Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Josermo Murillo Vacarreza
Cuando estuvo en el colegio de instrucción secundaria era un muchacho vanidoso, pero tenía disciplina. Al concluir sus estudios solía frecuentar pobres tabernas donde bebía como los mayores hasta horas avanzadas; era muy posible que entonces ya supiera embriagarse un poco.
No concurría sino a muy pocas clases; llegaba desganado y sólo se entusiasmaba cuando relataba a sus compañeros esas aventuras que los adolescentes envidian. Pero, pese a su inteligencia constantemente alerta, se cansó de estudiar.
Sus condiscípulos volvieron a encontrarlo en un comercio cualquiera. Siempre les hablaba de grandes aventuras que los muchachos iban a oírle seducidos por todo lo que para ellos era todavía tan desconocido.
Un día no estaba ya en su habitual ocupación. Ambulaba por las calles con pasos flojos. Después de largos meses de holganza volvió a otro empleo menos activo.
Ya no contaba tan atrayentes historias y parecía que sus fanáticas narraciones se hacían manidas y sin interés. Sus condiscípulos en el borde de la vida mayor, ya habían gustado trozos de lo que parecía exclusivo de ese hombre prematuro. Los rezagados por su timidez hallaban todavía en el acervo de su amigo algo que podía serles ameno.
Mientras tanto había caído a otra ocupación inferior. Su rostro se congestionaba poco a poco cuando sus amigos tenían el suyo tan fresco y recién afeitado.
No sorprendían sus intemperancias. Bebía en los tugurios y le gustaba cantar para distracción de la ebria banalidad de sus compañeros de holgorio. Después, cada uno atraído por los opuestos senderos de sus necesidades y proyectos, se desvincularon de tal modo que, cuando volvían a encontrarse en citas casuales, ya no eran los muchachos íntimos sino simplemente los antiguos amigos de colegio, con la incipiente gravedad de las cosas serias y de las circunstancias desnudas.
Él había desaparecido algún tiempo; lo vieron de nuevo más desaprensivo en su traje y casi siempre sucio. Por último se perdió de la ciudad sin dejar huellas claras de su rumbo y por donde nadie se habría interesado en perseguirlo.
Como un guijarro de montaña repecho abajo, trompicó en donde pudo asirse y luego cayó en el fondo. Presentóse un día al administrador de esa mina enorme y compleja en que miles de hombres desgarraban las entrañas de los cerros.
Estaba andrajoso y enflaquecido. Sonreía con cierta timidez en tanto el administrador le hablaba indiferente. Cuando se despedía, obtenido un trabajo de peón, le retuvo la mano para decirle:
—Ya no quieres reconocerme porque estás en buena situación.
El ingeniero, en verdad, no lo reconocía. Hasta su nombre había perdido importancia en su memoria.
— ¿No te acuerdas?
Pero el administrador no recordaba. Volvió a leer el nombre en la libreta que, abierta aún, tenía en la mano; no le despertaba ninguna imagen antigua.
—Fuimos condiscípulos en colegio. Tú eras el más pequeñito y el más callado. ¿Recuerdas?
Con un esfuerzo enorme por fin pudo encontrar un detalle y lo recordó todo. Se detuvo penosamente sorprendido comprendiendo los avatares de ese hombre.
—No deberías beber más —le dijo. Regenérate.
Después de algún tiempo te daré un trabajo de empleado. Ganarás un buen sueldo y te harás un porvenir estable. Igual como se dice a todos los caídos, porque el administrador hablaba con uno de éstos.
En los establecimientos de las minas todo se mueve con un estrépito que ensordece. En el in-menso ingenio tendido en una suave y amplia pendientes muchas máquinas vibran como si tuvieran latidos impacientes y febriles.
Cataratas de agua se forman en los canales de madera y caen en grandes depósitos de donde pasan a superficies tremantes de las que se descuelgan arrastrando el metal pulverizado en cabrilleos tornasolados. Hornos cuyos hogares rugen con el formidable tiro de sus chimeneas tan elevadas que parecen oscilar en el espacio; máquinas y motores, poleas múltiples contra las que, en el vértigo giróvago de las ruedas, restallan las transmisiones y las poleas. Pitazos y voces humanas, gritos y confusión de ruidos sincrónicos en medio de los cuales los dos mil obreros son pigmeos que ambulaban por entre el dédalo de los cobertizos y el suelo polvoriento y negro.
Pero éste es un trabajo que se recibe con grata impresión; lo duro está en el fondo de las minas; allí hay que bajar al amanecer y salir sólo cuando el sol se ha puesto. Son ejércitos los que se traga la ancha bocamina de piedra poteada.
Él entró su primera mañana. Un convoy eléctrico lleva a los mineros por una larga extensión subterránea; luego un ascensor que baja vertiginoso cruzando varios socavones hasta alcanzar increíbles profundidades. La montaña está hora-dada por mil agujeros y otras galerías donde los hombres son como hormigas.
Capataces expertos van distribuyendo los contingentes en los diversos planes y socavones. Cada uno conoce, con la misma familiaridad que su casa, el rincón oscuro y profundo donde debe perforar la roca, manejar motores, locomóviles o ascensores. Dentro de la tierra hay una verdadera red de vías, de cables eléctricos, de tubos y caños de aire comprimido, y en cuyos vericuetos hay hombres de cuya exactitud en su trabajo de-penden varios centenares para no precipitarse en el fondo de los piques o pozos profundos o para no chocar en la velocidad de sus traslados en convoy.
Ingenieros minuciosos y controlados por muchos más, han calculado al mínimo la fuerza de todos esos impulsos, el rendimiento de esa coordinación de fuerzas humanas y mecánicas, y la seguridad de todas las vidas.
Allá comenzó a trabajar él. Al principio carecía de fuerzas y experiencia; lo dedicaron a llenar con su pala la concavidad de los carros decóviles con el metal acumulado en la estrechez de las galerías o en la amplitud de los “saloneos”, tan grandes como plazas bajo la tierra y cuyas bóvedas no alcanzan a descubrir, de entre las cerradas negruras del subsuelo, los poderosos haces de la iluminación eléctrica.
La mina estaba llena de toda clase de repliegues donde era sencillísimo extraviarse si uno se aventuraba más allá del paraje que le habían indicado como un camino fijo. Como las ramas infinitas de un árbol viejo, de una galería arrancaban otras, de éstas, nuevas, así hasta el infinito. No todas las galerías eran verticales; unas descendían en bruscas pendientes, otras subían como buscando la cumbre del cerro por dentro, y muchas caían de golpe, a pico, donde sólo el hombre experto en minas sabía encontrar ingenio para sortearlas, porque muchos de estos boquetes se habrían casi a todo lo ancho de una galería y para pasar por encima de ese pozo abismal había que utilizar una vereda hecha en salientes de roca donde el paso inseguro tenía que ser fatal.
No en todas partes de esta galería era posible ni necesario llevar luces. Había muchas que estaban abandonadas desde tiempos viejísimos, y como nada había que arrancar allí a la avaricia del subsuelo, las más estaban abandonadas y .con el paso prohibido.
En otras, la actividad era inmensa. Con perforadoras a presión neumática los mineros, tendidos de bruces en la estrechez del socavón en el que era imposible arrodillarse siquiera, destrozaban la roca y ensanchaban la galería; en otros lugares verdaderos guardaagujas de los trenes subterráneos regulaban el sendero de estos convoyes; algunos animales de tiro, enterrados vivos desde dos o tres años, tiraban de carritos por una vía trillada una y mil veces y que ya la sabían de memoria; animales tristes, de ojos lánguidos quizá empequeñecidos como los de los topos ante la inutilidad de ver, que comían con desgano y que dormían respirando ese polvillo ácido de las grandes profundidades.
En estas y bajo la mole enorme de los cerros el espíritu de los mineros fantasea; hay supersticiones de toda índole. El alucinado por su prolongado alcoholismo, también había creído en todas las fábulas que en el breve instante de reposo decían los demás.
Sabía también que, a pesar de la estricta vigilancia de los capataces, siempre era posible llevarse en los bolsillos puñados de metal que luego se vendían clandestinamente a los rescatadores.
Muchos depósitos había dentro de la misma mina que los ingenieros guardaban con el mismo pro-pósito con que, descubierta una veta, la destinaban para después, dentro del cálculo de las emergencias industriales.
Por eso, cuando sus compañeros se tendieron bajo el piso sinuoso de la galería para descansar masticando una a una las hojas de coca que adormecen el hambre, él saltó la pequeña tapia que impedía a medias la entrada de una galería lateral por donde en muchos años nadie trajinó, y alumbrado por la luz parpadeante de su lámpara de acetileno, fuese a lo largo impulsado tal vez por una morbosa curiosidad.
Grueso y carcomido maderamen sostenía el peso de la roca; las exudaciones de la humedad brillaban fugases a la luz de su lámpara; rieles angostos estaban casi hundidos entre los guijarros y el polvo. Las pisadas se apagaban quedas y solo la luz se extendía hasta agonizar en la obscura oquedad; se detuvo ante la inmensa entrada de una nueva galería; subió por ella hasta encontrar un gran espacio del cual partían muchos socavones; suspendió la lámpara para iluminarse mejor y optó por una entrada cerca de la cual había un viejísimo tablero lleno de agujeros y dos clavijas, que otrora sirviera a los mineros para ir anotando tal vez sus jornadas, quizá los quintales de metal extraído o quien sabe qué otra contabilidad rutinaria y analfabeta.
Fuese por esa vía siempre examinado la bóveda de la que colgaban raleados goterones duros y brillosos, de pronto con el pie en falso se hundió en un pique.
Su cuerpo chocó en las salientes y en una suprema e instintiva ansia, quedó asido a una que emergía de las paredes del pozo. Su lámpara había caído de la cintura y se apagó.
Colgado sobre el abismo hurgó la oscuridad con sus pies, pero no encontraba sino el vacío. Intentó apoyarse en las paredes para salir hasta la superficie, pero el pique era ancho y no pudo hallar ninguna saliente donde forcejear.
Entonces, con todo el acopio de sus fuerzas y de su cuerpo adolorido, pudo apoyar el vientre en el madero y sosteniéndose en la pared logró ponerse de pie. Pero sus manos buscando en lo alto no encontraron tampoco el borde de la cima.
No sabía cuántos metros había caído: presentía bajo sus pies una espantosa profundidad. Así estuvo intentando salvarse mucho tiempo, pero se fatigó.
Entonces, cansado y con decepción, se sentó cuidadosamente en la viga; pero ésta en la espera larga, parecía que se le internaba en las carnes; volvió a colgarse sobre el vacío, pero sus pies no podían encontrar el fondo, que debía estar lejos. Volvió a sentarse, más hábil que al principio, para este ejercicio. Esperó; no sabía en verdad qué. Sólo que esperar. Sin embargo, volvieron a dolerle las carnes. Tornó, a incorporarse, arañó con sus manos la pared sin fin, recorrió en equilibrio audaz la breve extensión de la viga, como si después de ella algo hubiera podido hallar, pero tuvo que detenerse ante el espacio vacío.
Prefirió entonces gritar, pedir auxilio. Pero su esfuerzo podía hacerle oscilar de tal modo que perdiera el equilibrio: para no cansarse se puso a horcajadas. Estaba realmente cómodo. Entonces gritó, gritó con todos sus pulmones. Su voz tuvo una resonancia débil.
Gritó desgañitándose, atropelladamente. Gritaba sin descanso. Adolorida su garganta púsose a escuchar. ¿Podrían oírlo?
Esperó tal vez una hora, tal vez un largo minuto de ansiedad. Pero no llegó nadie. Volvió a gritar con fuerza, a agitar el silencio dormido de esas profundidades, a sacudir esa crueldad de la tierra con sus lamentos dislacerantes, elevó el timbre, prolongó las sílabas.
Nuevamente hizo una pausa esperando una hora, dos, tres. No vino nadie.
Repitió los gritos con todo su ímpetu. Llenaba sus pulmones, se sacudía, congestionaba el rostro con el esfuerzo, le ardían los ojos, le dolía la garganta, gritaba sin que ni el eco vibrara en el aire muerto de las galerías.
Tal vez alguien se aproximaba buscando con su lámpara el lugar de donde partían los gritos. Había que esperarlo. Y lo aguardaba largamente, un tiempo que él no podía medir ni calcular. No venía nadie.
Quizá lo estaban buscando, recorriendo primero una galería en todo su largo, volviendo de nuevo al punto de partida para internarse en otra y así sucesivamente hasta dar con él. Esperaba.
Pero no venían en su busca. Lo buscarían hasta cansarse y, desorientados por su silencio, abandonarían la misma galería donde él estaba perdido. Por eso decidió gritar largamente, a intervalos.
Sus ojos, cansados de tanta oscuridad, no podían parpadear y él no los sentía ni cerrados ni abiertos. Pero seguía gritando. Perdió la noción del tiempo y no sabía si sus gritos se habían repetido toda la noche hasta el amanecer, si prosiguió el día siguiente y otros más. ¿El tiempo era tan veloz? Pudo haber transcurrido media hora desde su caída, media hora larga en su angustiosa situación, tan larga que no sabía si había dormido gritando como un sonámbulo.
De ninguna manera acudía nadie. Tenían que oírle. Se puso a lanzar gritos cortos y agudos. Después cambio el tono y hacía una voz grave. Entre un grito y otro creía que venían, creía ver asomarse por sobre su cabeza un ligero resplandor y escuchar el ruido de una piedrecilla que rodaba hasta el fondo empujada por los pies de sus salvadores.
Pero todo permanecía en silencio. Sus ojos can-sados y sus oídos torpes percibían estos rumores inexistentes y esas luces débiles que no había.
Cambió sus gritos por otros más largamente espaciados, para inflar mejor sus pulmones y hacer una voz profunda y larga. Pero el silencio continuaba tan muerto. Quizá, al fin, lo estaban ya buscando.
Después gritó elevando la intensidad, sosteniendo la nota como un gorjeo; ya no gritaba desatentadamente como en un principio; ahora lo hacía con voces diversas, como si cantara, como si ensayara su garganta para el esfuerzo de una canción de tono elevado.
Siguió gritando metódica y sincrónicamente después de contar hasta cifras iguales entre un grito y otro. Mientras gritaba su imaginación descubría cómo sus compañeros habían escuchado toda esa gradación de lamentos y, absortos ante la desaparición de uno de los suyos, arreglaban sus lámparas, suspendían su trabajo habitual, tomaban la misma galería que él había saltado o venían lentamente por ella.
Contaba sus pasos desde la partida: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, diez, veinte, treinta. Venían con lentitud buscando cuidadosamente, deteniéndose a escuchar los gritos; proseguían su camino; llegaban a otra galería y por ella se internaban siempre con movimientos pausados para ir con seguridad hacia el lugar de los gritos.
Los presentía deteniéndose indecisos ante las entradas de diversas galerías. Vacilaban. Discutían. Iban a internarse por una galería opuesta a la que él había tomado y cuando estaban por franquear el enorme orificio, él los detuvo con un esfuerzo supremo de imaginación, con un gemido que los hizo duvitar; los obligó a tomar la otra galería, aquella por donde se había perdido. Entraron en ella. Se detuvieron para alumbrarse mejor; arreglaron de nuevo sus lámparas, cruzaron palabras que él no pudo adivinar, pero oía lejanos sus pasos, el ruido de sus zapatos de cuero crudo sobre el piso húmedo, hasta pisaban sin saberlo las mismas huellas que él había dejado.
Estaban viniendo lentamente. Volvió a contar sus pasos, sus pisadas: una, dos, tres, cinco, diez. Se paraban, examinaban los vericuetos, sorteaban los piques con cuidado; uno de los que venía estuvo por caer, por resbalar en un paso falso, pero pudo asirse rápido a una roca y dio un salto tan exacto y tan seguro que él le envidió esa agilidad y hasta le daba palmadas en la espalda ante la alegre luz de la lámpara, divagando seguro por las intrincadas galerías.
Venían. Estaban muy cerca. Sólo les quedaba la última galería donde él se había extraviado. Ya estaban en ella. Por fin.
Faltaban pocos metros, cien tal vez, a lo mucho doscientos. Le oían gritar, percibían cada vez mejor su voz que no se acallaba. Hasta parecía que le contestaban.
Los vería en el borde, le preguntarían cuánto tiempo estuvo así sin auxilio; reconocería a sus amigos; le arrojarían una cuerda y lo alzarían en vilo hasta ellos. Y una vez entre sus compañeros, con paso fatigado, algo exhausto, con un poco de sed y de hambre, regresaría por los mismos veri-cuetos, desandaría todo ese camino, saldría por el ascensor, vería la luz del día con un sol luminoso, escucharía de nuevo el rumor complejo del ingenio y se sentaría en un claro de la cancha para comentar con sus amigos, fumando un cigarrillo bajo la mirada un poco sorprendida y otro poco benévola del canchero.
Sí, estaban cerca. Les faltaban veinte pasos, diez pasos, cuatro pasos, dos pasos, un paso, nada ya. Nada No había luz, no le hablaba nadie. Nadie.
Pero venían. Se adelantó mucho, los anticipó con su impaciencia. Estaban a veinte pasos todavía, a diez pasos ya. Volvía a recontar, a calcular el tiempo para cada paso, a imaginar todo el proceso del movimiento de cada paso. Las rodillas se doblan un poco, el peso del cuerpo caía sobre las puntas de los pies, se desprendía del suelo el talón y finalmente toda la pierna avanzaba delante de la distancia justa de un paso, exactamente de un paso.
Él lo hacía todo muy pronto, sin acordarse que los movimientos son varios y es necesario darles tiempo para que se sucedan y se combinen. Hasta desprender los pies del suelo eran indispensables algunos instantes que él no había calculado debidamente.
Ahora estaban cerca, de verdad. Les faltaba realmente veinte pasos. Había que medirlos y contarlos con parsimonia. Diecinueve. Dieciocho. Había que medirlos y contarlos con parsimonia.
Diecinueve. Dieciocho. Diecisiete. Al fin un solo paso que no había para que apresurarlo más que los otros. Así ahora estaban al borde. Asomaban la luz. Hablaban.
Sin embargo, silencio y oscuridad. Todo igual, nada. Se habría equivocado también. Si, estaban todavía lejos, a cuarenta pasos, venían con calma.
No se puede hallar a un hombre con tanta facilidad. Por las galerías nadie camina de prisa ni si-quiera con calma. Hay que detenerse a cada paso, examinando todo, conversar a cada instante, escuchar, descubrir.
No se oyen los gritos de un obrero extraviado inmediatamente. Debe ser en un momento en que no suenan las palas al chocar con los montones de escombros, ni cuando rugen las perforadoras de aire comprimido, ni cuando los martillazos invaden toda la atmósfera, menos cuando el estallido de los barrenos de dinamita retumban en la inmensa oquedad de la mina. En un momento en que no hay siquiera el rumor de las conversaciones de los obreros en descanso. Tiene que ser en ese minuto fugaz en que nadie habla y que es como una ráfaga de pausa y de quietud.
Ese momento le oyó alguien y por eso partían sólo entonces. Ingresaban a la primera galería. Había que calcular los pasos que necesitarían para atravesarla, para pasar a otra, para decidirse para las que conducían donde él estaba; había que anotar los largos instantes de vacilación, los detalles de una búsqueda semejante. Así lentamente. Ahora estaban en su galería, después pasaban a otra. Venían. Estaban ya cerca. Llegaban al pique. Alumbraban, descubrían. ¿Llegaban? Otra vez nadie. Sólo el silencio profundo y la oscuridad más negra.
¿Es que en esos momentos se daban cuenta de la falta del hombre extraviado? Era cierto. En esos momentos se ponían unos y otros en actividad. No sabían aún si se había perdido, si había caído en un pozo. Tal vez quedó fuera por no trabajar. Enfermo quizá. Al terminar la jornada averiguarían. Dejaron el trabajo subterráneo. Al salir, avisaron a los capataces y notificaron al canchero. En realidad el hombre no estaba. Lo buscarían por su casa. Encontrarían su vivienda cerrada. Alguien diría:
Esta mañana fue a trabajar. Descendió a su socavón. Indagarían por las casas de los obreros, preguntarían a sus conocidos. Sospecharían que estaba perdido en un pique. Perdido dos o tres días, sus compañeros de trabajo descenderían de la mina hasta el paraje donde trabajan todos para buscarlo con cuidado. Uno vestía su famoso saco de cuero que le regalara un ingeniero antes de abandonar el trabajo en esos minerales. El otro venía con gorra inglesa de visera charolada.
Así construía lentamente todos los detalles, uno a uno; enumeraba en su imaginación todas las minucias de las palabras, de los ademanes, hasta de los más infinitesimales esfuerzos de sus compañeros para emitir cada sonido o para realizar la más leve acción. Lo reconstruía todo con parsimonia como si lo más insignificante estuviera sujeto a una gradación lenta y numerada.
Con ellos recorría los socavones, los detenía en los vericuetos, contaba el tiempo por segundos, descansaba con ellos, descendía penosamente a todos los piques a lo largo de una cuerda y por fin llegaba con ellos hasta el pique donde había caído.
Estaba siempre a horcajadas en ese palo que le interrumpió la caída hasta el fondo. Sus manos se apoyaban fuertemente como si se hubieran incrustado en la madera. Una angustiosa sequedad le arañaba la garganta; ya no podía gritar, pero aún emitía exclamaciones sordas que no alcanzaban a huir más allá de sus labios; sus ojos, en medio de esa oscuridad en que sus párpados caídos y pesados no podían alzarse.
Respiraba lentamente con penoso esfuerzo; sus pies colgados sobre el vacío, parecían, inertes. Casi le era una posición cómoda porque no la sentía. Estaba bien así. Era mejor que aflojar los miembros y rodar abajo, hasta el fondo, chocando el cuerpo con las paredes y salientes, para morir deshecho, informe, sin el auxilio de nadie.
No tenía frío ni calor, dolor ni fatiga. ¿Para qué mover las manos? Estaban agarrotadas como si se hubieran soldado. Pero no le cansaban. Se sentía realmente bien, tanto que una sombra de vaga felicidad cundió por su rostro a oscuras.
Fuera, en la superficie, los motores gruñían con algún placer; los carros de los andariveles se deslizaban por lo cables alegremente como pajarillos traviesos y desasosegados; todos conversaban contentos; mientras, el sol pasaba lentamente por encima de los techos y las soleras de los desmontes, de la población y de los cerros.
Oía el rumor de todos los habitantes, percibía distintos los mil sonidos de esa gran masa de máquinas y personas; descubría el fondo de todas las imaginaciones y hasta adivinaba lo que cada uno pensaba de él. Era mejor que nadie ya fuera a buscarlo. Había gritado mucho. Había esperado demasiado. ¡Pero por qué se horrorizó con esa soledad!
Una extraña tibieza inundaba su rostro y bajaba suavemente por sus miembros yertos. Se oía respirar a sí mismo acompasadamente. Hasta le parecía una respiración ajena como si estuviera un poco distante de su propio ser. ¡No era espantoso perderse en ese silencio de las galerías muertas!
Sí, estaba ya muy bien. Había cierta claridad risueña, extrañamente alegre. Un goce inmenso invadió su cuerpo. Quiso gritar gozoso, exclamar que estaba contento, pero sólo alcanzó a expeler el aire que se había quedado en la reconditez de sus pulmones, la última dosis de aire.
Un año después, nuevos ingenieros estudiaban minuciosamente la mina para encontrar viejos parajes todavía explotables con las modernas instalaciones.
Entonces, encontraron el extraño cadáver de un hombre a caballo sobre una viga. Estaba en un pique de cuatro metros escasos de profundidad. A los dos metros justos emergía ese brote donde el hombre había creído salvarse. En el fondo, empotrada en el polvo, yacía su lámpara deshecha.
Extrajeron el cadáver hasta la superficie. Estaba seco, momificado. Mantenía las piernas abiertas y los brazos adelante con las manos crispadas.
El viejo canchero, después de leer el nombre de su libreta extraída del fondo de su bolsillo andrajoso, dijo pensativo:
— ¡Ah! Es Meret. Hace un año creíamos que se había ido.
Fin
Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Gastón Suarez
Alguien va finar, patrón —decía Cástulo Narváez, mientras limpiaba la lámpara a carburo, de cuclillas frente al cuarto del administrador. —Es seña fija...— sus dedos largos, huesudos, quitaban con habilidad, la ceniza de los trozos de carburo de calcio que aún eran utilizables. A la luz de la luna que se prodigaba desde un cielo limpio, transparente, su rostro anguloso reflejaba una rara fisonomía: tan pronto parecía la de un santo como la de un cadáver.
Elsa Dorado De Revilla
Prendido en la falda del cerro cuyas entrañas guardan el rico yacimiento mineral, se alza, desde su humilde pequeñez, el campamento minero, depositario del pulso humano que mide el paisaje cordillerano desde los tiernos ojos de los niños, hasta el abrazo rotundo del hombre.
Las luces mortecinas de las viviendas, asemejan luciérnagas estáticas que buscan dar calor a la fría noche. Una improvisada campana rompe con su tañido el silencio, marcando a golpes el tiempo.
Pablo Ramos Sánchez
A: Julio Ramos Valdez
La lucha del hombre con los elementos de la naturaleza es ardua. Aunque como especie, el hombre va dominando la naturaleza y logra arrancarle sus secretos, no hay que olvidar que los pasos que da hacia adelante son posibles después de millones de batallas individuales perdidas. Para aprender a ganar ha tenido que saber perder en miles y miles de oportunidades. Las derrotas le enseñan el camino de la victoria.
Augusto Guzmán
Al final de la comida, bajo una araña de lámparas a queroseno, después de limpiarse de residuos notorios, la boca ferozmente bigotuda, el padre miró con severidad familiar a su hija:
—He sabido que el mediquillo ese de provincia, te pretende. Quiere hablar conmigo nada menos que para pedirme tu mano. Naturalmente que me he negado a recibirle.