Destino se escribe con "Z"

Jorge De La Vega Rodríguez

Antonio contaba diez a doce años de edad, cuando su madre, una mujer de pueblo y jabonera de profesión, lo dejó al servicio de un rico hidalgo español. Había vivido hasta entonces, entre el dolor y la miseria de su raza. Acostumbrado a esa pobreza, quedó deslumbrado con cuanto veía en su nuevo hogar. Mostrábase diligente y hábil en el servicio. Le agradaba sobre todo, atender a su Señor. Vestirle con sus bellas casacas de finas sedas, engalanadas con bordones de oro; ajustarle las hebillas de sus costosos zapatos. Debido a su juventud y febril imaginación, oía sorprendido las muchas historias que de aquel contaban en rueda de cocina los otros criados de la casa que habían venido al Alto Perú, acompañado al muy ilustre Don Sebastián de Seguróla, que era muy noble y muy valiente, que tenía en la Corte el grado del Caballero de la Calatrava, y otras cuantas cosas de su poder y riquezas. Se lo imaginaban jinete en brioso caballo, vencedor de la puna y los peligros. Venciendo las distancias. Llegando altivo y hermoso a la ciudad de La Paz, entre la algarabía de un día de festejos, al paso airoso de su cabalgadura, flores y palmas, sobre las estrechas calles de piedra menuda.

Pero lo que llenaba su mente infantil de gran admiración, era esa facilidad del Hidalgo para pronunciar la “Z” —Antonio voy de caza —Ayúdame con los zapatos—. Las palabras con "Z" eran maravillosa música para sus oídos; que esa letra debía tener en boca del Amo, estaba seguro, un agradable sabor dulce que elegante y complacido saboreaba su Señor. Quedaba mudo, absorto, llevando con fruición la lengua al paladar succionaba los labios, apretaba los dientes, todo en una mueca inútil por imitarle.

Después de reflexionar comprendió, que no eran los ricos vestidos, ni siquiera la piel blanca y perfumada lo que diferenciaba al Español de los suyos ¡ay! Era esa sola y diabólica habilidad para marcar la “Z”. “El día que yo pueda hacerlo como el Amo, seré rico y poderoso”. ¿Pero qué extraña magia era aquellas? "Arte de encantamiento debe ser". Pasaba horas enteras haciendo ridículos gestos, pero la letra no salió con el sabor que gustaba su Señor. Entendió que mientras no lo supiera hacer, mejor era evitarlas, a fin de no descubrir su humilde origen, con la esperanza que más tarde, se lo tomara a él también por un hidalgo español.

Esta obstinada aspiración lo volvió taciturno. Solamente acudía presto al llamado del Amo, con el ánimo de descubrir el tan anhelado secreto. Primero, disimuladamente valióse de toda su picardía para oír de su Señor aquellas maravillosas palabras. Ocultaba los zapatos para que se los reclamase; entonces parado frente a él, recogía de su rostro el menor movimiento, que imitaba luego ante un imaginario espejo. La consecuencia fue que acabó por no ver más al Hidalgo y la necesidad de imitarle. Entre ruegos y gestos, pasó mucho tiempo y no logró su empeño. Su lengua permanecía dura y torpe. "¡Ay! Ese día seré noble y poderoso. Esa sola manera de pronunciar la "Z" es la única diferencia".

El español fue llamado por el Virrey a nuevos servicios que prestar a la Corona. Pronto abandonó La Paz y Antonio se vio nuevamente vagando sus calles. Otra vez al trato oscuro de humillaciones y trabajo. Duro que hacer con duro lamento, íntimamente guardaba en su corazón la secreta esperanza de que algún día lograría marcar la "Z" como auténtico español.

...Y entre burlas y risas de los suyos, se hizo hombre.

La ciudad de La Paz estaba sitiada por el odio. El mal gobierno del habanero Marqués de Valde Hoyos provocaba el resentimiento y la ira de los cholos. Se conspiraba. Antonio era también de los sediciosos. Cuántas veces embozado, amparado por las sombras de la noche, pegado a los muros de los caserones. Iba sin luna, sigiloso, burlando la guardia, a recibir y llevar consignas para la revuelta. Mientras también a altas horas, la ronda vigilante, hacía saltar estrellas de plata de sus roncas espuelas en las pocas y obscuras calles de la ciudad dormida, que recogía el eco de esos pasos sobre el mal pavimento de piedra menuda.

Las matanzas a que diera lugar el Marqués, produjeron la hecatombe. Los cholos patriotas, se lanzaron furiosos a las calles a cazar chapetones. Español que encontraban era muerto. Los cholos desconfiando que puedan lograr escapar de sus iras, siquiera uno de sus crueles verdugos por hábiles que fueran sus tretas y disfraces, obligaban a todo el que pasaba a decir Francisco y el infeliz que pronunciaba este nombre a la española, es decir que marcaba la "C" como "Z", recibía un tremendo trancazo en la cabeza; en pocas horas había un tendal de "Franziscos" con el cráneo quebrado a garrotazos.

El cerco del odio se estrechaba. Antonio se sentía feliz. Había llegado la hora y eran libres. Corría las calles alegre y resuelto al encuentro de sus hermanos cholos. De cada balcón colgaba un grito, que él recogía como flores que encendían de rojo ánimo su pecho. Allá en las calles la rebelión era una fiera sedienta de venganza. La furia los cegaba.

Antonio se vio de súbito, prendido por fuertes manos, que le apretaban el cuello, los brazos. Su-jeto de sus ropas por infinidad de dedos duros y torpes; —Di Francisco, di Francisco— exigía perentoria la multitud. Antonio sonrió al evocar sus vanos intentos infantiles en casa del Hidalgo. Solo un fugaz instante. "Caza, zapatos" las palabras con "Z" se le venían en raudo tropel. Di Francisco le exigían. Su voz hizo una pausa. Una grotesca mueca desdibujó su faz. Sintió su lengua extraña, ágil, liviana, la acercó al paladar, luego a los labios. Como nunca esta dócil y blanda. Obediente al mandato dijo: "Franzisco".

La palabra le había salido fácil. No sintió los golpes con que lo molían. Un agradable sabor dulce recorrió su boca, junto a un doble hilo de sangre negra que asomó perezoso a la comisura de sus labios. Mientras caía volvió a repetir incrédulo "Franzisco, Franzisco".

Lo había logrado y estaba contento. Sin embargo su sonrisa era ya una rosa marchita enlutando su muerte. Le pesaba la cabeza, había también un ruego estrangulado en su garganta. Tenía aún cerrados fuertemente los puños, apretando todavía el grito, del último balcón rebelde que había descolgado. Después fue tan sólo un poco de sangre regada, sobre el mal pavimento de piedras menudas y redondas...

Fin

Contenidos Relacionados

Jaime Saenz

Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.

Gastón Suarez

Alguien va finar, patrón —decía Cástulo Narváez, mientras limpiaba la lámpara a carburo, de cuclillas frente al cuarto del administrador. —Es seña fija...— sus dedos largos, huesudos, quitaban con habilidad, la ceniza de los trozos de carburo de calcio que aún eran utilizables. A la luz de la luna que se prodigaba desde un cielo limpio, transparente, su rostro anguloso reflejaba una rara fisonomía: tan pronto parecía la de un santo como la de un cadáver.

Elsa Dorado De Revilla

Prendido en la falda del cerro cuyas entrañas guardan el rico yacimiento mineral, se alza, desde su humilde pequeñez, el campamento minero, depositario del pulso humano que mide el paisaje cordillerano desde los tiernos ojos de los niños, hasta el abrazo rotundo del hombre.

Las luces mortecinas de las viviendas, asemejan luciérnagas estáticas que buscan dar calor a la fría noche. Una improvisada campana rompe con su tañido el silencio, marcando a golpes el tiempo.

Pablo Ramos Sánchez

A: Julio Ramos Valdez

La lucha del hombre con los elementos de la naturaleza es ardua. Aunque como especie, el hombre va dominando la naturaleza y logra arrancarle sus secretos, no hay que olvidar que los pasos que da hacia adelante son posibles después de millones de batallas individuales perdidas. Para aprender a ganar ha tenido que saber perder en miles y miles de oportunidades. Las derrotas le enseñan el camino de la victoria.

Augusto Guzmán

Al final de la comida, bajo una araña de lámparas a queroseno, después de limpiarse de residuos notorios, la boca ferozmente bigotuda, el padre miró con severidad familiar a su hija:

—He sabido que el mediquillo ese de provincia, te pretende. Quiere hablar conmigo nada menos que para pedirme tu mano. Naturalmente que me he negado a recibirle.

Wálter Guevara Arze