Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Raúl Bothelo Gosálvez
“Y respondió Job, y dijo: Hoy también hablaré con amargura; que es más grave mi llaga que mi gemido”.
(Libro de Job. Cap. 23, v. 2)
Después de siete días de cabalgar por los llanos llegué al pueblo de San José del Yacuma. Estaba cansado de dormir a campo raso, hundido en la hamaca, colgada junto a la del baqueano que me acompañaba, mientras me devoraban los mosquitos. Mi mayor deseo consistía en hallar una ancha y blanda cama bajo cuyo mosquitero pudiese reponerme de las fatigas; pero mi propósito se frustró con la inesperada aparición de Rodolfo Castillo, condiscípulo de colegio a quien no veía desde hacía mucho tiempo.
— ¡Cuánto me alegra verte! -exclamó Castillo, mientras me abrazaba.
Estaba cambiado, muy cambiado. Una barba corta y descuidada sus mejillas hundidas, tenía los ojos brillantes y tristes, y un rictus de amargura en su boca faunesca. Su traje era desprolijo, de color indefinido.
Nos sentamos en el bar del hotelillo provinciano y pedí cerveza. Mientras bebíamos me contó a grandes trazos su vida. En resumen, estimaba que el pueblo pequeño había estrangulado sus aspiraciones, achatado su personalidad; la pobreza le impidió terminar sus estudios y, en fin, se consideraba un fracasado. Para consolar su descontento le dije algunas cordialidades triviales.
—Tú eres un triunfador -replicó con velada amargura-, has rodado mundo, visitando grandes ciudades, conocido hermosas mujeres. ¡Tu experiencia es envidiable! Mientras que yo, ¡mírame!, quedé perdido y rezagado en este pueblo del trópico donde la gente no tiene otra preocupación que el estado del tiempo, las cosechas y la salud del ganado. ¡Es insoportable!
—No obstante, algo bueno ha de haber que te ha retenido -contesté para atenuar su pesimismo.
—La gente es buena, sabes... Todos son buenos, pero pasó ante ellos por un mentecato que vive en las nubes. No me entienden y estoy aislado... Tú verás: soy el único que simpatiza con Fu Ling, un chino extraordinario, pero terriblemente desgracia-do.
Ante mi muda interrogación, repuso:
—Discúlpame, ignoras quien és Fu Ling, ¡es claro! Te lo voy a contar.
Y mientras bebíamos sorbos de cerveza, en tanto el crepúsculo caliente desollaba el contorno de las nubes, Castillo narró la historia de Fu Ling.
Había llegado hace muchos años al Beni, cuando la explotación del caucho estaba en su apogeo. Le conocieron en las barracas gomeras de la cuenca del Madre de Dios, Orthon, Tahuamano, Manuripi, Acre. No hubo siringuero que no poseyese por lo menos un hacha, machete o simple cuchillo de los que Fu Ling traía en su embarcación; tampoco hubo mujer de patrón o cacique que no hubiese vestido con sus ricas sedas traídas de Asia. Era comerciante honesto y sus clientes se contaban por millares.
Cuando vino la baja de la goma en el mercado mundial y la consiguiente decadencia y despoblación, Fu Ling se radicó en Guayaramerin, población fronteriza con el Brasil, a la espera de que un día llegase allí el ferrocarril establecido por un Tratado entre Bolivia y Brasil. En efecto, los brasileños construyeron la mortífera vía Madera-Mamoré, donde cada durmiente equivalía a un obrero aniquilado por la manigua. Los rieles llegaron a la homónima población brasileña de Guajará- Mirim, al otro lado del río... Pasó el tiempo y Bolivia no pudo construir su parte de ferrovía. Modificaron el tratado y las cosas quedaron como antes, echando por tierra las expectativas comerciales del chino. Su antigua prosperidad descendió a un punto mediocre. Y para mayor desgracia Guayaramerin reveló ser lugar muy enfermizo, al punto que la leyenda negra de la endemia malárica radió con rapidez a sus habitantes. Sin embargo, el lugar se pobló con nueva gente venida quién sabe cómo ni de dónde, gracias a la complicidad de funcionarios de manga ancha. Todos eran extranjeros que escondían su identidad, quizá para eludir viejas cuentas con la justicia y más de uno, al caminar, recordaba el lastre de ya inexistentes grilletes. Estos hombres formaron una extraña comunidad de atormentados, que a la manera de un inédito círculo dantesco, expiaban sus faltas en aquel infierno tropical castigado por la enfermedad, el calor brutal, la soledad resignada en el seno de las perdidas latitudes de aquel desierto sin misericordia, en espera nada más que de la muerte liberta-dora.
Fu Ling era propietario del único almacén de comestibles y ramos generales, y como carecía de competidores, monopolizaba asimismo la venta de carne y pan.
Un día llegó a Guayaramerin un médico comisionado para sanear la zona. Estableció un Dispensario público donde fueron conducidos todos los habitantes, que no pasaban de quinientos. Vacunó a todos y analizó la sangre de los enfermos. Por último, la dura verdad se reveló bajo los cristales del microscopio: Entre los organismos microbianos descubiertos, no sólo estaban los de origen anofélico, sino que también en la sangre de siete enfermos se halló el bacilo de Hansen.
El médico informó al Gobierno. El pueblo fue puesto en cuarentena y aislados los siete leprosos. Uno de ellos era Fu Ling. Empleados y clientes le abandonaron y sus mercancías, tal vez contaminadas, fueron a dar al fuego por orden de Fu Ling.
De los siete leprosos, dos se suicidaron arrojándose al río Mamoré, a otros cuatro se los envió al leprosario de Trinidad. Fu Ling, en cambio, prefirió la libertad y huyó llevándose la maldición de sus llagas al interior de los bosques, donde se perdió largo tiempo. Cuando volvió a aparecer, hambriento, casi desnudo, desfigurado y fétido como carroña viva, de la que huían los perros, lo hizo en San José de Yacuma.
Las autoridades le impidieron quedarse en el pueblo, vagando por las calles que se vaciaban ante su presencia, y amenazaron con matarlo. Pero Fu Ling quería vivir; en su fatalismo oriental había un hondo recodo para amar la vida. Finalmente se apiadaron y varias personas a quienes el chino favoreció en sus buenos tiempos, obtuvieron permiso para que residiese en las afueras de San José, recluido en una abandonada tapera de cañas y palmeras, que no debía abandonar so pena de perder la vida.
Y desde aquel retiro de ermitaño el leproso irradió su solitario drama sobre los habitantes del pueblo. La gente caritativa llevábale alimentos y ropa que el leproso, escondido tras la hojarasca, recogía cuando esta se alejaba, evitándoles así la visión de su desfiguramiento. Para agradecer a sus benefactores, el chino poseía un raro instrumento musical, melódico y gemebundo, que había construido y tañía con sus torcidos e insensibles dedos.
—Como ves -concluyó Castillo-, Fu Ling es todo un señor. Ni en la miseria olvidó la dignidad. Acepta la caridad, pero la devuelve con creces y regala música, divina música que vale por mil agradecimientos. ¡Tú la oirás...!
Al advertir Castillo el mal disimulado enojo que me causó su afirmación final, agregó:
—No digas que eres como los filisteos de este pueblo. Imagínate: ¡tienen miedo de la tragedia, les repugna el dolor ajeno, deliran esperando la muerte de quien les amarga su insulsa placidez! Fu Ling no es un coolí cualquiera, te lo aseguro. Ha estudiado en la Universidad de Nanking, vivió en Londres y París antes de aventurarse en estas tierras.
—Mira, Rodolfo -le dije-, esta historia es interesante y tremenda, pero no quisiera, por un rapto de lirismo, contraer la lepra. Le tengo lástima como a semejante, pero también tengo mis escrúpulos para no ir hasta él... Comprenderás que no soy Jesús ni San Francisco Javier.
Tanto insistió Castillo, que al fin cedí de mala gana. Aquella noche le llevaríamos un paquete de alimentos al leproso. Pero no le veríamos. Luego, de lejos, oiríamos su música. Nada más.
El día, rudo y pesado, terminaba. Los segundos iban a morir como crestas de un oleaje fecundo en la terrible playa del tiempo. Castillo frente a mí, acodado en la mesa, vagaba con la mirada perdida. Habíamos bebido varias botellas de cerveza y nos pesaba la cabeza. Para abreviar las cosas me incorporé del asiento y propuse:
—Me parece que debemos ponernos en marcha. Según dijiste, Fu Ling vive a dos kilómetros de aquí, de manera que llegaremos de oscurecido.
Mi amigo asintió y juntos recorrimos algunos almacenes donde compré galletas, fruta, arroz y una camisa de lienzo. Después salimos del pueblo.
Mientras caminábamos por la ancha y trillada senda mi compañero permaneció mudo, como preparándose in mente para el episodio que nos aguardaba. Por mi parte también iba en silencio, perdido en intensos pensamientos sobre el dolor y la solidaridad con los desgraciados. No obstante, todo me parecía de una sórdida inutilidad, igual a lo que fue ayer y tal vez mañana, tan sin sentido en el tiempo que daba pena, como si yo fuese el leproso que íbamos a visitar.
Las sombras caían con rapidez. Castillo me detuvo y alargándome el paquete que llevaba, expresó:
—Mira, cuando lleguemos a la casa de Fu Ling, quiero que me sujetes si intento entrar en ella. Ansió encontrar a ese hombre, con quien tantas veces conversé desde la oscuridad, quiero darle mi mano y decirle que no tengo asco ni miedo de su enfermedad. Quiero abrazarlo como a un hermano querido, para que no se sienta solo en su soledad, para que comprenda que su dolor también lo comparten quienes tienen angustia y desolación en el alma.
—No exageres, Rodolfo, ni hagas frases. Cumplimos un acto cristiano, eso es todo- respondí secamente, sorprendido por aquella imprevista reacción que me parecía un rasgo de teatralidad más que de sensibilidad. Con todo, como era un disparate por seguir sus impulsos, accedí a su pedido. Le tomé por el brazo y a poco llegamos a una vereda de monte. Allí Castillo volvió a detenerse.
—En aquella mata que se divisa en esta dirección—dijo-, hay un sendero: por ahí se llega a la choza de Fu Ling. Acerquémonos al sitio donde se dejan los alimentos y, después esperemos.
Habían misteriosa inflexiones en el tono de voz: no porque buscase impresionarme, sino porque a ambos nos poseía una sensación indescriptible, hecha de morbosa curiosidad, cordialidad compasiva, temor al leproso.
Imperaba la noche y la luna, en cuarto menguante, alumbrado con débil y siniestro fulgor. Alcanzamos el pie de una palmera y allí depositamos el atado, mientras yo intentaba perforar la oscuridad para distinguir la choza, alejada unos quince pasos de aquel sitio. A través de las paredes de cañahueca se filtraba la luz de una vela. Como al internarnos quebramos más de una rama, los aguzados oídos de Fu Ling tomaron cuenta de nuestra merodeante presencia.
Con temor vi cómo recortado perfil de su cuerpo avanzaba, vacilante, hacia la puerta. La sombra, empero, lo envolvía como una protección. De ahí no pasó; se quedó como macabro espantajo a la espera de que nos alejásemos. Tal vez estaba hambriento. En vano traté de taladrar la penumbra con mis ojos dolorosamente fijos en aquel bulto humano. Pero nada distinguí, sólo la sombra de un hombre que ya era sombra. Comprendí entonces los temores de mi amigo a quien tenía apretado el brazo. El no decía nada; miraba como yo, ávido de algo inexplicable. Instantes después nos apartamos de aquel lugar con el corazón oprimido y la garganta como atravesada por un puñal de sollozos. ¡Y no sabíamos por qué!
Pronto la choza quedó tras la muralla de vegetación.
— ¿Le viste? -preguntó Castillo cuando nos detuvimos.
—Sí, le vi -contesté.
— ¡Pobre hombre! ¡Qué soledad! Esperemos ahora que nos recompense. Es invariable este hombre maldecido por el destino... Oirás sus melodías desgarradoras... Espera... ¡Escucha!
En efecto, de lo hondo de la floresta bañada por la luna de ópalo, surgía una escala de sonidos dulcísimos, tristes y extraños. Música asiática, milenaria y hermética, nos zanjaba el alma con sutiles escalpelos. Con el corazón agitado escuchábamos aquella música refinada, límpida, que nos decía cosas innumerables. Al pensar que la sensibilidad creadora de esa armonía, el espíritu de donde manaba la bellísima melodía, tenían la purulenta envoltura de un cuerpo comido por la lepra, nos rebosaba un tumulto de sentimientos encontrados.
En silencio admití que fui un visionario en otros días, pero ahora ninguna esperanza parecía dormir en el fondo de mi pecho, como última moneda de un avaro, como postrer aliento de un moribundo. ¿Qué me sucedía para sentirme así, tan asqueado y exhausto? ¿Qué huracán me desoló que mi juventud no hallaba ánimo para nada? Era aquella música excitante y extraña la que así me desangraba, como un vampiro. Música rara, fría y mágica, como droga temible, cuyos sonidos brotaban cual quejas de un martirio, enfrentándome con mi propia miseria, suspendiéndome, en un tenso vacío atravesado por la angustia y la amargura.
La música cesó de pronto. Sin duda Fu Ling devoraba, llorando, los alimentos. Toda la sombría majestad de la noche que nos rodeaba, padecía con inmenso jadeo de fiebre.
Mi amigo se había alejado por la senda y caminaba, cabizbajo, hacia el pueblo. Cuando le alcance y miré su rostro pálido y huraño, sorprendí una estela de lágrimas que resbalaban por sus enjutas mejillas.
Aquella noche intentamos en el pueblo ahogar en alcohol la memoria de las recientes sensaciones, pero algo más fuerte que nuestra voluntad nos oprimía. Sin cambiar ademán ni palabra alguna, bebimos muchas copas de aguardiente.
Al amanecer, rendido por la fatiga, decidí retirarme y me levanté del asiento frente a Castillo que, ebrio, dormitaba con desapacibles ronquidos, recostado de bruces en la mesa. Me acerqué a despertarlo y, entonces, advertí horrorizado que la encendida colilla del cigarrillo que humeaba entre sus dedos, le chamuscaba la carne viva, sin que él sintiese el más mínimo dolor, porque la maldita simiente de Job también había penetrado en su cuerpo.
Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Gastón Suarez
Alguien va finar, patrón —decía Cástulo Narváez, mientras limpiaba la lámpara a carburo, de cuclillas frente al cuarto del administrador. —Es seña fija...— sus dedos largos, huesudos, quitaban con habilidad, la ceniza de los trozos de carburo de calcio que aún eran utilizables. A la luz de la luna que se prodigaba desde un cielo limpio, transparente, su rostro anguloso reflejaba una rara fisonomía: tan pronto parecía la de un santo como la de un cadáver.
Elsa Dorado De Revilla
Prendido en la falda del cerro cuyas entrañas guardan el rico yacimiento mineral, se alza, desde su humilde pequeñez, el campamento minero, depositario del pulso humano que mide el paisaje cordillerano desde los tiernos ojos de los niños, hasta el abrazo rotundo del hombre.
Las luces mortecinas de las viviendas, asemejan luciérnagas estáticas que buscan dar calor a la fría noche. Una improvisada campana rompe con su tañido el silencio, marcando a golpes el tiempo.
Pablo Ramos Sánchez
A: Julio Ramos Valdez
La lucha del hombre con los elementos de la naturaleza es ardua. Aunque como especie, el hombre va dominando la naturaleza y logra arrancarle sus secretos, no hay que olvidar que los pasos que da hacia adelante son posibles después de millones de batallas individuales perdidas. Para aprender a ganar ha tenido que saber perder en miles y miles de oportunidades. Las derrotas le enseñan el camino de la victoria.
Augusto Guzmán
Al final de la comida, bajo una araña de lámparas a queroseno, después de limpiarse de residuos notorios, la boca ferozmente bigotuda, el padre miró con severidad familiar a su hija:
—He sabido que el mediquillo ese de provincia, te pretende. Quiere hablar conmigo nada menos que para pedirme tu mano. Naturalmente que me he negado a recibirle.