Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Renato Prada Oropesa
Para Eduardo Mitre, poeta
Al llegar a su casa y llamar a la puerta, un latón negro, pensé que algo no estaba bien. Nadie contestó de adentro, desde el único cuartucho que está al fondo del canchón, venía un rumor de pelea y llanto. Volví a llamar más fuerte, esta vez sirviéndome de una piedra. Alguien se acercaba. Miré el cielo siempre tan lindo en las noches de otoño: un montón de estrellas parecían divertirse mirando a los habitantes de la tierra.
— ¿Es a Orgalia? —dijo el hombre que me abrió la puerta.
—Sí, ¿cómo está Ud.? —contesté viendo, en la penumbra, sus ojos humildes de niño avergonzado.
El hombre no contestó. Dejó la puerta y se puso a caminar mirando al cielo. Se detuvo y, después de un momento en que pareció que recién pudieron llegar mis palabras a sus oídos y a su cerebro, volvió a mirarme y me dijo:
—Ella se ha ido, se ha marchado de casa.
Me quedé perplejo. Miré a su padre que me ocultaba el rostro quizá para que no viera sus ojos llorosos.
—Orgalia —dije.
—Se ha debido ir a La Paz o a cualquier otra parte -dijo su padre.
Recién me di cuenta del frío que hacía. Metí las manos en los bolsillos de mi pantalón y me puse a mirar el suelo.
—Esta es la segunda vez que se va —dijo el hombre—. Esta vez no iré tras ella. Cada uno tiene que buscar su vida. Yo no puedo con estos problemas. Ud. sabe que lo que gano como albañil no me alcanza para nada.
El hombre se calló cuando yo pensaba seguir escuchando sus divagaciones. Recordé, de golpe, a Orgalia. Al frente mío se extendía el terreno sembrado, desde una eternidad, de maíces que esta época del año se ponen amarillos. La noche parecía la misma de siempre: una pequeña brisa que levantaba sonidos traviesos en las hojas de las plantas, el croar de las ranas en el arroyo, esperando e invitándonos a que fuéramos tras ellas, y, también, la voz de Orgalia murmurándome al oído mientras tomaba mi mano:
—Vamos, cogeremos muchas ranas esta noche.
—Pero yo no sé para qué. Me dan pena esos bichos.
—Es para venderlas a un gringo. Dice que se las come.
—Deben ser feas.
—No te importa eso. Mañana yo iré a venderlas y te daré el dinero cuando vuelvas a la noche.
Me apretaba más la mano cuando cruzábamos el inmenso maizal con las hojas rozando nuestros rostros, nuestros brazos, dejándonos una impresión de caricias frías en el cuerpo.
Siempre era Orgalia la que llegaba primero al arroyo. Apenas llegaba yo, las ranas callaban. Po-día ver un dejo reproche en la mirada de Orgalia, Yo quería decir algo para disculparme de mi torpeza, pero ella me tapaba la boca con su mano tibia y acariciadora.
Teníamos que estar sin movernos respirando apenas, hasta que la más arriesgada de las ranas se pusiera a cantar para llamar a su compañera. Entonces, Orgalia se abalanzaba y a mí me entraba un poco de lástima el canto roto en lo mejor de su euforia.
Después de un rato, el vestido de Orgalia (una bata de género simple) estaba completamente mojado.
—Cogerás un resfrío —le decía.
—Ya son suficientes, ahora vamos a casa a contarlas.
Mientras volvíamos, la luna iluminaba el cuerpo de Orgalia, sus trenzas húmedas y sus ojos brillantes cerca de los míos.
En su casa, sus hermanos menores se despertaban cuando una de las ranas lograba zafarse de la bolsa hasta el rincón donde dormían. Sus padres nos miraban casi con indiferencia y sólo por respeto a mí no la castigaban por llevar las ropas en ese estado.
—Ven mañana a la misma hora y te daré la mitad de lo que me paguen —me decía Orgalia al tiempo de darme un beso en la frente como des-pedida.
Algunas noches yo no volvía porque a mis padres se les metía en la cabeza la idea de que no estaba bien eso de ir a lo de la hija del cuidador de nuestros terrenos a estarme hasta tan tarde para volver fatigado y sin otras ganas que esperar la noche siguiente.
— ¿Sabe su madre lo que ha pasado con Orgalia? —me dice al fin el padre de ella.
Niego con un movimiento de cabeza que no sé si alcanza a ver el hombre desde donde está.
—La señora le habría prohibido que venga — dice el hombre.
No le contesto porque estoy escuchando nuevamente el croar de las ranas y el batir de las hojas secas del maizal bajo el brillo de la luna llena que se ha levantado justo encima de la choza de Orgalia y empieza a elevarse en la noche estrella-da.
—Ya no volviste más -me dice Orgalia.
—Me enviaron a estudiar al extranjero —le digo y le tomo de la mano.
—Todo un año siquiera una cartita —dice ella retirando sus dedos de los míos.
—Vamos a coger ranas —digo.
Ella baja la cabeza. Me da la impresión de estar llorando en silencio. Me acerco y le acaricio el cuello. Le cojo del mentón para levantar su cara, pero ella hace fuerza y se queda así, sin mirarme, durante un largo momento.
— ¿Qué estudias? —me pregunta.
—Filosofía y Letras —respondo, sin lograr dar la sonoridad y el énfasis que siempre impresionan tanto a los que me escuchan.
— ¿Es algo interesante? —dice ella y se interna en el maizal seco.
No le respondo. Empiezo a hablar de otras cosas: de mis experiencias en el país extraño, de mis impresiones y de mis recuerdos. Le digo que la recordaba mucho. Ella no parece escucharme.
— ¿Y cómo te fue con las chichas? -me pregunta.
Me callo. Ella se ha parado. Los tallos de los maíces son más grandes que nosotros y sus sombras casi nos cubren por completo. Nuestras cabezas emergen apenas como si las sacáramos de un pantano betunóse Le tomo del hombro y quiero volverla para hablar de cerca.
—Yo también he tenido mis experiencias —dice y se suelta con brusquedad.
Me quedo clavado. Pienso que hay algo que nos aparta y nos coloca muy lejos a uno del otro, una masa más densa e inmisericorde que la sombra que envuelve nuestros cuerpos, una materia imposible de verla y palparla, que se ha metido entre Orgalia y yo, y que nunca podremos quebrarla para ir nuevamente a coger ranas o, simplemente, para correr juntos por el maizal y el campo húmedo.
—Las ranas —digo.
—Ya no podremos ir más —me dice y vuelve a su casa corriendo sin que yo intente siquiera alcanzarla.
El hombre da unos pasos hacia mí y me tiende la mano para decirme adiós.
—Ud. es como su padre —me dice—. Él hubiera entendido todo. Por favor, no le diga nada a su madre, no querrá que siga cuidando sus terrenos.
El hombre me da un apretón de manos y se entra al canchón sin trancar la puerta.
Camino despacio. Tengo deseos de ir hacia el arroyo y ver, si es posible, una ranita por lo menos. Al cruzar el maizal me parece que ella, Orgalia, está junto a mí como siempre, que me coge de la mano y me dice:
— ¿Otro año en el extranjero?
—Sí, el tercero.
—Saldrás todo un cráneo —me dice.
Quiero abrazarla y acercarla a mí como antes.
Ella no opone resistencia.
—Las ranas —dice.
—Las ranas —digo y ellas se callan. Ya no cantan más. Me paro al borde del arroyo. Me deben estar espiando para ver que me aleje y entonces ponerse a cantar toda la noche.
—El segundo año no viniste —me dice. —Sí vine; pero tú estabas... —Calla —dice.
Empiezo a alejarme del arroyo. Cuando estoy en medio maizal escucho nuevamente el canto nítido, de cristal y plata, de las ranas. Llego frente a la casa de Orgalia. Ya nadie discute adentro. "Sus hermanos menores deben haberse dormido", me digo. Sin embargo, me quedo todavía un momento más porque no quiero irme antes de ver salir, por la puerta estrecha, 'a la niña descalza y vestida con una bata de tela delgada que viene a mi encuentro, me toma de la mano y me dice al oído que me estuvo esperando y que sus hermanos ya se habían dormido.
—Porque para cruzar este campo tan triste y solitario, ir hasta el arroyo y atrapar las ranas se necesita ser como somos ahora; zambullirnos sin mucho ropaje en el maizal y la sombra, coger nuestras manos de niños y no creer, nunca que la luna no saldrá para alumbrarnos el sendero -dice Orgalia mientras su imagen se va desgranando poco a poco para caer en la noche y quedar confundida con la sombra de los maizales que ya no existen en el presente.
Fin
Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
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Alguien va finar, patrón —decía Cástulo Narváez, mientras limpiaba la lámpara a carburo, de cuclillas frente al cuarto del administrador. —Es seña fija...— sus dedos largos, huesudos, quitaban con habilidad, la ceniza de los trozos de carburo de calcio que aún eran utilizables. A la luz de la luna que se prodigaba desde un cielo limpio, transparente, su rostro anguloso reflejaba una rara fisonomía: tan pronto parecía la de un santo como la de un cadáver.
Elsa Dorado De Revilla
Prendido en la falda del cerro cuyas entrañas guardan el rico yacimiento mineral, se alza, desde su humilde pequeñez, el campamento minero, depositario del pulso humano que mide el paisaje cordillerano desde los tiernos ojos de los niños, hasta el abrazo rotundo del hombre.
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La lucha del hombre con los elementos de la naturaleza es ardua. Aunque como especie, el hombre va dominando la naturaleza y logra arrancarle sus secretos, no hay que olvidar que los pasos que da hacia adelante son posibles después de millones de batallas individuales perdidas. Para aprender a ganar ha tenido que saber perder en miles y miles de oportunidades. Las derrotas le enseñan el camino de la victoria.
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Al final de la comida, bajo una araña de lámparas a queroseno, después de limpiarse de residuos notorios, la boca ferozmente bigotuda, el padre miró con severidad familiar a su hija:
—He sabido que el mediquillo ese de provincia, te pretende. Quiere hablar conmigo nada menos que para pedirme tu mano. Naturalmente que me he negado a recibirle.