El Diablo Químico

Adela Zamudio

En el primer día creó Dios el cielo y la tierra y separó la luz de las tinieblas; el segundo creó el firmamento; el tercero reunió las aguas en los mares y formó los árboles y las plantas; el cuarto hizo el sol, la luna y las estrellas; el quinto los peces y las aves; el sexto todos los demás animales y después de todo, Dios dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”.

Pero éstos que en la sublime sencillez del Génesis son llamados días, esto es, momentos de la eternidad, comparados con nuestras limitadas medidas del tiempo, equivalen a series de siglos; y fue precisamente en la última de estas grandes épocas, en el momento de la formación del hombre, que ocurrió un incidente sin el cual nunca he podido explicarme la chambonada que Adán y Eva, o si quieren ustedes Eva y Adán, fueron a cometer en el Paraíso con motivo de la manzana.

Dios, en sus inescrutables designios, antes de poner a la criatura racional en posesión absoluta de la suprema felicidad a que la había destinado, y no queriendo que a esta felicidad faltase la íntima satisfacción de haberla merecido, resolvió someterla a una prueba por medio de la cual la alcanzara.

Y a fe que no era poca ganancia la de merecer la bienaventuranza eterna por un simple acto de obediencia a su Creador; por cosa parecida, esto es, por un simple acto de adhesión, la habían conquistado los ángeles. Viéndolo bien, las tales pruebas, más eran una fórmula que otra cosa.

Tengo para mí que Miguel, el jefe de los ángeles que militaron contra los espíritus rebeldes arrojados del Empíreo, fue el mismo que llevó a los infiernos al noticia de la permisión divina que autorizaba al espíritu del mal para que fuese a tentar la obediencia del hombre, criatura recién formada de un poco de barro, y de su compañera, salida de la costilla del primero, que habían sido colocados, rodeados de animales de toda especie, en un paraíso de delicias donde Dios les había dicho: “Creced y multiplicaos”.

Muy fácil de explicarse es que el celeste mensajero que, habiéndose visto un día obligado a descargar el peso de su espada justiciera sobre los rebeldes, los cuales, era natural que le infundiesen cierta compasión como camaradas que habían sido, se apresurase de buena gana a comunicarles una nueva que debía serles agradable siquiera porque les proporcionaba la ocasión de irse a dar un paseito por el fresco. Este exceso de diligencia fue el que ocasionó, en el orden cronológico de los acontecimientos, una alteración de gran trascendencia.

Sabemos por San Gerónimo, que los ángeles fueron creados muchos siglos antes que el mundo sensible y por consiguiente que el hombre, y algunos Santos Padres opinan que su caída acaeció inmediatamente después de su creación; pero, sea como fuere, y aun ateniéndonos a la opinión de Santo Tomás que se inclina a creer que su creación fue al mismo tiempo que la del mundo, si tenemos en cuenta que los instantes de la creación equivalen a siglos de los nuestros, aparte de lo pesado que se hace siempre el tiempo para quien padece, podrán ustedes imaginar el júbilo y algazara (si es que júbilo puede haber en la mansión de las penas eternas) que promovió en el infierno el arribo del celeste mensajero.

Graves autores aseguran que apenas conocida la noticia de tal bulto, se suscitó un altercado de los mil diablos sobre quien debía desempeñar la comisión de ir a tentar a Adán y Eva en el Paraíso; comisión que si bien no eximía al que se encargase de ella, ni por un momento, de la ley de expiación a que estaba sujeto, dando a lo menos nuevo curso a su actividad diabólica, le proporcionaba además, como ya he dicho, la ocasión de salir a tomar aires mejores por fuera, cosa que no dejaba de ser una ventaja.

Hablando en oro, a nadie menos que a Luzbel le correspondía este refrigerio. Sobre él, como promotor de la malhadada sedición, recaía la mayor responsabilidad de las consecuencias que otros sufrían. Los otros, al fin y al cabo, no habían hecho más que seguirle.

Muchos de aquellos ángeles renegados que habían actuado en la rebelión en primer término, se creían, como era natural, acreedores al primer cargo de consideración que se presentase en la carrera, como recompensa de los servicios prestados.

El conflicto, sin embargo, duró poco, gracias a que el interés común estaba fundado en el éxito de la empresa.  Tratábase nada menos, que de reducir a la perdición a nuestros padres y con ellos a todos sus descendientes; es decir, de establecer, por medio del pecado, una especie de vía de comunicación, que poniéndolos en relaciones con la tierra, les proporcionase el entretenimiento de ver en adelante todos los días caras nuevas. ¡Lucidos estaban ellos si, a más de todos sus tormentos, se hubiesen quedado como ciudad sin ferrocarril, reducidos a la monotonía aterradora de la eternidad!

Al revés de lo que pasa entre nosotros, túvose, pues, en cuenta, ante todas las consideraciones, la de la competencia, y la delicada misión, fue confiada a Lucifer, el jefe; acordándose de que en caso de insuficiencia, llamaría en su auxilio a los principales corifeos o cabecillas del Infierno.

Arreglado así el personal diplomático ya me lo tienen ustedes al muy tunante, sonriendo con malicia, al disponer su equipaje de picardías para largarse por esos mundos de Dios con dirección al Paraíso.

Cuando llegó a él, lo primero que llamó su atención, a pocos pasos de la entrada, fue su propia figura retratada en una fuente cuyas aguas se deslizaban, puras y tranquilas sobre un lecho de césped, yendo a perderse bajo la sombra de una deliciosa enramada.

Desde aquellos sus buenos tiempos que no podía recordar sin un estremecimiento de horror por todo lo que después había pasado, era la primera vez que se miraba al espejo y al hacerlo, el pobre, quedó tristemente impresionado. En mucho rato apenas pudo recobrarse; tal era el sello de fealdad repugnante que su pecado, y las miles pellejería en que se viera, habían impreso en él. Pensó que, mal encarado y lleno de tiznes, como estaba, su aspecto era muy poco tranquilizador. Por bobos y confiados que Adán y Eva fuesen, iban de seguro, a tomarle, desde luego, por un mal sujeto, lo cual no convenía a sus planes.

Avanzó, pues, cautelosamente por detrás del follaje procurando no ser visto y alargando el pescuezo atisbo largo rato en todas direcciones. Pronto se convenció de que sus precauciones, por el momento, eran inútiles. El portador del permiso divino se había apresurado más de lo necesario; Adán y Eva no estaban aún en el Paraíso.

Indeciso como todo el que no sabe hasta qué hora ha de esperar, echóse a vagar por el espacio, y vagando y más vagando se encontró de repente en frente de un espectáculo inesperado que le dejó atónito y deslumbrado. En el sombrío horizonte de la eternidad se alzaba, imponente y grandioso, un pórtico de luz cuyos dinteles acababa de pisar. ¿A dónde conducía? ¡Oh dolor! ¡Oh profanación! El maldito aventurero, aprovechándose de la autorización de buscar al hombre en su origen y tentarle, había ido a dar sin saber cómo, con las puertas sacrosantas del laboratorio Augusto en que el Supremo Artífice elaboraba la obra estupenda con que quería coronar su creación.

¿He dicho laboratorio? perdóneseme esta expresión indigna de los objetos indefinibles a que me refiero. Incapaces de concebir nada más allá de nuestras facultades, hay en nuestra naturaleza tendencia inevitable a revestir lo desconocido, lo divino, de las formas humanas.

Como iba diciendo, el diablo, sin saber cómo, pisaba los dinteles del Sacro Recinto. El muy patudo, a pesar de su descaro, quedó de pronto un poco amedrentado de tamaño atrevimiento, pero poco a poco fue animándose a entrar. ¡Que feo vicio ha sido siempre la curiosidad!

Un incomprensible espectáculo se ofrecía a sus ojos en el interior del vasto recinto. A ambos lados de la entrada, un intrincado laberinto de extraños objetos se dilataba hasta perderse de vista. Los más sobresalientes eran unas como redomas transparentes que traslucían las substancias de distintas densidades y colores en ellas contenidas.

Vuelo a hacer uso de palabras cuyo significado es determinado y mezquino con relación a lo que quiero expresar. “Es el peligro de referirse a objetos de naturaleza inconcebible. Con razón ha dicho un filósofo que "el vocabulario humano, aplicado a la Divinidad, desentona a cada momento”.

Estas redomas o depósitos, como ustedes me permiten llamarlas, vaciaban unas en otras su contenido, gracias a la disposición de su nivel respectivo, más o menos lentamente, por medio de una complicada red de conductos cuyas direcciones apenas se podían seguir con la vista.

El Diablo se adelantó receloso e indeciso por temor a ser sorprendido; pero luego pudo convencerse de que se hallaba completamente a solas, y cobró más atrevimiento. Colocando el pie en un extremo de la red de conductos de que he hablado, fue encaramándose poco a poco sobre la más elevada de las redomas que era la primera de la larga fila. En el fondo de ésta, limpia y transparente, brillaba una esencia celeste; más apenas osó comenzar a alzar su tapa, el condenado lanzó un terrible estornudo cayendo al suelo de bruces, como herido por un rayo. Bajo la augusta bóveda del Sagrado Recinto, el ambiente se había inundado de un aroma penetrante. Aroma desconocido, ¡ay! demasiado conocido para él. Debía contener algo de la esencia de los jardines del cielo, porque resucitó en él un pasado de felicidad suprema, y lejos de producirle una sensación agradable, le hería con el agudo aguijón del remordimiento. Después de este incidente asaz patético, el Diablo, tratando de recobrarse se levantó con el rabo entre piernas, rascándose detrás de las orejas. El chasco le empezó a dar más ganas de hacer una de las suyas, y volviendo siempre la cabeza a todos lados, por temor de una sorpresa, continuó su temeraria y sacrílega exploración. Algunos momentos después se había hecho cargo, hasta cierto punto del objeto de aquel inmenso aparato.

Un poco más debajo de la hermosa redoma, que había intentado destapar, se veía otra en la cual se vaciaban a un mismo tiempo y por dos lados opuestos dos substancias diferentes. Por un lado y por medio de un ancho tubo caía bruscamente en su interior un polvo obscuro y grosero por otro destilaba sobre este la esencia pura y celeste de la primera redoma, que empapándolo poco a poco, iba convirtiéndolo en masa pesada.

El Diablo que se había inclinado a examinarla se quedó pensativo.

Es de advertir que en ese entonces no poseía instrucción alguna; hoy mismo todos repetimos que más sabe por viejo que por diablo. Ni siquiera contaba con el empirismo de que ahora saca tanto partido. No entendía jota de ciencia. Si le hubiesen hablado de Sicología y Fisiología, y de los esfuerzos que algún día harían los sabios por determinar los límites respectivos de estas dos ciencias, se habría quedado en ayunas; pero la intuición clara y sencilla de las cosas divinas de sus tiempos de bienaventuranza, le dotaba de cierta perspicacia natural aguzada por su malicia y con esto tenía de sobra. El descubrimiento que acababa de hacer le dio en qué pensar; porque ya no abrigaba duda alguna respecto a la significación de lo que tenía delante.

— ¡Hola, hola!, -se dijo-: por lo visto, el barro de que va a ser amasado el muñeco no es un barrito de tres al cuarto como otro cualquiera, hecho con agua común. Aquí la materia grosera está empapada de esencia divina. Y se quedó muy preocupado.

—La naturaleza terrena penetrada de la naturaleza Divina, volvió a decirse, de modo que en el misterio de sus manifestaciones no pueda determinar sino a medias, los puntos de tan íntimo enlace. ¡El ángel y el bruto! El diablo, a fuerza de cavilar, se volvía elocuente.

La redoma del barro misterioso tenía un rótulo que en caracteres fuertemente grabados decía así;

Instinto de conservación

Esto es lo primero que arranca de las entrañas del ser humano, murmuró y continuó examinando con atención; no ya por mera curiosidad; se le había ocurrido una idea, lo importante que le era conocer de qué masa se hacía el adversario cuya voluntad iba a probar y contra el cual se preparaba en campaña.

El barro del instinto pasaba a una segunda redoma. El rabudo no había escarmentado y poniendo la garra en su tapa asomó a ella el hocico. Casi le salta a las narices. El instinto de conservación al pasar a esta redoma, había adquirido una notable fuerza expansiva. En un rótulo decía:

Instinto de sociabilidad

Pasó a examinar la redoma contigua en cuyo rótulo decía:

Amor a los semejantes

El Diablo frunció el ceño. ¿Por qué era que el barro del instinto se convertía en esta, en un líquido suave y transparente? Era necesario que tal transformación se debiese a un nuevo elemento. Se empinó cuanto pudo y examinó los alrededores - en frente de él y bastante lejos entre el laberinto se alzaba otra cuyo contenido venía a mezclarse gota por gota con el amor a los semejantes. -Avanzó poco a poco y subió hasta ella. Una especie de fluido, tenue, sutil, casi imponderable la llenaba. En su inscripción débilmente delineada se leía así:

Sentido moral

El rincón que ocupaba, rodeado de obscuridad misteriosa, era tan lejano que el Diablo tuvo miedo y retrocedió. Deseoso sin embargo de averiguar de qué fuente procedía aquel fluido se detuvo a observarlo y le parició que el conducto que lo traía se perdía en dirección de la esencia divina.

El Diablo bajó otra vez hasta la redoma del Amor a los Semejante, la cual repartía su contenido en nuevos depósitos. Uno de ellos, al ser destapado, despidió un perfume suave y vivificante, (no hay para qué repetir que estos olores no le producían buen efecto). Era la esencia del cariño a los semejantes condensada hasta un grado intensísimo. Se leía:

Amor a la familia

Dicha esencia, al pasar sucesivamente a otros dos depósitos contiguos, iba adquiriendo la fuerza expansiva que ya había tenido ocasión de notar. El primero se llamaba amor a la tribu y el segundo, mucho más grande:

Amor a la patria

En idas y venidas tuvo ocasión de hacer nuevas observaciones. Los tubos o conductos que, partiendo del primer instinto comunicaban unos depósitos con otros, llenaban letreros que decían: noción del tiempo, del espacio, del número, etc., etc..

Iba entendiendo cada vez mejor.

—Por lo visto, se dijo, las facultades del conocimiento (no dijo cognitivas porque no entendía de tecnicismos) se forman y desarrollan por el movimiento de la substancia al avanzar en los tubos. Estas nociones se juntaban más adelante en un obscuro depósito, cuyo rótulo, apenas legible, decía así:

Sentimientos indefinibles

A él iban a dar también otros lindos tubos transparentes en que se leía: noción de los bello, de lo bueno, de lo verdadero, etc., etc. Todo el contenido del misterioso depósito se vaciaba en un ancho tubo en que decía: Idea de Dios. Este se perdía en la semioscuridad hacia el lado de la hermosa redoma del sentido moral.

El Diablo se asustó un poco y retrocedió, cambiando de dirección. De pronto, entre el laberinto de redomas, vio una que se alzaba, radiante de luz, como un astro. Contenía un líquido tan puro, que parecía que hasta él no había llegado un átomo del fango primitivo. En su rótulo se leía esta hermosa palabra:

Caridad

Su principal elemento venía del amor a los semejantes, pero el sentido moral la enriquecía con nuevas combinaciones por medio de una intrincada red de conductos.

El Diablo extático al verla, se mostró luego desconcertado y poseído de visible mal humor. Había tomado el partido de marcharse, y quiso dirigirse hacia la puerta; pero era tal el enredo de tubos y redomas que le rodeaban, que le fue imposible hacerlo sin dar una gran vuelta. Al llegar a la puerta se detuvo junto al grupo de redomas que había examinado al entrar y desanimado y mohíno, se sentó junto a una de ellas.

— ¡Tanto aparato y tantas combinaciones y trabajo tan complicado, todo para concentrarlo en unas cuentas libras de substancia, en unos cuantas tejidos destinados a formar la armazón de un muñeco de barro!

—Esto se llama esmerarse, pensó para sí -esmerarse para burlarse de uno; ¡qué voy a conseguir contra un sujeto hecho de tales elementos!

Se hallaba tan desanimado, que, a no ser por la vergüenza de presentarse en derrota a sus compañeros, se habría largado en seguida a los infiernos.

— ¡Ah! ¡En dónde estaban los ángeles guardianes de la humanidad que no acertaron a presentarse en aquel momento sacando a puntapiés al condenado antes de que lo echara todo a perder! Pero Dios lo había permitido, sin lo cual nada hubiera sucedido.

La redoma a cuyo pie se había sentado era una, grande y hermosa, en cuyo rótulo se leía: Amor Propio. Ocupaba una posición central, notándose bien claramente que servía de base a multitud de combinaciones. En ella se vaciaban varios tubos que laborando el conocimiento en distintos grados, la enriquecían con su contingente. En aquel laberinto se hacía casi imposible determinar qué sentimiento o conocimiento nacía antes que otro, pero era indudable que todo aquel enredo tenía por punto de partida el instinto de conservación.

Cerca se veía un grupo de redomas vacías aún, limpias y transparentes. ¡Quién puede decir a qué nuevas admirables combinaciones estaba destinadas! ¡Oh, momento fatal! El Diablo tuvo la maldita ocurrencia de servirse de una de ellas para un examen más prolijo. - Fijo la vista en una y cogiéndola por sus asas, la sumergió toda en la redoma del amor propio hasta llenarla; pero al levantarla en alto, el fuerte sacudimiento que agitó su contenido lo enturbió repentinamente. El líquido presentó al punto aspecto diferente. Fatalmente había ido a dar con la substancia más susceptible de alteraciones. El maldito se puso en observación. Una violenta sacudida al amor propio podía ser fecunda en resultados.

—Lo que se ha producido aquí, se dijo, es obra mía. Y colocando la redoma en el suelo la miró por todos lados.

—Esto es mío, sí, mío, murmuró, animándose por grados. Y proponiéndose hacer algunos otros experimentos, pasó a examinar otra redoma próxima. En el interior de ésta, el amor propio, combinado con elementos más suaves, aparecía notablemente purificado. En su rótulo se leía:

Dignidad

Cada vez más osado, probó a cerrar las llaves de los conductos de los elementos que contribuían a formar este compuesto, dejando sólo abierto el del amor propio. Al momento, la rodoma de la dignidad sufrió perturbación visible. Con toda impavidez cogió otra redoma vacía y la introdujo en la primera llenándola de su líquido visiblemente alterado por el exceso de dignidad que se había producido en ella. Luego la puso en el suelo y se enderezó hinchado de satisfacción.

Aquel desvío de la dignidad, que el Diablo acababa de inventar, era el Orgullo.

Luego tapó el último conducto que comunicaba con la dignidad dejándola completamente aislada. De su líquido así estancado, llenó una tercera redoma que empezó a exhalar un olorcillo a podrido nada agradable al olfato. Aquello era el Egoísmo.

Volvió a poner la dignidad en comunicación con los tubos que había cerrado, y cada vez más animado, llenó de ella una tercera vasija, en la cual no sabiendo qué más hacer, se le ocurrió meter el dedo para probar con la lengua. Esta vez sí, que se produjo en la dignidad una verdadera combinación química. Adquirió un color subido y un olorcito acre y picante de los mil demonios.

Aquello era la Soberbia. El Diablo abrió tamaño ojo.

Ya he dicho que no entendía jota de ciencia. Después se metió a alquimista, como sabemos, pero para eso debían pasar muchos siglos, por lo que hace a la ciencia, nunca ha sabido palabra y menos aún entonces. No entendía de afinidad electiva ni del principio químico de que, de la composición de dos substancias resulta una tercera cuyas propiedades son completamente opuestas a las de cada una de las componentes; pero, a pesar de su ignorancia, comprendió al punto que la transformación producida en la última redoma, era debida al contado de su propia substancia, y tomó nota de este descubrimiento.

Estaba entusiasmado, le dio ganas de meter la mano al bolsillo para sacar un cigarrillo y fumarlo mientras hacía una pausa, pero como no se había descubierto todavía el tabaco, tuvo que contentarse con frotarse las manos con satisfacción.

En seguida se puso a trasegar vasijas unas en otras, a probar, a combinar, y por último, no sabiendo que más inventar, tomó una redoma vacía, la más grande, mezcló en ella todas sus combinaciones y después de observarla y examinarla cien veces, acabó por lavarse en ella las manos; de lo cual resultó un menjurje detestable de un hedor endiablado.

El inventor, después de oler y paladearlo, se cuadró con aire de importancia, y, de puro gusto, empezó a atusarse las cerdas del bigote. No había visto, olido, ni probado cosa que fuera más de su gusto.

Aquella inmundicia que apestaba era la Vanidad.

Después de esto pasó a examinar un nuevo grupo de redomas. Había perdido toda timidez y procedía con la misma impavidez que si se hallase en su propia casa.

Pero, sería largo seguir relatando minuciosamente sus fechorías, bástame decir que, cada vez más engolosinado en ellas, sirviéndose de los menjurjes que su malicia había inventado, fue de vasija en vasija alterándolo y transformándolo todo. Metió las manos, sucias de vanidad, en la noble Emulación y resultó la envidia; - agregó egoísmo al legítimo instinto de la Posesión y se produjo la Codicia. - escupió en el Amor a los semejantes y se hizo el Odio, etc., etc.

Cerca de la emulación se detuvo al fin. Era para contemplar una redoma que veía por la primera vez; aún más limpia y hermosa que la de la Caridad, de la cual procedía. Era la esencia de la caridad sublimada a tal punto, que, aun a través de la tapa, esparcía un perfume embriagador. En su rótulo estaban grabadas estas hermosas palabras:

Abnegación. - sacrificio. - heroísmo

El Diablo no se atrevió a tocarla.

De repente, al dirigir la vista hacia un lado, se quedó deslumbrado. En medio de aquel laberinto de tubos y redomas, acababa de descubrir un objeto colosal, maravilloso, espléndido. Una redoma, la más grande, la más hermosa de todas las que hasta entonces había visto. Paso a paso, sobrecogido de admiración se aproximó a ella.

En su interior, con abrillantados y múltiples reflejos, bullía un licor delicioso.

Desde el primer instinto de conservación hasta la esencia de la abnegación que la enriquecía abundantemente, apenas había substancia que no fuese a afluir en esta redoma que era como el corazón del complicado mecanismo. Si apenas, hasta aquel punto había hallado una substancia que pudiera considerarse simple, esta era la más compuesta de todas. Era el agregado inmenso en que todas, o casi todas se mezclaban. Sus efectos debían ser los más complejos, y por consiguiente, los más poderosos.

El Diablo la contemplaba alelado; pero luego tuvo la audacia de encaramarse sobre ella y mover la tapa. Al instante, en el olor vivificante que se escapó de adentro, creyó descubrir el principal de sus elementos.

—Aquí hay algo del fluido misterioso, alma de los mundos, de que su Divina Majestad se sirvió para ensalzarlos y equilibrar sus movimientos al lanzarlos en el espacio —se dijo en tono concienzudo; y bajando hasta el suelo, la contempló otra vez con asombro haciendo visajes.

En su lujoso rótulo se leía está sola palabra:

Amor

—Esto no puede quedar así, se dijo el Patudo de mal humor.

—Es preciso alterar su pureza por algún medio; de otro modo, no habría negocio.

Y volviendo hasta el sitio en donde había dejado los menjurjes de su invención, hizo con ellos una sucia argamasa, mezcla de egoísmo, de orgullo, de codicia y otras impurezas, y lo deslió todo en una redoma llena de vanidad. Alzando ésta luego a pulso, fue a echarla íntegra en la hermosa redoma del amor.

El delicioso néctar se enturbió al instante de un modo lastimoso; aunque después, poco a poco, fue recobrando aparentemente transparencia.

—Ya no hay cuidado, exclamó entonces el Diablo con aplomo infernal, ya podemos divertirnos. No habrá un solo átomo de amor en que no vaya mezclado algo de lo mío.

Lo que el Diablo acababa de hacer en la hermosa redoma, era un como si dijéramos, pervaniduro de amor - o sea, el compuesto más cargado de vanidad de todos los inventados.

Hecho esto, la pareció que había hecho lo bastante, y para concluir, fue vertiendo una cantidad del correspondiente de cada uno de los vicios que había inventado, en cada uno de los sentimientos que le había servido de origen; de modo que éstos, al repartirse en otros derivados, arrastrasen en sí el mal germen que había sido depositado en su fondo.

En seguida colocó seguidamente las redomas vacías en el sitio en que las había encontrado a la entrada, y dejándolo todo, aparentemente tal como estaba, se disponía a largarse afuera cuando, al echar una última ojeada a su alrededor, se fijó en una región que dejaba sin explorar, y se dirigió a examinarla.

Allí halló un grupo de redomas más frágiles y delicadas.

Dos le llamaron, desde luego, la atención por su belleza. Una era azul y esparcía un suave olor a violetas. En su rótulo se leía: Modestia. En el de la otra, que contenía una bellísima esencia sonrosada, decía: Pudor. Esta última iba a vaciarse por un ancho tubo, en la gran redoma del amor.

El condenado, incansable en sus experimentos, se fue otra vez hasta donde estaban las redomas vacías. Tomó una, en la que había quedado una borra de inmundicias, en la que predominaban la Ambición y el Interés Propio y volviendo hasta la modestia, la colocó junto a ésta; en seguida a falta de otra vasija y queriendo acabar pronto, se sacó el chambergo y sumergiéndolo en la redoma azul, echó modestia en la sucia vasija, agregando en seguida algo de pudor; y arremangándose la chaqueta, metió en ella el brazo negro y velludo y se puso a menear con ímpetu infernal y esperó luego a que el líquido reposara.

Por una rara particularidad, esta última mezcla conservó la agradable apariencia de la modestia; lo cual bastó para que el Diablo, cambiando de fisonomía, se pusiese al instante en seria observación. Parecía que se le había ocurrido alguna idea brillante, porque sus ojos, fosforescentes y horribles, se iluminaron de alegría infernal. Metió otra vez la garra en el líquido, y lo olió y observó con el creciente interés de quien quiere convencerse de una sospecha.

— ¡Eureka! Exclamó de repente, me parece que esto era lo que necesitaba.

Y dueño al parecer del secreto de este último compuesto, pasó a un nuevo procedimiento. La substancia de cada una de las redomas en que había echado algo de lo suyo, había cambiado de aspecto; es decir, que por muy soluble que cada vicio fuese en la virtud correspondiente, sin necesidad de agentes ni reactivos, se descubría la alteración o transformación que ésta había sufrido, cosa que no podía menos de inquietarle sirviéndose del chambergo, fue echando, en cada una de ellas, un poco del compuesto últimamente inventado y todas recobraron su primitiva apariencia.

Con este último descubrimiento, que dejaba ocultas sus anteriores fechorías, quedaba sellada su obra.

Volvió hasta el depósito que había dejado junto a la Modestia. Hacía piruetas y visajes horribles de alegría. Parecía un loco.

— ¡Muchachos! Exclamó a media voz. Ya podemos entrar en campaña. ¡Qué demonio! con todos los malos gérmenes que yo había puesto en la organización del sujeto, no las tenía todas conmigo. Pero ahora, ya es otra cosa; ya no se trata de luchar frente a frente ni a cara descubierta.

— ¡Ya estoy viendo lo que va a suceder! ¿Alguno quiere combatirnos? ¿Alguno se levanta del nivel de la muchedumbre? ¡Abajo en nombre de la verdad! ¡Abajo en nombre de la Patria! ¡Abajo en nombre de Dios!

Se había subido sobre la redoma y peroraba a más que mejor como si tuviera delante una legión de demonios.

El Diablo tenía razón para estar tan contento. Sin el último de sus descubrimientos todos sus manejos habrían resultado inútiles. Proclamar el mal en nombre del mal, hubiera sido una gran chambonada. En adelante, más crímenes se cometerán en nombre de Dios que en el del Diablo.

Los que acababa de descubrir era la Hipocresía.

Por fin, repuesto de su acceso de alegría, mirando a todos lados por si alguien le había oído, se bajó, y dando por terminada su obra, se encorvó sobre la hipocresía y se lavó con ella la cara.

Al instante adquirió la apariencia de una serpiente.

Estaba aún más horrible con aquella careta.

—Ahora vamos a acechar desde la sombra, dijo, frotándose las manos con alegría tan diabólica, que al frotarse produjo una llamarada.

— ¿Quién ha encendido luz en el laboratorio? Se preguntaron dos ángeles que a la sazón pasaban por ahí cerca; y acudieron a ver lo que ocurría; pero cuando ellos entraron, todo estaba al parecer en su lugar. -No encontraron de nuevo más que un pronunciado olor a azufre, y un bulto negro, especie de murciélago que pugnaba por escapar por una de las ventanas.

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