Tempestad en la Cordillera

Wálter Guevara Arze 

—¡Mamani Poma Juaan! —gritó el pagador con voz cansada.
—¡Mamani Pomaaa! ¡Mamaniii!— repitieron varias voces ásperas entre el grupo de mineros que esperaban su pago quincenal, parados frente a las ventanillas de unas casuchas achatadas, con paredes de barro y techo de calamina. Era la administración de la mina de wolfram "Kami". El eterno frío de la cordillera de los Andes, implacable enemigo de esta especie de gusanos envueltos en harapos y cubiertos de tierra oscura, parecía morder con más ferocidad que otras veces.
 
—¡Mamaniiiii!
—gritó de nuevo el pagador y la última sílaba se adelgazó como un hilo. Los obreros se rieron ante el tono de irritación histérica del grito.
—¿Qué es de ese animal?
—agregó apresuradamente el hombre de la ventanilla con entonación compuesta y casi varonil.
Juan Mamani Poma, apoyado contra un corte de la roca que hacía de plazoleta frente a la administración, parecía un sonámbulo.
—¿Mana huyarinqui? (¿no oyes?)
—Testan gritando tu nombre.
¿Jokharachu kanki? (¿Eres sordo?)
—exclamó una "palliri", apoyada también contra la roca y, acompañando la acción a las palabras, dio un empellón al hombre.
—¡Fermee!! respondió al fin Mamani Poma, como gritaba en el cuartel al escuchar su nombre en la lista. Los puntapiés de su Teniente no alcanzaron a corregir la pronunciación del mestizo quichua obligado a usar el castellano.
—Apúrese animal. ¿Hasta cuándo voy a estar aquí? Seguro que ya estás borracho— y mientras hablaba de tú y Ud. al obrero, el pagador y su ayudante tarjaban diligentemente el nombre de Mamani Poma en seis ejemplares de la planilla de pagos. Después, el pagador tomó el sobre que estaba encima de una pila de otros absolutamente iguales, comprobó su contenido quizá por centésima vez con la prolijidad propia de todo pagador y, a tiempo de dárselo a Mamani Poma, le dijo con tono más conciliador:
—Doscientos treinta pesos con veinticinco centavos de saldo. Te hemos descontado la mitad. Esta quincena has faltado casi ocho días y has sacado una barbaridad de pulpería. Vas a tener que trabajar siquiera seis meses sin emborracharte para ponerte al día. La pulpería ha ordenado que se te descuente la mitad de tu jornal desde esta quincena.
—¿Y cómo voy a vivir? No quieren darme más avío en la pulpería y ahora me descuentan...
—Yo no sé. ¿Para qué te emborrachas como una bestia y tiras tu plata? Friégate pues...
Ante el insulto, Mamani Poma reaccionó violentamente:
—Mentira, no me emborracho... Después agregó cori tono adolorido:
—Es que mi mujer, la María se ha muerto. Por eso he sacado de la pulpería... para su entierro y también he faltado por eso.
—Bueno, yo no sé. Pero tienes que pagar tu deuda a la pulpería.
Como Mamani Poma permanecía inmóvil, el pagador lo increpó:
—Qué esperas. Me estás haciendo perder mi tiempo. Los otros también quieren cobrar.
 
Las gentes del grupo comenzaban a inquietarse. Pronto sería de noche. Las enormes sombras de las montañas proyectándose cada vez más largas, parecían intensificar el frío. El sol, al ponerse, iluminaba únicamente el contrafuerte opuesto al de la mina.
 
Mamani Poma se retiró de la ventanilla y fue alejándose pesadamente del grupo de mineros y palliris, mirando alternativamente las caras de las gentes y el sobre que tenía en la mano. Sintió vagamente que las casuchas chatas y los obreros harapientos, envueltos en la sombra creciente, no eran sino excrecencias de la roca gigante con la que parecían formar un todo solitario e inmóvil.
 
Levantó la vista del piso desigual y vio el intenso brillo del sol en el cerro del frente. Una mancha verde, un pequeño sembradío de cebada, sin duda, ponía la única nota viviente y un músculo de su cara se alegró interiormente al notar —quizá por primera vez— el sembradío de cebada que se agitaba con el viento de la altura.
 
Se acordó del valle en el que había crecido. Maizales enormes, con plantas más elevadas que las mismas gentes, casitas de barro con techo de teja, sombreados por árboles de ancho follaje; el pequeño ferrocarril jadeante y siempre lleno, cruzando el valle a la distancia. De alguna manera, todo esto le parecía perdido para siempre.
 
Volvió a mirar el cebadal y se paró. Sin darse cuenta regresó al pasado. Sus ojos dejaron de percibir la realidad presente y se perdieron en la perspectiva ilimitada del recuerdo. Como en un sueño, las delgadas y distantes espigas de cebada se agigantaron hasta convertirse en vigorosas cañas de maíz de color verde amarillo, a punto de madurar. Vio claramente el maizal de su chacra y escuchó incluso el murmullo del pequeño río a su vera. A esa hora, la María estaría terminando de lavar la ropa, de rodillas y con el cuerpo inclinado sobre el agua.
 
Recordó con nitidez un suave atardecer de valle, tan distinto de esta violenta puesta de sol en la cordillera; recordó cómo había cruzado su chacra de maíz para salir justamente detrás de la María, desde donde estaba, podía observar sus dos trenzas de cabello bien negro, su torso armonioso y fuerte cubierto de una camisa de tocuyo, su cuello esbelto y parte de sus morenos brazos desnudos.
 
Recogió unos guijarros y se los arrojó. Ella no se dio vuelta y más bien se apresuró a enjuagar y exprimir las últimas prendas de ropa que había traído para lavar. Sabía bien de dónde venían los guijarros. Sintió que Juan la miraba y una cálida sensación invadió su cuerpo. Con el intento de vencer su emoción, se afanó en su tarea. Después de todo, era bien poco lo que quedaba por hacer.
 
Dos guijarros grandes cayeron en el agua, cerca de ella y le salpicaron la cara, los brazos desnudos y la pollera roja. Se dio la vuelta violentamente a tiempo que Juan salía del maizal. "Llokalla" bandido —exclamó ella mientras recogía rápidamente pequeños pedruscos y se los arrojaba a él, cuidando de no afinar mucho la puntería.
 
Juan huyó alegremente dentro del maizal y María corrió en su persecución. Se detuvo agitada y ansiosa a la orilla de la chacra. No se animaba a continuar y quería volverse, como lo había hecho antes en ocasiones similares.
 
Nuevos pedruscos cayeron a su alrededor y por la dirección que traían ella podía calcular dónde estaba Juan. La tentación era mucha. Se hizo de coraje como para emprender una aventura audaz, levantó algunos guijarros y cautelosamente avanzó dentro de la plantación, pero las piedrecillas de él parecían venir siempre de más lejos. Quedo un poco desorientada y cuando no sabía si seguir o regresar a recoger la ropa, Juan la tomo repentinamente por el talle. Se defendió a pellizcos, con la risa entrecortada, pero no en vano Juan era el "llokalla" más fuerte del rancho de campesinos quichuas donde vivían los dos. Cuando lo envolvían estos recuerdos, un fondo de esperanza, lentamente devuelto a la realidad por un bullicioso grupo de obreros que se aproximaban por la callejuela increíblemente estrecha y escarpada de la mina. Una voz sonora y bien timbrada salía del grupo!
 
—Ahí está el Mamani Poma. Ese toca bien la guitarra. Lo llevaremos.
 
Al escuchar su nombre, Juan se arrancó enteramente de su ensueño. Se esfumaron la María, la chacra de maíz y el riachuelo.
 
Quiso mirar de nuevo el sembradío de cebada para readquirir la noción cabal de la realidad circundante y vio que estaba perdido entre las sombras del repentino anochecer de la cordillera.
 
—Jaku rina (vamos). La Puka Senka (la Nariz Colorada) dice que tiene una buena chicha.
 
Juan reconoció al que le hablaba. Manuel Condori era un barretero como él. Había venido de Tapacarí, el pueblo más próximo a la mina, distante apenas seis leguas. Era ancho y vigoroso y Juan lo estimaba por su alegría tenaz, su incesante charla en quichua y castellano y su despreocupación.
 
Mamani, el soñador silencioso, se daba cuenta de la diferencia de caracteres y quería a este hombre que lo hacía reír aún en las pesadas horas que pasaban juntos, pegados a la dura roca del socavón minero, sosteniendo el taladro de aire comprimido. Al no recibir respuesta de Mamani, sumido en sus reflexiones, Condori lo interpelo:
 
—Parece que te has ido a emborrachar sólito— y continuó sin esperar que Mamani pudiera decir:
—Este es el Gonzales, un arriero que ha venido de mi pueblo. Es un pícaro. Dice que tiene muchas mulas, pero yo no creo porque ha llegado con un burrito flaco y una mula "matada" (lastimada en el lomo) y hambrienta. Se va a regresar mañana en la mañanita. Vení Che, la Puka Senka tiene una linda guitarra y este Gonzales tiene un charanguito de armadillo que habrá hecho olvidar a alguien... ¿Sua kanki i? (Eres un ladrón, no es cierto?) —continuó su charla dirigiéndose esta vez al arriero de Tapacarí, mientras empujaba suavemente a Mamani Poma a lo largo de la callejuela.
 
La chichería de la Puka Senkha era una casucha con una habitación sobre la calle, demasiado baja para permanecer parado en ella, con piso de tierra y una especie de banquillo de adobes alrededor de sus paredes. Una pequeña puerta, no más de un metro de alto, comunicaba esta habitación con un patio minúsculo, oscuro, de piso desigual. Al fondo del patiecillo un techo de "media agua" se apoyaba contra la roca que hacía las veces de pared de fondo. Era el dormitorio y cuarto de estar de toda la familia. Unas brasas indicaban que en el patio también estaba la cocina. A esa hora y sin luna, no podía verse que por encima del fogón de barro, había una hoja de calamina enmohecida, haciendo las veces de techo.
 
Cuando los mineros y el arriero entraron por la pequeña puerta que daba a la calle, encontraron unos pocos parroquianos bebiendo silenciosamente. Al centro de la habitación y encima de una mesa chata, había varias botellas de chicha. La Puka Senkha, una chola gorda y envejecida, estaba sirviendo chicha de un jarro, y como no tenía sino un vaso en la mano del que tenían que beber todos, instaba a los clientes a que bebiesen rápido:
 
—Sirviricuy ah, compadre, sirviricuy (Sírvase pues, compadre, sírvase).
 
El grupo entró precedido por la voz de Condori, que se cuidaba de no mencionar el sobrenombre de la chichera, pues sabía que eso la irritaba:
 
—Imaynalla doña Carmen (Cómo está Ud. doña Carmen) Hemos venido con estos amigos para tomar una chicha de la buena. A ver, sírvanos unas dos jarritas...
¿Qué es pues de tus hijas... ya se han ido a dormir? Mucho las cuidas también, pues...
Interrumpiendo al charlatán, la Puka Senkha, con ademán amable, invitó a todos a sentarse:
—Siéntese pues, siéntese. Ya voy a traer la chicha. -Habrán pagado esta tarde la quincena no? Y quien es pues, este... —continuó dirigiéndose al arriero que era indudablemente el único al que no conocía.
Condori se apresuró a retomar la palabra:
—Es el Gonzales, un arriero de Tapacarí. Ha llegado ayer y está durmiendo en mi casa. Se va a ir mañana en la mañanita. Ha traído una carguita de papas y dice que se va a volver vacío, pero no creo; mineral robado seguro que ha de llevar para vender en otra mina...
—Yo no me meto en eso —protestó rápidamente Gonzales, sabiendo que la Empresa y su Policía Minera perseguían con saña a los ladrones de mineral.
—Tú eres muy hablador y ya me estás calentando.
Que creerán éstos que no me conocen —añadió entre quejoso y ofendido.
—No te calientes compañero. Si es una chanza no más... A ver doña Carmen, mande traer su guitarrita. Ya Ud. sabe que este Mamani es un buen guitarrero. Vas a tocar che Linda Cochabambinita. Esa si es cueca...
—La guitarra fue traída. El arriero Gonzales sacó de bajo el poncho un charango y pronto empezó la jarana. Las vueltas de chicha fueron más frecuentes y la Puka Senka se cuidaba de hacer notar cuántas jarras se habían servido, añadiendo cada cierto tiempo una o dos demás a la cuenta.
—Qué es pues, de tus hijas doña Carmen? ¡Bah, también...! Entraron las hijas de la chichera. La una aceptable y la otra francamente fea. Con ellas los parroquianos bailaron cuecas y bailecitos de la tierra. Los aplausos rítmicos, para acompañar el zapateado, podían oírse a la distancia...
Mamani Poma tocaba la guitarra maquinalmente, con el espíritu ausente de todo lo que ocurría a su alrededor, perdido de nuevo en su ensueño sin figuras ni contornos, hasta que una de las bailadoras, la más agraciada, le trajo el recuerdo preciso del cuerpo de la María y con esta imagen el pasado se agolpó de nuevo en su mente.
 
Del maizal, se llevó a la María a su casa. El procedimiento no era desusado entre los campesinos. En la fiesta de San Juan, vino el cura del pueblo y los casó, juntamente con otras parejas que ya habían establecido hogar sin esperar las formalidades de matrimonio.
 
El amor entre los campesinos quichuas no tiene sutilezas ni refinamientos. No hay tiempo para eso. Un nuevo hogar es una pequeña empresa económica que debe funcionar y producir inmediatamente. Los padres y los vecinos ayudan a los novios, casados o no, a levantar unas casuchas que servirán de hogar.
Unas pocas ovejas, algunos aperos de labranza, más o menos primitivos, un perro y, cuando se trata de gentes acomodadas, un caballo, un buey y una o dos vacas, constituyen el capital inicial de esta nueva empresa y el fundamento de la felicidad o la desventura de los amantes. Las risas, las canciones y los halagos no tienen sitio en este cuadro de parquedad y pobreza colectivas.
 
Pero la María cantaba a veces y se reía con una risa como el agua del arroyo. Percibía su felicidad y la mostraba, lo que era inusitado. Juan tenía que alzarse por encima de sí mismo para amarla. Le gustaba que su mujer se riera y al volver a su rancho, solía detenerse antes de entrar, para escuchar su voz suave. Ella pagaba la comprensión y el cariño de Juan con efusiones propias que a su vez la sorprendían...
 
Juancito, el primer hijo, nació casi inmediatamente después del matrimonio y la Marucha llegó a los dos años justos. Cuando sus hijos comenzaron a ser algo más que pequeños animalitos, las emociones de la paternidad fueron evolucionando y tomando forma en el alma de Juan. Consideraba a Juancito como a su igual, como a su amigo, como a otro hombre. La ternura para con el muchacho tenía que ser y era profundamente subterránea, imperceptible para los demás, pero completamente clara para este hijo suyo, tan igual a él. Era como si existiese entre los dos un secreto entendimiento.
 
Con Marucha era otra cosa. Ella era como su madre, bulliciosa, atrevida, reidora. En su cariño por esta chiquilla, Juan reconocía el amor a su mujer con un nuevo ingrediente que lo hacía más profundo y tenía la virtud de darle a él una efusividad de que carecía habitualmente. Alguna vez, incluso llegó a besar a esta su hija, si bien procuró siempre que nadie lo viera haciendo semejante cosa.
 
Eran jóvenes, fuertes, y trabajaban todos los días del año, pero no prosperaban. La tierra era magra y pequeña. Las lluvias irregulares. Cuando contemplaban este panorama capaz de ensombrecer su alegría y la vida de sus hijos, se abrió una perspectiva en el horizonte: irse a trabajar a las minas.
 
Llegaron unos vecinos que habían estado ausentes por largo tiempo. Recobraron la chacra que habían vendido al partir y compraron varias otras. Adquirieron ganado, levantaron una nueva casa. Era visible que se habían enriquecido, al menos en la módica escala que constituye la medida de la fortuna entre los campesinos.
 
Cómo y dónde, no era un secreto para nadie. Habían estado en las minas en donde pagaban salarios hasta de diez y quince pesos por día, lo que era suma extraordinaria, para gentes que a veces no veían tales cantidades en meses enteros. Es verdad que el hombre llegó enflaquecido, esquelético, tuberculoso, pero la mujer y los hijos parecían lozanos y llenos de vida. Juan Mamani Poma y su mujer la María, deliberaron brevemente. Trabajarían en las minas por unos años, quizá cinco, quizá menos. A su regreso, trataría de comprar la propiedad del patrón, en la que eran colonos. Era pequeña, pero para ellos sería suficiente.
Y se fueron. Como ellos y con ellos, muchos otros se lanzaron a la aventura de las minas, como sus padres, una generación antes se habían dejado vencer por la tentación de las salitreras en la costa de Chile.
 
Las penurias del viaje fueron excesivas. Camiones cargados de gente hasta lo inverosímil, marchas a pie por días enteros, con los niños a la espalda. Al abandonar el valle y subir a la montaña, el frío, este frio cruel que parece defender a zarpazos las cumbres de la cordillera contra la profanación codiciosa de los hombres, hizo llorar a los chiquillos. La María mostró el temple de su alma y el vigor de su cuerpo de hembra joven en estas andanzas.
 
Al principio todo fue bien. Juan se contrató Inmediatamente. Musculoso, elástico y con menos de treinta años, sería una barretero de primer orden. El salario no resultó ser tanto como decían, pero aún esos cinco o seis pesos diarios, harían una respetable cantidad mensual. Les dieron unos tugurios por casa, pero él se dio modos de levantar tres habitaciones, casi decentes, apoyando una de las paredes, la del fondo, contra la roca. La María, tiritando de frío, trabajaba de la mañana a la noche haciendo primero comida y después chicha para otros peones que habían venido de su mismo valle y que eran solteros o habían dejado a sus familias. Las caritas de Juancito y la Marucha se agrietaron al principio hasta sangrar, pero después se habituaron al frío. Jugueteaban sin descanso por las lomas casi verticales de esta cordillera con entrañas de wolfram. Juancito, haciendo de minero, horadaba las partes blandas que podían encontrar en la roca, utilizando el cuchillo de cocina de su madre. Las delgadas trenzas de cabello que le colgaban a la espalda más de una vez fueron objeto de las iras del hermano que alegaba que la comida no había estado a tiempo.
 
Los niños, con tez oscura y agrietada y la María con las manos rajadas, eran el encanto y la razón de ser de Juan. Su pena era que los veía poco. Salía de la casa a las cuatro de la mañana y con frecuencia doblaba su jornada para ganar más. Cuando volvía la noche, estaba rendido, sin fuerzas ni para hablar. Después de sostener por ocho horas el taladro contra la roca, los oídos y el cuerpo entero continuaban vibrándole con el implacable ritmo de la máquina. Al día siguiente a comenzar de nuevo. Otras veces entraba al turno de la noche, pero esto sólo tenía significación en lo que se refería a su mujer y sus hijos, porque para él, dentro la mina, a cientos de metros de profundidad, era siempre de noche.
 
El aire encarecido y el calor subterráneo, daban a los obreros una semilucidez suficiente para sostener el taladro en las direcciones indicadas por el Ingeniero, y para empujar las carretillas de mineral y palear la tierra, pero para nada más. Los trabajadores semidesnudos empujaban o cargaban las carretillas o barrenaban las paredes, iluminados por lamparillas de acetileno cuya pequeña llama se extendía en la oscuridad en búsqueda desesperada de oxígeno.
La sensación de ser un gusano atrapado y perdido en un laberinto subterráneo, torturaba a veces la mente de Juan. Entonces el pesado aire del socavón le parecía la continuación de la roca oscura, con alucinantes puntos luminosos que eran las lamparillas lejanas de los otros trabajadores. Para romper esta fascinación, abandonaba repentinamente el taladro y echaba a correr dando gritos, golpeándose contra los salientes del socavón, hasta recobrar, por la violencia del esfuerzo y los golpes la noción de tiempo y lugar.
 
Durante una de estas embestidas contra la oscuridad fue que conoció a Condori que se echó a reír a carcajadas al ver por primera vez a Juan, corriendo enceguecido dentro del socavón. Ahora, en la chichería, era precisamente Condori quien estaba divirtiendo a los circunstantes con el relato de esta extraña costumbre de su amigo.
 
—Sí, doña Na, doña Carmen. Le juro por lo más sagrado. Así como estoy diciendo, como un loco siempre, se echa a correr éste a veces y da unos fritos de fuertes que hay que oír...
—No diga... ¿Y por qué hace eso? —preguntó sin disimular su interés por el guitarrero la bailadora fea.
—Dice que es para sentirse vivo, para no quedarse pegado a la pared del socavón... para no volverse piedra —intentó explicar Condori y después agregó volviéndose a Juan:
—A ver che, explica pues che, porque haces esas operías... Juan quedó sorprendido al comprobar que desde hacía rato él era el tema de la conversación y que su amigo Condori, estaba haciendo reír a los parroquianos medio borrachos y a las hijas de la Puka Senkha, con el relato de sus extrañas actitudes dentro de la mina. La ruidosa hilaridad de Condori le obligó a responder:
—Mentiras está diciendo éste... así hablador siempre es —y Juan buscó salir del paso con algunas frases vagas.
Se levantó del banquillo de adobes en que estaba sentado, apoyó la guitarra que había dejado de tocar hacía rato y se fue al patiecillo interior. Allí encontró a Gonzales, el arriero de Tapacarí, y la conversación se anudo espontáneamente entre los dos.
Yo me quiero ir y ese hablador del Condori está habla que te habla. Tengo que madrugar antes del amanecer. Capaz que nieve, el cielo está muy cargado... —y después de un segundo silencio Gonzales preguntó:
—¿Tú vas a entrar a trabajar mañana?
—No. No puedo. No sé qué hacer. Mi mujer se ha muerto la otra semana...
Aquí pareció hacérsele un nudo en la garganta. Tragó aire y saliva y continuó:
—Pulmonía le ha dado saliendo de la cocina caliente y este viento helado que no pasa nunca...
—Ah...
—En menos de una semana se ha muerto... —Qué caray...
—Ahora mis hijos, el Juancito y la Marucha, no tienen con quién quedarse. Unos paisanos que comían también en mi casa porque la María les daba pensión, han tenido que mudarse porque ya no hay quien les prepare la comida. Yo no sé qué hacer...
—¿Ya son grandes tus hijos? Esa que dices la Marucha ya podría cocinar...
—¡Si es chiquita! Tendrá como cuatro años y el otro es como dos años más grande. Más bien querría irme de aquí...
—Eso sería lo bueno. Esta vida en la mina es muy fregada.
—Pero es que debo a la Compañía y tengo que trabajar siquiera como seis meses para pagar. Toda nuestra platita la he gastado en remedios y para nada...
—¿Por qué no te escapas?
—Tú no sabes lo que son esos forajidos de la Policía Minera...
Y como tienes buenas mulas... Además con las huahuas (niños) no se puede...
Se interrumpió la frase porque una súbita idea le iluminó la mente.
—Tú te estás yendo a Tapacarí, ¿no?
—Sí, ese es mi pueblo, pero ahora pocos días no más voy a quedar allí.
—¿Tu mula y tu burro están yendo vacíos?... —No... Si... sin carga, claro.
Mamani se acercó en la oscuridad un poco más a Gonzales. En voz más baja, con entonación de pregunta y súplica al mismo tiempo dijo:
-Llévamelos a mis hijos hasta Tapacarí. Tus animales están yendo sin carga y no te cuesta nada... yo te daré alcance en el pueblo. Mañana en la mañana entraré a trabajar. Así no notarán nada. Mientras tanto, tú te llevas a mis hijos.
En todo el día tienes tiempo de sobra para llegar. Me han dicho que no son más que seis leguas...
—¿Y la Policía Minera? —Comenzó a objetar Gonzales.
—No los conocen a mis hijos. Esos sólo buscan a los obreros que se escapan debiendo a la Compañía o a los que roban mineral.
Gonzales sufrió un sobresalto ante esta última frase y quiso saber hasta dónde los chistes de Condori habían sido creídos por Mamani.
—Sí, dicen que persiguen mucho a los que roban mineral, pero a mí eso no me importa, aunque hable zonceras ese borracho del Condori...
La respuesta llegó sincera y franca:
—Claro. Tú no le hagas caso no más. Así siempre es. Yo le conozco. ¿Los llevas a mis hijos?
—Mi mula está matada y el burrito no ha descansado bien... Mientras decía esto último, Gonzales estaba haciendo mentalmente la cuenta de cuánto podría obtener de Mamani en la desesperada situación de éste, a cambio de llevar a sus hijos sanos y salvos, con un día entero de anticipación a su huida, que sin duda se produciría la noche siguiente.
El estado de ánimo de Mamani no le permitía medir la magnitud del pícaro que tenía al frente, y como le parecía lógico pagar el flete de las acémilas, se adelantó a ofrecerlo:
—Mis huahuas no pesan nada. Son bien huahuitas todavía. Tu burrito puede llevar a los dos. Además, el flete, claro que te he de pagar...
Gonzales siguió ponderando silenciosamente el problema como si fuese algo más grave o más difícil de hacer de lo que en realidad parecía. Mamani Interrumpió su reflexión.
—Llegando a Tapacarí me los tienes en tu casa no más.
Mañana en la noche o al amanecer yo también ya he de llegar...
—No hay caso. Ya te he dicho que mi burrito está cansado y la mula no puede llevar ni caronas porque tiene una mata así de grande...
El ademán exagerado que hizo con los brazos abiertos, se perdió en la oscuridad.
—Además no quiero meterme en líos con la Policía Minera.
—Pero ellos no tienen nada que ver...
—Sí, pero cuando tú te vayas, seguro que han de saber que yo he llevado a tus hijos y no podré traer carga a la mina.
—¿Cómo han de saber? Cuando yo me vaya todos han de decir que me he llevado al Juancito y la Marucha. No los voy a dejar, también, en esta mina de...
—Y por el flete no más, zonceras seria...
Mamani comenzó a ver claro el asunto. Era simplemente cuestión de cuanto pudiera ofrecer. Estaba dispuesto a pagar bien y no tuvo inconveniente en decirlo.
—Te voy a pagar el flete del burro y además de la mula que va a ir sin carga...
—Ah, no. Eso no es nada... veinte pesos... para qué siquiera hablar...
—¿Cuánto quieres entonces?
—Ni por doscientos pesos querría verme las caras con los de la Policía Minera.
Ante esta reiterada alusión a las autoridades, Mamani comenzó a sospechar si las bromas de Condori serían algo más que bromas; si en efecto este arriero sería más bien un ladrón de minerales que encubría sus actividades con el pequeño comercio que podía trasladar de mina en mina, a lomo de sus flacas y maltrechas acémilas. Quiso tantear cómo reaccionaría el hombre y dijo como para sí:
—Qué siempre te han hecho los de la Policía a ti, pues.
Ni que fueras uno que rescata minerales para venderlos afuera...
La reacción no se dejó esperar.
—Eso es mentira —interrumpió Gonzales al darse cuenta inmediatamente de que había ido muy lejos en sus exigencias y que, de tanto referirse a la Policía Minera, dando expresión sin duda a su miedo subconsciente, había resultado cogido ahora en su misma trampa. Buscó corregir su error moderando sus pretensiones.
—No es solo por ellos. Es también por los animales que están muy mal. Como eres amigo del Condori que es mi paisano, te cobraré ciento cincuenta pesos y te entrego a las huahuas en Tapacarí cuando llegues...
 
Era un robo, pero Mamani estaba dispuesto a dejarse robar.
 
Desde que vio la posibilidad de huir de la mina, de volver a su valle, a la vera de su pequeño río, entre las chacras de maíz, a la sombra de los árboles, le pareció que había de nuevo esperanzas, si no para él, herido interiormente por la muerte de la María y extenuado físicamente por el brutal trabajo de barretero, al menos para sus hijos. Era a ellos a quienes quería salvar ahora. Era por ellos y con ellos que deseaba huir. La perspectiva para Juancito y la Marucha de una vida sin esperanza ni alegría en este desierto frígido de sinuosidades gigantes, a cuatro mil metros de altura, sin vegetación alguna, le pareció de pronto una pesadilla. ¿Qué sería de ellos? Habitualmente extraño a la ternura por la herencia de parquedad emocional que corría por sus venas de mestizo juntamente con la sangre indígena, esta vez la pena presentida le estrujó el pecho ante la visión de lo que podía esperar a sus hijos. Estaba dispuesto a dar todo lo que tuviese.
 
—Te pagaré cien pesos y eso porque no tengo más. Ya te he dicho que se ha muerto mi mujer y lo hemos gastado, gastado todo.
Te juro por Dios que no tengo más...
—Bueno, está bien. Yo voy a salir antes que amanezca, a eso de las tres. Tengo que apurarme porque va a caer una nevada y en la cumbre es capaz de helar hasta a las llamas. Tú no eres de por aquí y no sabes lo que es eso... Quién sabe si podrás bien pasar la cuesta mañana por la noche...
—Yo he de poder no más, pero ten cuidado con mis huahuas.
Si algo les pasara a ellos, yo no se...
—Claro. Los vamos a envolver bien, pues. Siempre tendrás unas frazadas. Mejor saldremos juntos de aquí, dentro de un rato y así nos vamos a tu casa y sacamos a tus hijos. Yo voy a ensillar los animales en la casa del Condori. Es mejor salir de ahí. Vive en la orilla del campamento.
—Sí, es mejor. Mis pobres huahuas van a tener mucho frío...
Su voz estaba ronca por la emoción contenida.
Entraron de nuevo a la habitación donde habían estado bebiendo.
—Juanito... Juanito...
—¿Tatay?...
—¡Levántate!
—¿Ya te estás subiendo a la mina Tatay?
—No. Tenemos que irnos. Levántate y vestí a la Marucha.
Apúrate... Apúrate...
 
Mamani encendió una vela de sebo, a medias consumida. A su luz temblorosa y desigual pudieron verse los ojos de Juanito, enormemente abiertos. El niño pugnaba por despertar del todo. Cuando se incorporó al fin y empezó a ponerse el pantalón de bayeta, Gonzales que estaba parado junto a Mamani Poma, pudo apreciar que se trataba de un niño mestizo como su padre y como él mismo de unos seis años de edad, con expresión inteligente.
Juanito miró a Gonzales primero y después a su padre como preguntándole quién era el visitante. Mamani Poma explicó:
 
—Con este amigo se van a ir antes de que amanezca.
La sorpresa del niño encontró su curso en una pregunta ansiosa, hecha en quichua como para asegurar mayor intimidad:
—¿Khanri? (¿Y tú?)
Tendría que explicar sin duda. El niño era demasiado perspicaz para ser engañado simplemente.
—Yo voy a ir detrás de ustedes en la noche. Nos vamos a escapar porque si no, los carabineros de la Policía nos agarrarían.
Tú ya eres un hombre y le vas a ayudar a la Marucha que es chiquita. Nos vamos a volver al valle, pero primero vamos a ir a la casa de este amigo en Tapacarí. Ahí me van a esperar.
—¿Solitos vamos a ir?...
—No. Con este amigo que los va a llevar hasta su casa.
—¿Y mi mamita por qué no viene?...
Lo inesperado de la pregunta dejó atontado a Mamani. Tragó un bocado imaginario y contestó:
—Sí. Ella también va a venir. Pero apúrate. Ponte tu ponchito y tus medias de kaito. Está haciendo mucho frío afuera...
Después se arrodilló en el piso de tierra para despertar a la Marucha que dormía sobre unos cueros de oveja tendidos en el suelo.
—Marucha... Maruchita... Ritchariy (Despierta...) Levantó a la chiquilla en sus brazos y ella abrió los ojos, vio a Gonzales y se echó a llorar. —De qué estás llorando, a ver, ¿de qué?... Al oír la voz de su padre y caer en cuenta que estaba en sus brazos, la pequeña Marucha se tranquilizó y quiso volver a dormirse para lo que estaba acomodándose mejor cuando Mamani la hizo parar en el suelo. Así la despertó del todo.
Le acarició los cabellos y la cara. Intervino Juancito:
—¡Nos estamos yendo Marucha. Ven, te voy a vestir antes que los carabineros vengan...
 
La amenaza hizo llorar de nuevo a la niña, pero el padre la consoló. Ella se dejó vestir soñolienta. Era una chiquilla de unos cuatro años, con el cuerpecillo que permitía adivinar lo que sería a los treinta; buena moza, más sólida que esbelta, con las caderas anchas, las piernas robustas, el seno amplio y los brazos fuertes. Al mirarla, Mamani Poma, vio a su mujer cuando era niña. Para ahuyentar el recuerdo se puso a ordenar apresuradamente unas alforjas con lo más necesario para el viaje. Después hizo el desayuno en la pieza siguiente ayudado por Gonzales. Envolvieron a los niños en gruesas frazadas de lana de oveja toscamente tejida, y se los llevaron en brazos. Apenas era posible caminar por la senda que bajaba y subía como un hilillo blanco en medio de la oscuridad.
Era aún de noche cuando Mamani Poma probó por última vez si las ataduras con las cuales estaban sujetos sus hijos al lomo de un pacífico asno, eran lo suficientemente fuertes como para evitar la caída de los niños en alguna de las interminables subidas y bajadas que tendrían que recorrer antes de llegar a Tapacarí. El grupo compuesto de Gonzales, Mamani Poma, Juancito y la Marucha, con el agregado de una mula y el asno en el que cabalgaban los niños, se detuvo al llegar al extremo del campamento. Las últimas casuchas habían quedado a alguna distancia. El grupo estaba en el fondo de una quebrada desde la cual partía la cuesta de salida al camino de Tapacarí.
 
—Bueno... —dijo Gonzales volviéndose a Mamani— de aquí te volverás...
—Si —respondió Mamani—. Ahora me regreso y entro a la mina en el turno de las cuatro para salir a las doce del día. Después de dormir un poco, me escapo en la nochecita y mañana a esta hora ya voy a estar en Tapacarí.
—Seguro. Son seis leguas no más y no te puedes perder. El camino es claro, pero la nieve te ha de embromar. Fijo que hoy en la tarde va a nevar...
—¿Cómo sabes?...
—Mira el cielo como está de cargado y con este frío más nevada va a ser. Los animales también están apurados y ellos saben bien.
Efectivamente, la mula y el asno se movían inquietos. En la oscuridad se oyó la voz de Mamani Poma:
—Juanito, vas a cuidar bien a la Marucha. No la vas a hacer llorar. En la alforja hay  khokhahui (provisión alimenticia para viajes) para cuando tengan hambre.
—Si tatay...
—Yo voy a ir detrás de ustedes... 
—¿Con mi mamita vas a venir, no?...
—Sí...
Gonzales intervino:
—Bueno... Nos tenemos que apurar... Mamani Poma se dejó vencer por sus sentimientos una vez más y abrazó y besó a la Marucha que, semidormida, cabalgaba el asno delante de su hermano que le tenía sujeta la espalda y la cabeza. La chiquilla despertó un poco y sonrió a su padre. Después, Mamani Poma, abrazó y besó a Juanito.
—No te vas a tardar tatay...
—No. En un ratito yo voy a venir detrás de ustedes...
 
Gonzales arreó las bestias que comenzaron a trepar la cuesta.
 
El amanecer apenas era perceptible a causa de las densas nubes que cubrían el cielo. Faltaba todavía bastante para llegar a la cumbre. Marucha estaba dormida y Juanito cabeceaba por momentos, para despertar sobresaltado con el temor de caer del asno arrastrando a su hermanita, cuya pequeña cabeza tenía apoyada en uno de sus hombros. Gonzales venía detrás, a pie, sin apurar a las bestias cuya prisa parecía ser aún mayor que la de él.
Agarra bien a la Marucha Juanito. Voy a apretar la cincha para la cuesta.
 
—Está durmiendo...
 
Viajar en la cordillera es subir y bajar sin descanso. Las sendas por las cuales sólo las bestias y las gentes habituadas pueden transitar, suben como un gusano interminable, kilómetro tras kilómetro, legua tras legua para alcanzar la cumbre de un murallón gigante y precipitarse al otro lado, retorciéndose con angustia, hasta el fondo de una quebrada cuyo hilillo de agua cristalina y helada cruzan por debajo y, con renovado impulso, trepan el murallón del frente, aún más alto que el otro, para precipitarse de nuevo al fondo. Y así, sin cesar, una hora después de otra, un día después de otro...
 
—Bueno. Vamos...
—y el grupo reanudó su marcha.
 
La belleza de una gran cadena de montañas, contemplada desde estas cumbres, es sólo comparable a la belleza eternamente cambiante del mar. Y como el mar, la cordillera nunca es igual a sí misma. Cambia de color como las variaciones de la luz; cambia cuando las nubes le ponen un manto inmenso desombra sobra sus lomos; cambia con cada paso del que mira. Ansiosa de exhibirse, presenta una nueva silueta, una nueva forma a cada vuelta de sus salientes. Su grandeza es desolada y solemne. Cuando al fin los temblorosos pies del viajero han alcanzado una elevación que se alza sobre todas las otras, quizá a cinco mil metros, de nuevo la imagen del mar es la única comparación admisible. Pero de un mar cuyas olas agitadas por una tempestad terrible se hubiesen petrificado de repente.
 
En nada de esto pensaba Gonzales al caminar aprisa detrás de sus acémilas. Habituado a la cordillera desde la niñez, sólo su ausencia habría podido causarle inquietud o emoción. En cuanto al mar, no lo conocía y apenas tenía noción de su existencia. Para él, el término del mundo estaba allí donde la montaña se rebaja tanto que se convierte en colina insignificante.
 
Su mente estaba ocupada en otra cosa. ¿Estaría el indio Pedro, cuyo apellido nunca llegó a saber, estaría esperándolo de acuerdo a lo prometido, en su choza semioculta en una arruga de la cordillera? Tendría que seguir por esta senda una media hora más. Después dejaría a los niños esperándolo en el camino y bajaría por una huella casi invisible a la casa del indio para recoger el mineral que le había prometido para este viaje. En general todo había ido bien por largo tiempo en este negocio de rescatar mineral robado.
 
El indio Pedro, viejo taimado, pero honesto, iba a la mina a vender leña. Su presencia no despertó jamás desconfianza. Era como un pedazo de la misma cordillera, como su mismo color, con igual tranquilidad inmutable. Por lo demás, todos estaban habituados a su presencia intermitente en el campamento. Recogía el mineral de poder de aquellos obreros que le habían indicado previamente Gonzales y se lo entregaba en su choza a cambio de algunas provisiones como azúcar, coca, maíz, harina. Raras veces exigía dinero. Era viejo y sólo se contentaba con vivir pegado a sus rocas como un molusco.
Pero algunas veces se emborrachaba con el exiguo producto de la leña que había vendido y entonces desaparecía por días enteros. Gonzales constantemente atemorizado ante la perspectiva de caer en manos de la Policía Minera, vivía horas de angustia esperándolo acurrucado en la choza. Ayer precisamente lo había visto bebiendo en la mina. ¿Estaría esperándolo ahora?
 
Para empeorar la situación, no sólo estaban los niños, que constituirían una sobrecarga para sus acémilas después de recogidas las bolsas de mineral, sino también el día que se presentaba amenazador. Su experiencia de toda una vida, le había enseñado a temer las tempestades de nieve en la cordillera. El sabía bien que en estas montañas de aire seco y helado, nieva rara vez. El viento constante arrastra las nubes hacia los valles. La nieve perpetua se mantiene en los picos, quien sabe desde cuando, por el terrible frío que hace allí. Pero cuando cae una tempestad de nieve, es sencillamente terrorífica.
 
No es comparable a una tempestad de granizo, en la que las pequeñas bolas de hielo que caen del cielo danzan sacudidas por ráfagas de viento que se llevan la tempestad entera de cumbre en cumbre y acaban por disolverla.
 
Lo único de temer entonces son los rayos que iluminan las crestas elevadas, como latigazos a la soberbia de las alturas. Si no se tiene encima un poncho de vicuña, que atrae los rayos, todo se reduce a esperar, protegido por cualquier roca, durante unas horas, después brilla de nuevo el sol.
 
Con las tempestades de nieve es otra cosa. Entonces se pierde el viento, como si hubiese ido a descansar de su fatiga entera.
 
El aire, vibrante casi, a fuerza de enrarecido, que envuelve habitualmente la cordillera, se vuelve denso y pesado. Y la nieve cae. Cae sin cesar, día tras día, ocultando todas las sendas, haciendo imposible el paso por las obras, poniéndole una interminable camisa blanca a la desnudez de los flancos soberbios de la montaña. No es posible orientarse porque no se ve. Los finos vellones que caen, dan vueltas al cuerpo danzan con movimientos fantásticos frente a la cara, se le introducen a los ojos, a la boca, a cuanta abertura pueden encontrar en la ropa. Su contacto suave produce escalofríos. Además de la orientación, se pierde el control, la sensibilidad, la producción de las cosas. La obsesión de echarse a descansar lucha sin tregua en la mente con la convicción instintiva y vital de que no hay que ceder. Es necesario continuar caminando, incluso a riesgo de precipitarse en un abismo. El que cede, el que se sienta al menos, está perdido. La conciencia lo abandona progresivamente, un estado de calma lo invade mientras la nieve cae bailando ante sus ojos, sobre la cara, sobre el cuerpo, sobre los pies helados...
 
Gonzales llegó al punto del camino en el que tenía que tomar una decisión. Llevar consigo a los niños a la casa del indio Pedro le parecía cada vez más un absurdo. Tendrían que bajar por una senda imposible, casi dos leguas. Las bestias no podrían resistir, teniendo en cuenta sobre todo la doble carga del mineral y los niños, con la cual debían regresar. Como había pensado antes, quería dejarlos en esta parte del camino donde el desvío a la casa de Pedro comenzaba. Pero el problema estaba en que no volvía a salir al mismo sitio sino dos leguas más adelante.
 
En realidad, tenía que recorrer dos lados de un triángulo, en uno de cuyos vértices estaba ahora mientras que la casa del indio estaba en el otro y el punto donde pensaba retomar el camino venía a ser el tercero. ¿Pero qué hacer con los niños? Si ellos pudieran caminar las dos leguas que los separaban del sitio donde él retomaría el camino, no habría problemas. Pero, ¿podrían ellos hacerlo? Y la tempestad que sin duda iba a desencadenarse antes de lo que el mismo había creído...
 
Por una vez en su vida mezquina y oscura, un pensamiento generoso cruzó por su mente: abandonar el mineral, no ir a lo de Pedro y continuar con los niños? toda prisa para llegar cuanto antes a Tapacarí; pero podría recoger alguna vez ese mineral? Nunca sabía uno si el mismo Pedro no había sido sorprendido por la Policía Minera. Si en su viaje siguiente, que tendría que ser después de meses el mismo no sería descubierto. Si el indio, al encontrarse falto de provisiones no haría alguna otra transacción. Y eran cientos de pesos, quizá más de mil...
 
No. No haría semejante estupidez. Desecho definitivamente la idea. Finalmente, ya encontraría una solución después de tener el mineral seguro, regresando por el camino a buscar a los niños si ellos no habían alcanzado todavía su punto de salida. Después de todo, era muy temprano y sólo tendrían que hacer de cuatro a cinco leguas en el resto del día. Miró el cielo cuyas nubes, de tan bajas que estaban, podían tocarse con la mano. La tempestad se estaba convirtiendo en amenaza inminente.
 
—Aquí se van a bajar Juanito.
 
La voz de Gonzales, que le sonó extraña a él mismo, asustó al niño semidormido. Juanito no tenía conciencia de la tempestad natural que amenazaba a todos ni de la tempestad de conciencia que estaba torturando a Gonzales. Despertó con la impresión de estar cayéndose y sujetó a su hermanita nerviosamente contra sí. El asno y la mula detuvieron su marcha porque Gonzales estaba parado en medio del caminillo.
 
—¿Aquí es Tapacari? —preguntó el niño. — No todavía. Lejos todavía es, pero yo tengo que recoger una carguita de allá abajo —y señaló con el brazo extendido la lejana profundidad de la quebrada,en cuya ceja se encontraban.
 
La Marucha, que venía adormecida con la marcha rítmica del asno, se despertó también.
 
—Tatay... mamita... —y al no recibir respuesta y ver a un extraño delante, se puso a llorar.
—Ama huakhaichu (No llores). El papá está viniendo con la mamita— dijo Juanito para consolarla.  Marucha siguió llorando.
Gonzales aflojó las ataduras que sujetaban a los niños y Juanito se deslizó suavemente al suelo. El arriero tomó en brazos a la niña y la hizo parar al lado de su hermanito. Sacó de la alforja un poco de mote (maíz cocido) envuelto en un pañuelo mugriento y se lo extendió a los niños. La Marucha extendió sus manecitas y se calló. Era indudable que no podía llorar y comer al mismo tiempo.
—Ahora tienen que caminar un poco
—comenzó a explicar suavemente Gonzales.
Por este mismo caminito van a ir. No se pueden perder. Yo voy a bajar ahí, a la quebrada para recoger unas carguitas y les voy a dar alcance en un ratito...
—No te vas a tardar, pues... —insinuó Juanito.
—Si es un rato. Ustedes caminen no más siempre, por este camino. Llévala a la Marucha de la mano.
El mote también les voy a dejar para que no llore...
Mientras decía esto, arreglaba las carachas de los animales para evitar que se caigan en la violenta bajada que tenían por delante. Dirigió las acémilas hacia un sendero casi invisible, prorrumpió en un silbido corto y agudo y la mula se adelantó a bajar. —Bueno... Caminen nomás siempre... apuraditos... Yo les voy a alcanzar en un ratito...
Y se fue tras sus animales.
Los niños de aquella cordillera, que se aterrorizarían ante una bicicleta y saldrían huyendo enloquecidos ante el ruido de un tranvía urbano, no le asustan de la soledad de las montañas.
Están habituados a que el más próximo vecino tenga su casa a dos o tres leguas de distancia. Además, los niños creen en las promesas con toda la fuerza de su inocencia.
Juanito y la Marucha iniciaron despacio su marcha a lo largo del caminillo que tenían ante sí. Los menudos pasos de la chiquilla, atareada comiendo el mote, apenas si le permitían avanzar. A este paso, no irían las dos leguas que podían ser su salvación ni en una semana.
—Apúrate Maruchita...
—Yo quiero esperar a mi mamita...
 
Juanito la tomó por la mano y comenzó a estirarla levemente. Los pequeños pedruscos de la senda labrada en la roca, constituían serios obstáculos para su marcha.
 
Gonzales caminaba a toda prisa arreando sus acémilas. Después de todo, quería tener tiempo, antes que comience a nevar, para regresar en busca de los niños. Hasta se prometió salir a este mismo punto del camino en vez de dos leguas más adelante porque sabía muy bien que una chiquilla de cuatro años y un muchacho de seis no irían muy lejos.
 
Cuando al término de una marcha precipitada de una hora o poco más, llegó a la choza del indio Pedro, este no estaba, pero había fuego encendido en un pequeño hogar de una esquina. Era indudable que el indio había regresado de la mina por la noche. Probablemente habría ido por agua al fondo de la quebrada. Gonzales se metió en la choza y se quedó a descansar junto al fuego. Transcurrido un largo rato.
 
Inquieto al fin salió a la puerta y le llamó la atención el que la luz del día en vez de aumentar, estuviese disminuyendo. Nuevamente tuvo la impresión de que podría tocar el cielo con la mano. Vio al indio Pedro que estaba trepando del fondo de la quebrada con un pequeño cántaro de barro sujeto a la espalda por unas correas de cuero sin curtir. Le hizo señas para que se apurase. Cuando al fin llegó, quiso terminar cuanto antes la transacción.
 
—Aquí están la coca, el azúcar y todo lo demás. Entrégame el mineral porque me tengo que  apurar...
—No te puedes ir ahora. En un rato más va a comenzar la nevada y tú sabes lo que es eso.
—Ahora me tengo que ir. Tengo que apurarme porque hoy siempre tengo que llegar a Tapacarí...
Ni siquiera al indio Pedro quería explicar la verdadera causa de su apuro. Sabía que este viejo de alma recta, lo juzgaría como un malhechor. Conocía lo suficiente a este hombre como para saber que él no cambiaría la vida de una pequeña llama por cien toneladas de wolfram.
—Pero no te puedes ir. No vas a llegar. Te vas a helar en la cumbre sin encontrar la senda.
—Yo conozco bien el camino. Desde chico estoy lindando por aquí.
—Yo he nacido aquí y las llamas también y ni siquiera las llamas que están afuera podrán salvarse.
—No hables más—. La actitud imperante del mestizo ante el indio, tan habitual en las relaciones mutuas de estos dos grupos humanos, apareció en la voz y el ademán de Gonzales.
—Ahora me tengo que ir, pase lo que pase.
 
El indio tuvo para sí que el arriero temía ser alcanzado por la Policía Minera y se calló. Entregó y ayudó a cargar las saquillas de mineral, y Gonzales partió cuando empezaba a nevar.
 
Por un momento dudo cual senda seguir: si la que salía al camino dos leguas adelante o aquella por la que había venido.
Por poco que hayan andado —se dijo a sí mismo— los niños habrán avanzado algo en estas tres o cuatro horas. Será mejor salir adelante y regresar en busca de ellos, que darles alcance por detrás. Y tomó la senda que le haría avanzar dos leguas.
 
Fue una lucha cubrir esa distancia. La densidad de la nevada iba en aumento. Con toda su experiencia de la cordillera, por momentos le costaba encontrar el caminillo que debía seguir.
 
Las bestias no estaban menos inquietas que el. A cada momento pretendían regresar a la choza del indio Pedro donde había un corral para protegerse contra las inclemencias del tiempo.
 
Gonzales iba con la obsesión de trasponer el abra, una legua más allá de la reunión de ambas. Aquella por la que los niños debían estar viniendo, era algo mejor, más ancha, más visible. Tardarían más en desaparecer debajo de la nieve. El frío inmediato no era muy intenso, pero resultaba difícil ver por la densidad de la precipitación atmosférica. Cuando finalmente salió al camino en el que había dejado horas antes a los niños, varios kilómetros atrás, el conflicto que estaba torturando su espíritu hizo crisis.
 
¿Qué hacer? La tempestad estaba en toda su fuerza aterradora. Para imponer mejor su presencia, los rayos iluminaban el día gris y repentinas ráfagas de viento parecían huir a ocultarse en las quebradas. En unas horas más, la senda estaría perdida del lodo, todos los pasos serían impracticables y su esperanza de trasponer el abra se habría desvanecido. Si al menos los niños hubieran avanzado una legua, si estuvieran siquiera a mitad del camino que debiera desandar...
Pero él sabía bien que no podía ser. La tempestad había comenzado demasiado temprano y era imposible que Juanito y la Marucha que apenas podía caminar con seguridad, hubiesen podido avanzar luchando contra los elementos desencadenados.
 
¿Qué sería de ellos? Volvió la cara, sombrío en el vano intento de atravesar con la vista la pesada cortina de nieve que se precipitaba interminablemente y distinguir las dos pequeñas figuras aproximándose. Después, hizo una cruz con los dedos de la mano derecha, alzó el brazo en el aire, trazó una cruz grande en la dirección en que los niños estarían en ese momento, besó la cruz de la mano y se fue camino del abra abandonando a Juanito y la Marucha.
Cuando la tempestad comenzó, la Marucha rompió a llorar. Juanito iba a seguirla, pero se acordó de la recomendación paterna: "vas a cuidar a la Matucha... ya eres un hombre..."
 
—No llores. Ya va a venir el arriero...
—Su voz no era muy convincente.
—Yo quiero a mi mamita... ¿dónde está mi mamita?...
—Está viniendo con el papá... ya van a llegar...
 
No habían avanzado quinientos metros. La Marucha caminaba con dificultad y se había cansado pronto. Con los primeros rayos y el silbido del viento, el terror se apoderó de ambos.
 
Entonces Juanito tomó una decisión.
 
—Aquí vamos a esperar...
 
El estaba llorando también.
Hizo sentar a su hermanita en pleno camino y se sentó a su lado. Ambos estaban tiritando de frío y terror.
Los rayos cesaron y el viento se fue. No había campo en el espacio sino para la nieve que caía siempre a sí misma, pesada, tenazmente. Los últimos restos del viento rezagado, hacían remolinos con los copos flotantes y se precipitaban a las quebradas profundas. Después, otra vez el silencio de la nieve que cae...
Marucha fue perdiendo la conciencia más rápidamente. Dejó de llorar y se recostó en el suelo. Juanito, que aún lloraba, acomodó uno de sus brazos como almohada para ella y la abrazó con el otro. Se apretó contra el cuerpecillo de Marucha tanto como pudo en el vano intento de protegerla y protegerse. La sensación de cansancio invadió su mente y su llanto entrecortado se apagó.
 
Siguió nevando tenaz, silenciosamente.
 
La nevada cayó por dos días y una noche como si el cielo entero hubiese querido volcarse sobre la cordillera. Después la atmósfera quedó límpida y brillante. El frío se hizo intolerable. Todas las montañas que podían verse estaban cubiertas de nieve que, con la salida del sol, se solidificó hasta adquirir la transparencia del vidrio y la dureza de la roca. El deshielo duraría más de un mes.
 
Varias chozas del campamento minero e incluso algunos edificios de la administración, se derrumbaron por el peso de la nieve acumulada sobre sus endebles techos. El paisaje blanco brillaba con el sol, encegueciendo a los mineros. Para defenderse, tenían las órbitas de los ojos pintadas de hollín. Aún así, hubo casos de ceguera temporal. Se comentó que un indio y varias llamas habían muerto helados en las alturas de la cordillera.
 
La noticia de lo ocurrido con los hijos de Mamani Poma circuló por el campamento a los ocho días. Mamani Poma se perdió. Unos decían que estaba buscando los cadáveres de la Marucha y el Juanito y otros, que había ido en persecución del arriero Gonzales. Nunca más se supo de él.
 
Un día, el Corregidor fue llamado con gran urgencia de la chichería donde estaba bebiendo. Unos indios, al venir de Tapacarí habían visto dos delgadas trenzas de cabellos, dejadas al aire por el deshielo. Se organizó una partida de carabineros y mineros. Hubo que volar con dinamita el hielo de los alrededores. La maestría de los mineros en el manejo del explosivo, permitió descubrir intactos los dos pequeños cuerpecillos. Juanito tenía todavía nerviosamente sujeta en sus brazos a la Marucha. Helados como estaban, era difícil separarlos y se resolvió dejarlos juntos.
 
Cuando la partida volvió al campamento, las mujeres de los mineros, que no lloran nunca, apretaron a sus hijos, temerosas, contra su seno y rompieron en llanto. Al entierro fue incluso el administrador de la mina. También fue mi padre. Mi madre no quiso que fuéramos nosotros que teníamos cuatro y seis años y quedamos en casa, pegados a ella, sin comprender por qué lloraba.
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