a amontonarse en el hollín compacto de la noche. Pasaron las horas sin que se repitiera el llamado. Se le cerraban los ojos, iba a dormirse de nuevo y en eso sintió que alguien introducía una llave en la cerradura de la puerta, por el lado de afuera. De un salto Irene abandonó el lecho.

—¿Quién? -gritó-Corno nadie respondiera, corrió hasta la puerta. -¿Eres tú Celia? ¿Necesitas algo?

Del otro lado no se percibía ningún movimiento, ningún ruido. Hubo una pausa larga y de pronto estalló allí una carcajada demente y enseguida los pasos de una persona precipitándose por las escaleras.

Irene se volvió a la cama. ¿Estaría en sus cabales esa mujer? En cierta ocasión la había oído quejarse de padecer fuertes jaquecas y decir que "algunas noches se volvía loca". Loca o no, resultaba peligrosa. ¿Por qué no pensar, reflexionó Irene, que cualquier día podría envenenarla, y condolerse después del suicidio de "su querida hermana"?; ¿o precipitarla por las escaleras y declarar que fue un accidente?

Al reunirse para el desayuno interrogó a Celia sobre los extraños acontecimientos de la noche anterior. La hermanastra de Nostas la miró sorprendida (fingiendo sorpresa, pensó Irene) y confesó fríamente no haber oído nada. Nada.

Zumbaba el viento en las orejas como una lámina de metal negro, porque aún era noche cerrada, bruma cerrada que abolía las estrellas. Los indios estaban cerca. Percibíase, abajo, su vocerío confuso, un murmullo, sólo que amplio, alargado, hasta perderse en el confín; oíase casi la respiración fatigosa de los que encabezaban la columna. Con las armas en apronte, los defensores de la mina, oídos y ojos vigilantes, se esforzaban por percibir la orientación que iba a tomar la multitud.

—Vienen hacia acá. -No, todavía no.

—No han llegado a la entrada del pueblo. Lo que sí está claro es que no han tomado por el lado de la planta.

—Creo que siguen derecho. Pasan a San Blas. -No se sabe. Aguarden un poco. No se sabe. — ¿Crees que no nos atacarán?

—Son capaces de todo. Pero esperemos.

Agazapados entre las rocas, los sentían deslizarse sin verlos. ¿Cómo adivinar qué intención traían en el rostro, qué armas poseían, cuántos eran? Muchos, desde luego; nada más podía saberse.

—Están entrando en el camino. Se dirigen a San Blas.

— ¡Qué embromar! Van a exterminarlos sin que nosotros podamos hacer nada.

—Sería una locura intervenir.

— ¡Dejen escuchar ya, pues! Hay que saber qué pasa.

Retenido el aguardiente en la boca, Nostas había conseguido adormecer por un buen rato el dolor de la muela enconada, pero el efecto había desaparecido; el contenido de las botellas también. Y el dolor estaba allí, al acecho, atento a todo lo que no fuera su designio de atacarlo; duelo secreto, ignorado para los demás, en el que sabía que ni siquiera podía defenderse; por el contrario cobardemente, no se atrevía a intentar ningún movimiento que pudiera ser interpretado como una provocación por su artero enemigo. En cambio, la mitad de sus sentidos atendía al peligro que cerníase sobre él por otro lado, el peligro que estaba ya encima de ellos, en la columna resonante que se movía allá abajo.

“Dos días más, pensó con amargura, y habría estado lejos de todo esto”. Tenía proyectando viajar a La Paz justamente a causa de esa muela (que ya lo había amagado con insidiosas advertencias), y porque en la semana venidera (“el 10 de marzo” precisó) era el cumpleaños de Irene. “Hoy es 2 de marzo, 2 de marzo de 1955” ¿Iba a ser ese su último día? ¿Iba a morir estúpidamente en esa noche anónima, atravesado por una bala anónima? Se vio tendido en el terraplén de la mina, sólo entre otros cuerpos muertos, lamido por los vientos de la altura. Solo para siempre.

El golpe lo hizo doblarse sobre sí mismo y por un momento el mundo fue ese dolor, el zumbido de la muerte viniendo hacia él fue ese dolor; él mismo no era sino ese dolor que lo borraba todo, miserablemente. Luchando entre el miedo y la cólera, hundido en una profunda desdicha, despreciándose, comenzó a salivar. Las agudas aristas de una roca en la que se hallaba apoyado se le clavaban en la espalda, sin preocuparlo.

Deseó con ardor que el ejército entero de indios pasara por encima de su cuerpo; deseó que una bala le arrancara la muela dolorida, reduciéndola a astillas. ¿Qué podía importarle lo que sucediera? Evocó, rencoroso, los vejámenes que le habían inferido los mineros, y su odio sin destino creció en su pecho como un cáncer. Tenía empuñada el arma, con fuerza, y un impulso de lanzarse adelante, con riesgo de desbarrancar en el vacío, lo hizo incorporarse, frenético.

—Pasan al pueblo -dijo alguien a su lado-. Creo que todo va bien.

—Todavía yo no diría eso -dijo otra voz-.

—No importa. Lo que importa es ver si el grueso lo sigue.

—Es prematuro afirmar nada.

La conversación se desdibujó en el cerebro de Nostas, que ni siquiera habría sabido afirmar si esta última frase la dijo uno de los mineros o la pensó él, sin pronunciarla. Confrontando de nuevo con su pequeño drama, todo su ser se hallaba saturado por la amargura y el resentimiento. Pensaba que podía estar a cien leguas de distancia, en su hogar, oyendo removerse la brisa en la acacia que había junto a su ventana, recibiendo el calor de la calefacción y de las atenciones y cuidado de Irene. ¿Qué tenía que hacer en este extremo maldito del mundo, a espaldas de la civilización, expuesto a todo género de riesgos? “Si los indios atacan, volvió a repetirse con obstinación pueril, a mí no me encuentran. Y, después, que la Empresa se busque otro gerente... a la mina no vuelvo ni muerto”.

(Las dos mujeres se reunían en el comedor de la planta baja para compartir un almuerzo exiguo, que terminaba pronto y durante el cual no cambiaban sino un saludo que, por parte de Celia, fue reduciéndose a un gesto glacial nada amistoso. No hablaba. Tensa en su resentimiento, vestida de riguroso negro, el rostro sin afeites, no daba lugar a ningún conato de conversación. En esa ceremonia muda, Celia, la vista jija en su plato, comía apenas y, al cabo, se levantaba y se iba a sus habitaciones sin despedirse.

Irene compadecía a esa criatura envenenada por una animosidad gratuita, un odio que impregnaba la atmósfera de la casa hasta hacerla irrespirable. La compadecía y la temía. Era como convivir con una cobra acechando debajo de la cama. Debía estar en guardia permanentemente, dedicar cada minuto a codificar las intenciones de Celia, a su histeria y sus fobias y su perturbada conducta de solterona.

Algunas veces se preguntaba para qué, qué la obligaba a permanecer en ese caserón lúgubre, dependiendo de las imprevisibles maquinaciones de una loca. Estaba en aptitud de irse a una pensión, o refugiarse en casa de unos parientes mientras durara la ausencia de su marido. Pero ello implicaba dar una victoria fácil a Celia, que no aprobaría Nostas, y que la hermanastra explotaría en beneficio de sus designios. Tenía que sobrellevar esa penitencia.

Sin embargo, la esfinge habló un día; inesperadamente, la llamó por su nombre:

—Irene -dijo- he sabido que te propones traer a tu madre a vivir contigo. No es una mala idea, por el contrario, acredita tus buenos sentimientos y la nobleza de tu corazón, todos quisiéramos hacer lo propio, pero no siempre es posible porque no todo es posible; tu madre no estaría aquí en su lugar. Este es el lugar de una sola madre, su recinto sagrado, y no admite otra presencia ya que Ella va a seguir presidiendo esta casa por los tiempos de los tiempos, hasta que sus cimientos sean convertidos en polvo. Deja a tu madre donde está, desiste de tu propósito, un propósito que yo no podría aprobar de ninguna manera. Es mi última palabra.

La perplejidad hizo huir el aliento del pecho de Irene, porque hacía muchos años que su madre había dejado este mundo, y Celia lo sabía.

Advirtió que las piernas le temblaban, que todo él estaba tiritando, endurecido por el frío precursor de la amanecida. A su lado sintió que los cuerpos de los mineros también se sacudían, los dientes castañeteándoles, como bestias perdidas en medio del páramo.

—Que se replieguen todos, sin hacer ruido -orde-nó Tudela-. Dejen avanzadas y centinelas, pero a cubierto de las rocas.

Ahora hay que ser más prudentes que nunca; nadie debe dejarse ver cuando amanezca. Y los demás, a reunirse detrás del edificio de la administración, sin abandonar sus armas.

Los miembros del estado mayor se refugiaron en la oficina del gerente.

— ¡La puta! -gritó Patiño.

Había tropezado en una caja de herramientas y cayó largo a largo en la oscuridad.

—Por poco se me escapa un tiro.

—Y nos despachaba a uno de nosotros -reprochó Nostas-.

Sentado en la punta de la silla, pálido como el amanecer, se esforzaba por mantener el dominio de sus rodillas, que entrechocaban como las de un enfermo de paludismo.

—Ni siquiera podemos encender fuego. -Todavía no, ingeniero. Ni siquiera un fósforo.

La espera se hacía enervante. Los indios habían entrado en San Blas. ¿La estarían saqueando?

No será mucho lo que encuentren en el pueblo. Sobre todo para tres mil bocas.

—Arramblarán con todo lo que hallen a mano y nadie les hará resistencia, por su puesto.

—Ojalá que no estén hambrientos, porque entonces sí se vienen sobre la mina. No hay que fiarse tampoco de los blaseños; a fin de librar ellos el pellejo, los inducen a asaltarnos.

—Quizá su objetivo no sea ése, después de todo -dijo Tudela- Quizá si todo lo que quieren es un poco de sal, y en San Blas deben de tener una buena provisión. Los sanblaseños, además, son astutos; conocen el modo de deshacerse de los indios.

En su fuero íntimo cada uno se aferró a esa esperanza; la necesitaban. Creían escuchar alaridos, el tumulto que sólo produce la violencia, pero tal vez no lo fueran. Por de pronto no se oían disparos: estando con armas, los indios hacían fuego siempre es estos casos; el ruido se les sube a la cabeza, como el alcohol o la música.

A menos que estuviesen pasando a degüello a los pobladores de San Blas. En el silencio deprimido de la estancia, desfilaban por los cerebros de los miembros de estado mayor, todas las historias de sangre y ferocidad que conocían de haberlas leído en los diarios, o referidas por los propios sobrevivientes. Eran historias despiadadas, que se desarrollaban en el invariable marco de un resplandor de incendios, con un fondo de imploraciones y aullidos, y hacían sentir la vergüenza de pertenecer a esa misma humanidad.

Nostas se preguntaba si esa sería la clase de muerte que le estaba destinada. “Un fin bien estúpido, por cierto. Con una larga agonía en forma de un menesteroso dolor de muelas. No, antes me pegó un tiro. ¿Y por qué, maldita sea? Antes mato los que pueda”.

Los haría pagar de algún modo. Y siempre le quedaban los socavones; no era fácil que los indios entraran allí, son supersticiosos, pero si intentaban hacerlo, la defensa era más fácil, y su desventaja los haría desistir. Pero tendría que hacerse de una ametralladora; su fusil y las pocas balas que le pesaban en el bolsillo se le antojaron inútiles. Lamentó no haberla reclamado a tiempo. No es que no lo hubiese advertido cuando le entregaron el arma, pero nada dijo; era el hombre de la escalera; la decisión, la respuesta oportuna, sólo se formaban en su mente cuando ya estaba abajo, casi en la calle, pisando los últimos peldaños.

Pero ahora, apenas terminara esta historia grotesca, se iría. Estaba resuelto. Comprendía, además, que había cometido un error al dejar sola en la casa a Irene, a cambio de un puesto en el filo del abismo. Peor que sola: en compañía de la impredecible Celia.

(El vestíbulo a oscuras parecía un sótano en esa noche tempestuosa en que afuera llovía con grandes golpes de agua. Agua y viento sacudían la puerta de la casa, y mientras el viento infligía melodías furiosas, la lluvia zapateaba su impaciencia sobre la calzada. Nostas, sabiéndose empapado (nadie lo sintió llegar), se disponía a ganar la escalera para subir a su habitación, cuando vio asomar a Celia (una mancha de tiniebla en medio de la tiniebla). Había algo ineluctable en esa oscilación de la hermanastra. Sin verlo, sin ruido, como si se deslizara en el aire, o como un desprendimiento flotante de la propia tiniebla, se perdió en lo alto. Nostas vaciló antes de seguirla. Lo detuvo la duda, lo detuvo el temor de equivocarse. Pero súbitamente se sintió impulsado y voló (se sintió volar) por los escalones, hacia su dormitorio. Y allí estaba Celia, en la actitud de una ave de presa, el plumaje erizado, con las garras hinchadas en la garganta de Irene...)

Afuera, en la canchamina, cantó un gallo. El canto atravesó como una antorcha ardiendo el aire de la madrugada. Nostas se despertó de golpe; el frío le bajaba por la espalda, pero era también el frío de la angustia. Todavía su alborotado corazón veía el cuadro con la impostura del sueño y con todo su gravamen de verosimilitud.

En la ventana de la oficina estaban los dirigentes del sindicato, agolpados sobre los vidrios, sonriendo. Miraban a la distancia, y en la mirada un gesto desafiante, casi conmiserativo.

Comprendió que los indios habían abandonado San Blas y se alejaban. No le interesó averiguar hacia dónde. Lo que sabía es que él tenía que irse, y ahora mismo, así fuera a pie. No se detuvo a considerar que en un recorrido de cincuenta kilómetros probablemente no encontraría un alma. Su resolución lo cegó. Aprovecharía que toda la gente, después de haberse desvelado, con la fatiga y los nervios de la amanecida, se retiraría a dormir; la mina quedaría desierta y nadie lo vería marcharse.

La noche lo encontró acometiendo, exhausto, los pies ampollados, el incierto camino que llevaba a Oruro.

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