Los Últimos

Wálter Montenegro

“Los primeros serán los últimos, y los últimos serán los primeros...”

San Mateo: Cap. 20. Ver. 16.

Con esa entrañable voz con la que algunas madres parecen pedir perdón a sus hijos por haberles traído a este mundo, su madre le decía:

—Hijo mío, los primeros serán los últimos, y los últimos serán los primeros. Nos lo ha dicho el Señor, y debemos vivir sin reparar en las miserias de este valle de lágrimas que es, apenas, un pretexto para la bienaventuranza eterna. La verdadera felicidad está Allá, no aquí Juanillo escuchaba estas frases sin comprenderlas completamente. Cuando su madre decía “Allá”, levantaba los ojos hacia el cielo, y los bajaba luego para mirar el piso de la habitación cuando ella señalaba “aquí”.  Pensaba que, seguramente, habrían más probabilidades de ser dichoso arriba que abajo. ¿Para qué preocuparse, entonces, por las pequeñeces ocurridas en este mundo con pisos de ladrillo?

Así, por ejemplo, las brutalidades de los compañeros de escuela no le parecieron ya tan duras ni injustificables, puesto que todo ello no era sino un planteamiento de problemas cuya solución feliz estaba esperando, más allá, en el pizarrón azul del cielo.

La vida adopta a veces formas atrabiliarias. La vida con la que hay que luchar o a la que hay que resignarse, estaba materializada para Juanillo Pérez, durante sus años de escuela, en Nicómedes Galván que, vestido con blusa marinera y pantalones cortos, no obstante su gigantesca estatura, aterrorizaba a sus compañeros de clase con sus manotas moradas y gruesas, expertas en el arte de propinar golpes en el estómago que cortaban la respiración, o en torcer los brazos detrás de la espalda ocasionado dolores que encendían lucecillas detrás de los párpados cerrados de sus víctimas.

— ¿Quién es tu patrón, quién es tu patrón?

—Tú, Nico, tú eres mi patrón, basta, basta...

Nicómedes sonreía satisfecho, dilatando aquellas marcas de viruelas que adornaban su cara, como si ellas también estuviesen sonriendo, cada una por su cuenta.

Juanillo Pérez se empequeñecía al pasar junto al matón, presintiendo la manota que caería de un momento a otro sobre su nuca o sus riñones. Cuando esto ocurría, empleaba su fórmula mágica como quien usa ungüento maravilloso. “Los primeros serán los últimos...” E imaginaba a Niómedes Galván, en la otra vida, no sabemos si con alas o no, pero, en todo caso, atando pacientemente los zapatos de Juanillo Pérez, o copiándole las tareas de aritmética. Ni por un momento le asaltó la duda de si en el cielo habrían o no zapatos o profesores de aritmética, calvos e inexorables.

Pasaron los años; Juanillo Pérez se hizo Juan Pérez. Inocencio Juan Pérez, como empezó a firmar, con sus dos nombres, como si tratase de duplicar su dimensión en este mundo.

Las ingenuas y luminosas representaciones de aquella enseñanza materna de “los primeros serán los últimos” fueron perdiendo brillo; la vida se encargó de quitarles el lustre, con el áspero cepillo de la miseria. Hasta su madre desapareció un día, llevándose del panorama espiritual de Inocencio Juan su dulce gesto amasado con resignación y extraterrenas ilusiones.

Hubo un tiempo en que Inocencio Juan devoró ansiosamente todos aquellos libros titulados “La Voluntad”, “Ayúdate a ti mismo”, etc. Ensayó sonrisas optimistas; quiso, con todas las fuerzas de sus dieciocho años, ayudarse a sí mismo y aún a los demás. Volvió de esta excursión por los caminos del éxito con resultados que más parecían corresponder a sus pantalones mal planchados que a su empeño heroico.

Sus bravos impulsos fueron disolviéndose paulatinamente, bajo una lluvia de pequeñas decepciones cuotidianas, y acabó, quizás sin saberlo él mismo, afirmándose en la convicción de que tan sólo en el remoto tiempo de las supremas compensaciones le tocarían aquellos primeros puestos debidos a su actual condición de último.

Es justo pensar que, entre tanto, en el libro de la justicia eterna, el nombre de Inocencio Juan Pérez empezaría a figurar en las páginas de los elegidos.

Un día cualquiera Inocencio Juan se enamoró. Ella era, sin duda, una de aquellas mujeres predestinadas para adoptar huérfanos o socorrer inválidos después de las guerras o las inundaciones. Debió poner mucho de sí para provocar la primera cita, puesto que la técnica seductiva de Inocencio Juan nunca fue más allá de las miradas furtivas y los largos acechos en una esquina, no la más próxima, sino la más alejada de la casa de ella.

Inocencio Juan hizo lo que humanamente pudo para dar a su romance siquiera leves toques de belleza y de poesía, luchando a brazo partido contra las fealdades de la miseria. Iluminada por la luz que el amor presta, aunque sea a corto plazo y subido interés, asistió emocionado y puntual a las citas con su novia en el portal de la casa de ésta.

Enrojecía y tartamudeaba, cuando los chiquillos del barrio pasaban junto a la pareja diciendo frases maliciosas o haciendo gestos picarescos.

—Hace muy buen tiempo, felizmente —decía invariablemente, en estos casos, mirando al cielo. Ella le apretaba el brazo sin responder.

Un día de invierno, y huyendo del acoso de los chiquillos, llevó a su novia a un parque público, a la hora poética en que el crepúsculo descendía sobre la ciudad.

Las palabras salían de los labios de ambos, ligeramente entrecortadas por el castañeteo de los dientes; por ello, fue necesario repetir varias frases para poder comprenderse. Algunas sonrisas heladas, y pequeñas nubecillas de vapor formadas por la respiración, daban a este coloquio una tristeza de paisaje de otro mundo.

Ella reclinó la cabeza sobre el hombro de Inocencio Juan, que experimentó una desconocida sensación como si su sangre hirviese en menudas burbujas a lo largo de todo su cuerpo; cerró los ojos, y, de pronto, le asaltó la noción de que su mano subía por el brazo de ella hasta el hombro, hasta el busto, avanzando con la temblorosa cautela de un ciego que se aventurase por una ruta extraña.

Desabrochó trabajosamente el cuello del vestido, y quiso adelantarse por sobre la carne cuya tibieza podía sentirse aún sin tocarla, pero fue tan violenta la reacción producida por sus dedos helados, que el ansiado contacto tuvo que ser inmediatamente reprimido.

Inocencio Juan bajó la mano poco a poco, sin atreverse a mirar, ella abrochó el vestido sin decir nada.

Más tarde, mientras bajaban tomados del brazo, de aquel parque sembrado de automóviles cerrados que se estacionaban largamente entre la sombras de los árboles, Inocencio Juan, que tosía levemente, iba pensando en el privilegio de los animales que sólo aman en primavera, y en el amor de los hombres que desconocen el calendario.

Más tarde, la obscura vida de casado pobre; el gris destino de la ropa que nunca acaba de envejecerse para, por fin, descansar; las vitrinas de Navidad inaccesibles y la comida maloliente y repetida. Las manos de la mujer, ennegrecidas y nudosas, sin relación posible con las manos del noviazgo blancas y cuidadas. Los azahares marchitos en algún cajón olvidado, el vestido de novia sabiamente recortado para convertirse en cortinillas para las ventanas de la habitación, y las doce camisas de Inocencio Juan, compradas antes de la boda, “para reserva”, transformadas en pañales carcomidos por las pertinaces humedades del hijo.

De allí, a la oficina, al gesto agrio y suficiente de aquel Primer Contador, elegante, enamoradizo y apurado; locuaz y flexible con los superiores, y fieramente severo con los subalternos; de gesto trascendentalmente fruncido hasta para ordenar el más humilde asiento de contabilidad por “gastos generales”. Ocho horas dianas encorvado sobre la blancura inacabable de las páginas del libro; ocho horas de sentir la mirada del Primer Contador sentado detrás de él, resbalando sobre su cuello como si paseara disgustada por un suburbio sucio y desagradable.

Hubo un tiempo en que Inocencio Juan habría odiado al primer Contador si hubiese sabido cómo. Aquello fue después de la muerte de su hijo. Cuando cayó enfermo, el médico prescribió “cambio de clima”. Sabía recomendación que corona todos los progresos de la ciencia. E Inocencio Juan, agazapado sobre su taburete, empezó a acechar día tras día, para encontrar u hueco en la alambrada de púas de la severidad del Primer Contador y pedirle un adelanto de sueldo. Pero era tal su timidez, y tantos días pasaron sin que se atreviese a formular su solicitud, que el cambio de clima se produjo por sí solo, y el niño se fue, en definitivo viaje, a respirar las tonificantes brisas de la eternidad.

No dejó otro recuerdo que algunos pañales, y un llanto pertinaz y silencioso, como las lluvias de invierno, en los ojos de su madre.

Hasta un día en que Inocencio Juan sintió que la mirada del Primer Contador resbalaba sobre sus espaldas sin producirle ninguna inquietud; aquella incomprensible indiferencia alarmó su conciencia de subalterno imbuido del deber de asustarse frente a los jefes. “Estoy perdiendo la moral” —se dijo, angustiado; pero, cosa extraña, ni tan grave reflexión fue capaz de hacerle reaccionar de aquella ausencia de sí mismo.

Algo más, la página del libro Mayor era como una muda y vacía invitación a la pereza. Inocencio Juan la contemplaba, sin el menor deseo de ensuciar las líneas con su letra ya un tanto temblorosa. Y un frío extraño vino a sumarse a todo, colocándole en una situación realmente desconsoladora para un Segundo Contador.

Decididamente, muchas cosas extraordinarias ocurrieron aquel día, pues el Jefe, el inexorable jefe de los ojos acusadores agrandados por los lentes, no hizo a Inocencio Juan los acostumbrados reproches que remataban con aquella frase invariable: "aquí no sabemos trabajar; cuando yo estuve en Londres...". No, nada de eso, sino que miró largamente a su mísero subalterno, encogido como gusano amarillento sobre el Mayor, y le dijo la frase más extraña que le fue dado escuchar a Inocencio Juan en veinticinco años de experiencia.

—Váyase a su casa, y descanse hoy y mañana; Ud. está enfermo.

—Pero señor, yo no... yo... no creo haber hecho nada para que Ud...

—Nada, no se trata de eso; Ud., se va a meter en cama. El jefe debe ser comprensivo con sus inferiores— y se extendió en una detallada demostración de sus sentimientos para con los inferiores.

Inocencio Juan no oyó bien toda aquella lucida exposición, porque al levantarse del taburete sufrió un desvanecimiento, ni más ni menos que si se hubiese producido la ruptura de aquella especie de cordón umbilical que le ataba al Mayor.

Al volver en sí hizo un ademán fallido para tomar el limpia borrón, como si quisiera borrar la mancha que su debilidad hubiese podido dejar en la blanca página de su historia de oficinista; pero se sintió empujado hacia la puerta, provisto ya, inexplicablemente, del sombrero que le pesaba como si fuese de piedra.

— ¿Llamo a un automóvil? —preguntó el avispado mensajero de la oficina, dirigiéndose al Primer Contador que contemplaba la salida de Inocencio Juan con su acostumbrado aire de superioridad.

—No, no. Tú a tus cosas, chiquillo entrometido. Le hará bien caminar un poco. Cuando yo estaba en Londres...

Inocencio Juan tuvo todavía valor para sonreír desde la puerta con gratitud. Pensó difusamente al mover los pies sobre la acera, que quizás, si hubiese estado él en Londres alguna vez, podría reclinarse ahora sobre el mullido asiento de un automóvil, como aquel día en su boda, yendo del templo a la casa.

El aire parecía lleno de sones de campanas. Dulces reminiscencias de su matrimonio con Dorotea llenaron su memoria. Aquel cuello duro y alto que tanto le costó abrochar; la ceremonia religiosa, y las felicitaciones de los concurrentes, mientras una pequeña orquesta tocaba algo que comenzando con la marcha nupcial fue arrastrándose penosamente hasta concluir en tangos desolados.

Todos le felicitaban, e Inocencio Juan contestaba invariablemente la misma frase, estrechando manos flácidas, frías, duras, calientes, ásperas, húmedas las más. Cuando un mozo se le aproximó ofreciéndole un vaso de cerveza, Inocencio

Juan dijo todavía “un millón de gracias”, como de costumbre, y alargó mecánicamente la mano, pero el mozo no se la estrechó.

Lleno de estos pensamientos, y con una leve sonrisa en los labios, llegó a su casa, donde Dorotea, al verle, lanzó una inexplicable exclamación. ¿Qué tendría aquel día en la cara para producir tan extrañas actitudes por parte de los demás?

Estaba tan acostumbrado a que nadie se ocupase de él, a ser como aquellas viejas prendas de vestir que se usan sin fijarse ya nunca en ellas, que le causaban invencible extrañeza el encontrarse en cama, enfermo, convertido en objeto de la atención de su mujer y algunas vecinas. Y, en medio del calor sofocante que le quemaba los pulmones y la garganta, un biológico terror le poseía al despertar muy tarde en las mañanas y no verse en la oficina.

Cierto día vino a visitarle un compañero de trabajo. Le contó que el Primer Contador había reprendido severamente a los demás empleados llamándoles al método y al orden, para evitar enfermedades que desarreglan el trabajo y proporcionan incomodidades a los jefes, quienes, por su parte, no hacen sino velar noche y día por el bienestar de sus inferiores.

Y había concluido la reprimenda, relatando el caso de un empleado que fue vergonzosamente despedido de su cargo, por haberse enfermando precisamente cuando sus servicios eran más necesarios en la oficina.

—...porque en Londres no se toleran ciertas cosas — había concluido el poderoso Contador, remarcando incisivamente aquellas dos palabras: "ciertas cosas".

Inocencio Juan quiso pronunciar alguna elocuente frase para que su amigo la transmitiera al Jefe, explicando que no estaba en cama por su gusto, sino por una incomprensible confabulación entre el médico y su mujer, y que pronto regresaría a la oficina. Pero no pudo decir gran cosa, por falta de aliento, y también porque la mirada del compañero de trabajo, una mirada realmente inquietante, le hizo callarse pensando que algo insólito les ocurría a todos los que le rodeaban.

La presencia de un sacerdote, y el rito de los últimos auxilios religiosos, salvoconducto para la bienaventuranza, revelaron a Inocencio Juan el gran secreto: iba a morir. Le poseyó súbito terror. Porque él no podía pensar con el filosófico desprendimiento que hizo decir a alguien que "la muerte no es sino una aventura en la que sólo perdemos nuestros cadáveres". En primer lugar, Inocencio Juan no podía olvidar que, además del suyo dejaría aquel otro casi cadáver de su mujer; y luego, por las razones ya sabidas, la muerte sería para él la única aventura de su vida, digna de mención.

Por ello, con la mente atravesada por mil ideas, no prestó mucha atención al sacerdote que le hacía preguntas cada vez más complicadas y acuciosas; absurdas, diría yo. Porque, ¿a qué viene preguntarle a un Segundo Contador cosas como éstas: "¿Haz deseado a la mujer de tu prójimo?" "¿Haz deseado la muerte de tus enemigos?".

¿De qué enemigos? Y ¿quién puede ser la mujer del prójimo de un Segundo Contador? Y ¿qué es fornicar? Las palabras raras que usan los sacerdotes...

Inocencio Juan, desconcertado, confesó mil cosas. Dijo que sí y que no al puro azar, porque en verdad le asustaba a la idea de la muerte era aquello del alquiler no pagado, la suerte de su mujer, hasta las últimas partidas de contabilidad no asentadas en el Mayor, y no, de ninguna manera, toda esa incomprensible historia de mujeres ajenas y de fornicar.

En aquel momento el sacerdote le perdonó todo. En el fondo, los sacerdotes son más incómodos que malos; perdonan siempre, así a primeros como a segundos contadores.

Inocencio Juan llamó a su mujer angustiosa-mente. Ella se aproximó al lecho con los ojos enrojecidos de insomnio y de llanto. Le tomó una mano, como nunca lo había hecho. Lo cierto es que estas actitudes románticas de tomarse las manos, son privilegio de desocupados y agonizantes.

—Dorotea, me muero...

—No digas eso, Juan. Estás mejor, y sanarás pronto —los sollozos no la dejaron concluir.

—Te digo que me muero. ¿No viste al cura? El cura no viene sino cuando uno se muere...

—No hables así, Juan, ahora que estás limpio de pecado.

—Dorotea, déjate de pecados y óyeme. En la oficina deben pagarme medio mes de sueldo. Además...

—No te fatigues, te hace daño hablar.

—Dorotea, pregunta a alguien de eso de los montepíos; creo que se refiere a las viudas de los empleados.

La palabra "viuda" le lastimo profundamente. —Dorotea...

No pudo decir más. Se le quedó la voz en la garganta, y, mientras un desagradable silbido salía por entre sus labios, coreado por sollozos que llenaban la habitación, fue aproximándose a aquel borde inmenso desde el cual los primeros y los segundos contadores dan el mismo salto definitivo hacia la nada.

De pronto, como una luz, vino a su memoria el tema de su vida miserable; aquel consuelo puesto en su espíritu, como tapón ajustado en el fondo de una barca para impedir que se hunda en la desesperanza. Vio a su madre, inclinada sobre su lecho, diciéndole una vez más: "Hijo mío, los últimos serán los primeros, PRIMEROS, PRIMEROS, PRIMEROS...

La palabra se fue repitiendo agigantada, inmensa y circular, arrastrándolo todo en un vértigo infinito.

Y murió, para ir, sin duda, a asumir algún primer puesto en el manejo de los grandes y ciertamente complicados libros de contabilidad del cielo.

Fin

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