La canoa del diablo

Hugo Villanueva Rada

"Cuentos de Riberalta"

Pedro, el chacarero de la isla “Anterior Vásquez” fue quien primero habló de aquella canoa fantasma. Para aquellos que no son de Riberalta, o para los que son muy jóvenes, hay que hacer una aclaración. La isla Antenor Vásquez estaba ubicada al otro lado del río Beni, frente al pueblo. Hago la aclaración porque la isla ya no existe.

Volviendo a nuestro relato, Pedro Negrete, agricultor que tenía su chaco en la isla, contó lo que ustedes leerán a continuación, sucesos que, según él, ocurrieron en 1933.

Me encontraba en mi chaco que queda en el lado norte de la isla. Serían las seis de la tarde y el crepúsculo pintaba el cielo de un color rojo carmesí. Estaba conversando con un amigo que tenía su chaco colindante con el mío, que había venido a visitarme. Se llamaba Juan Roberto Pacamía y entre los dos habíamos construido un caminito entre ambos chacos.

Estábamos en la orilla del barranco, conversando y contemplando las aguas del río, que, al reflejar el color del cielo, parecían teñidas de rojo. Ya nos estábamos despidiendo cuando algo que vi en el río me llamó la atención:

—      Mira, Juancho, a alguien se le ha escapado esa canoa que va de bajada flotando por medio río.

—      ¡Verdacinga, che!, la canoa va vacia sin nadie que la maneje.

—      Qué pena -dije- que no tenga aquí mi canoa para embarcarme e ir a agarrar a esa otra; mis hijos se la llevaron al pueblo con una carga de plátanos y guineos.

—      Eso no es problema, -dijo Juancho- soy buen nadador y en un ratingo la alcanzo y la traigo.

—      ¡Tené cuidado! -le dije al ver que, después de quitarse la ropa, se lanzaba de cabeza a las aguas del río.

Juancho, después de unos quince minutos de nadar enérgicamente, llegó junto a la canoa y se agarró de la misma. La corriente del río había llevado la canoa unos cien metros abajo del lugar donde yo me encontraba. Luego los perdería de vista porque aquel brazo del río Madre de Dios desembocaba en el río Beni un poco más allá, corriente abajo, donde se producía una curva en el río. Miré la canoa y pude ver que mi amigo ya había subido a la misma y, remando con sus manos, trataba de acercarla a la orilla.

El camino que habíamos construido cruzaba la isla de lado a lado, pasando por el chaco de Juancho. A toda carrera me metí por aquel caminito y minutos después llegué a la casa de mi amigo. Ahí me encontré con su hermano Augusto, le conté lo que pasaba, y éste dijo:

—      Ahí en el barranco está mi canoa. Entre los dos, en un ratingo vamos a alcanzar a Juancho y lo ayudamos a traer la otra. ¡Vamos!

Nos metimos a la canoa de Augusto y nos pusimos a remar. Llevábamos, además, un remo de repuesto para Juancho. La canoa era liviana y entre los dos casi la hacíamos volar sobre las aguas. Dimos la vuelta a la isla y ya nos disponíamos a gritar alborozados, pero...

—      ¿Dónde está la canoa con Juancho? -preguntó Augusto.

El río Beni -en esa parte que pasa frente a Riberalta-tiene una gran recta que se prolonga por toda la parte ribereña de la ciudad, y aún más allá. Yo también miré y, ¡ni rastros de la canoa o de Juancho! La pequeña embarcación no podía haber avanzado más de cincuenta o sesenta metros...

La recta del río tiene más de un kilómetro y medio. Miramos también hacia el lado de la ciudad, pero en vano. Entonces remamos, río abajo, al máximo de velocidad que permitían nuestros brazos y en pocos minutos llegamos hasta la vuelta del primer torno del río. Todo en vano, ¡no vimos absolutamente nada! Hombre y canoa habían desaparecido sin dejar rastros.

Ese acontecimiento fue muy comentado en el pueblo. La opinión de algunos era de que, probablemente, la canoa se había hundido en algún remolino de las aguas, desapareciendo en momentos hombre y canoa. Pero otros no estaban de acuerdo con esta teoría. Sobre todo Pedro Negrete, quien comentó en varias oportunidades con algunos amigos: "En ese trecho del río Beni, toda la vida las aguas corrieron mansas, tranquilas; nunca hubieron remolinos grandes que pudieran poner en peligro a una canoa. A mí nadie me saca de la cabeza de que eso fue obra del maligno".

Un año después ocurrió el segundo suceso de la canoa. Aquella tarde un grupo de muchachos, de entre siete y quince años de edad, se estaban bañando en el río, en el Puerto de la Capitanía.

—      ¡Miren!, -dijo uno de ellos-río va una canoa de bubuya (a la deriva) sin nadie que la maneje.

—      Es cierto, -dijo otro- ¿a quién se le habrá escapado?

Yo voy a ir nadando a agarrarla -habló un muchacho que tenía quince años-; a lo mejor el dueño me paga.

—      Yo voy con vos -dijo otro de su misma edad.

Ambos jóvenes, que eran excelentes nadadores, se lanzaron de cabeza a las aguas del río y comenzaron a nadar hacia la canoa que, llevada por la corriente de las aguas del río, se iba distanciando del lugar en que se encontraban. Los muchachos ya estaban a mitad de camino para llegar a la canoa, cuando uno de ellos regresó nadando con dificultad hasta llegar a la orilla.

—      Qué te pasó, -le preguntaron- ¿por qué regresaste?

—      Es que se soltó mi cadenita con la medalla del Sagrado Corazón de Jesús y de la Virgen del Carmen; por suerte la agarré antes de que se hundiera en el río. Yo iba a seguir con mi medalla en la mano, pero entonces me dio un tremendo calambre en la pierna derecha, y tuve que regresar.

Mientras tanto, Mariano, el otro muchacho, había conseguido llegar hasta la canoa y subirse a ella. De pie sobre la pequeña embarcación, hizo un gesto de saludo a sus compañeros que ya habían quedado bastante atrás en la orilla del río. Lo vieron sentarse y ponerse a remar con las manos para acercar la canoa a la orilla.

—      ¡Pucha che!, -dijo uno de los muchachos- la corriente se lo ha llevado río abajo. Ya falta poco para que dé la vuelta al torno. Tenemos que ir en una canoa a ayudarlo.

—      Es cierto, -dijo otro- pero sólo iremos los más grandes; los demás nos esperan aquí.

—      Yo también quiero ir -dijo casi llorando, uno que sólo tenía siete años.

—      No, -habló el mayor del grupo- ya dije que sólo iremos los más grandes.  Vos sos muy  peladingo y serás solamente para estorbo. Los más grandes, conmigo a la canoa.

Cuatro jóvenes de entre catorce y quince años, con sendos remos, se metieron a la canoa que pertenecía al padre de uno de ellos y, a todo remo, se lanzaron en persecución de la otra canoa. El que remaba en la punta de la embarcación miró hacia adelante, y dijo:

—      Apurémonos más todavía; Mariano no ha podido apegar esa canoa a la orilla y ya está dando la vuelta al torno.

En ese momento, la canoa en que iba Mariano, se perdió de vista al dar la vuelta al torno, lo que hizo que sus amigos redoblaran sus esfuerzos al remar. No tardaron ni cinco minutos en dar, ellos también, la vuelta a aquel recodo del río.

—      ¡Mariano, aquí estamos! -gritó Julio; pero la voz se le truncó al no divisar ni canoa ni pasajero.

La canoa no podía, en ningún caso, haberse distanciado más de cien metros... y sin embargo no había nada en el río cuya recta se prolongaba unos ochocientos metros.

No se encontró el cuerpo del joven, por más que lo buscaron más tarde con varias canoas, y esa noche se realizó el velorio en casa de los afligidos padres de Mariano, que lloraban sin consuelo. Los comentarios eran muchos pues se recordaba también el primer incidente en que desapareció Juancho.

Uno de los niños que había estado en la orilla del río, de pronto se puso a llorar y dijo que estaba con mucho miedo. Le preguntaron por qué tenía miedo, y el respondió que era porque había visto un hombre parado en la popa de la canoa, un hombre enteramente vestido de negro.

—      ¿Y por qué no lo dijiste en ese momento?

—      Porque todos decían que no había nadie. Se iban a reír de mí...

Desde aquel momento esta noticia, corregida y aumentada, cundió por todo el pueblo. La población de Riberalta, por esa época, era de unos tres mil habitantes y nadie sabe de dónde partió el rumor, pero se comenzó a decir que aquel personaje vestido de negro, que por su inocencia el niño había visto, era ni más ni menos que el mismísimo satanás. Desde entonces se comenzó a hablar de la canoa del diablo...

Fray Atanasio, párroco y único cura de Riberalta en aquel tiempo, estaba bastante preocupado con aquellos cuentos sobre la tal canoa. "Ustedes tienen que tener el alma limpia de todo pecado -dijo en el sermón-, tener a Dios y a su Santísima Madre en el corazón. Quien vive en la gracia de nuestro Señor Jesucristo, no teme a nada porque Él es su escudo y lo defenderá de todos los peligros".

A decir verdad, la aparición de la canoa del diablo hizo que la gente acudiera más a la iglesia, y encendió la llama de la fe en los corazones. El devoto y luchador fray Atanasio, verdadero soldado de Cristo que desde su patria, España, había llegado a esta región selvática, dijo:

—      Si alguno de vosotros ve otra vez esa maldita canoa, ¡que me llame inmediatamente!...

Había pasado un año desde el último suceso, ¡y nada!

Hasta que cierto día un marinero de una de las lanchas del río, llegó a toda carrera a la iglesia:

—      ¡Fray Atanasio, fray Atanasio!

—      ¿Qué pasa, qué sucede?

—      ¡La canoa, padre! ¡La canoa del diablo está pasando frente a Riberalta!

Fray Atanasio siempre fue conocido por su gran fe, por su piedad y amor a Dios y a la Virgen María. Al escuchar lo que el nombre le decía, agarró el maletín que siempre tenía preparado y, a toda la velocidad que le permitía su gruesa humanidad, salió disparado, junto con el marinero, en dirección al río.

Allá ya lo estaban esperando con una canoa y cuatro fornidos marineros que ya tenían el remo en la mano. La canoa solitaria, aquella que la gente del pueblo había bautizado con el nombre de la canoa del diablo, continuaba por medio río, bajando a la deriva y encontrándose ya casi a punto de dar la vuelta y desaparecer en la curva del torno.

Los cuatro marineros hacían roncar los remos y, al impulso de los mismos, la pequeña embarcación parecía a punto de querer elevarse sobre las aguas a causa de la velocidad que desarrollaba.

Tres minutos después que la canoa solitaria dio la vuelta al torno, la de fray Atanasio también hizo la curva. Miraron con ansiedad y, ¡sí!, ahí adelante iba la canoa solitaria llevada por la corriente, lentamente, como esperándolos...

Y de pronto ocurrió algo que les puso los pelos de punta a todos: Aquella canoa maldita se detuvo un momento y, a seguir, comenzó a arribar contra la corriente, yendo hacia la canoa que la perseguía. Ambas embarcaciones se estaban acercando. Fray Atanasio, que ya se había vestido con sus paramentos sacerdotales, empuñaba una cruz de madera con la mano izquierda, mientras que en la derecha sostenía una botella de agua bendita. El sacerdote oraba en voz alta; de pronto gritó a los cielos con toda la fuerza de sus poderosos pulmones: "Nuestra Señora del Carmen, Riberalta es tu ciudad, te pertenece, no dejes que el maligno haga daño a los hijos de este pueblo. Pide a tu Divino Hijo que proteja a Riberalta".

Ambas canoas se encontraban ya a una distancia de unos diez metros una de la otra, cuando fray Atanasio clamó: ¡"Dios Todopoderoso, Padre nuestro que estás en los cielos, sé nuestro escudo protector; guía mi mano, Señor!". En forma simultánea, a lo que terminaba de hablar, lanzó la botella de agua bendita que fue a caer dentro de la otra canoa, partiéndose y esparciendo el contenido por toda  la embarcación.  Los marineros, atónitos, presenciaron aquella insólita y dramática escena. Notaron que la canoa del diablo se sacudía como un ser vivo que se estremece; y de pronto se produjo una gran explosión: La fuerza de la onda expansiva lanzó al agua a fray Atanasio y a los cuatro marineros. Cuando asomaron las cabezas a la superficie, un humo negro se elevaba del lugar donde un momento antes se encontraba la canoa maldita y un insoportable olor a azufre llenó el ambiente. Los marineros ayudaron apresuradamente a fray Atanasio a   subir   a   la   canoa,   subiendo   ellos   enseguida. Inmediatamente, y a todo remo, se alejaron de aquel lugar.  Mientras remaban hacia el pueblo iban todos rezando en voz alta el rosario y pidiendo a Nuestro Señor Jesucristo que los protegiera...

Fray Atanasio hoy es sólo un recuerdo en la mente de algunos de los más antiguos residentes de Riberalta. ¿Y la canoa del diablo? ¿Qué pasó con ella? Nunca más se oyó hablar de la canoa maldita. Parecía que Fray Atanasio la había hecho desaparecer del todo. Pero hace poco un campesino, hombre ya de edad madura, que entró a mi taller de relojería, me preguntó:

—      Don Hugo, ¿ha oído usted hablar de la canoa del diablo?

—      Claro que conozco la historia, pero esos son cuentos, ¿verdad?

—      ¿Cuentos? ¡Ojalá!, fueran cuentos. Ayer venía yo de Gonzalo Moreno, localidad que usted conoce y que queda un poco arriba de Riberalta.  Venía remando tranquilamente en mi canoa trayendo plátanos y sandías para vender aquí en el mercado. De repente miro y veo, como a unos cien metros de distancia de donde yo me encontraba, una canoa. No me hubiera llamado más la atención, si no fuera porque vi, como único pasajero, a un hombre todo vestido de negro y que iba parado en la popa de la embarcación. Miré a sus ojos e inmediatamente tuve que bajar los míos. Había algo terrible y maligno en ellos.  Un momento después me animé a mirar de nuevo, pero ya no pude ver nada. ¡La canoa y el hombre habían desaparecido! Remé sin parar hasta llegar al pueblo, y puedo asegurarle que aún me dura el susto...

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