Luis Cárdenas

Jaime Saenz

Esta es la historia de Luis Cárdenas. Luis Cárdenas había cursado estudios en el Colegio   Militar, y había alcanzado el grado de teniente, cuando de pronto dejó la carrera de las armas para dedicarse de lleno a beber, habiendo tenido la osadía de desafiar al alcohol y entablar un duelo a muerte con éste.

Un día, cuando caminaba por la calle, se tropezó con el cuerpo de un anciano muy anciano, que yacía perdidamente borracho en plena acera, mientras unos chicos le jalaban los cabellos y las barbas y se burlaban de él —y este simple incidente lo llenó de turbación y le dio mucho en qué pensar.

Por entonces, Luis Cárdenas no bebía sino alguna vez, como todos beben, con sus amigos y en las fiestas, pero, por otra parte, no era ningún cándido para considerar que el espectáculo de un hombre perdidamente borracho fuese cosa del otro mundo.

Y sin embargo, este espectáculo precisamente, había sido la causa de la honda preocupación que ahora lo embargaba.

Sin atinar a otra cosa, y siempre ensombrecido por una inquietud que no alcanzaba a explicarse, volvió más tarde sobre sus pasos, con la intención de encontrar alguna clave.

Pasó en efecto por la calle Yungas, dirigiendo ansiosamente la mirada a uno y otro lado, en busca del anciano borracho, el cual empero ya no se encontraba allí.

Luis Cárdenas, con perplejidad, al cabo de cierta vacilación, se encaminó hacia una bodega, que en este momento se ofrecía a sus ojos, y transpuso resueltamente el umbral.

Como a la sazón no estaba de servicio, y se hallaba en traje de civil, con todo desenfado, se acercó al mostrador, y luego de hacer un esfuerzo para encontrar espacio en la fila de bebedores que allí se situaban silenciosamente, pidió cuarta botella de aguardiente.

De este modo comenzó para Luis Cárdenas la grave aventura de su vida.

Aquella noche, en medio de la oscuridad que lo envolvía, al soplo de una desolación indefinible, y con un íntimo sentimiento de culpa, descubrió de súbito la clave del enigma, y esta revelación le infundió temor.

Luis Cárdenas había llegado a la conclusión de que este enigma no se situaba sino en su propio cuerpo; pues habiendo consultado en lo profundo de su ser, una sola respuesta encontraba: y era que no podía sentirse como lo que verdaderamente era él, sino tan sólo bebiendo.

Pero sin embargo, aquella noche, pensando que estaba borracho, en algo se tranquilizó, esperando serenarse para sopesar debidamente las cosas antes de precipitarse a tomar ciertas resoluciones que en efecto pensaba poner en práctica, sí es que verdaderamente la conclusión a que había llegado era exacta.

Necesario es dejar sentado que Luis Cárdenas no pecaba de pusilánime; antes bien era impulsivo, y tenía fama de temerario, pero, por sobre cualquier otra consideración, tenía un alto sentido de la dignidad.

En procura de reflexionar fríamente sobre el problema, encerróse dos largos días en su cuarto.

Luis Cárdenas meditó acerca de su situación, y luego de amarga lucha, tratando siempre de ser sincero consigo mismo, no tardó en doblegarse ante las evidencias, habiendo visto finalmente confirmada la conclusión, en sentido de que él no podía vivir sin beber.

Y en trances en que ansiaba serenarse, y en que se proponía adoptar resoluciones que él consideraba decisivas, una fuerza irresistible lo había impelido a lanzarse a la calle, en busca de aguardiente.

— y esto le causó un sentimiento vago, de dolor y extrañeza. Pues ahora se vislumbraba a sus ojos un camino de liberación, el cual sin embargo estaba sembrado de tormentos inenarrables.

De esta manera, Luis Cárdenas acepto el desafío;

Y con esto —según su sentir— cumplía un os-curo mandato.

De allí a pocos días, pidió su baja, alegando razones de orden estrictamente personal;

Y luego, radicalizando su actitud hasta el último extremo, rompió con su novia, y retiró su compromiso matrimonial.

Quemó naves, cortó amarras.

Dejó de frecuentar a sus familiares, a sus amigos y conocidos. Recogió su cuarto, y habiendo vendido sus pertenencias, se fue a vivir a un cuchitril, en la calle Uchumayo.

Con frío cálculo, y dispuesto como estaba a llevar hasta sus últimas consecuencias el enfrentamiento con el alcohol, Luis Cárdenas quiso asegurarse algún medio para subsistir mientras bebía, por lo mismo que no tenía la más remota idea del tiempo que duraría la gran aventura.

Y a este propósito, se fue a un almacén mayorista del pasaje Tumusla, y compró cuarenta gruesas de lápices, con la intención de venderlos más tarde al detalle, poco a poco y conforme lo requiriesen sus necesidades.

Al mismo tiempo, Luis Cárdenas puso en práctica otras previsiones no menos importantes, adoptando como vestimenta un overol de lona y una cachucha de diablo fuerte y, haciéndose llamar de allí en adelante con el nombre de Huascárdenas —lo cual sin duda denotaba no poco humor de su parte.

Cierta bodega, que se situaba en la calle Yungas, y que hoy infortunadamente ya no existe, vino a ser el paradero de Huascárdenas.

Esta bodega cerraba sus puertas a eso de las once de la noche, pero Huascárdenas y otros conocidos eran admitidos hasta altas horas de la madrugada, y no pocas veces se quedaban a dormir, ofreciéndoseles la amplitud de un poyo cubierto de cueros de oveja.

Una noche, Huascárdenas extrajo de su bolsillo un gran manojo de lápices y me dijo:

— Toma; te regalo estos lápices, mi querido Pelusín —pues con este sobrenombre me llamaban por entonces mis amigos—. Toma, te los regalo; son los últimos que me quedan. No serán una maravilla pero a lo mejor te sirvan para escribir tus versos.

Obligado a viva fuerza por Huascárdenas, recibí los lápices y los guardé en mi bolsillo.

— Gracias mi querido Lucho. Claro que me sirven para escribir mis versos.

A mí me constaba que estos lápices no eran precisamente malos; eran buenos, eran blandos; tenían una mina con un color negro muy intenso, y además tenían goma de borrar.

Lo que me apenaba era que Huascárdenas ya no tuviera más lápices; y me causaba alarma que se le hubiesen acabado tan rápido, dado que la adquisición que había realizado no databa sino de unos meses atrás.

— ¡Pero entonces ya no tienes más lápices! ¿Y qué se te han hecho?

— Se me han acabado, ahí tienes —sacó un papel de su bolsillo y dijo—: Aquí lo tengo anotado. Cuarenta gruesas, o sea cuatrocientas ochenta docenas, con un total de cinco mil setecientas sesenta piezas, lo que podía servir para batirme quizá un año; y todo ha volado en menos de lo que canta un gallo.

— ¿Y acaso no sabías a qué atenerte?

— ¡Qué pregunta! —Huascárdenas me miró con ironía-. Claro que sabía, pero muchas veces la logística falla. En realidad a uno le falla el método. Para todo se necesita método; para vivir y también para matarse. De nada vale la disciplina sin el método. Si quiero ver quién aguanta más y me propongo beber hasta matarme, tengo que atenerme a la disciplina, pero mi punto débil es el método, el método rae falla. Es lo malo.

—Comprendo —dije yo—. ¿Y cuál sería entonces tu situación actualmente?

—Los hechos lo dirán —declaró Huascárdenas— Más allá de la disciplina existe una disciplina, ante la que se doblegará fatalmente el hombre; y es la que surge con los hechos. De manera que la cuestión de los lápices no me preocupa ni poco ni mucho, aunque sí me afecta en el amor propio. Te hablo con franqueza.

Seguramente sorprendiendo una mirada de intensa pena, que en este momento le dirigía, Huascárdenas hizo un gesto vivo y dijo:

— El sufrimiento no importa. Mejor dicho: el sufrimiento enaltece. El hombre tiene que cumplir con su deber cueste lo que cueste. El hombre que escucha la voz de su conciencia, es aquel que conoce su deber, y por eso sufre. Tú que comprendes mis problemas, mis sufrimientos y mis angustias, mereces mi eterna gratitud, mi querido Pelusín.

Huascárdenas, de pronto con infantil regocijo, rompió a reír ruidosamente, y declaró:

— ¡Hay que ver las niñerías que uno hace; eso sí que es pecar de ingenuo! Cualquiera se hubiera reído en mi cara si le contaba lo de los lápices; pero tú comprendiste, y además te quedaste sinceramente admirado.

—Claro que me quedé admirado, pero también me reí.

—Te reíste con todo derecho. Nadie tiene derecho de reírse de nadie, a no ser que comprenda como uno mismo lo que uno hace. La risa que obedece a la incomprensión es mera estupidez. La verdadera risa es pura comprensión. Es la risa que salva y redime. Si me da risa beber, es porque me da rabia morir bebiendo.

El 21 de julio de 1946, en el rigor del invierno, y coincidiendo con el colgamiento de Villarroel y de otros mártires del Nacionalismo, Luis Cárdenas falleció —en circunstancias en que se hallaba en la bodega precisamente.

En realidad por aquel tiempo, y cuando se acercaba ya a su fin, Luis Cárdenas no hablaba con nadie, ni miraba a nadie.

Y cuál no sería la distancia que ya recorría en un tenebroso camino, ahora que andaba por las calles cubierto de harapos y con una lata a cuestas, en la que guardaba papeles y desperdicios, y toda clase de sobras que le servían de alimento.

Aquel día aciago, lo vi furtivamente frente a la bodega, avanzando con paso cauteloso y vacilante, y con ojos que miraban obsesivamente un punto en el espacio.

Luis Cárdenas, con gesto soberbio y con aire de viaje, cual un Lucifer pasó por mi lado —como si bordeara la orilla de un abismo, y al mismo tiempo buscara la manera de caer en él, esperando empero el momento propicio para precipitarse, sin que nadie presenciara su caída.

—pasó por mi lado, a pocos centímetros de distancia.

Y el sólo mirar sus ojos, por lo mismo que éstos no me miraban, me causó indescriptible espanto.

A los pocos instantes, ya Luis Cárdenas transponía los umbrales de la bodega, confundiéndose entre las sombras.

Con repentina angustia, fui en su busca.

Allí estaba, encogido en el poyo, alumbrado por una vela, reluciendo la lata en el brazo.

Luis Cárdenas, completamente inmóvil, cual estatua de piedra, miraba un punto en el espacio —con aquellos mismos ojos, los cuales yo miraba.

Le dirigí un saludo, breve y cordial —me senté a su lado.

De pronto, Luis Cárdenas me miró -con aquellos mismos ojos, los cuales no me miraban, y los cuales yo miraba.

Hallábase ahora a gran distancia en el tiempo, aunque muy próximo en el espacio; a una distancia hasta tal punto inconmensurable, que me vi tentado de tocar su cuerpo, por lo mismo que resultaba inalcanzable.

Allí se quedó Luis Cárdenas —allí se quedará para siempre. Como alto testimonio de totalidad. Como viva encarnación de fanatismo.

Con fe ciega, con irracional empeño, supo cumplir el mandato.

El Alberto Zuleta, el Andrés Mallea, el Hermógenes Chávez, y el Laikha Silva; el Max Franco, el Cojo Estenssoro, el compañero Villamor, y otros amigos,- me contaron sus impresiones del entierro.

— ¿Acaso lo hemos podido enterrar? —me dijo el Alberto Zuleta—. No quería entrar al nicho; no quería dejarse enterrar. Hemos luchado bastante.

Fin

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