El monstruo de Riberalta

Hugo Villanueva Rada

"Cuentos de Riberalta"

¿Existe, realmente, el monstruo de Riberalta? Y por otro lado, ¿existen los platillos voladores, los famosos OVNIS? A esas dos preguntas se les puede dar la misma respuesta: Hay muchas personas que afirman haberlos visto.

Yo, personalmente, nunca lo he visto; pero eso no es prueba, ni a favor ni en contra, de la existencia del monstruo, porque, ¿cómo podría yo verlo si el monstruo solamente aparece en ese gran espacio que se forma donde los ríos Beni y Madre de Dios unen sus aguas, y yo casi nunca voy al río?...

Pero según la información que me han dado, Juan Pucho sí que lo ha visto; él dice que el monstruo no es un mito, sino algo muy real. Quise escuchar el relato y me fui a la orilla del río a buscar a "Pucho" como a él le gusta que le digan. Mientras no llegaba, me puse a conversar con Pepe, uno de los marineros de las lanchas:

—      Oye, Pepe, ¿es cierto que Juan Pucho ha visto al monstruo de Riberalta?

—      Pucho jura que lo ha visto, y no sólo eso, sino que ha conversado con la fiera o monstruo como ya todos le dicen.

—      Decime sinceramente, Pepe, ¿vos le crees?

—      ¡Claro que sí!, yo le creo a Pucho; el monstruo existe.

—      ¿Cómo podes estar tan seguro? ¿Vos lo viste?

—      Una noche, hace ya varios años, cuando aún existía ahí frente a Riberalta la isla "Antenor Vásquez", ocurrió algo que me dejó impresionado.

—      Estoy queriendo escribir sobre el monstruo; si ese suceso tiene relación con él, me gustaría que me lo contaras, amigo Pepe.

—      De acuerdo, te contaré lo que pasó aquella noche porque sé que sos un investigador de todas estas cosas de nuestra región.  Pues bien, esto ocurrió hace aproximadamente veinte años. Ese día habíamos tenido un calor endiablado; a las dos de la tarde la temperatura había llegado a los 37° centígrados. Yo pensé que íbamos a tener un fuerte temporal, pero llegó la noche sin que hubiera llovido. A eso de las once de la noche ya no aguanté el calor y me levanté de la hamaca resuelto a irme a la orilla del río para sentarme en el barranco, lugar donde siempre corre algo de brisa. Vos sabes que mi casa es esa que está ahí a pocos metros del agua.

Pepe me miró y, al verme atento, prosiguió su relato:

—      Tengo un termómetro que guardo con mucho cuidado porque es un recuerdo del padre Tomás Higgins. En un viaje que él hizo a Nueva Ethea, yo fui con él contratado como piloto de la lancha del Vicariato Apostólico de Pando. Cuando regresamos a Riberalta, él me regaló el termómetro. Pues bien, siguiendo con lo que te contaba, me levanté de la hamaca y lo primero que hice fue mirar la temperatura que seguía en los 37°. La pesadez que sentía en la cabeza me tenía como loco; infelizmente no he podido comprarme todavía un ventilador. Con los pantalones puestos, descalzo y sin camisa, me fui caminando por la arena hasta la orilla del barranco. La noche era muy oscura, pero de algunas ventanas salía un poco de luz que iluminaba algunos trechos de la arena. Me senté sobre un barril vacío y me quedé mirando el cielo oscuro y sin estrellas. De repente comencé a escuchar un ruido que provenía de las aguas del río. Me paré sobre el barril para poder mirar mejor, pensando que podían ser caimanes. El ruido llegaba, más o menos, desde la mitad del río. Era una especie de chapaleo muy fuerte. "No es un caimán -me dije-; ni diez caimanes harían tanta bulla". Me di cuenta que habían llegado otras personas que se pararon a mi lado. Eran marineros de varias embarcaciones que estaban amarradas en el puerto. Uno de ellos había traído una linterna de cinco pilas y la encendió proyectando el rayo de luz hacia la mitad del río, pero no pudimos ver nada. La bulla que escuchábamos se producía más allá del alcance de la luz de la linterna. Y el ruido se hacía más fuerte; se escuchaban resoplidos que parecían imitar el ruido que produce una locomotora a carbón. En ese momento comenzó a llover, y un relámpago de luz muy intensa, por una fracción de segundo todo lo iluminó. Un "¡oh!" de asombro se escapó de todas las gargantas, al mismo tiempo que la lluvia arreciaba y todos corrimos a nuestras casas para resguardarnos del chaparrón.

—      ¿Y qué fue lo que vieron, Pepe?

—      Vimos "algo", un ser, un animal, ¡qué sé yo! Cada uno dio una descripción diferente porque en realidad  fue tan corto el espacio de luz que produjo el relámpago, que yo no pude ver exactamente qué era aquella cosa. Me pareció una serpiente que debería ser enorme; pero no tuve tiempo de apreciar ningún detalle. Pero mira, Hugo, qué suerte; ahí viene Pucho. Él ya nos contó lo que le pasó con el monstruo, como todos aquí le dicen a esa fiera.

Efectivamente Juan Pucho se acercaba. Se lo veía de muy buen aspecto y hasta me pareció que estaba más joven que la última vez que yo lo había visto. Nos saludamos e inmediatamente Pepe le dijo el motivo de mi presencia en la orilla del río. Pucho se sonrió de aquella manera especial muy propia de él, algo que parece un poco de burla, algo indefinido en su forma de mirar. De lo que sí uno queda seguro es de que hay mucha fuerza en su mirada; y mucho calor humano. Indudablemente, cuando se mira bien, se puede ver que hay amistad en él.

—      ¿Así que ha llegado a tus oídos la noticia de la existencia del monstruo, y querés que yo te la cuente?

—      He escuchado diferentes versiones sobre un monstruo que, supuestamente, habita en esta región. Me han dicho también que la única persona que lo ha visto con toda claridad, sos vos. ¿Qué me dices a esto?, amigo Pucho.

—      Que no solamente lo he visto, sino que... ¿Vos querés escuchar toda la historia?

—      Claro, hombre, para eso te vine a buscar.

—      La verdad es que yo había prometido a mí mismo no volver a contarla nunca más. Solamente la he contado dos veces y, ¿sabes cuál fue el resultado? Yo te lo diré: A los niños les encantó la historia; pero a los grandes, a esos que ya tienen barba... ¡Para qué te lo voy a decir! Unos dijeron que yo veía visiones, y otros, que todo no pasaba de una mentira que yo me había inventado. Si yo me inventara las historias, me haría escritor como vos.  Pero yo sé que algunos de estos incrédulos, cualquier rato de esos se van a topar con el monstruo.

—      Contame la historia, Pucho; sabes que tengo verdadero interés en escucharte.

—      Vos has escrito algunos de mis cuentos, como los llaman, y eso me ha llenado de alegría. Yo amo a los niños y mis cuentos van dedicados, muy especialmente, a ellos. Pues bien, te voy a contar esta historia -será la última vez que la cuente- para que la escribas y la hagas llegar a todos mis pequeños amiguitos. Sé que ellos van a creer;   y hasta es posible que alguno de los grandotes también la lea. Aquí comienza esta historia a la que he puesto el título de: "El monstruo de Riberalta".

Hace tiempo que esto ocurrió; tal vez unos veinticinco años. Yo tenía mi chaquito en una parte de la isla "Antenor Vásquez". A los jóvenes les aclararé que años atrás el río Madre de Dios, antes de que sus aguas desembocaran en el río Beni, se dividía en dos brazos que se separaban abriéndose en forma triangular. Cada brazo del Madre de Dios llegaba a separarse hasta, aproximadamente, un kilómetro de distancia allí donde los dos brazos vaciaban sus aguas en el río Beni que era la base del triángulo. En el centro de este delta formado por las aguas de los dos ríos, estaba la isla ya mencionada.

Varios tenían sus chacos en la isla, y yo era uno de ellos, uno de los pequeños propietarios. Como ustedes saben, la isla no era muy grande pero tenía más de un kilómetro cuadrado de superficie de buenas tierras cultivables para la agricultura. Ahí tenía yo mi chocita de techo de hojas de patujú y paredes de chuchío. Mi chaquito estaba localizado en la parte alta del triángulo, que daba hacia el norte.

En ese tiempo, para llegar allá yo tenía que ir en mi canoa remando sin parar contra la corriente del río, porque me tocaba de arribada. Cuando regresaba de mi chaco al pueblo, con mi carga de plátanos, melones, sandías, naranjas, camotes, yuca y otras cosas para vender en el mercado, ya no tenía que hacer tanto esfuerzo porque, como el río es correntoso y venía de bajada, la cosa era más fácil.

Cierta noche me fui en la canoa hasta un remanso donde yo sabía que la pesca sería buena. Llegué al sitio escogido y amarré la pequeña embarcación a un árbol cuyo tronco estaba metido dentro del agua. Prendí mi cigarro de tabaco negro que producía un humo denso y de olor penetrante que hacía escapar a toda velocidad a los mosquitos que así me dejaban tranquilo.

Agarré mi anzuelo y la Imada (sedal) y le puse medio bagre de carnada. Tiré el anzuelo que, siguiendo una trayectoria curvilínea fue a caer a unos veinticinco metros de distancia. Creo que no pasaron ni diez segundos cuando sentí que un pez había picado. Di un fuerte tirón a la uñada, ¡y lo agarré! No tuve ninguna dificultad en traerlo y subirlo a la canoa. Con un garrote que allí tenía ex profeso para ese fin, le pegué un golpe en la cabeza y el pescado dejó de moverse. Era un dorado, un hermoso ejemplar que debía pesar unos doce kilos. Como ustedes saben, la carne del dorado es una de las más sabrosas que se pueden encontrar.

Y así seguí pescando sin parar. Había pasado más de una hora desde que había sacado el primer dorado, cuando me di por satisfecho. Tenía en mi canoa unos ciento veinte kilos de pescado. Ya tenía bastante e iba a desamarrar la embarcación para emprender el regreso, cuando noté que algo raro estaba ocurriendo. En el cielo el reluciente disco de platino que era la luna, iluminaba, con diáfana claridad, las aguas del río Madre de Dios.

¿Qué era lo que había llamado mi atención? Pues las burbujas; miles de grandes burbujas que comenzaron a formarse sobre la superficie del agua. Cerré y abrí los ojos varias veces porque pensé que estaba viendo mal. Pero al mirar nuevamente me convencí de que todo era real. Y de pronto ocurrió una cosa que me dio el mayor susto de mi vida.  “Algo” comenzó a emerger elevándose como tres metros sobre la superficie del agua.

“No puede ser, -pensé- lo que estoy viendo no existe; debo estar soñando”. La verdad es que aquello no parecía un sueño, sino una verdadera pesadilla. Aquellos, aproximadamente, tres metros que sobresalían del agua me hicieron pensar en el cuello de un dinosaurio. Sin embargo lo que más llamaba la atención era la cabeza de aquel extraño monstruo o animal. Tenía dos cuernos parecidos a los de un chivo; también tenía una barba, pero no muy larga. Al mirar sus ojos comencé a tranquilizarme. No sé explicar cómo, ni por qué, pero sentí algo dentro de mí; algo que me dio la seguridad de que aquel ser no quería hacerme daño.

Y  ahora,   imagínense  ustedes  mi  sorpresa  cuando escuché la voz de aquel monstruo, que me decía:

—      Tenes razón, Juan Pucho, al creer que yo no te haré daño. En realidad muchas veces, cuando venís a pescar, yo te he mirado desde lejos.

—      ¿Quién sos vos? ¿Y cómo es posible que yo pueda entender lo que decís? ¿Cómo es posible que puedas hablar con la voz de los humanos? Y, ¡perra suerte la mía!, ¿cómo has podido adivinar mis pensamientos?

—      Juan Pucho, ¡qué manera de hacer preguntas! Pues bien, mi amigo, las contestaré de una en una. Soy una criatura de Dios -sé que así llaman ustedes al Creador- como lo eres tú, aun cuando somos diferentes; entiendo lo que dices en tu lenguaje humano y puedo transmitir mis pensamientos directamente a tu cerebro, de mente a mente. Sin embargo no puedo hablar como vos lo haces porque mis cuerdas vocales no tienen la propiedad de emitir los sonidos que forman tu lenguaje. Si me miras bien, verás que yo no estoy hablando; solamente estoy trasmitiendo mis pensamientos y haciendo que tú los puedas captar. Creo que no te has dado cuenta, amigo Pucho, pero la verdad es que vos no has pronunciado una sola palabra, tan sólo has pensado. ¿Que cómo se puede hacer esto? Bueno, eso es debido a un poder que yo tengo. Las aves, por ejemplo, tienen el poder de volar. Yo, tal vez por lo que soy muy viejo, viejísimo, puedo leer tu pensamiento y hacer que tú leas el mío; y es así como podemos conversar con toda tranquilidad.

Yo me quedé pensativo, analizando lo que aquel extraño ser me había "dicho". Era cierto, él tenía razón: yo no había pronunciado una sola palabra en toda aquella conversación; solamente había pensado y él había entendido. Entonces, esta vez hablando, le dije:

—      No te enojes por lo que te voy a decir, pero vos sos enorme, de un tamaño colosal. Cualquier persona que te vea se va a pegar un gran susto, y gritará: ¡Un monstruo, un monstruo!

—      Tienes razón; comparado con un ser humano, soy una cosa enorme, monstruosa; pero a mí me gusta ser así.  Por otro lado, puedes tener la seguridad de que nunca he hecho daño a ninguno de tus congéneres; más bien, algunas veces los he ayudado, sin que se den cuenta, especialmente en una ocasión... pero eso fue hace mucho tiempo.

—      ¿Cómo te llamas?

—      ¡Esa sí que es una buena pregunta! No tengo nombre. Como soy el único de mi especie que queda en el mundo, -por lo menos eso creo- nunca necesité que me llamen por un nombre, pero me gustaría tener uno. ¿Por qué no me pones vos un nombre, amigo Pucho? Si lo haces te voy a quedar muy agradecido.

Me quedé pensando, pensando, buscando un nombre que fuera corto y sonoro, fácil de recordar; y de pronto se me ocurrió. ¿Pero a él le gustaría?

—      ¿Qué te parece si te bautizo con el nombre de "Aguamón"?

—      ¿Aguamón?   -se quedó callado un momento, y de pronto comenzó a moverse como si tuviera convulsiones al mismo tiempo que emitía unos sonidos muy fuertes, entrecortados, que producían enormes olas que casi hicieron volcar mi canoa; yo me asusté de verdad. Luego se tranquilizó y comenzó a comunicarse conmigo otra vez-.   Discúlpame, Pucho, pero el nombre que me has dado me hizo mucho chiste y no pude contener una carcajada. Vos me has puesto por nombre "Aguamón" porque eso quiere decir Monstruo del Agua, ¿verdad?

—      Lo has interpretado muy bien, ¿no te enojas por eso?

—      ¡Qué me voy a enojar! Lo que vos has dicho es la pura verdad. Soy un monstruo del agua, pero un monstruo bueno; no quiero hacer daño a nadie, a no ser que me vea obligado a defenderme.

—      Pues me alegro de que te guste el nombre.

—      Sí, estimado Pucho, estoy muy contento. Ahora ya soy alguien, ya tengo una identidad. Adiós, tengo que irme; tal vez algún día nos encontremos nuevamente. Me voy feliz porque me llamo Aguamón. ¡Ja, ja, ja!, soy Aguamón, Aguamón, Aguamón...

—      ¡Espera, Aguamón, no te vayas!   Me he olvidado de preguntarte una cosa, ¡espera!

Pero Aguamón ya se había sumergido y no me escuchó, o, ¡quién sabe!, a lo mejor me escuchó pero no quiso contestarme.

Juan Pucho se calló; tenía la mirada hacia lo alto como quien mira muy, pero muy lejos. Tal vez, en su mente, estaba visualizando la figura de Aguamón. Todos los que rodeábamos a Pucho en aquel momento, también quedamos silenciosos, con la impresión vivida de aquel relato en nuestra imaginación. Pucho me miró con atención cuando me preguntó:

—      ¿Qué te pareció la historia?

—      Me ha gustado tanto, que ahora mismo me voy a casa a escribirla. Te agradezco y me voy...

—      Espera, hombre, y no seas tan fatiguilla. Mira, Hugo: si yo hubiera notado que esta historia no te gustaba, ahí hubiera terminado todo. Dejaría que te fueras, ¡y listo! Pero es bueno que sepas que la historia de Aguamón no termina ahí, ¡no, señor!

—      ¿Querés decir que te encontraste con él otra vez?

—      Sí.  En mi vida he visto a Aguamón solamente tres veces, y te aseguro que esos sucesos están tan grabados en mi mente como si hubieran ocurrido ayer. Otro día te contaré cómo fueron los otros dos encuentros y la importancia que tuvieron para nuestra ciudad...

Contenidos Relacionados

Jaime Saenz

Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.

Gastón Suarez

Alguien va finar, patrón —decía Cástulo Narváez, mientras limpiaba la lámpara a carburo, de cuclillas frente al cuarto del administrador. —Es seña fija...— sus dedos largos, huesudos, quitaban con habilidad, la ceniza de los trozos de carburo de calcio que aún eran utilizables. A la luz de la luna que se prodigaba desde un cielo limpio, transparente, su rostro anguloso reflejaba una rara fisonomía: tan pronto parecía la de un santo como la de un cadáver.

Elsa Dorado De Revilla

Prendido en la falda del cerro cuyas entrañas guardan el rico yacimiento mineral, se alza, desde su humilde pequeñez, el campamento minero, depositario del pulso humano que mide el paisaje cordillerano desde los tiernos ojos de los niños, hasta el abrazo rotundo del hombre.

Las luces mortecinas de las viviendas, asemejan luciérnagas estáticas que buscan dar calor a la fría noche. Una improvisada campana rompe con su tañido el silencio, marcando a golpes el tiempo.

Pablo Ramos Sánchez

A: Julio Ramos Valdez

La lucha del hombre con los elementos de la naturaleza es ardua. Aunque como especie, el hombre va dominando la naturaleza y logra arrancarle sus secretos, no hay que olvidar que los pasos que da hacia adelante son posibles después de millones de batallas individuales perdidas. Para aprender a ganar ha tenido que saber perder en miles y miles de oportunidades. Las derrotas le enseñan el camino de la victoria.

Augusto Guzmán

Al final de la comida, bajo una araña de lámparas a queroseno, después de limpiarse de residuos notorios, la boca ferozmente bigotuda, el padre miró con severidad familiar a su hija:

—He sabido que el mediquillo ese de provincia, te pretende. Quiere hablar conmigo nada menos que para pedirme tu mano. Naturalmente que me he negado a recibirle.

Wálter Guevara Arze