Riña de gallos

Enrique Kempff Mercado

Pedrito abrió los ojos desmesuradamente cuándo vio que el último huevo se partía y la vieja gallina clueca ayudaba a salir al polluelo de su frágil envoltura caliza. Los demás polluelos piaban y escarbaban el suelo alrededor del nido. Eran más viejos; ya tenían largos momentos de vida. Éste era el último. Permaneció quieto, erguido en postura forzada sobre sus amarillos pies entreabiertos y mirando azorado el acaecer de la vida. Pedrito había estado horas enteras observando y observando en espera de sorprender el advenimiento de un pollo al mundo. Ahí estaba el polluelo blanquecino, inmóvil y con los redondos ojillos extasiados ante la luz y el movimiento. Dio el primer pasito indeciso, se tambaleó y recobró el equilibrio mientras la gallina cacareaba y picoteaba los restos del cascarón esparcidos junto al tibio nidal. Pedrito estuvo largo rato mirando las primeras experiencias del recién venido, sus arriesgados pinitos, sus iniciales aventuras en el limitado escenario de su universo. Emitió un in-audible pío y en seguida otro que llegó hasta los instintos de la clueca como un eco invocatorio del grano y de su rotundo derecho a la vida.

A los pocos días el polluelo era mucho más bonito. Esa opinión se formó el niño. Había visto cómo nacía cada nueva pluma y cómo el bichito pelón se volvió un redondo capullo plumado que recorría el gallinero piando primorosamente y picando cuanta sabandija, grano o gusanillo se le ponía delante. Sus hermanos no eran tan graciosos. Siempre andaban en humilde seguimiento de la madre mientras que éste se alejaba valientemente del grupo y hacía giras por su cuenta merodeando por todos los recovecos del gallinero, espiando debajo de las hojas secas y explorando las vasijas y travesaños de la residencia gallinácea, sin importarle gran cosa de los empellones imprevistos que recibía de los gallos engreídos y de los sustos que le daban premeditadamente las gallinas envidiosas. Tenía alma de explorador.

Pero la desgracia no sólo franquea los umbrales de la casa del hombre sino también las rejas de los gallineros. Un halcón hizo presa de la gallina madre y los polluelos huérfanos quedaron a merced del destino. Murieron varios. Pedrito se hizo cargo del polluelo de marras y desde entonces fue su padre adoptivo. Andaba con él en un bolsillo de la americana por todas partes, tratándolo con sumo cuidado y dándole de comer pequeñas orugas y tiernos granos. Al lado de su cama le hizo un bonito nido con una caja rellena de paja y viruta. Allí dormía el polluelo y se levantaba al alba sin ocurrírsele nunca darle los buenos días a su protector. Pedrito sufrió una decepción por este motivo. Al despertar, lo primero que hacía era extender la mano hacia el nido pero su hijo adoptivo ya no estaba allí. Andaba errando por los corredores y los aposentos de la casa en busca de alimento. Era un ingrato o un glotón.

El cariño de Pedrito crecía en razón directa con el crecimiento del polluelo. Éste había aprendido a comer en el hueco de su mano, lo que no hacía con ninguno de la casa, ni aún con su padre que tenía una vieja afición congénita de hacendado criollo por las aves de corral; afición que se concretaba particularmente en los gallos de raza que llevaba al pueblo de tiempo en tiempo para hacerlos lidiar en las galleras de don Mauro.

Creció el polluelo y se volvió un pollastro feotón, de largas canillas y ralo plumaje grisáceo. Estaba en la época crítica de transición a la edad adulta. Ya no quería acostarse en el nido de su pollez, junto a la cama de su amo. Ambulaba por la casa y los alrededores arriesgándose hasta los corrales donde buscaba el sustento escarbando la boñiga del ganado. Ya no se preocupaba de Pedrito; lo miraba como a un intruso y muy rara vez dejaba acariciar su plumaje sucio con las manos paternales. Y eso que Pedrito siempre tenía para él un puñado de maíces o una escudilla de arroz cocido. Porque el niño lo seguía queriendo, a pesar de su ingratitud y su fealdad.

Sobre la cabeza del pollastro empezó a crecer una cresta roja y una tarde agitó las alas y emitió su primer canto, bronco y disonante. Las gallinas cacarearon burlescamente, pero Pedrito alabó su tentativa viril y la contó a su familia y a los vecinos. Su padre posó la mirada experta en el pollo engallado y sentenció:

—Es de buena cría y tiene buena pinta. Va a ser un lindo gallo de pelea.

Con los meses el pollo se transformó en un hermoso gallo de lustroso plumaje cenizo, cuello fino y ondulado y sólidos espolones curvados ligeramente como una latente amenaza. Cuando lanzaba al amanecer su canto sonoro y audaz, oscilaban nerviosamente sus rojas carúnculas bar-bales y los otros gallos se alejaban lentamente, disimulando su apocamiento con aires de altanera fanfarronería. Era dueño y señor del gallinero, y también, cuando se le ocurría, de los gallineros vecinos, adonde iba una y otra vez en gira sentimental y regresaba ufano de haber conquistado a una gallina y derrotado a un rival. Pedrito conocía sus virtudes y debilidades. Él mismo tuvo que dar explicaciones a las vecinas que se quejaban continuamente de las irrupciones del gallo en sus gallineros, donde siempre quedaba algún presuntuoso gallito muy mal parado. Por temporadas merodeaba la casa de la hacienda un zorro dañino que hacía presa en las noches de cuanta gallina se ponía a su alcance y, como buen zorro, no se dejaba atrapar con acechanzas ni trampas. El gallo cantaba al alba como siempre, impávido y orgulloso, al parecer despreocupado del ataque zorruno que había diezmado su grey la noche anterior. Pedrito lo miraba con preguntas, pero su gallo parecía muy satisfecho de haber salvado su propia pechuga de la dentellada voraz.

Llegó un día en que don Pedro le dijo a su hijo:

—Oí, Perucho. Ayúdame a coger el gallo ceniza. Le buscaré una buena pareja pa la riña del sábado.

Pedrito persiguió al gallo encocorado por los chiqueros y los hórreos que hasta logró atraparlo y reducir a la impotencia su indocilidad. ¡Qué grande y pesado estaba el antiguo polluelo que vio salir del huevo, pequeñito y trémulo! Sería un vencedor en la lid; estaba seguro. Lo amarraron de un pie a un horcón de la casa para someterlo a un riguroso régimen alimenticio hasta el día de la pelea. Ninguna zozobra asaltaba al muchacho por el destino del gallo, de su gallo. Sabía que todo gallo fino y de buena estampa iba a parar a la gallera. Que el destino de su gallo era la cancha de don Mauro.

El sábado partieron, padre, hijo y gallo. Pedrito iba con el gallo bajo el brazo y el padre adelante, vestido de blanco traje dominguero y con unos pesos en el bolsillo para las apuestas. A las tres de la tarde llegaron al pueblo y se encaminaron di-rectamente a la casa de don Mauro. En el primer patio se jugaba a la taba y en las piezas vecinas había una serie de mesas rodeadas de jugadores de cartas y dados. Se oía el rumor incesante de las apuestas y los juramentos. El pueblo, medio se divertía buscando el tono subido de las emociones del juego.

La taba, arrojada diestramente por los jugadores, daba media vuelta en el aire y caía con golpe seco sobre el suelo de tierra apelmazada.

— ¡Diez pesos al tiro!

— ¡Pago!

— ¡Caigo con veinte!

Pedrito y su padre se dirigieron al segundo patio, que estaba casi lleno de gente. En el centro se hallaba la cancha circular de unos cuatro metros de diámetro, bordeada de una estera de medio metro de alto y de una aglomeración de hombres, los unos sentados y los otros de pie, que miraban apasionadamente el desarrollo de las riñas de gallos. En cada horcón del patio había amarrado un nervioso gallo de pelea que de rato en rato lanzaba sus vibrantes retos sonoros. Pedrito sintió estremecerse al ave bajo su brazo y emitir las metálicas notas de su canto desafiante.

En la gallera había sangre de gallos.

En los hombres corría sangre sanguinaria. Se oían comentarios animados y se cruzaban las apuestas. Las miradas fijas en los gallos que se debatían en la cancha luchando enconadamente. El sol dejaba caer sus rayos sobre la riña y la arena de la gallera embebía lentamente la sangre oscura y mortal. Varias parejas de gallos fueron enfrentadas en la palestra. Cuando terminaba la lucha quedaban pingajos sangrantes, montones de plumas agitadas por estertores agónicos, picos destrozados, cabezas rotas, ojos ciegos. Y en los hombres seguía corriendo ardiente sangre sanguinaria.

Le tocó el turno al gallo de don Pedro, quien eligió al rival. Era un gallo colorado del mismo peso, algo más alto, fino y vencedor en varias lides. Un rival peligroso. Se arreglaron las condiciones y se cruzaron las primeras apuestas. El gallo colorado había perdido un espolón en una riña pasada y su dueño le amarraba ahora en su reemplazo un cuerno puntiagudo de hierro. Don Pedro limó cuidosamente los espolones de su gallo con una afilada puntilla. En seguida, ambos dueños sorbieron una buchada de agua y la pulverizaron bulliciosamente sobre la cara de los gallos, bajo las alas y en las robustas pechugas valerosas, para sacudirlos de la modorra aletargadora de la siesta tropical.

Los gallos fueron arrojados a la cancha y quedaron plantados frente a frente, inmóviles y nerviosos. La sangre de la gallera había sido barrida de la arena como en las plazas de toros. Pedrito escuchaba en sus oídos el golpe de los latidos du-ros de su corazón inquieto. Había silencio.

— ¡Veinte pesos al ceniza! — ¡Pago! ¡Veinte más contra!

— ¡Van!

Las apuestas estaban divididas. Había riesgo. Ambos gallos tenían una bella figura de ganadores y los partidarios de uno y otro aumentaba cada vez. Todos los concurrentes eran viejos aficionados a las riñas, desde el alcalde del pueblo hasta el humilde obrero que iba a dejar el salario de la semana en la apuesta tentadora. El juez de cancha era don Mauro, un rudo vejancón de largos mostachos caídos que nació y vivió entre gallos, tahúres y cubiletes. Estaba sentado en un lugar prominente, dispuesto a hacer escuchar su palabra autorizada y disolver cualquier querella que se suscitara entre los jugadores.

— ¡Cien pesos al colorao! Silencio. Expectación,

Los gallos se medían con sus redondas mira-das. Se aproximaron con las plumas del cuello erizadas y el primer choque se produjo fulminante. Eran dignos contendores. Se quedaron alzando y bajando la cabeza al mismo nivel, rápidamente, como quisieran trocar la pelea en un inocente jugueteo de polluelos.

— ¡Cien pesos al colorao! —insistió la voz.

— ¡Pago!

Nuevo silencio. Alivio.

Saltaron los gallos una, dos, cinco veces. Se oía el golpe seco de los espolonazos. Cuando uno de los gallos lograba hallar un punto de apoyo afirmándose con el pico en la cabeza o el cuello de su contendor, atacaba con ambos espolones a la vez, furiosamente. Algunas gotas de sangre empezaban a manchar el suelo. Los gallos se acosaban valientemente, sin miedo y con odio.

Se cruzaban nuevas apuestas y las miradas estaban fijas y ansiosas en los rivales. Pedrito apretaba los puños. Había logrado colarse por entre el compacto grupo de espectadores y se había ubicado al borde de la cancha. Sentía que de los gallos partía una ola de bravura y desprecio a la vida que lo envolvía dolorosamente. Su gallo le asestó un recio espolonazo al cuello de su contendor, que se quedó vacilante.

— ¡Cien pesos al ceniza!

El colorado afirmó otro pinchazo, arrancándole un ojo al cenizo.

— ¡Pago! —No va

Sangre en la gallera; sangre de gallos salpicando a los espectadores; sangre corriendo vertiginosa y calcinante en las venas del niño. Discusiones. Nerviosidad. Los gallos realizan nuevos ataques y se apuñalan fieramente. Otro espolonazo en el cuello del gallo colorado y éste queda tendido lastimosamente, enceguecido por la sangre que le chorrea por los ojos, y el pico roto y colgante. Los espectadores se desasosiegan, gritan, piden más lucha, más sangre:

— ¡Careo! ¡careo! ¡careo!

Don Mauro, desde su sitial ordena el "careo". Los  gallos  son bañados  rápidamente,  puestos otra vez frente a frente y azuzados por sus dueños. Apenas pueden sostenerse, pero se acosan instintivamente, enloquecidos fieros. Ya no pueden ordenar sus movimientos. Nuevamente corre la sangre desde las cabezas heridas hasta el suelo. Acezan fatigadamente y realizan ataques al aire, sin verse el uno al otro, con movimientos dislocados, ridículos y dolorosos. Un casual espolonazo del gallo colorado, que apenas se tiene en pie, atraviesa la cabeza del cenizo que rueda por el suelo salpicando a los espectadores con sangre bermeja y fragmentos de sesos enrojecidos. Un clamoreo general saluda el triunfo del gallo colorado que agoniza en la cancha. Se concertan nuevas riñas, se pagan las apuestas y se ajustan nuevas. Hay sangre de gallos en la gallera. En los hombres corre ardiente sangre sanguinaria y Pedrito lleva sangre en las vestiduras y sangre floja en el pecho.

— ¡Ganó el colorao! — sentencia don Mauro.

Fin

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