Mallcu

Alcides Arguedas

Profunda consternación reinaba en la montaña.

Dos años atrás, eran contado los días que no se notase la desaparición de alguna res de entre los ganados que en los montes pastaban, y pronto cundió la noticia de que un cóndor viejo (mallcu), feroz y ladino, atacaba los rebaños, sin temor al colmillo de los perros ni a los certeros hondazos de los pastores.

Muchos de éstos, haciendo la cruz sobre el escupón, juraron haber visto al mallcu vencer las reses viejas y bravas, sirviéndose de una treta diabólica y audaz. Desde la cima del risco virgen e inaccesible a planta de bestia o de hombre, y donde tenía su habitual morada, o de lo alto de las nubes, escrutaba las laderas de los montes, y al descubrir una res al borde de un barranco emprendía el vuelo en descenso, y al llegar a la altura de su víctima, de un fuerte aletazo la precipitaba despeñadero abajo, y luego, soberbiamente se iba a dormir la siesta a su cubil insondable, para tornar de noche a regalarse con abundante y fresco festín...

Así había desolado la montaña.

Alarmándose los indios, y en ellos surgió la creencia de que el mismo demonio se ocultaba bajo la piel del mallcu. Y fue repetido con tanta insistencia el absurdo, que aun los hacendados concluyeron por participar de esta opinión y a cobrar viva inquietud por la presencia de la feroz ave de rapiña. Para ahuyentarla, organizáronse batidas en regla. Valle y montaña se poblaron con el hórrido fragor de descargas de fusilería y el ladrido de los perros incitados a la lucha; hicieron conjuros y los brujos (yatiris) pusieron las mañas de sus artes mágicas para destruirla; pero todo en vano. Al día siguiente, o al otro, o al tercero, se echaba de menos la desaparición de un buey, de una vaquilla, o por lo menos, de una oveja, porque la muy socorrona ave estaba ya enviciada y no quería alimentarse sino de carne fresca y tierna.

Un día... ¡Oh fue el gran día!... Un día un pastor joven y aguerrido llevó al patrón de una hacienda la noticia de que el mallcu merodeaba en torno a una majada instalada en una loma vecina al caserío.  Armóse el patrón de una carabina, llamó en su ayuda a varios colonos, los colonos llamaron a sus perros, y todos fueron al encuentro del audaz mallcu que volaba con el ojo pagado a la majada aterrorizada. Volaba lentamente, describiendo fantásticas parábolas sobre el fondo luminoso y purísimo de los cielos, y su plumaje negro era como un punto en la vasta planicie rutilante del dombo azul.

El patrón, perito en el manejo de las armas, echóse la carabina a la cara, hizo fuego, y el ave, en línea oblicua, abatióse pesadamente en tierra.

Hombres y perros se lanzaron sobre el caído.

El primer perro que llegó, anheloso de hacer presa, rodó a los pies del mallcu con el cráneo hendido de un picotazo. Los hombres, medrosos, hicieron llover descomunales pedradas sobre el duro pulmón del herido, que se defendía de unos y otros repartiendo aletazos, que hacían crujir su sólida armazón y abatían al ser que tocaban.

El patrón, entusiasmado por el bello plumaje del bicho y sabiendo que se habitúan pronto a la esclavitud, ordenó se respetase la vida del cóndor, al que cogieron tras porfiada lucha y lo llevaron a la casa de hacienda, donde lo encerraron en un vasto granero, a la sazón desocupado.

No fue larga la convalecencia del cautivo. Cuando acudió el curandero (kolliri) para examinar la herida, constató con sorpresa que tenía vació el buche y coligió que su caída fue más efecto de la vigilia que de la avería leve.

El hacendado, gozoso con su presa, ciño el desnudo y arrugado cuello del ave, encima de su albo collar de plumas tiernas y sedosas, con otro artificial de lana hecho con los colores de la patria enseña, y dispuso que se le mirase con gran acatamiento Y no había títere que pasase por sus dominios que no oyese de sus labios la fantástica relación de la captura del cóndor, ni fuese invitado a admirar las dos bestias que más halagaban su vanidad: primero un magnífico marrano de raza inglesa, expresamente traído para progenitor y mejora de la menguada raza porcuna, y luego el temible mallcu, cautivo merced a su coraje y a la invencible firmeza de su pulso.

Y pasaron los días, las semanas y aun los meses.

Humillada la dignidad del cóndor con la oportuna y necesaria mutilación de las guías de sus alas, se le dejó en libertad, y pronto pareció establecerse cordiales relaciones entre el monarca cautivo y los demás ordinarios y vulgarismos bichos de corral. Terneros, ovejas, gallos, patos y gansos pasaban orondamente a su vera, sin experimentar temor ni respeto alguno por el destronado rey de los aires y como burlándose más bien de la esclavitud del solitario, quien los miraba discurrir, indiferente y desdeñoso a sus ademanes confiados y altaneros, que sólo revelaban su índole plebeya y su bajo instinto de servidumbre.

Desde lo alto de una pared que había elegido por morada, quizá porque era el sitio más culminante de toda la vivienda, pasaba horas y horas contemplando la vasta extensión rutilante de los cielos, tranquilo y resignado al parecer, pero en realidad nostálgico de espacio.

Y distraía su nostalgia siguiendo los pesados andares de puerco señor y vil, por el que parecía sentir particular afección, pero que no era sino pura codicia, porque un día, fuertes ya sus alas, y sin que nadie sospechara siquiera tamaño desaguisado, lanzóse sobre la pesada bestia, hincó las fuertes garras en su lomo graso, y sin arredrarse por los horrendos gruñidos del marrano ni las desoladas blasfemias del burlado dueño, testigo impotente del asalto, escaló los aires con su presa y desapareció raudo en el azul, para recomenzar, días después, sus rapiñas, pero más feroces, más arriesgadas, pues ya conocía a los hombres y había llegado a adquirir una falsa idea de su bondad.

Volvió a cundir el abatimiento entre los moradores de la montaña; pero fue de corta duración, porque a los pocos días sucedió la catástrofe definitiva.

Era una tarde hibernal, clara y vibrante de luz. Ni una nube, ni la menor sombra en los cielos. Arriba, fulgurando, las cumbres eternamente nevadas del Illimani; abajo, las cimas de los montes; y en lo hondo de la vega, el verde de los trópicos en las huertas de sabrosos frutos y flores de turbador perfume. Ningún ruido humano en la quieta extensión de las altura, y sólo el golpear de las cascadas, que descienden, espumosas, por el granito de su angosto alfoz, y el gemir del viento en los ralos pajonales, donde pastan pobres y ariscos rebaños de llamas y alpacas.

Kesphi vigilaba aquella tarde su majada.

De bruces sobre el plano de una roca, cuyas yendas ennegrecía el musgo, soplaba en su zampona los aires melancólicos de la tierra.

De pronto oyó zumbido de alas y una sombra colosal se proyectó en el suelo. Las ovejas, juntando las cabezas, hicieron un montón de carne palpitante por la angustia. El perrillo buscó refugio al lado del pastor y se puso a ladrar medrosamente, con el hocico husmeando el cielo. Kesphi levantó la cabeza y vio cernirse el bravio mallcu en lo alto, a unos treinta metros del suelo. Traía las patas extendidas y abiertas las aceradas garras, listas a hacer presa. Su plateado lomo brillaba al sol en sus raudos vuelos, y sobre el cuello se veía lucir los colores de la bandera nacional, paseados por las luminosas alturas.

Lento, lento, a cada parábola de su enorme vuelo se aproximaba con desfachatez y sangre fría al montón gimiente de las bestias; y cuando hubo hecho su elección, precipitóse en medio, enredó las garras en el vellón de una maltona, y dando un fuerte aletazo cargó con su presa, sin tomar en serio el ladrar desesperado del menguado can, ni las pedradas inútiles de Kesphi, que parecía más espantado todavía por la sin par audacia del mallcu, quien, en brusco impulso, trepó a un lugar vecino al del pastoreo y depositó sobre la roca su presa, yerta por el feroz picotazo que la había hendido y abierto el cráneo.

Kesphi, atolondrado de estupor, de cólera bravia pero impotente, al verle posar tan junto a la manada, supuso que, no satisfecho aún con su víctima, tornaría al ataque para cargar con otra; y entonces su despecho tocó los lindes de la desesperación.

Cogió su cayado, y deslizándose y trepando por entre las quiebras del barranquerío, llegó a unos veinte pasos del glotón, puso un afilado guijo en su honda, y dándole dos vueltas silbantes sobre la cabeza, lanzó el proyectil en dirección al ave con todas sus fuerzas y al mismo tiempo prorrumpió en tremendo alarido, deseoso de que, sorprendida el ave por la insólita acometida, huyese, dejando por lo menos la presa... Pero ¡cómo fue de enorme su consternación cuando vio que el mallcu se lanzó barranca abajo, no al impulso y abandono de sus fuertes alas, sino rodando con estrépito en franco sacudón de su plumaje, Hasta dar en el fondo, con las alas rotas, las patas al aire y bañado en lodo y sangre el blanco plumón de su collar intocado!...

Kesphi, aturdido, sin saber aun fijamente lo que había hecho, pero presintiendo la catástrofe, se lanzó barranca abajo también, y tuvo que emplear no pocos minutos hasta llegar a la sima del despeñadero y encontrar allí el tibio cadáver del aguerrido mallcu, que se agitaba aún en leves convulsiones, con el cráneo magullado por el fenomenal hondazo.

Aquella tarde, contra su costumbre, llegó temprano al caserío, conduciendo sobre sus hombros, orgullosamente, los despojos del ave y de la bestia.

Al verle llegar así, acudió la indiada al establo, consternada de veras por la inaudita proeza del canijo pastor; y todos reconocieron, tener delante, los despojos del audaz mallcu.

Las mujeres se precipitaron sobre el cadáver y se pusieron a arrancar el plumón para ahuyentar de sus casas las aves de mal agüero; los hombres le arrancaron los hígados y los pulmones, y se los comieron para adquirir la fortaleza y la perspicacia del ave simbólica.

— ¿Y cómo fue? - preguntó el hilacata, haciendo uso de su autoridad.

Kesphi abrió la boca y enseño su fuerte dentadura de lobezno; pero no articuló palabra. No sabía razonar y era impotente para coordinar algunas frases con lógica ilación.

— ¿A palo? ¿A piedra?

Kesphi comprendió, y mostró su honda anulada alrededor del talle.

— Eres un valiente: has matado al mallcu. Eres más que el mallcu.

A estas palabras volvió a sonreír Kesphi; pero ahora había orgullo y vanidad en su sonrisa.

Y articuló, apoyando la mano sobre el pecho: -Si; yo, Mallcu.

Le quedó el apodo. Y desde entonces todos le llamaron así, y al que por descuido o por olvido le llamaba Kesphi, su nombre, torcíale los ojos y le sacaba la lengua, manifestó signo de profundo desprecio.

Y nadie se hacía despreciar.

Esta proeza les refirió con torpe frase y media lengua el tonto, cuya vida era simplemente animal, porque no la movían sino los apetitos de la carne.

La montaña y la soledad habían aplastado completamente el espíritu. Jamás se ponía en comunicación con ningún ser dotado de palabra. De tarde en tarde cruzaba por allí algún viajero; pero pasaba de largo, como huyendo de la vecindad de los agentes naturales que allí se ostentaban con toda su grandeza. Y él se quedaba solo con sus pocas ovejas, solo frente a la montaña, solo con sus ruidos, con el viento y la tempestad.

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