Los toros salvajes

Raúl Botelho Gosálvez

La noticia llegó con el mayordomo de la finca. Un grupo de colonos que habitaban cerros arriba, en las profundas rinconadas donde comienzan las grises y desnudas escarpas de la cordillera, le había informado de modo escueto y en el traspatio esperaba que el patrón decidiera lo que debía hacerse. Por cierto los colonos parecían tranquilos, aunque más allá de la inexpresiva rigidez de sus rostros cortados en piedra se hallaban impacientes por saber si aquella vez la mano del amo iba a abrirse generosa. Desde medianoche caminaron para llegar a la casa de hacienda antes que el sol, con su ascua viva, empezase a dorar el espléndido contorno. Querían hallar al patrón cuando éste saliese a vigilar los trabajos de limpieza en los platanales que verdean junto al río, al fondo de la ardiente vega yungueña. Encontraron en el corral al mayordomo que ensillaba la cabalgadura del terrateniente y, primero en coro, luego de a uno, relataron lo sucedido.

Don Pedro Iturri el hacendado, mientras ajustaba las correas de sus espuelas escuchó la noticia sin inmutarse. Sorbió el pocillo de café tinto con que se desayunaba, y antes de montar llamó a Lauro, su primogénito, y le dijo:

—Acompaña a los colonos y lleva la calibre 44... No te acerques mucho y procura dispararle a la paletilla izquierda o en un ojo.

Luego clavó espuelas y salió al trote por el ancho portal, camino del extremo meridional del latifundio.

Lauro tenía diecinueve años y pasaba sus vacaciones junto al padre; dentro de dos meses volvería a La Paz para alistarse como conscripto en el Ejército. Poco tiempo tardó en reunirse con los colonos y allí se enteró de todos los detalles. Llevaba la carabina y un morral con alimentos para el almuerzo.

Los cinco peones y el hijo del amo salieron casi junto con el sol, tomando por un atajo hacia las altas y distantes cumbres emergidas de un espeso poncho de nieblas que los rayos del sol empezaban a desgarrar lentamente. Camino de cabras, empinado y difícil, trazado en permanente zigzag por el paso de muchas generaciones de indios campesinos; el aire olía a hierbas húmedas y humus removido. Con larga chillería pasaban bandadas de loros y, a veces, entre los matorrales, anunciaba su corto vuelo la perdiz.

Los colonos iban silenciosos, pero se notaba que estaban contentos de no haber hecho el viaje en vano.

Pasado mediodía, cuando tras tan larga trepada la fatiga se dejó sentir en los caminantes, se detuvieron a merendar protegiéndose del sol al pie de un paredón de roca que se alzaba allí como un dedo megalítico. Lauro, entonces, rastrilló la carabina y embutió una carga de diez balas en la recámara automática.

* * * * * *

Llegaron por fin a la zona donde los páramos se anuncian en la pobreza de la vegetación. El aire gélido en cortas ráfagas venía de la cordillera. La atmósfera rala, transparente, dejaba ver hacia abajo la abismal hondura del Yunga, y hacia arriba los cielos profundos, de cobalto puro, donde se recortaban las corcovas titánicas de la espalda del Illimani, tajadas a pique sobre glaciares y ventisqueros.

Luego de atravesar una corta planicie en que, a modo de arbotantes de piedra, una singular formación de rocas basálticas sostenía los bordes de una nueva y más dilatada planicie, ancho escalón que remansó el delirio tectónico en los días del caos, los colonos rodearon a Lauro y le indicaron el sitio.

Era una amplia grieta, abierta como pulpa de madera al golpe vertical del hacha. De su fondo salían sordos bramidos de cólera que la acústica del lugar les daba una resonancia que acobardaba. Los cinco indios, entre ellos se miraron azorados, con silenciosa interrogación. Sus almas supersticiosas y cerriles empezaban a encogerse de miedo al escuchar el rudo y fuerte bramar que salía del fondo de la grieta, como plural voz de alguna potencia sobrecogedora, madre de soledades y espantos cordilleranos.

Lauro, asimismo, estaba perplejo. Los colonos explicaron que el día anterior sólo pudieron oír el doliente mugido de un toro embarrancado que, al quebrarse las patas en el fondo de la grieta, estaba condenado a perecer de hambre y sed, incapaz de moverse de allí. Mas ahora era distinto. Aquel imponente bramar demostraba que el toro herido no estaba solo. No se explicaban, sin embargo, cómo el resto de la manada de toros salvajes, montaraces señores de las desoladas planicies de aquel lugar, podía haber descendido a la grieta.

—Regresemos no más, niño Lauro —dijo uno de los colonos—. Ya no queremos la carne del toro. Es mejor volver sanos... porque si los toros nos atacan no volveremos con vida.

— ¡No sean cobardes! —Replicó Lauro— ¡Vamos a ver qué pasa!

—No, patrón, no vamos. Es peligroso. ¿No escuchas, acaso, cómo la ira los ha enloquecido? ¡Están furiosos!

Lauro tomó la resolución de obligar a los cinco indios a que le acompañasen y, encañonando el arma al que parecía más temeroso, gritó:

— ¡Cobardes de porquería! Tanto andar en vano... Al que huya le meto una bala. Pónganse detrás mío y síganme. Treparemos por un costado hasta asomar a la ceja de la grieta. Los toros no podrán atacarnos...

Los colonos, vencidos por la determinación del joven, formaron fila india y agarrándose a las salientes roquizas escalaron con lentitud y dificultad hasta llegar, cerca; de la cima, a la boca de la ancha cavidad.

Lauro se tendió de bruces mientras los indios, llenos de desconfianza, se agazapaban en torno para asomar los medrosos ojos al abismo de donde de modo intermitente surgía el plenamar de los bramidos.

¡Aquella era una escena épica!

Sobre un montón de crestas berroqueñas yacía con las patas quebradas, semiechado, el toro herido. A su rededor se habían congregado once lustrosos toros negros, compañeros de la manada dueña de aquellas soledades andinas, y elevando sus filosas cornamentas, desafiaban los audaces ataques de un enjambre de cóndores hambrientos.

A pesar de lo accidentado del sitio, la torada encontraba espacio para socorrer al compañero malherido y embestir, bramando de furia, a los cóndores que después de precipitarse en picada, abrían sus vastas alas para planear, con las garras rampantes y el pico pronto a desgarrar, ávidas de no perder aquella magnífica presa.

Seguramente el combate había comenzado de madrugada. En el suelo se veía el ensangrentado cuerpo de un gigante del aire a quien, sin duda, una de las astadas fieras alcanzó a tocar en vuelo con fulminante esguince de sus cuernos. El cóndor estaba deshecho. Sobre sus alas vencidas, extrañamente abiertas, posaba sus pezuñas un soberbio ejemplar de toro, quizá el jefe de la manada.

Lauro y sus acompañantes estaban absortos, mudos de admiración, pues no esperaban hallar en el fondo de la grieta tan sorprendente espectáculo.

Los cóndores planeaban e hincaban el pico en el herido, luego alzaban vuelo. Con grandes aletazos de sus potentes alas ganaban corta altura y volvían, de regreso, al ataque. Los toros esperaban abajo, agrupándose lo más que podían alrededor del compañero caído, y cuando, cortando el aire como una brisa bélica, llegaba uno y otro cóndor, veintidós astas, agudas como moharras de lanza, punzaban el aire en vano.

Aquella lucha concluiría cuando la tarde arrastrase los pesados telones de la noche, obligando a las grandes aves de presa a regresar a sus nidos en las altas cumbres.

Lauro recordó la recomendación paterna. Apoyó, firme, la carabina. Era difícil, a tanta distancia, hacer blanco en el ojo. Apuntó, pues, a la paletilla, y aunque su pulso temblaba de emoción, el disparo fue certero. El toro herido tuvo un sacudón y cayó fulminado. El estampido resonó en la oquedad como un cañonazo y espantó a los cóndores, que con alarma de sus alas agitadas se remontaron grieta arriba hasta perderse, volando tras de las murallas de basalto de la planicie superior. Los toros, a su vez, estaban sorprendidos y formaban abajo un compacto escuadrón negro. Pero no huían.

Fue entonces cuando el jefe de la manada se acercó al toro tendido, lo olfateó y golpeó con las pezuñas, luego como si adivinase instintivamente que estaba muerto y que ya no era menester defenderlo, con largo mugido se alejó de allí, dirigiéndose al fondo de la grieta donde sin duda existía alguna salida que llevaba a la ancha libertad de los páramos. El resto de la tropa, lamiéndose las heridas, siguió lenta y sombría la marcha de su jefe.

Poco más tarde el grupo de hombres bajó con prudencia hasta donde se hallaba el toro. Allí advirtió, antes de desollarlo, que tenía los ojos reventados a picotazos.

¿Quién sabe si los cóndores lo dejaron ciego para que se precipitase en la grieta? ¿Quién sabe si lo cegaron cuando estaba impotente y solitario, con las patas rotas, en el fondo de aquel torvo nido de piedra? Pero lo que sí sabían Lauro y sus compañeros era que el recuerdo de aquella batalla de hermosa solidaridad entre las bravas bestias, iba a grabarse para siempre en sus corazones.

Fin

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