La Tormenta

Porfirio Díaz Machicado

La choza en la acuarela. Oro en los naranjos, verde alegre en los cafetos y plata en la brillante viborilla del manantial. La choza en la acuarela del bosque, a mediodía, con el sol de milagro que anima, en plenitud de vida, iluminando el campo. Y en la choza los dos, como hace veinte años, padre e hija, con almas de luz y de paciencia.

Rudecindo es el roble vencido por la vejez y Juana María la madreselva de la heredad. Ahora, añoso y quebrantado, el padre apoya la senectud pacífica en la alegre solicitud de la hija. El roble sostenido en la enredadera ilusionada. Así viven, así han vivido siempre: la madreselva pegada a la sombra protectora, enredada en el viejo árbol.

Pero, el manantial tiene una culpa. Ingenua e inocente.

Un día vino a reclamar de él la sed angustiosa de un mozuelo.

—“¡Un poco de agua, Juana María!”

Ella concedió. En limpio cristal, sonriente, realizó el favor. Él se bebió el agua en un sorbo crecido, la miró fijamente, le robó su sonrisa y le dijo:

—Gracias, Juana María. Es el agua más dulce.

—Ambrosio, no se agradece jamás por el agua que se recibe para saciar la sed. Eso trae malagüero... A uno que dijo lo mismo se lo llevó el río, a otro le mató la tormenta. No debes agradecer...

—Gracias, Juana María. Fue porque tus manos me dieron de esa agua...

De este modo, la madreselva separó algunas de sus ramas del viejo roble.

Esa fue la culpa del manantial.

II

Rudecindo llegó desesperanzado a la choza. Sus ojos cansados tenían una humilde mirada entristecida. Envolvió un cigarrillo y lo encendió.

Luego se puso a fumar y a escupir un tanto rabioso, casi con desasosiego.

—Es inútil, Juana María. No quiere llover. Este sol es un perjuicio enorme para los sembrados. ¡De este modo no podremos arar a tiempo!

—Así es, padre. La tierra debe estar muy dura...

La charla se extendió por mucho tiempo. Ella calentó el café, preparó la merienda y sirvió el guarapo. Comieron silenciosos, sin hablar nada en sus mutismos luengos e intensos de cariño.

Al fin, ella presintió:

—Acaso llueva esta noche. ¿Ves? Allá hay unas nubes grandes y negras. Seguramente ha de llover...

—Si Dios te escuchase...

—Me oirá, padre.

Juana María suspiró hondamente. Estaba in-quieta y recelosa, en frente del viejo, mirándole como nunca, con más ternura.

Rudecindo asomó a los umbrales y buscó en el poniente.

—Es verdad, hija mía, ha de llover esta noche.

Las nubes cubrieron los cielos del norte y del oeste, nublando el sol. Todo el bosque se entregó a la tarde sombría, apurando la penumbra del crepúsculo, adelantándolo en dos o tres horas. Las aves se pusieron en oración y la dulce acuarela perdió sus tonos de hechizo, ensombreciéndose lentamente.

La atmósfera, de pronto borrascosa, apretaba el corazón, infundía angustia, tristeza y miedo. La lluvia prometía ser violenta, irrefrenable.

Cada vez el cielo se ponía más negro, cargando de tormenta su entraña y envolviendo en una infinita pesadumbre todas las cosas de la tierra.

Juana María tornó a suspirar. Una oculta congoja la torturaba, conduciéndola al llanto. No podía, no quería fijar su mirada en los ojos del anciano. Había llegado la hora en que una fuerza superior a su amor filial, iba a separar la madre-selva del roble. A ella le parecía que era la última vez que estaba junto al padre.

Era verdad. Unos momentos más y oiría la consigna: un silbido de Ambrosio, desde los cafetos que ocultaban el manantial. Entonces ella tendría que hollar los caminos de la fuga en brazos del amante, hasta encontrar el supremo refugio: un nido en el ramaje del dulcísimo egoísmo. Siguió en sus encrucijadas interiores, pensando con amargura y, a la vez, con deleitosa esperanza. ¿Quién iba a reemplazarla, al lado del viejo, en los menesteres de la choza? Nadie, nadie... Acaso el roble tuviese que caer, rendido por el dolor, tronchado por la última pena de la vida.

Los mirlos cantaron su fervor en el atardecer, bajo el cielo plomizo y amenazante. Un trueno inundó los espacios con su rezongo y la grande Naturaleza detuvo sus latidos. Ni una voz, ni un murmullo en el paisaje. Había como una callada agonía en las frondas o como el temor que oculta, en el desesperado escondite, a la víctima del flagelo cruel. Luego, las penumbras cirnieron sus inmensas alas y la lluvia comenzó a desgranar sus primeros rosarios.

— ¡Qué suerte, Dios mío, está lloviendo! De veras que los tuyos, Juana María, son labios de ángel...

Pero aquellos labios de ángel, temblorosos, no respondieron.

— ¿No te alegras tú también, mozuela? —Sí, padre, me alegro...

Ya la lluvia, en ese momento, perfeccionó un coro uniforme y entusiasta. Ya estarían los campos recibiendo el alivio. ¡Llovía, llovía hermosamente! En tanto, Rudecindo ensoñaba con el arado y los bueyes, viéndolos roturar la gleba con su potente esfuerzo.

Juana María lloraba. ¿Por qué no decirle sinceramente al viejo toda su cuita y su anhelo, para evitar la pena de la huida y la ingratitud de su ausencia? Tal vez quiso probarlo, pero no halló fuerzas en su extrema debilidad. Y mientras que afuera, sobre el bosque y los campos, llovía y llovía, ella lloraba sin dejárselo adivinar.

Muy pronto la noche entró en la choza y la tiniebla borró todo gesto angustiado.

Desde los cafetos del manantial un silbido ganó el murmullo de la lluvia.

Sin decir adiós, en tanto el viejo Rudecindo se ilusionaba con sus siembras y sus cosechas, Juana María traspasó los umbrales. Y se fue, en la noche naciente, a pagar la inocente culpa del manantial.

— ¡Ambrosio! — ¡Juana María!

Las dos sombras chapotearon en el camino inundado de su esperanza.

III

Sobre aquel camino arreció la tempestad, inclemente, sañuda, terca.

La mozuela se juntaba al mozo, tiritando, horrorizada de las lumbres súbitas y crueles. El cielo se caía en la turbonada, derramándose en sus espaldas azotadas, pegándoles los trapos a la piel entumecida. Juana María quería abrir los ojos, pero los relámpagos la encandilaban haciéndola perder el rumbo y traicionándole en las pisadas fugitivas. Caía y se levantaba, ocultando la mirada por temor a los rayos.

— ¡No abras los ojos, Ambrosio! Son como el imán...

—Los tuyos, sí, muchacha, porque son lindos... Pero los míos son ahora muy necesarios.

Y un estampido brutal, que quebró el ronquido sonoro de la lluvia, cortó el diálogo. Se detuvieron. En el bosque lindante al camino, se estrelló un látigo furioso, iluminado y veloz.

— ¡Dios mío!

—No es nada, Juana María. Adelante. Ya llega-remos a mi casa. Muy poco falta...

Aumentó el frenesí de la borrasca, desesperado y bárbaro en la sombra imposible. Era como un clamor de miles de voces ululantes, unidísimo y vertiginoso, que buscase toda la vastedad del espacio para inundarlo con su horror. Era como un vocejón enloquecido que se quejara del flagelo de los látigos de fuego, certeros y silbantes, que caían en el lomo martirizado de la noche.

La fuga se tornó en una jornada esclava. La moza estaba horrorizada como un ave que perdió el nido a causa del vendaval. La tempestad le apretó el corazón y le ganó, por entero, los nervios desgarrados. Cada segundo, delante de las miradas inciertas, brillaban los zigzages refulgentes provocando roncos estrépitos. Y en esos segundos trágicamente luminosos, aparecía el camino anegado y borroso, en el cual las pisadas producían borbollones.

Continuaron adelante, pero llegó un momento en que aquello tomó las proporciones de un cataclismo.

— ¡Ambrosio! ¡Ya no puedo!

— ¡Puede, mi niña, puede! No sea cobarde...

Sin embargo, los dos se estrecharon íntimamente, cobardes, vencidos...

Ávida, la tormenta se hizo siniestra y desbordante. Un rayo, otro y otro... como si una consciente deidad quisiera buscar en los relámpagos insistentes, algún tesoro oculto. ¡Qué afán de alumbrar la tierra con refulgencias extraordinarias y con alaridos monstruosos!

La moza, sobrecogida, gritó con locura:

— ¡Ambrosio!

El la besó para darle valor y la animó nuevamente.

— ¡Pocos pasos más y ya estamos! Entonces estarás bajo el amparo de mi techo y los dos ha-remos calor... un calor... ¡vamos!

Juana María se adelantó un trecho en la oscuridad. Él la siguió anhelante, deseoso de acabar con aquel suplicio y otra vez, para confortar su pánico, la estimuló:

—Toda esta pena injusta se habrá de compensar en un instante más. Y serás como la paloma que hallé cuando iba a morir en el desamparo...

Quiso decir algunas otras palabras, pero la tralla encendida se estrelló delante de sus ojos. Un segundo… Y fue como un calambre fugaz, intenso, diabólico, incomparable, que le cortó el curso de todas sus funciones orgánicas. Después, volvió a la vida consciente, lúcido.

— ¡Juana María! ¡Juana María!

La moza ya no estaba con él... Siguió, a tientas, hasta tropezar con un carbón humano. Y un relámpago le mostró a la enamorada, ennegrecida, oliente a quemado... luego, mil rayos rubricaron la maldita tragedia de la tempestad.

Esa fue la ingenua, la inocente culpa del manantial.

Fin

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