La sirena de la "Jalancha"

La hija del zambo Salvito

Antonio Díaz Villamil

A varios kilómetros de esta ciudad, y siguiendo el camino que conduce a la región del trópico yungueño, al pasar por la cordillera en el sitio que llaman “Rinconada”, existe un lugar cuyo tránsito, antes que se hiciera la construcción del ferrocarril a Pongo, causaba grande inquietud a los viajeros.

El camino de Yungas que comienza en los alrededores de La Paz, en la región de Miraflores, y que se continúa por las desoladas laderas de Chuquiaguillo, alcanza aún mayor soledad y tristeza, cuando se acerca a la “Rinconada”, en el sitio llamado "La Jalancha". Con este nombre se conoce un extenso y dilatado valle, formado al Este, por una serie de serranías abruptas en cuya roca han trazado nuestros ingenieros, el atrevido camino férreo mencionado; al fondo, el lecho de traicionero fango de un mísero río que baña abundantes yacimientos de turba; y al Oeste, una estribación cordillerana que, con una perpendicularidad aterradora, cae a plomada con sus enormes masas rocosas desde la altura de trescientos metros hasta el borde inmediato del camino de herradura, obligado paso de los que hacían el viaje a las vegas del Tamampaya y de Yolosa.

Muy sabido era por los viajeros que “La Jalancha” era un lugar de peligro, pues, cuando la noche les sorprendía en sus inmediaciones preferían detenerse antes que atravesar en la oscuridad aquel paso. Aún más, cuando se trataba de atravesarlo, aunque fuera a la luz del sol meridiano, los más adelantados esperaban siempre a que estuviesen reunidas varias caravanas para seguir adelante.

La causa de este temor se justificaba por una serie de trágicos sucesos que dieron a ese sitio el más fatídico prestigio.

* * * * * *

Era el mes de junio, vale decir el apogeo del invierno. Durante la noche había descendido una copiosa nevada, y el día, aunque un débil y esfumado foco de luz señalaba que el sol debía estar muy alto sobre el horizonte, permanecía sumido en una densa bruma.

El frío viento de la cordillera, intensificado aún más por su arrastre sobre las nievas que todo lo cubrían, ya no tenía para su monorrítmica canción la agreste lira de la paja brava, enterrada bajo la nieve y, tan sólo, se aferraba, desesperado, a silbar furiosamente en algunas cuevas que, a manera de cajas sonoras, eran lo único dócil al tañido del dios Eolo.

Pero, aproximándose a una de esas cuevas se hubiera podido oír algo más; a cada golpe de aire, un coro de blasfemias pugnaba por dominar el rugido de la naturaleza.

Dentro de ella, la luz de un mechero, encendida cien veces para ser otras tantas apagadas por las ráfagas, puede mostrar la siniestra catadura de sus misteriosos habitantes.

— ¡Maldito sea el vientre que me parió!

Rugía a cada golpe de viento un hombre de colosal estatura, un zambo gigantesco que era nada menos que el famoso “Zambo – Salvito”, jefe de la banda de salteadores, que se había establecido en las cuevas de “La Jalancha” para dar pábulo a sus fechorías.

—A ver Matías enciende otra vez.

Volvió a rugir. Por sus violentos ademanes y su mirada avasalladora, se comprendía que era un hombre acostumbrado a imponer su voluntad a todos. En esta ocasión se sentía ofendido al ser burlado por el viento intangible.

Cinco hombres más, de apariencias patibularias, aparte de otro que estaba empeñado en mantener trabajosamente la luz, se hallaban en cuclillas rodeando a su jefe. Permanecían silenciosos, masticando con laboriosidad de rumiantes, puñados de coca.

Fuera de éstos, otro bandido estaba apostado al borde de la cueva, apoyado sobre un montón de piedras que eran los proyectiles dispuestos a rodar hasta el camino y destrozar a los viajeros. Era el centinela que debía anunciar la aproximación de los incautos. Se defendía contra el frío y el viento con un poncho y una bufanda de lana, su cabeza toda estaba metida en un gorro tejido que solo dejaba asomar los ojos. En vano quería atravesar con la mirada las brumas y ver, allá abajo, el camino a ciento cincuenta metros adentro. Por fin, aburrido de su inútil intento, dejó su puesto de observación y volviéndose al jefe, le dijo:

—Mi viracoche, aura no vamos a hacer nada. Creo que nadie ha de pasar con este tiempo.

— ¡Cómo nadie!, respondió con severidad el zambo, hoy es jueves, y el camino es más concurrido que nunca.

—Tiene razón mi viracoche: pero, con este tiempo nadie ha de querer pasar la apacheta.

Ocupó el jefe sin responder el puesto abandonado por el observador, y, convencido de lo que decía su hombre, se fue al interior y volviéndose a sus compañeros les dijo, con menos aspereza:

—Cierto. Hay mucha nieve y mucho frío, y con esta niebla no podemos ver ni las señales de la María Rosa.

Corno para ratificar lo dicho, el viento hizo una nueva y furiosa incursión a la cueva.

Después de un rato, Zambo - Salvito habló:

— ¿Qué tal sería probar el pisquito de ese barril que el otro jueves nos hemos cancheado?

Matías, el más joven y el más intemperante exclamó gozoso:

— ¡Muy bien mi viracoche! ¡Aura sí que nos vamos a calentar!

Dos bandidos registraron un rincón de la cueva y de entre un hacinamiento de monturas, chalonas, conservas, café y otros productos de su vandalaje, sacaron el barril aludido.

El brebaje fue pródigamente repartido en jarros de hoja de lata.

Poco después, unos puntos luminosos significaban el quietismo de los fumadores.

Los bandidos descansaban y... se calentaban.

* * * * * * *

En la ladera de Chuquiaguillo, a poca distancia antes que el paisaje asumiera toda la rudeza y desolación de la cercana “Jálancha”, se levanta, a la vera del camino, una miserable casucha sobre cuya única puerta se ostenta el rumboso título de “La Estrella del Oriente”. Es el obligado descanso de los viajeros que allí acuden a proveerse de algo indispensable que olvidaron entre las agitaciones de los preparativos del viaje: bebidas, comestibles y todo lo que puede menester, dentro de sus parcas necesidades, el viajero de nuestras tierras.

Propietaria de este pequeño comercio es una linda cholita, que lleva en sus núbiles atractivos el mejor réclam para la venta de sus mercancías. Esto explica por qué, junto al pobre arriero que detiene allí su recua para atenuar su fatiga con un trago de licor, asoma también el pedante y mujeriego burgués provinciano, que viaja en bestia propia, gasta poncho de vicuña, alforjas y montura guarnecidas de cuero de perico y que va a la finca ¡a ver la mita!

Y es en este último caso que la María Rosa, como se llama la dueña, hace derroche de garbo y solicitud para atender a su parroquiano.

Mas, si los contratiempos y desventuras de cuantos se detuvieron a gozar de sus atenciones se hubieran podido catalogar y conocer en su origen, no se podría menos que dar a María Rosa la reputación de una sirena criolla, cuya afabilidad era el preludio de las desdichas que debían sufrir al pasar "La Jalancha" los que salían de "La Estrella del Oriente" para continuar su camino.

Y, nada menos que eso. Pues una detenida observación a los manejos de la cholita, habría, mostrado como, enseguida de que un viajero que había hecho vislumbrar a la dueña de la tienducha una repleta bolsa, se despedía para seguir su marcha, María Rosa subía apresuradamente la pequeña colina que servía de respaldo a la casucha y, desde allí, vuelta hacia "La Jalancha" hacía misteriosos signos agitando un trozo de tela cuyo color variaba según la calidad del viajero.

* * * * * * *

Pasaban los días. Y cada vez un nuevo suceso trágico iba a aumentar los rojos anales de “La Jalancha”. Y llegamos precisamente a aquel día brumoso de junio en que hemos dejado al “Zambo – Salvito” y a su banda en una de sus cuevas mal-diciendo el tiempo.

Ramón Centellas había partido aquel mismo día, muy temprano, de la ciudad, sin intimidarse por la inclemencia del viento, pues era asunto premioso el que le llevaba a Coripata.

La temperatura era en extremo baja, y, a pesar de estar arropado en confortables vestidos, no podía tenerse con seguridad en su cabalgadura, ni empuñar las riendas.

Al pasar por “La Estrella del Oriente” sintió la necesidad de un reconfortante. Hecho pie a tierra y se dirigió a la tienda.

—Pase usted joven. ¿Qué se le ofrece? Preguntó, amable como siempre, María Rosa.

—Buenos días, caserita. ¿Podría prepararme una taza de café bien caliente?

—Con mucho gusto. Tome asiento.

Y, solícita, le indicó un banco sobre el que se había apresurado a extender un tejido indígena.

—Si no es ofenderlo, ¿es usted forastero?

Demandó, amable y coquetona la mujer, mientras ponía sobre un bracero encendido una vasija de arcilla llena de agua.

—No, caserita: soy de la ciudad.

—No me figuraba, como nunca lo he visto pasar por aquí.

—Es que es la primera vez que viajo a los Yungas.

La amabilidad de sirena que siempre había mostrado con sus clientes María Rosa, en esta ocasión era sincera y fruto de un repentino estallido de simpatía despertada por la agradable apostura del joven viajero de una belleza varonil envidiable.

Por otra parte, decía verdad la cholita. Nunca había visto pasar a Ramón Centellas. Y, más expresivo hubiera sido asegurar ella, que nunca tampoco gustó tanto de un cliente más ¡simpático!

El diálogo que María Rosa hubiera querido seguir, tuvo que ser cortado por ella misma, para ir a avivar con soplidos el fuego por extinguirse del bracero. Por su parte Ramón, instalado en su asiento, encendió un cigarrillo y, en silencio, comenzó a valorar concienzudamente a su atrayente caserita...

La cholita era uno de los más bellos y típicos ejemplares de su casta. Su cara oval y de ese color trigueño tan agradable, era de rasgos relativamente finos; sus ojos de niño somnoliento competían en negrura con el azabache de su cabello recogido sencillamente en dos gruesas trenzas.

Inclinada como estaba hacia el bracero, dejaba ver desde retaguardia las botitas de cabritilla color champagne y las piernas de goyescas curvas con medias de igual color; el busto, que en su parte antero superior avanzaba en la atrevida y palpitante esferoicidad de los senos, se deprimía en la estrecha cintura desde la cual bajaba la pollera en graciosos pliegues tan sólo hasta muy poco abajo de las rodillas. El tronco estaba negligentemente defendido contra el frío con una manta de vicuña, asegurada sobre el hombro izquierdo con un prendedor de topacio.

El resultado del detenido examen llevó a la convicción del joven viajero que, si no estaba ya enamorado de aquella mujer, acabaría por estarlo muy pronto.

Satisfecho, con la satisfacción del turista que por fin ha encontrado el bello panorama prometido a su viaje, Ramón Centellas quedóse abstraído en la grata contemplación de aquella hija de Eva, acabando por perder la noción del tiempo y, más que todo, de su situación de viajero diligente. Se olvidó de todo, y comenzó a admirar, a soñar y... a querer.

—Aquí tiene usted, joven.

Fue la frase que le sacó de su abstracción. Era que la cholita le alcanzaba el café humeante.

La bebida fue apurada por el viajero que, entre uno y otro sorbo, no cesaba de lanzar miradas elocuentes a su caserita.

María Rosa, que con su perspicacia femenina se dio cuenta de lo que pasaba en el ánimo de su cliente, se sentía feliz, y con nuevas actitudes y sonrisas se satisfacía en hacer frente al que adivinaba ya su galán.

El amor, que cuando es silencioso puede acabar por estrangular corazones, fue creando para ambos una situación incómoda. Para librarse de ella, quien más ánimo tuvo de hablar fue la mujer:

— ¿Va usted a Yungas de paseo?

—Voy llevando una remesa para mi tío que actualmente está rescatando productos para una compañía extranjera.

—Llevará usted mucha plata. —Miles de pesos.

María Rosa, aún a pesar de estar en aquella ocasión preocupada por otra suerte de ideas, no pudo sustraerse a algo que desde hacía mucho tiempo era la única razón de sus actividades. Al saber al joven conductor de miles, sintió que en su interior una fuerza habitual le impulsaba al crimen y a la traición. ¿Vencería el crimen o el amor?...

Ramón Centellas, ajeno a los pensamientos de esa mujer, volvió a olvidar que debía ser breve su tránsito por aquel sitio y a fin de alargarlo y poder gozar lo que comenzaba tan bien, cuando hubo terminado su bebida, solicitó:

—Caserita, ¿cómo se llama usted?

—María Rosa, para servirle.

—Pues, María Rosa, esa taza no es suficiente.

Hace mucho frío y creo que mi cuerpo necesita algunas tacitas más.

—Con mucho gusto. Se lo voy a preparar enseguida.

María Rosa pensaba:

—De todos modos está muy bien que él se quiera quedar sin darme trabajo, como tantos otros, para hacerle pasar muy tarde por “La Jálancha”.

—Pero usted también ha de tomar conmigo ¿no es así?

—Gracias, le voy a acompañar.

Respondió la que comenzaba a ser, como otras veces, la sirena de criollas y rojas odiseas. Pero al ver a ese simpático viajero, tan fácilmente detenido en sus redes, no hubiera sabido decir si fue por quererle o por traicionarle.

El resto del día, en la estrecha tienda, transcurrió cálido para los amantes, mientras afuera el viento frío e implacable, hacía intransitable el camino.

El macho sujeto a una estaca junto a la puerta, se estremecía a los embates del viento y de la nieve; golpeaba con sus cascos el suelo como queriendo advertir al amo que era hora de continuar el viaje.

Vano empeño del noble animal. Su amo se había internado por otra senda y en pos de otro fin, y, al terminar la jornada, iba a llegar a las tierras del placer...

A este rápido desenlace había colaborado eficazmente, parte de la mutua simpatía que ambos sintieran, la manera sencilla con que generalmente se conducen las que, como María Rosa, pertenecen a nuestra clase popular, clase que, en cuestiones de amor gusta, muy poco, casi nada, de espiritualizar y alargar los preliminares del idilio, y solo dejan obrar fatalmente, inconscientemente a la fuerza de su pasión y de sus instintos.

Y así fue como Ramón y María Rosa, de las alusiones tímidas pasaron a las declaraciones categóricas, de éstas a las caricias, y de allí a todo lo que conducen el amor y el deseo, sin premeditación, sin cálculo, sin convencionalismos.

A la mañana siguiente, Ramón Centellas se despedía de la bella cholita de “La Estrella del Oriente” para seguir la marcha a Yungas.

La despedida fue tierna y a base de juramentos, caricias y promesas.

María Rosa que estaba aún con los cabellos sueltos y el rostro empañado por la languidez de una noche de amor, subió a la colina cercana para seguir con la vista a su amado.

La mañana era espléndida. El cielo se había sacudido de todas sus nubes y brumas; no así la tierra, que seguía adormecida bajo el manto nupcial de la nieve que extremaba su albura bajo el beso refulgente del sol.

En el último recodo del nevado camino desapareció el viajero. María Rosa vibró en un suspiro y volvió lentamente a su albergue. Y aquella vez, los trapos de diversos colores, que tantas veces dieran al vigía de “La Jalancha”, el oportuno aviso, permanecieron olvidados...

Y en aquella colina, donde una mano de mujer trazara el fatal signo de la hora trágica para tantos viajeros, tal vez aquel día floreció un voto ferviente por la ventura de Ramón Centellas.

* * * * * * * *

Caía la tarde.

María Rosa, la de “La Estrella del Oriente”, estaba junto a la puerta, tan indiferente para el mundo exterior, que ni siquiera contestaba al saludo que los viajeros le dirigían al pasar. No intentaba siquiera detenerlos; solamente, seguía con la vista baja, la estela borrosa que aquellos al pasar dejaban sobre la albura de la nieve.

¡La noche anterior era para ella tan preñada de recuerdos! Y al calor de éstos no cesaba de saborear fruidosamente en su interior las impresiones dulces que aún guardaba. En medio del cuadro de su visión interna se alzaba inconfundible la imagen de un hombre, de aquél, que en la noche anterior le había hecho tan dichosa.

— ¡Que volviera pronto!

Pensaba, prometiéndose nuevos goces.

Si la tarde anterior pasó rápido junto a su ama-do, esta otra pasó igual junto a sus recuerdos.

Cuando llegó la noche, la enamorada cholita, sin pensar en cosas distintas que no fueran de su amor, fue a cobijarse al lecho, donde encontró todavía dos tibias depresiones en las que depositó apasionados besos.

Sería la media noche, cuando su sueño, que acaso en esos momentos reconstruía el encanto de la noche pasada, fue interrumpida bruscamente por fuertes golpes a la puerta, seguidos de una voz resuelta:

— ¡María Rosa, abre la puerta!

— ¿Quién es?

—Soy Blas. Abre pronto. Me manda tu padre.

Instantes después, María Rosa, ya vestida, abrió la puerta. Casi al mismo tiempo entró, tiritando de frío y embozado hasta los ojos, un hombre de poco agradable aspecto.

Sacudiéndose los zapatos llenos de barro, y desembosándose, tomó asiento.

—Maricuchita, si tardas en abrir me muero de frío.

—Bueno, ahora ya no hay cuidado. ¿Qué te trae aquí a estas horas?

El hombre, en lugar de contestar, rio estúpidamente, mostrando su dentadura verdinegra por el abuso de la coca.

—Já, já, já. Eres muy seria, Maricucha.

Después, acercándose a ella y pugnando por mostrarse amable, y delicado, añadió:

— ¿Sabes chunquito que me gustas mucho?

— ¡Esto sí que es lindo! —contestó burlona —¿Y a decirme esto te ha mandado mi padre?

—Te voy a ser franco. He venido por mi cuenta y... ya no pienso volver a las cuevas.

— ¿Te ha echado mi padre?

—Nó; mi jefe no tiene por qué echarme. Yo siempre le he ayudado más que nadie.

— ¿Entonces por qué?

—Maricucha, estoy cansado de ser un bandido. Cuando como yo se ha despachado a tantos a la otra costa, y, sobre todo, cuando el mejor rato puedo ir a dar a la cárcel, los remordimientos y la inquietud no me dejan vivir en paz. ¡Al fin uno tiene conciencia! El día menos pensado puedo morir y no quiero irme al tacho colorado.

—Entonces, debes tener ya con qué vivir. ¿O es que piensas mendigar?

Blas dejó su gesto sombrío para volver a reír y añadió:

—Ya lo creo que tengo con qué vivir — y señaló debajo de su poncho. —Tengo un dinerito que lo he cancheado hoy de mi cuenta. Tu padre no sabe nada.

Acabó por sacar un voluminoso envoltorio hecho en un pañuelo lleno de mugre, y lo ofreció a María Rosa:

—Desátalo. ¿No te parece suficiente para que podamos vivir bien?

— ¿Para que podamos has dicho?

Preguntó ella con extrañeza, mientras se quedaba asombrada ante tanto dinero.

—Sí pues. Para que tú y yo podamos vivir.

— ¿Y yo qué tengo que hacer contigo?

El bandido se acercó más a la mujer, la cogió de una de sus manos y estrechándola entre las suyas, grandes y ásperas, le insinuó con ademán torpe y apasionado:

—Maricucha, tú aseguras que nada tienes que hacer conmigo, y te juro que eso no es así. Pagas muy mal al que como yo siempre te ha querido. Además tienes gran parte en mis crímenes, pues hace mucho tiempo que hubiera dejado de trabajar con tu padre; tal cosa me hubiera obligado a no volverte a ver, y eso ¡nunca! ¡Ni entre sueños! Pero ahora es ya distinto. Ahora tú y yo, si quieres, podemos libertarnos de esta vida criminal. Tengo lo suficiente para que podamos vivir con honra. He venido pues a proponerte que nos vayamos lejos de aquí, aunque sea fuera del país; pondremos algún negocio y estaremos bien ¿Quieres?

María Rosa, ante tales palabras, dejó de ser burlona para su galanteador, y no tuvo más que sentir el peso de tales reflexiones.

¡Vivir con honra, regenerar su vida! ¿Qué podía hacer de más bueno? Si aquel mismo hombre que parecía un monstruo de maldad, un empedernido criminal!, pensaba así para el porvenir ¿qué diría ella, todavía una muchacha que tal vez estaba allí, inconscientemente, colaborando en los crímenes del Zambo - Salvito su padre y de haberse hecho por esta causa una mujer fácil? Sí, estaba muy bien. ¡No más crímenes! Debía irse, y aun que no amara a aquel hombre, podía tener en él un salvador y un apoyo.

Así pensó, y como para responder a estos pensamientos, forzando cariño en sus palabras, le dijo:

—Esta noche hay tiempo para que hablemos; pero antes, voy a prepararte algo para el frío. Estas tiritando.

Aquella solicitud, y más que todo, el haberse compadecido ella por su estado, hizo tanto bien a Blas, que desde ese momento, contó ya seguro con el cariño de la que amaba.

María Rosa le ofreció una taza de café, y después de un buen rato de reposo en que ambos, ya de acuerdo, trazaron sus planes para el porvenir, ella, con más cálculo pero acaso con menos pasión que otras veces como para dar en prenda su cuerpo, cuya posesión tanto ansiaba su amador, le invitó al lecho. Después de todo ya lo había hecho antes con otros con menos garantías...

Mientras el hombre se aligeraba de sus ropas, María Rosa, por decir algo y llenar con palabras esa especie de silencio nupcial que tanto embaraza, le dijo:

— ¿Y cómo has reunido ese dinero? ¿Has sido poco a poco?

—No, Mañcucha; a pesar de que mi deseo era tener plata para irme contigo, no he reunido sino muy poco. Pero, esta mañana...

— ¿Esta mañana, qué?

Preguntó impetuosa la mujer, cambiando de actitud.

—No tengas cuidado chunquito, no he robado ese dinero a tu padre.

Insinuó él con calma, y quiso explicar: —Era de un viajero que iba solo...

— ¿Qué llevaba un macho castaño y sombrero de jipijapa?

—Exactamente.

— ¡Dios mío, es él!

Se dijo llena de sobresalto, haciendo lo posible por ocultar su emoción.

Entonces, en medio del cuadro de sus antiguas liviandades, sintió renacer nuevamente la pasión del día anterior que por un momento la había olvidado, y recordó a Centellas con toda la trágica fuerza de las circunstancias. Y dándose recién cuenta que aquel desalmado iba a ocupar el mismo lecho que su amado, y al presentir algo terrible se horrorizó.

Al notar el cambio de fisonomía operado en María Rosa, Blas, que ya estaba en el lecho, se arrastró mimoso hacia ella:

—Maricuchita, ya no tengas cuidado. Desde ahora juro que voy a ser un hombre honrado. Será el último que he despachado...

— ¿Le has muerto? ¡Infame!...

Una nube roja anubló su razón; paseó su vista desorbitada y la detuvo en los reflejos de un cuchillo, allí, muy cerca. Cogiéndolo, lo blandió como un relámpago.

— ¡Canalla, ese era mi dueño!...

La hoja, sin dar tiempo a ser esquivada, se hundió, poderosa, en el corazón de Blas.

— ¡El... último... Mari!

— ¡Sí, el último! ... ¡el último!

Gritaba enloquecida la mujer, sepultando con furia el cuchillo una y otra vez en el pecho del infeliz...

* * *

A la mañana siguiente la puerta de “La Estrellita del Oriente”, permaneció cerrada. Su dueña había huido.

¿Su refugio?...

Tal vez un abismo o un lupanar. Pero nadie supo de ella.

Fin

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