Con la Muerte a Cuestas

Raúl Botelho Gosálvez
Como barco que hace agua por todas partes, la Compañía se fue a pique. En vano su gerente-propietario, don Pietro Dominici, Intentó varias operaciones bancarias para salvarla. Por último, ante la inminencia del embargo judicial, vendió algunas máquinas y obtuvo la cancelación de facturas atrasadas. Con el dinero logrado, amén de algo que agregó de su bolsillo, pagó indemnizaciones a dos docenas de empleados y obreros.
Hechas las cuentas finales, restaba pagar al contador, quien como rasgo de lealtad a la Compañía donde había trabajado muchos años, cedió su virtual de prioridad en la cobranza para atenerse al saldo, pues confiaba en que Dominici, el activo industrial italiano emigrado a Bolivia en tiempos del fascismo, iba a tomar una decisión en su favor. No estaba equivocado. Dominici llamó al contador a su oficina y le dijo:
—Caro don Emmanuele, ya no quedan fondos para cumplir con usted y pagarle sus buenos servicios. Como andamos flojos de dinero, le propongo una cosa.
El contador don Manuel Cáceres, que en los días que se sucedieron a la quiebra, advirtió aterrado que un abismo de incertidumbre se abría ante él, por el hecho de que la Compañía, sólida y bien organizada hacía poco, iba a desmoronarse y sepultar bajo escombros sus expectativas de una decorosa jubilación, escuchó con el mayor interés a quien todavía estaba en condiciones de favorecerle.
En resumen Dominici propuso traspasarle, a modo de indemnización, la propiedad de una pequeña casa, rodeada de tierras apenas desbrozadas, a la que él llamaba "villa pompeyana".
La propiedad se hallaba en el valle de Zongo, región bellísima y salvaje, abundante en bosques, a donde se llega desde La Paz cruzando por una mala carretera el espinazo de los Andes, a la altura del Huayna Potosí, titánico eslabón de aquella cadena de montañas con nieves eternas que se tiende por el dorso nor-oeste del altiplano paceño. La carretera sólo llegaba hasta Sarani, de ahí había que seguir por camino de herradura.
Cáceres, era más un tímido oficinista que un impetuoso pionero, nunca pensó convertirse en propietario rural, mucho menos de la casa construida por el italiano para compartirla, según estaba bien informado, en largas semanas de placer y aislamiento, con la hermosa "signorina" Silvana, la amante florentina que Dominici hiciera venir de su tierra, para tener cerca un pedazo refinado y carnal de su lejana y querida Italia.
La "signorina" Silvana, siempre envuelta en pieles y adornada con joyas caras un día se marchó para siempre: dejó, sin embargo, memoria de su altivo perfil de medallón prerrafaelista, el eco de su voz de contralto, el excitante aroma de sus perfumes franceses y esa inolvidable elegancia que tenía al caminar, que recordaban los empleados que la habían conocido y admirado en silencio, como podría admirarse a un ave del paraíso posada por azar entre las foscas oquedades andinas.
Luego de encender un cigarrillo, Cáceres contestó a su jefe:
—Le agradezco, don Pietro. Pero voy a consultar con mi familia. Después le daré la respuesta.
—Está bien, caro mío. Piense con calma. Mi villa pompeyana no es una granja, pero puede serlo si usted hace arreglos y repinta los interiores, decorados para placer de un romano de la decadencia, o un florentino lector de Aretino y Bocaccio, más que para austero retiro de Cincinato o Marco Aurelio.
Don Manuel, que poseía una saludable ignorancia, no puso ni una apostilla a la parrafada histórica de su amigo.
Y así fue. Reunida en asamblea la familia de Cáceres, debatió sobre conveniencias o desventajas de aceptar la propiedad. La principal opositora fue dona Remedios, hermana solterona de Cáceres, quien encontraba humillante que Dominici hubiese ofrecido a su pío hermano aquel "refugium pecatorum" donde, según ella, el italiano y su amante iban a convocar al diablo de la lujuria, lejos de toda mirada humana, en las soledades de Zongo.
"¿Qué dirá la gente de nosotros?", argumentaba doña Remedios, pensando de antemano en las preguntas que harían sus amigas de la cofradía de la Purísima, donde entre Novena y Novena descueraban al prójimo. Cáceres, mientras hablaba su virtuosa hermana, guardaba impaciente silencio. Tampoco dijo nada cuando Carlos, su hijo mayor, expresó que lo mejor sería insistir ante Dominici para que le diese dinero contante y sonante, vendiendo al mejor postor la casa de marras. Se impuso, por último, el buen sentido de doña Leonor, esposa de don Manuel.
—Si no hay dinero, debes tomar lo que te den. Peor es quedarse en la calle. Sin embargo, conviene que uno de la familia viaje a Zongo. No vaya a tratarse de un rancho cualquiera y te tomen el pelo.
—¡Eso no puede ser! —Protestó Cáceres—. Don Pietro es un caballero, no un estafador. Es hombre de buen gusto; no me ofrecería un rancho. Lo conozco. Además, —agregó con explosiva convicción—jamás habría llevado a la italiana a cualquier sitio. Me consta que hizo grandes gastos en esa casa de Zongo, destinada a la "signorina" Silvana.
—¡No menciones  a esa tipa! —gritó doña Remedios.
—¡Déjense de cosas! —Intervino Leonor—. Puesto que como contador de la Compañía te creíste obligado a pagar primero a otros, haciendo zonceras como siempre, y debemos cargar las consecuencias, acepta la casa. Pero que Carlos vaya antes a verla.
Don Pietro Dominici halló razonable la contestación del contador. Facilitó los datos para ubicar la propiedad; escribió a la Provincia una carta urgente, concertando la contratación de un guía y dos mulas de buena andadura.
Cuando una semana después llegó la respuesta, Carlos Cáceres estaba listo para viajar camino del mentado valle de Zongo. Se había provisto del equipo necesario. Adquirió alimentos envasados y, por último, tomó pasaje en un camión que iba a llevarle hasta donde termina el camino de entrada a Zongo, escasos kilómetros más allá de las lagunas de Milluni formadas por los deshielos del Chacaltaya.
Carlos tenía veintitrés años. Su principal preocupación consistía en mantenerse en estado atlético. Iba casi todas las tardes, después del trabajo, al gimnasio del club y allí le satisfacía exhibir sus habilidades de barra, argollas y paralelas. En las competencias deportivas anuales solía obtener medallas; le habían dicho que tenía pasta de campeón, por ello gustaba lucir su musculado torso, que secretamente comparaba con el de Mister Atlas, cuyas fotografías conservaba en cuadros. Cuando daba la mano, cargaba el hombro derecho y presionaba con fuerza, contento de poder transmitir su poder físico. Tenía, además, una salud de hierro, despreciaba a los débiles y contrahechos y se apartaba de ellos con desdén. Pero en forma larvada, en su simple y deshabitado interior de hombre sin complicaciones metafísicas, la idea de la muerte solía obsesionarle hasta la violencia.
Odiaba toda forma de enfermedad y evitaba cuidadosamente acercarse a los cadáveres. Con ridículos pretextos procuraba eludir su asistencia a velorios y funerales de parientes y amistades, pues en el fondo le aterraba la inmovilidad de los muertos, la mustia y austera expresión de sus facciones secretas.
En lo íntimo de su conciencia nunca había perdonado a su madre aquella escena que le obligó a vivir siendo niño, cuando murió la abuela Antonia. Muchas veces, en sus pesadillas, la había revivido.
En la gran cama de bronce, de enormes perillas deslucidas, la abuela estaba yerta, con la cabeza hundida en las mullidas almohadas con fundas que hacían juego al cubrecama de puntilla. Su madre, llorosa, le alzó hasta el frío rostro de la muerta y ordenó besar la frente combada y amarillenta en la cual descansaban, bajo la cofia de encajes almidonados, grises y apelmazados mechones, húmedos aún con el sudor de la agonía. El estaba aterrorizado ante la extraña cabeza inanimada, de boca, sienes y órbitas hundidas, con ojos de un gris acero que, entreabiertos, miraban sin ver, y cuyos labios, en la boca irónica y casi sonriente, ostentaban en su comisura un comistrajo de baba sanguinosa.
Era como el vacío y la náusea. Empero, hubo de obedecer a su madre, venciendo la repugnancia y el temor, y besar la helada frente de la abuela, tan fría como el mármol de la antigua consola de la antesala, donde alguna vez él apoyaba los labios para mirarse en el gran espejo biselado.
Aquel recuerdo le obsesionó mucho tiempo, hasta que pudo olvidarlo. Pero desde el borroso fondo de sus sueños el hielo de la muerte solía volver a sus labios, ya entonces adornados con un pretencioso bozo juvenil.
Carlos, como su padre, trabajaba en el comercio. Tenía una enamorada a la que creía querer, pero en realidad le disgustaba por incitante y escurridiza. En ella no encontraba casi nada; en quien encontraba casi todo era en Clarita, la cimbreña amiga tropical que conoció en una casa de tolerancia, tan parecida en el andar imperial a la "signorina" Silvana, pero tan ordinaria y tan pobre la pobre, que sólo podía permitirse la generosidad de su tosca voluptuosidad, habitualmente mercenaria para otros.
El viaje a Zongo abrió una inquietante alternativa en la monótona existencia de Carlos. La víspera de partir apenas durmió. Pensaba que tierras bravas como esa estaban hechas para hombres como él, pues lo redimirían de vegetar en la tienda, junto al lustroso mostrador y al aire impregnado con el olor de la naftalina y el especial de los rollos de tela.
Corría el mes de junio. El tiempo era seco y estimulante. El altiplano, desde las faldas de la cordillera, se mostraba transparente, uniforme y pardo hasta sus confines. Por el contrario, al lado de La Paz la tierra tenía aspecto quebrado, recuerdo de convulsivas remezones pretéritas que hicieron aflojar capas de color azufre, almagre, siena, gris, blanco, azulenco, ocre, imbricadas en los taludes y alturas que rodean la ancha hoya de la ciudad.
El camino a Zongo terminaba poco más allá de las usinas de energía eléctrica. Desde ahí todo era descenso al valle ardiente, en medio de caprichosos vericuetos y precipicios.
Cuando Carlos Cáceres descendió del vehículo, un joven aymara vino a su encuentro. Era el guía que le aguardaba con dos mulas.
Juan Choque, robusto representante de la nueva juventud campesina, vestía como habitualmente lo hacen lo indígenas que, al superar con los nuevos vientos sociales, su antigua condición de siervos del feudalismo criollo, adquirieron una personalidad más desenvuelta. No usaba poncho ni calzaba ojotas, sino que llevaba chaqueta de cuero y zapatos, Carecía de "lluchu" de lana, pero tenía sombrero ordinario. Hablaba castellano corriente.
A poco de caminar junto a él, jinete en una petisa y panzuda mula parda, Carlos se dio cuenta de que su compañero de viaje era muy despejado. Su conversación giraba en torno al tema central del progreso de su raza y de allí arrancaban, como radios, otras preocupaciones: su trabajo de alfabetizador rural, sus funciones de Secretario de Cultura del Sindicato Agrario y sus tendencias políticas, notoriamente izquierdistas.
—La casa del gringo Dominici —dijo Choque—, está lejos. Son dos días desde el pueblo. El camino es malo y tenemos que dormir a campo raso, pero como no hay frío, los únicos que molestan son los mosquitos... Con una fogata los ahuyentaremos.
—¿Y cómo es la casa?
—Buena no más, pero no tiene cuidador. El Toribio Huanca, que era el encargado, se fue hace meses al Río Mapiri a lavar oro; además el italiano no asoma desde hace mucho tiempo. Debe estar sucia de sabandijas, malezas y, a lo mejor, la han saqueado.
El descenso fue tardo. Al llegar al pobre caserío, capital de la Provincia, apenas se detuvieron para hacer provisión de pan fresco y beber una botella de gaseosa antes de seguir la marcha. Juan Choque informó que el Subprefecto, que tenía en su poder las llaves de la casa, estaba ausente, por lo que, suponía, tendrían que fracturar la cerradura.
En la medida en que se alejaban de la aldea, el paisaje mudaba de aspecto, la vegetación era más variada y la temperatura iba en aumento. Carlos y el guía hubieron de sacarse el uno el saco y el otro la chaqueta de cuero, pues empezaban a transpirar. Cáceres se había apeado y caminaba junto a su acompañante, quien tiraba del ronzal de las mulas. Iban callados, nutriéndose con la belleza de la tierra.
Desde un recodo asomó un grupo de campesinos que, a gritos, los detuvieron. Eran amigos de Juan Choque y venían para acompañarlo. Unos eran miembros del Sindicato Agrario, otros alumnos adultos de educación fundamental y, todos ellos, milicianos entusiasmados con la Reforma Agraria. Demostraban familiaridad y afecto con Juan Choque y se prestaron, inclusive, para ayudarle a llevar las mulas.
Carlos Cáceres se percató por el tono de las conversaciones y el cariñoso apelativo de "Juanchito" que constantemente dispensaban al guía, que éste poseía autoridad. Evidentemente, en el zaguán del alma de este joven campesino ya no dormía, como en otros, tendido en un sórdido rincón, el "pongo" tradicional, sino que estaba despierto un futuro dirigente aymara.
Tres campesinos se ofrecieron para acompañarlos, pero rechazaron su oferta, porque eso demandaba más provisiones y una espera convencional hasta que diesen aviso a sus familias, para que les enviasen frazadas de abrigo.
—Compañeros —les dijo Choque— vuelvan dentro de cuatro días a encontrarme. Vengan todos con sus fusiles porque iremos juntos a desfilar en el pueblo.
Una legua más allá los campesinos se despidieron, conviniendo en esperar su regreso. De ahí en adelante ya no verían viviendas ni viandantes, sólo la tierra que vibraba de soledad en su salvaje recogimiento.
Al quedar solos, Carlos montó de nuevo en la mula y quedó pensando en lo que había captado de la charla de los indios con Juan Choque. En realidad, a diferencia de tantos caudillejos rurales, montaraces explotadores de la nueva situación, era un idealista que luchaba por el bienestar de sus hermanos. Soñaba con llevar un buen camino a Zongo, explotar el oro de Mapiri, fundar escuelas, hospitales, fábricas, traer ganado fino, máquinas agrícolas y, en fin, abrir varias puertas de superación para la masa rural de aquel abandonado distrito.
A mediodía, cuando el sol caía a plomo, se detuvieron al borde del camino y allí merendaron, al pie de unos copudos árboles. Cerca, dando tumbos, descendía, escondido entre matorrales, un borbollante arroyo de agua fría y cristalina, bajaba desde las neveras. Ambos viajeros se empaparon la cabeza y se pusieron a conversar mientras las mulas triscaban yerbajos en la vecindad. En la charla Carlos confirmó lo que había intuido. El guía era un campesino superado, inquieto, que sabía leer y escribir y estaba dispuesto a llevar a cabo grandes proyectos para lograr que su gente saliera del limbo en que había vivido durante siglos. Su vocabulario, esmaltado de enérgicos términos revolucionarios, no dejaba lugar a dudas sobre su honradez. De modo que Carlos quedó más que satisfecho con la compañía que le tocara en suerte.
Toda la tarde prosiguieron caminando y cuando el sol se hundió tras las altas serranía de los Andes, acamparon junto al río. Encendieron una fogata que Choque aprovechó para hervir agua y preparar tazas de reconfortante café.
El cielo trasparente, negrísimo, dejaba de ser mareante universo poblado de estrellas y constelaciones. En la sombra el río se arrastraba, gruñendo entre pedrones. Aveces pasaban murciélagos y de la oscuridad brotaban misteriosos gritos animales.
Usando los sudados arreos de las bestias, ambos viajeros improvisaron camas en el suelo y se prepararon a dormir al aire libre, pero los mosquitos, a pesar de la fogata, se ingeniaron para molestarlos. Sólo pasada medianoche, el cansancio les bajó los párpados.
Al amanecer continuaron viaje, empeñados en llegar de tardecita a la "villa pompeyana". A mediodía, pararon para comer junto al río, de cuyas márgenes casi no se apartaron. Las serranías verdegueantes se habían abierto y el paisaje ostentaba la avasallante fuerza del trópico. Pasaban chillonas bandadas de pájaros; volaban, muy alto, cóndores que bajaban desde la cordillera a su cacería diaria. Planeaban en círculos y, de pronto, alguno descendía veloz, cayendo a plomada sobre alguna presa, desapareciendo tras serranías y arboledas.
Juan Choque no teniendo servilletas dispuso el yantar encima de un pulido pedrón. Entre tanto Carlos sacó provisiones de la alforja. Abrió una lata de "Corned beef' y al sentir que un olorcillo medio picante brotaba de aquella vianda, resolvió arrojarla al río.
—¡No, no la tire usted! —Exclamó Choque—. Es delito desperdiciar la comida.
—Es que a lo mejor no está bien y nos cae mal. Mejor abriré una lata de sardinas con tomate.
—Ábrala para usted; a mí déjeme la carne. Tengo estómago de fierro, nada me cae mal, menos estos manjares.
Carlos volvió a oler la lata de "corned beef". Despedía un tufillo oliscado. Consideró no obstante que quizá el joven indio tenía razón, y que se podía comer sin cuidado. Sin embargo, para él destapó las sardinas.
—Bien, Juan, si te apetece, la comes; sino, la tiras —dijo alargándole la lata.
El indio recibió el alimento con muestras de gula; se retiró a un pedrón y, acompañándose con rebanadas de pan, en poco tiempo dio fin a la lata de "corned beef.
Cuando alentados por el refrigerio y el descanso, volvieron al camino, les animaba la idea de llegar a destino. Hacía mucho que no vieron ninguna vivienda humana y el camino, culebreante y desigual, estaba constantemente desierto, pero ¡qué belleza del paisaje de aquellos lugares solitarios, no profanos por el hombre, como recién salidos de manos de Dios! Serranías cubiertas de sombría espesura. Río dorado por el sol, que bajaba con suave rumor que adormecía en tranquilo fluir sobre su cauce.
Carlos iba contento, espoleaba la mula para acelerar la marcha. Juan Choque, en cambio, iba demorado, tiraba a la zaga la otra bestia y parecía no interesarse en la prisa de su compañero.
—Oye Juan —gritó— mejor nos apuramos para llegar con luz a la casa...
—Es que no me siento bien —respondió el guía—, me punza la barriga como si hubiera tragado ortigas.
Carlos esperó a que se le juntase y, en efecto, comprendió que aquel hombre iba enfermo. ¡Quién lo creería! Si no hacía cuatro horas antes estaba bien: ágil, conversador, había devorado leguas sin cansarse; ahora, por el contrario, le notaba cansado, una rara palidez ganaba su rostro y la frente se le veía perlada de sudor frío.
—Mejor nos detenemos un rato —dijo Carlos—. A lo mejor te cayó mal la carne...
—Eso será, señor —contestó el joven aymara, llevándose ambas manos al vientre, como para contener el dolor que le devoraba.
Carlos desmontó y acercándose a Choque, le puso una mano en el hombro.
—Vaya, hombre. ¿Por qué no provocas un vómito y arrojas?
—Mejor viajamos no más. Me va a ir pasando, señor.
Pero no le pasó; fue presa de súbitos retortijones, comenzó a quejarse y sudar. Largó a la mula, que se fue, parsimoniosa, a la vera del camino. Trató de vomitar, en medio de fuertes arcadas, pero no arrojaba. Carlos, realmente preocupado, no atinaba a nada. Estaba indeciso entre seguir viaje o acampar allí; era menester socorrer al enfermo y no tenía absolutamente nada a mano.
—Mira, Juan —dijo aprovechando un instante en que éste se había tranquilizado—, mejor subes a la mula y, apurándonos, llegamos a la casa. Alguien podrá ayudarte en el camino; sino en la casa encontraremos algo.
Juan, cada vez más pálido, estaba doblado en dos y con voz tenue respondió:
—Bueno, señor. Vamos pues.
Cuando trató de montar, lanzó un grito de dolor casi animal. La mula habría escapado si Carlos no la contenía firmemente por las riendas.
Probaron otra vez y, con dificultad, al fin pudo cabalgar. Se reinició la larga caminata, entre agudos gritos del indio, que temblaba y sudaba, agitándose encima la cabalgadura, esforzándose, con gran acopio de voluntad, por no caer, ante la creciente preocupación y lástima de Carlos, que a grandes trancos, tirando de las dos acémilas, procuraba avanzar.
No había nadie en el contorno. Los rodeaba el mismo impasible paisaje, indiferente hasta la crueldad. Ninguna vivienda humana en la invariable y vacía longitud solitaria del camino. ¡Si alguien pareciese! Pero era inútil, había que llegar lo antes posible, de otro modo Juan Choque moriría.
Las sombras empezaban a caer. En lo alto, se juntaron majadas de nubes cargadas, anuncio de lluvias, algo inesperado en la estación.
Dos horas demoraron hasta que Choque, sin poder sostenerse más, quebrada su resistencia, se arrojó a tierra, revolcándose de dolor, lanzando verdaderos rugidos, presa de terrible descomposición.
—Ya te dije —exclamó Carlos— que esa conserva iba a caerte mal, Juan...! ¡Estas envenenado! —Un calofrío recorrió su médula, al sorprenderse con su afirmación.
—Estoy mirando doble, señor, como borracho no más... Me estoy muriendo; por favor, ayúdeme usted...
En aquel momento, sin poder contenerse, Choque intentó sollozar, pero de su boca, seca y pastosa, apenas salían extraños sonidos, ahogados e hipantes. Tenía la vista extraviada y sus párpados, pesados, temblaban a cada contracción que sentía en las entrañas. Sus pantalones estaban mojados por la involuntaria fluxión de materia orgánica.
Carlos procuró ayudar al joven y ciñéndolo por la cintura, mientras las muías, inquietas, se movían de un lado para otro, consiguió avanzar lentamente unas cuadras. Era imposible exigir mayor esfuerzo al intoxicado. Insistió en subirlo a la mula y con extraordinario sufrimiento el guía consiguió ponerse otra vez a horcajadas.
Las sombras gateaban por las alturas. Por una circunstancia milagrosa por lo casual, al doblar una loma, dieron de sopetón con la "villa pompeyana".
Apenas alcanzaron el pequeño muro que la rodeaba, tras un seto de malezas, Juan Choque saltó de la mula y se arrojó de largo en el suelo. Empezó a retorcerse, emitiendo sordos e intermitentes ronquidos. Carlos, presa de angustia y miedo corrió a la puerta de la villa, dando grandes voces, con la vana esperanza de que alguien hubiese por allí. Pero todo, en la semipenumbra lechosa del crepúsculo, seguía impasible, en un silencio apenas turbado por el canto monocorde de los grillos. Nadie había y como carecía de llaves, a patadas y empujones fracturó la cerradura y penetró en la casa.
Oscuridad, olor a moho. Bajo el haz de una linterna halló sobre una mesa una lámpara a kerosene. Felizmente tenía restos de combustible y la mecha prendió de inmediato, iluminando la pequeña galería a cuyos lados estaban, abiertas, dos puertas. Avanzó por una de ellas y advirtió que se trataba de la alcoba, mas, ¡qué singular alcoba! Una enorme cama tallada, cubierta con una colcha de seda negra y en el tumbado un gran espejo. Dos mesas de cabecera con tapas de mármol, junto a la cama, y contra la pared derecha una bella cómoda, haciendo juego. En las cuatro paredes, decoradas quizá conjuntamente entre la "signorina" Silvana y Pietro Dominici, murales a la manera pompeyana en que estaban reproducidas singulares y lascivas gimnasias eróticas.
Carlos vaciló, asombrado, pero no tuvo tiempo de ver más. Salió para acudir a donde estaba, inconsciente, el guía indio. A rastras lo condujo hasta el suntuoso lecho, donde lo dejó solo, mientras él salía a explorar la casa. No pensaba que agonizase en medio de aquellas obscenas pinturas que desde las paredes iban proclamando el lujurioso triunfo de la carne y de la vida.
Echado sobre el lecho, el pobre Juan Choque, con los ojos parpadeantes y angustiados, contempló su imagen en el espejo del cielo raso. Humilde y doblado en dos, con el traje sucio de tierra, los ojos estrábicos, yacía encima del cobertor de negra seda. Cuando sus ojos se dirigieron a los muros, cuya colección sicalíptica era lo menos alentador para un agonizante, lanzó un sombrío grito de angustia, que Carlos escuchó desde el fondo de la casa, donde trajinaba en vano, tratando de hallar algo parecido a un antídoto con qué ayudar a su compañero. "¿Dónde estoy, tata Dios? —Pensó Choque—. ¿En qué antesala del infierno me hallo moribundo?"
A lo largo de seis horas los bacilos botulínicos de la carne descompuesta habían segregado sus toxinas, lesionando las visceras del infeliz. Le había atrapado una mortal pesadez, estaba más pálido e inmóvil, pues la intoxicación alcanzaba a los centros respiratorios y de circulación. La diarrea era intermitente. La atmósfera de la alcoba se iba tornando irrespirable.
Cuando Carlos regresó a la habitación, desolado por su fracaso, miró a Choque en estado de coma. El veneno empezaba a obrar sobre la médula espinal para alcanzar el bulbo raquídeo.
En el suelo encontró un pequeño tubo de vidrio, en donde el moribundo había juntado pequeñas pepitas de oro virgen, el cual, seguramente, habían caído cuando se retorcía en el lecho. Carlos lo levantó y colocó sobre el velador; Choque, entretanto, respiraba cada vez más lenta y forzadamente; sus manos, crispadas, arañaban la negra seda del cubrecama y sus pupilas se dilataban.
De pronto, como la fría caída de una guillotina invisible, un sacudón final agitó el cuerpo del agonizante, que después quedó inmóvil, con un rictus de dolor tallado en la boca.
Carlos, espantado, sintió que un "stacato" de horror corría por su médula. Lo que menos había deseado en su vida se acababa de consumar, en desenlace terrible. Primero pensó huir, pero venciendo la ingénita repugnancia y el miedo, puso su mano encima del corazón del muerto, con vago e inútil deseo de que siguiese latiendo. Le tomó el pulso, cogiendo la muñeca aún caliente, sin sentir nada; varias veces pasó la palma abierta frente a la boca, para sentir algún hálito, pero todo era en vano. Juan Choque, estaba muerto y bien muerto.
Abrumado por aquel desenlace, luego de cavilar un instante sentado junto al cadáver, Carlos se arrodilló y, persignándose, musitó un Padrenuestro. Mas la oración parecía tan fuera de lugar en aquella alcoba impregnada con el aliento de la lujuria y la muerte, que algo como un agrio y duro nudo le cerraba la garganta. Se incorporó con decisión y abandonó la pieza, llevando consigo la lámpara encendida. Salió a la puerta, en cuyo dintel se detuvo largo rato para aspirar el aire puro de la noche.
Se encontraba completamente solo. Contra todo cuanto había resistido en su vida, allí a pocos pasos, tenía por compañero a un cadáver, tendido sobre un lecho creado para muertes diferentes, llenas de esas carnales resurrecciones que engendran los amantes.
Temeroso de regresar junto al muerto, Carlos dejó la lámpara en la antesala. Entornó la puerta de la recámara y fue a buscar a las mulas que, pacientes, habían permanecido sin alejarse de la entrada. Las desensilló y alumbrando con la linterna halló tras la casa una suerte de corralón, a donde las encerró.
De vuelta a la "villa pompeyana", tomó la lámpara y volvió a indagar en las habitaciones vacías y polvorientas. Había un living cubierto con cretona, para resguardarlo del polvo. Sobre una mesa se veían vacías botellas de champagne, vinos y licores de marca. Los ceniceros sucios, estaban cargados de colillas de cigarrillos, como si la víspera hubiera tenido lugar allí una fiesta, una bacanal de la que huyeron fantasmales invitados. Carlos sintió repulsión y otra vez deseó salir de allí y escapar hacia la noche enorme, desvanecerse en ella como en un sueño. Pero, serenándose, resolvió abrir las ventanas, cuyas persianas de madera daban sensación de ahogo. Así lo hizo, pero la invasión de mosquitos e insectos nocturnos le obligó a cerrarlas. Retiró el lienzo del sofá y se aprestó a pasar recatando de lo comprometido del caso.
Al cabo de largo rato, en que permaneció ensimismado, se le dio por pensar en lo que tendría que hacer al día siguiente. A la fuerza de darle vueltas se fue percatando de lo comprometido del caso.
Pensó primero abrir una fosa en algún sitio próximo y enterrar a Juan Choque. Pero ¿a quién constaba que había muerto envenenado? ¿Qué testigos podía presentar en su descargo? La vacía lata de "comed beef” Choque la había arrojado al río. En todo caso, se imponía una autopsia, pero ¿dónde hallar un médico forense en aquellas deshabitadas soledades?
Luego pensó en los campesinos amigos del occiso. ¿Darían crédito a su versión? Imaginó que los indios, soliviantados con la muerte del joven dirigente, lo lincharían sin contemplaciones. Después la justicia comprobaría su inocencia, pero sería demasiado tarde.
La escasa luz de la lámpara, por falta de combustible, se atenuaba paulatinamente. Carlos Cáceres temió quedar a oscuras y con visible cobardía miró la entrada de la alcoba donde estaba el envenenado, al otro lado de la puerta. Echóse, sin embargo, a lo largo del sofá, decidido a permanecer sin moverse hasta que llegase el día.
Pasaba el tiempo con lentitud. Las manecillas luminosas de su reloj pulsera marcaban apenas las once de la noche, ¡y qué noche! Oscura, con un viento inquieto que mecía follajes invisibles, entre vagos rumores tenebrosos.
Era una situación extraña. El miedo irracional, el temor a la muerte y la enfermedad que tenía lastrado desde niño, parecía agrandarse. Pensaba en las escenas pintadas en las paredes del dormitorio y, por extensión, en la "signorina" Silvana. La mujer y la muerte en un grabado de Durero. "Dominici y su querida son europeos de sangre cansada corrompidos de muerte y sexo, tan bella sin embargo y el puerco del italiano no tiene plata para pagar a mi padre que se ha sacrificado por la compañía ¡viejo cipayo! tenía plata para esa ardiente italiana destilando excitación como cantárida y el pobre Choque fregado y muerto sobre la misma cama donde se miraba en el espejo la pareja de cochinos desnudos bebiendo champagne en una zapatilla como en una novela pornográfica".
La luz mortecina de la lámpara parpadeó. Cáceres, huyendo de sus pensamientos, tomó la linterna para estar pronto a alumbrar la habitación. La oscuridad no le sorprendería con súbito terror que le conectaría, en la masa negra, con la pieza de enfrente donde permanecía abandonado el muerto.
En efecto, la lámpara se apagó por falta de kerosene y Carlos encendió la linterna eléctrica, sosteniéndola en la mano, decidido a no dormir hasta que las pilas se hubiesen gastado.
—"Juan Choque mirando las pinturas pornográficas cuando moría con el veneno que se atracó por comilón cosa triste grotesca para contar sin embargo es — la — pura — verdad que no sepa mi tía Remedios porque se muere de un colerón y manda la porra a la "Signorina" Silvana y don Pietro porque a mi padre le faltaron bragas para decir "no" a esta casa de mierda tan lejos y malos caminos y fregarse para ver morir a un indiecito revolucionario — con ideas muy — adelantadas".
Las horas, no obstante la tensión, avanzaban, Una gran pesadez bajaba sus párpados, dopados por el cansancio y el sueño. Quería mantenerse despierto. La fatiga, más fuerte que su voluntad, lo venció. Esparrancado en el sofá, empuñada, la linterna prendida, Carlos fue cayendo, casi sin darse cuenta, en el pozo del sueño.
Cuando despertó, picado por el frío, el claror de la aurora penetraba por la ventana. Como herido por repentina descarga, se puso en pie y recordó lo sucedido. Todo era cierto y palpable, como la puerta, apenas entornada, donde estaba tendido el muerto.
Cáceres se mesó el cabello y volvió a sentarse, dudando de los que debía hacer. Estaba vacío, sin ninguna iniciativa. De afuera llegó el canto de los pájaros madrugadores y el sonoro relincho de una de las mulas. Armado de coraje, volvió a pararse y se dirigió, resuelto, a la alcoba.
Nada había cambiado. Allí estaba inmóvil y con los ojos abiertos, Juan Choque. El aire sucio apestaba. El cadáver había adquirido rigidez y sería difícil moverlo. Carlos se acercó al muerto y extendió los brazos para intentar alzarlo. Sus ojos miraban, fríos, desde el más allá. Carlos tuvo miedo y recogió, erizado, ambas manos y quedó quieto.
Abandonó la alcoba y fue en pos de los animales para darles la ración de pienso que, felizmente, trajeron en un haz amarrado junto a la montura. A su vez él, famélico, buscó en la alforja y extrajo un pan y el frasco con extracto de café. Se introdujo al fondo de la casa, donde la víspera había encontrado la cocina. Encendió fuego con astillas secas y puso a hervir agua en una marmita de aluminio. Reconfortado después de beber, volvió al patio y sentado en los escalones de entrada, púsose a meditar sobre la siniestra situación en que se hallaba.
¿Qué hacer? Volvió a pensar en cavar allí mismo una fosa y echar al muerto. Pero ¿y si le acusaban de asesinato? Al fin y al cabo, Choque tenía amigos que le esperaban, ellos quizás sabían que llevaba consigo oro, y podían suponer que el robo fue el móvil del crimen. Tal vez jamás darían crédito a la historia acontecida.
Después de darle muchas vueltas a la situación, comprendió que lo más sensato consistía en llevar el cadáver hasta Zongo, para la autopsia forense.
Armándose de valor, penetró en la casa y se dirigió con determinación a la alcoba donde yacían los restos de Choque. Cuidadosamente envolvió el cuerpo con la colcha de seda negra, haciendo fuertes nudos para mantener dentro la cabeza, horrorosamente deformada por la hinchazón. Sudaba y contenía la respiración. La peste que despedía la materia fecal era fuerte, tanto que le obligó a salir afuera de nuevo, porque la fetidez ya había ganado todas las habitaciones. Pero en vez de sentir alivio, le atacaron fuertes náuseas que le hicieron arrojar el café que bebiera.
Pensó un momento antes que se decidiese a entrar de nuevo en busca del envenenado. Era cuestión de tener coraje y arrastrarlo a la puerta, para que el olor a putrefacción se disipase un poco.
Reuniendo toda la resolución de que era capaz, decidido a cumplir su plan, Cáceres volvió a la alcoba. Cogió el cadáver por la cintura haciéndolo resbalar al suelo. Pero cuando el cuerpo, semi rígido, tocaba el suelo, aumentó el hedor por los gases que expelía el muerto, cuya cabeza asomó, siniestra y muda, junto a uno de los nudos del cubrecama. La tapó de inmediato y tiró del cuerpo. Encima, el enorme espejo reproducía en el tumbado la silenciosa y macabra operación.
Por fin con el muerto estirado de largo al pie de la suntuosa cama, Carlos dio un suspiro de desahogo. Antes de arrastrar al muerto, para llevarlo fuera, miró las pinturas de las paredes. ¡Qué viciosa imaginación movió los pinceles de quienes crearon aquella libidinosa decoración! Sin duda don Pietro y la "Signorina" Silvana documentaron allí licenciosas orgías, ya impotentes y hastiados por las limitaciones del placer. Tomándolo por las piernas lo tiró, por el suelo. No pesaba tanto como creía, y era relativamente fácil moverlo, cogiendo la tela de seda que, a manera de lujosa mortaja, lo cubría.
Cuando el bulto quedó en la puerta, Cáceres se sintió menos inseguro y temeroso. Restaba, ahora, llevarlo hasta Zongo, a dos días de camino.
El esfuerzo le despertó el apetito. Había disminuido el mal olor. Entró en la cocina y con el resto de agua hervida de la marmita, preparó otro café. Inclusive masticó un buen trozo de pan con queso.
Cuando salió de la casa para buscar a las mulas, se sorprendió que las hormigas e insectos ya hubiesen comenzado a cubrir el bulto del difunto, atraídos por las fermentaciones de la corrupción.
Ensilló mulas y se prestó a lo más difícil: subir al muerto en una de ellas. La mula barrigona y petisa era menos inquieta y más sillonera. La sacó pues, del corral y anudando el cabestro en una fuerte mata del camino, volvió para retirar el cadáver. Parecía una pesadilla cumplir aquellas tareas de funebrero. No obstante, su imaginación entorpecida por la mala noche y las fuertes impresiones de la víspera, no indagaba nada, estaba en blanco.
"Lo pondré doblado en dos, como una carga", se dijo.
Thanatos ya había instilado sus crueles y misteriosos hielos en las venas del pobre Juan Choque. Si bien estaba frío y rígido, su cuerpo era liviano; lo terrible eran las emanaciones. Ácidos sulfhídricos actuaban sobre la hemoglobina, microbios descomponían las albúminas, en el oscuro misterio de la losa ilíaca, y sobre ese pedazo de materia en desintegración, que fuera un hombre horas antes, los insectos volaban, sobrevolaban y acometían, insidiosos, en busca de lo que era un festín predestinado a los necróforos, dípteros y acáridos de la oscuridad.
Levantó al muerto, tomándolo por el cuello y corvas, y lo trajo hasta la mula. No estaba tan rígido como esperaba; las articulaciones, tendones y músculos, cedían y se doblaban a la presión.
La mula, que parecía tan paciente, se espantó ante la extraña carga que iban a ponerle. Tiró del ronzal, con las orejas tiesas y los ojos despavoridos, casi hasta desprender de cuajo la mata en que estaba amarrada. Con el brusco movimiento de la bestia, Carlos trastabilló y se vino de bruces al suelo, sujetando al cadáver del envenenado. Lanzó una interjección y se incorporó del suelo, sucio de tierra, oliendo a excremento.
Con cuidado volvió a alzar el largo bulto y hablando con cariño a la mula, para tenerla quieta, se acercó con precaución, temeroso de espantarla de nuevo. Por último consiguió, haciendo gran esfuerzo, poner al muerto boca abajo, con el vientre sobre la cruz del cuadrúpedo y, presionando, logró doblarlo en dos. Por una abertura asomaron colgando las manos y pies inertes.
Restaba afirmar con cuerdas la fúnebre carga, ensillar y partir, huyendo de la pesadilla. Pero no; de ninguna manera podría huir. Tendría que llevar el muerto a cuestas, hasta el pueblo, porque era su único testimonio de descargo, la prueba de su inocencia. Además debía devolver el tubo con oro a los familiares del infortunado campesino.
Así lo hizo. Providencialmente encontró un rollo de cuerda en un desván de la villa. Amarró, lo mejor que le cupo, al cadáver sobre la mula y sacando del corral a la otra bestia, tras de cerrar la casa de Dominici, se puso en camino.
Largo, caluroso, vacío, obsesionado había transcurrido el día. El cadáver de Juan Choque hubo de ser afirmado varias veces sobre la mula. Encima los insectos formaban un movedizo enjambre. Volando en círculos, grupos de gallinazos vigilaban asombrados ese muerto lleno de movilidad, doblado sobre la cabalgadura, cuyas emanaciones les llegaban.
Cáceres había avanzado más allá del lugar en que almorzaron el día anterior. Faltaba un día de camino y la noche estaba encima. Era menester desensillar a la pobre mula funeraria, prender una fogata, por si rondaban pumas y gatos monteses, y para espantar a los mosquitos. No se animaban, sin embargo. Las cobrizas manos del muerto y sus pies calzados, que miró balancearse hora tras hora, no eran de temer. Lo desagradable sería volver a ver el rostro quizá ya verdoso, si se desataba alguna punta del cubrecama.
Pero la mula estaba exhausta. Era necesario bajarle la carga, dejarla comer y respirar un aire sin podredumbre.
Aflojó las cuerdas y trató de sostener al cadáver, pero la maldita bestia carecía de miramientos con los muertos y dio un brinco de costado. Carlos de nuevo cayó, pero esta vez de rodillas, sosteniendo al difunto. No le importó mucho. Estaba resignado a sufrir toda la penosa y macabra vía crucis. Juan Choque se lo merecía, él era su doliente, inclusive estaba dispuesto a regresar un día a Zongo para ayudar a que los sueños del joven dirigente fueran realidad.
Depositó el fúnebre bulto contra una piedra, como si fuese su espaldar o lápida.
La noche entraba aullando sombras. Prendió una hoguera y desensilló ambas mulas. No tenía hambre ni sed, sino una sensación de oscuro ahogo que cerraba su garganta. Veló horas, alimentando el luego, con la oscura presencia del difunto apoyado cerca. Sólo al clarear el alba descansó un poco, muy poco. Le afligía la idea de preparar las acémilas y colocar al muerto doblado encima de la mula petisa. Pensó que la jornada que empezaba era definitiva y que, por fin arribaría al pueblo, donde, con toda seguridad, todo se aclararía.
Caminó lentamente, como atontado, halando a la mula funeraria, mientras la compañera seguía, parsimoniosa, por detrás, como única doliente de aquellas raras exequias. Arriba, en el cielo azulado, volvieron a rondar los gallinazos.
Transcurrieron pocas horas antes de que los campesinos armados comenzaran a bajar de los cerros. Se acercaban en silencio y al comprobar la identidad del difunto, se ponían detrás, mascullando palabras amenazantes, murmurando cosas ininteligibles.
Era un cortejo omnioso y singular, que pronto alcanzó a una cincuentena de personas. Carlos recordó que Juan Choque había pedido que lo esperasen en el camino, para ir al desfile político que habría en el pueblo, y en su mente se juntaron pensamientos premonitorios, aunque una pequeña luz de esperanza le movía a seguir halando de la mula, procurando acelerar la marcha.
Por último, por una hondonada asomó un campesino que parecía ser alto dirigente. Llevaba una reluciente metralleta y un brazal de tela blanca con cierta sigla. El hombre mandó detener el cortejo y gritó:
—¡Quítenle al muerto!
Carlos pensó que le ayudarían. Pero los campesinos, guardando un tenso y huraño silencio, formaron delante un semicírculo, mientras uno de ellos de un tirón le arrebataba el lazo con que llevaba la mula. Los restantes levantaron sus fusiles.
Carlos no sabía qué decir ni hacer. Una enorme fatiga emocional le mantenía como obnubilado, incapaz de reacción. ¿Por qué le amenazaban? ¿Qué falta había cometido? Quería explicar lo sucedido, vencer al sombrío trance en que lo había colocado el destino. Tenía la lengua seca y tardajosa; iba a hablar, pero el hombre de la metralleta, sin decir nada, como cumpliendo una fría e irracional vindicta, le disparó la primera ráfaga. Luego cincuenta fusiles escupieron sobre él salivazos de plomo.
Arriba los gallinazos seguían volinando, y sobre la mula petisa, rodeada por campesinos armados, millares de insectos se emborrachaban con el nauseabundo hedor de la muerte.
 
FIN
Contenidos Relacionados

Jaime Saenz

Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.

Gastón Suarez

Alguien va finar, patrón —decía Cástulo Narváez, mientras limpiaba la lámpara a carburo, de cuclillas frente al cuarto del administrador. —Es seña fija...— sus dedos largos, huesudos, quitaban con habilidad, la ceniza de los trozos de carburo de calcio que aún eran utilizables. A la luz de la luna que se prodigaba desde un cielo limpio, transparente, su rostro anguloso reflejaba una rara fisonomía: tan pronto parecía la de un santo como la de un cadáver.

Elsa Dorado De Revilla

Prendido en la falda del cerro cuyas entrañas guardan el rico yacimiento mineral, se alza, desde su humilde pequeñez, el campamento minero, depositario del pulso humano que mide el paisaje cordillerano desde los tiernos ojos de los niños, hasta el abrazo rotundo del hombre.

Las luces mortecinas de las viviendas, asemejan luciérnagas estáticas que buscan dar calor a la fría noche. Una improvisada campana rompe con su tañido el silencio, marcando a golpes el tiempo.

Pablo Ramos Sánchez

A: Julio Ramos Valdez

La lucha del hombre con los elementos de la naturaleza es ardua. Aunque como especie, el hombre va dominando la naturaleza y logra arrancarle sus secretos, no hay que olvidar que los pasos que da hacia adelante son posibles después de millones de batallas individuales perdidas. Para aprender a ganar ha tenido que saber perder en miles y miles de oportunidades. Las derrotas le enseñan el camino de la victoria.

Augusto Guzmán

Al final de la comida, bajo una araña de lámparas a queroseno, después de limpiarse de residuos notorios, la boca ferozmente bigotuda, el padre miró con severidad familiar a su hija:

—He sabido que el mediquillo ese de provincia, te pretende. Quiere hablar conmigo nada menos que para pedirme tu mano. Naturalmente que me he negado a recibirle.

Wálter Guevara Arze