La Muerte de Quilco

Alcides Arguedas

Quilco tenía fe en la generosidad de la tierra, y las excursiones al lago le sentaban mal. Cada vez que pernoctaba en las du-s de la red veíase forzado a quedar varios días sin moverse en su casa, consumido por la fiebre y con un dolor intenso y constante en los riñones.

Pero un día se sintió mejor, y viendo que el cielo tenía trazas de no cambiar su vestidura azul, se le ocurrió ir a barbechar su sayona, que estaba en la vertiente rocallosa del cerro, a media hora de camino de su casa.

Pidió a su mujer que unciese la yunta, y cuando estuvieron los toros bajo el yugo, cogió su pica, echóse al hombro el arado y, casi a rastras, se fue a la distante sayona.

Al llegar, se sintió fatigado como nunca, y hubo de sentarse un momento sobre una piedra para cobrar reposos mascando algunas hojas de coca. Después preparó el arado, enganchó las bestias y empuñó la pica:

— ¡Nust, adelante!

Los toros, con la cabeza inclinada bajo el yugo, avanzaron firme y lento, rompiendo la costra endurecida del terrón. A veces, vencidos por la resistencia del suelo, se detenían de golpe. Crujía el arado al choque con la piedra y de la tierra seca se desprendía olor de azufre. Quilco, de un tirón sacaba el arado, e incitaba a la yunta con un grito corto y ahogado, y volvían a ponerse en marcha las enormes bestias con los hocicos húmedos tendidos a lo largo, blanqueantes los ojos, dirigidos al cielo y llenos de infinita dulzura y mansedumbre, cual si tuvieran conciencia de que sus esfuerzos servirían para prolongar la agonía de sus dueños, los pobres esclavos...

Trazó el primer surco en la tierra dura y seca, un surco ligero, donde se veían marcadas las pezuñas de las bestias; pero al comenzar el segundo y hacer fuerza para que la reja rompiese desde más hondo la costra endurecida, notó que las piernas le temblaban, que crujía la vasta armazón de su corpacho, ayer sólido y hoy en ruinas, y que un sudor frío y abundante bañaba sus miembros.

Se aferró, con todo, a la labor e hizo otros dos surcos; pero al tercero dio un traspié y cayó des-fallecido, sin ánimo ni aún para alzarse. La yunta, al sentirse libre, echó a andar sin rumbo en busca del misérrimo pasto que crecía junto a las pircas de piedras. Y seguramente se habría quedado tendido bajo el cielo raso, si un vecino que logró pasar por allí, al ver vagar la yunta enganchada y reconocerla, no se hubiese preocupado de buscar al dueño.

Lo encontró delirando y tembloroso. Le habló, y no fue reconocido. Entonces desunció la yunta, y llevándosela consigo fue a dar parte al hilacata del accidente que había sufrido el enfermo.

Tuvieron que transportarlo en camilla hasta su casa, y sólo en la tarde volvió en sí.

Su primera pregunta fue para la yunta. ¿Dónde estaba? ¿La habían recogido? ¿No se habrían quebrado los aparejos?

La respuesta de la esposa lo tranquilizó.

— ¿Y cómo te sientes?

Hizo un gesto triste y resignado.

No; no estaba bien. El lomo se le partía; las espaldas las llevaba rendidas por un gran peso, y dentro la cabeza, en lo hondo de las cuencas orbi-tales, un rumor sordo, incontenible, no le dejaba reposar.

Varios días quedó en cama, sin hacer nada; pero al fin hubo de levantarse porque la mujer, hembra ágil, laboriosa, dura para sí y para los demás, siempre andaba recordándole sus deberes, cuando no le obligaba, con sus sarcasmos, a levantarse para dar pienso a la yunta, arrear las gallinas que se metían al troje y saqueaban el grano, cosechar algas en las orillas del lago, coser, lavar y aún cocinar.

Estas labores las realizaba el enfermo de buen grado, no obstante el enorme cansancio de sus músculos y el invencible aflojamiento de su voluntad. Le remordía la conciencia verse recostado e inmóvil, como un haragán. Le parecía que el tiempo avanzaba, trayendo de golpe sus estaciones, y por su holganza se quedarían sin comer sus hijos. E iba por matar el tiempo, de un lado para otro, atareado en labores menudas, limpiando sus herramientas, arreglando su arado, fregando el barro que en el hierro había prendido, hasta poder mirarse en él como un cristal, ordeñando la vaca, haciendo los quesos que la hacienda exigía de cada colono y rascando el suelo para los pequeños sembrados de papa primeriza.

— ¡Quilco: hay que ir a traer la yunta! —ordenaba la garrida hembra.

Y Quilco se ponía un doble poncho; cogía cual si fuese viejo y con harta vergüenza para los vecinos, un cayado, y apoyándose en él, doblado en dos y tiritando con todos sus miembros se iba al lago a recoger la yunta y conducirla al establo.

Al fin se puso de veras mal.

Estaba flaco, trasparente, y su estómago no podía soportar ningún alimento. Sus manos huesosas parecían garras; se le habían hundido enormemente los ojos, afilado el mentón y descarnado las mejillas, en las que comenzaron a crecer algunos pelos. A través de la piel amarillenta y bronceada se le adivinaba la calavera.

El hilacata se asustó, y fue un día, el último para Quilco, a ver al administrador, por si tuviera un remedio maravilloso.

—Tata: Quilco está mal. — ¿De veras? —Sí, tata; está mal. — ¿Qué tiene?

—No sé; pero está pálido como un muerto y tiembla mucho. No hace otra cosa que temblar y pedir agua.

— ¡Ah! Ya sé; son las tercianas.

—Quizá; pero nunca he visto cosa igual. Da miedo.

— ¿Y crees que muera?

—Choquehuanka lo cree. Tampoco ha visto mucho de esto; pero se acuerda de algunos que estaban atados de ese mal y dice que morían irremediablemente.

— ¡Qué no amuele muñéndose! Me debe diez pesos —dijo Troche, sinceramente consternado.

—A mí también me debe, y no le queda gran cosa de sus bienes.

Troche, el cigarrillo entre los dientes, paseaba por el patio. La idea de perder sus diez pesos le traía de veras cariacontecido, y pensaba en la mañera de cobrárselos al enfermo antes de su claudicación. Creyó encontrar la manera, pues guardaba entre la botillería del tenducho un frasco de quinina, y el remedio podía por lo menos prolongar el desenlace del mal. Llamó a grandes voces a su mujer para pedirle el frasco, y cuando estuvo en posesión de él, se encaminó a casa de Quilco.

Tendido en el poyo sobre los gastados vellones de cordero, estaba allí de espaldas, pálido y transparente, rígido bajo el temblor de la fiebre, los dientes apretados, ahogaba en sombras la razón los vidriosos ojos como mirando por el agujero de la puerta la azul extensión del lago, la cabeza ven-dada en sucios andrajos y escapando por debajo de ellos mechones de cabello lacio y áspero.

No bien le viera Troche, supo que ese hombre se moría. Y juzgando inútil probar cualquier tentativa de curación, cuidóse bien de sacar a lucir su frasco por temor de que los asistentes o la familia le pidiesen la droga, aumentando así la deuda del moribundo. Estaba allí, entre otros, Choquehuanka, y a su lado una agorera conocida con el sobrenombre de Chullpa (momia), acaso por lo seca, vieja y repugnante. Al verla, Troche tembló de espanto, porque, como los indios, era en extremo supersticioso, creía en toda laya de maleficios y se cuidaba mucho de no causar el menor daño a ninguno de los dos viejos. Se les llegó comedido y zalamero.

— ¿Verdad que está mal? —interrogó a Choquehuanka.

Este hizo un gesto vago y repuso displicente:

—Ya lo ves; no dura hasta la tarde. — ¡Pobrecito!

Volvió el viejo la cabeza, y deteniendo los dedos cargados de coca a la altura del mentón, le miró profundamente en los ojos, como queriendo leer en el brillo de su furtiva mirada si era verdad la piedad de su alma. Troche esquivó los ojos del viejo. Y Choquehuanka, sonriendo imperceptible-mente, dijo:

—Deja dos hijos, mujer y su madre enferma. — ¿Y qué le han dado?

—Todo; pero inútil. La Chullpa ha de intentar ahora su último remedio, porque los míos de nada sirvieron. Si con él no se alivia, ya no hay nada que hacer. Ayer probó algo, pero lo arrojó en seguida.

— ¿Y qué hizo? —Lo de siempre. Y contó:

Había ordenado la Chullpa se degollase una oveja maltona, gorda y jamás parida, y que con la carne del cuello y las piernas cortadas en tenues lonjas, se vendase los miembros adoloridos del enfermo, colocando el resto en el punto exacto donde Quilco, el día del barbecho, había caído sin sentido, para que fuese devorado por los espíritus necesitados, quienes, por complacencia, habrían de volver la salud al paciente que.... se moría.

Hablaba con despego y ligeramente irónico. — ¿Y han ido a ver si la carne estaba allí? -preguntó Troche, asustado y convencido.

—Allí estaba, y se la llevó ésta, que es la única que puede tocarla —dijo señalando con los ojos a la Chullpa.

— ¡Yo sola debo comerla! ¡Los otros se morirían! —afirmó la momia, con acento regañón.

— ¿Y ahora?

—Le ha de dar su último remedio... Mira: lo trae la mujer.

Salía de la cocina la animosa y fornida hembra, toda desgreñada y con los senos robustos casi al aire. Al andar cojeaba un poco por una lastimadura que se había producido en la planta callosa de los pies, y el desacompasado movimiento la obligaba a mantener en equilibrio una taza de barro cocido repleta de un menjunje apestante y de horrenda fabricación, porque estaba hecho de orines podridos, sal y el polvo finísimo de vidrio molido.

Se llevaron al enfermo, hiciéronle sentar, le abrieron la boca con la ayuda de un cuchillo y le vaciaron en el gaznate la inverosímil cochinada. Quilco se agitó un momento con horribles convulsiones; estiró, rígidos, los enflaquecidos brazos, como para abominar de quienes le daban cosas tan sucias; dio una patada a la derecha, otra a la izquierda, abrió la boca con gesto amargo, fijó los ojos turbios e inmensamente abiertos en el cielo purísimo, volvió a caer de espaldas, y ¡brr!! dando un último sacudón, agitó la cabeza, blanqueó los ojos y se quedó inmóvil, para siempre inmóvil.

Troche, despavorido huyó, poniendo a ocultas su frasco de quinina. A través de la estepa resonaban los gritos de la madre del difunto. Cuando el cholo llegó a su casa, Clorinda le esperaba con una estupenda noticia: la Ñata, una soberbia marrana inglesa, había parido seis cochinillos de aspecto gatuno...

* * * * * *

Solemnes resultaron los funerales de Quilco, correspondiendo a su fama de Kamiri (adinerado), que ahora la familia por decoro y vanidad, debía mantener en el entierro, aunque cayese, como cayó después, en esa miseria del indio aymara, sin igual en la tierra...

Se vistió al difunto con su mejor ropa: en el mundo desconocido a donde iba, debía presentarse con decencia, para no merecer el despego de nadie. Calzósele con abarcas sin estrenar y de triple suela, para que no sintiese los abrojos de la ruta misteriosa; debajo del gorro calado en la cabeza se puso un manojo de hierbas, para que absorviese el sudor de la fatiga; ciñósele a un costado la chuspa (bolsa) con coca y maíz y al otro un lienzo atravesado por una aguja para que no padeciese hambre ni fatiga, guardase las ganancias adquiridas y pudiese recoser las ropas rasgadas entre los escollos del camino; diósele quena y zampona, para que matase la murria modulando los aires aprendidos en la juventud; y, por último, púsole en las manos algunas herramientas, para que una vez en su destino siguiese trabajando como en la tierra de donde había partido, y traba-jase por siempre jamás.

La viuda se proveyó con abundancia en toda suerte de licores y comestibles; hizo degollar, por esta única vez, un torillo, algunos corderos y todas las gallinas y preparó, diligente y serena una gran comilona para los amigos y parientes del difunto que asistirían al largo ceremonial del entierro.

Para hacer frente a todos estos gastos, vióse constreñida a atacar las economías acumuladas por el matrimonio en varios años de ruda labor y vender las únicas dos vacas, que Troche se las llevó en menos de la mitad de su justo precio, pues el pobre Quilco tuvo la desgracia de morirse cuando no había un solo amigo que contase alguna reserva de capital en este año de miseria y abandono.

Dos días estuvo expuesto el cadáver en el patio sobre parihuelas, y fue velado en la casa mortuoria por casi toda la peonada de la hacienda, y a la que tuvo que atender la viuda obsequiándola con toda suerte de comidas, refrescos y licores.

En la mañana del tercero, temprano se formó el cortejo, y esa fue la hora de intensa fruición para la viuda, pues cada uno de sus numerosos compadres se presentó con su estandarte negro adornado de campanillas y blancas lágrimas de metal. Todos vestían fúnebremente y sus negros tendones probaban la estima en que había vivido el difunto y los favores que hiciera.

Hombres y mujeres estaban trajeados de luto. Las mujeres ocultaban la cabeza y parte del rostro en la mantilla negra, y la viuda iba absolutamente arrebujada en el manto, no descubriendo sino los ojos y la nariz.

Cuatro fornidos mozos levantaron las parihuelas; y como si fuese la señal, todas las mujeres lanzaron un tremendo alarido, que provocó en los perros del caserío un aullido lastimero y prolongando. Y primero al trote, a carrera después, emprendió camino del cementerio la negra comitiva ebria, para que el alma del difunto llegase a su destino inmortal con la misma rapidez que ella ponía en ganar la mansión del reposo definitivo.

Y corrió en carrera fantástica por el camino árido y largo, ofreciendo pavoroso espectáculo, pues la cabeza y los pies del muerto sobresalían de las parihuelas, y con el trote de los portadores balanceaban rígidos los pies y pendía la descoyuntada cabeza mirando de frente al sol.

Hicieron dos descansos forzosos para vaciar colmadas copas de aguardiente y remudarse los portadores. En el tercero, de rito y al aproximarse el cementerio, comenzó la viuda a plañir su dolor.

En esta parada depositaron las parihuelas en el suelo y la comitiva se puso de cuclillas en torno, con la mirada fija en el rostro del cadáver, medio descompuesto ya, con los ojos inmensamente hundidos en el cráneo, la nariz afilada y ennegrecidos los labios.

Los ayudantes, allí enviados con anticipación, se dieron a repartir copas de licor y puñados de coca, que los acompañantes consumían sin proferir palabra. Lanzó la viuda un prolongado suspiro, suspiraron los parientes cercanos y después los demás, ostensiblemente. Bebieron otra copa aún, y otros amigos echaron sobre sus hombros las parihuelas para salvar el postrer tramo de la ruta. Entonces la viuda púsose a prorrumpir en una especie de gimoteo canturreando, que se alargaba en notas sostenidas y monótonas, inter-caladas de frases breves:

—iHi... hiii... hiii... mi marido! ¡Hi... hiii... tan bueno! ¡Hi... hiii... me ha dejado!.... ¡Hi, hiii, hiii... por siempre!

Crecían de tono los gemidos y se alargaban las frases; mas al último trocóse en doliente monólogo, que la comitiva escuchaba en silencioso recogimiento para saber hasta donde era justificada su simpatía al muerto. Con voz monótona y modulada en lamentable canturreo, contaba la viuda toda la historia de sus amores, penas y desengaños. Era una especie de confesión pública y la postrera evocación de los hechos y andanzas del difunto; una dolorosa evocación de su vida ordinaria, hasta en sus partes más recónditas:

— ¡Ay, era bueno nomás mi marido!... Me pegaba algunas veces, pero era no más porque me quería... Tenía su concubina pero nunca dejó sin dineros la casa... Sabía embriagarse, pero era tranquilo en su borrachera...

Toda la historia simple fue narrada hasta el cementerio y allí se reprodujo el aullido desesperado de las mujeres cuando cayó la primera palada de tierra sobre los despojos del muerto.

Con la última comenzaron las libaciones hasta bien entrada la tarde, hora en que tomaron el camino de retorno.

Volvían en grupos dispersos y todos estaban abominablemente ebrios. Cantaban los hombres en lamentos y las mujeres aullaban detrás de sus mantillas negras; y aullidos y cantos resonaban tristemente en la estepa y hacían levantar el vuelo a las innumerables aves que poblaban la orilla del lago.

Caía la tarde y el sol brillaba en el ocaso, detrás de los lejanos cerros del estrecho, apareciendo y ocultándose entre inmensos nubarrones pardos que se extendían en todo lo ancho del horizonte e iban cubriendo poco a poco la vasta planicie rutilante: dijérase un velo que corría.

—Creo que el tiempo se compone; tendremos nieve —dijo Tokorcunki a su compañero señalan-do la altura, pues a pesar de la borrachera, no había podido vencer sus inquietudes respecto al tiempo.

Los otros no le hicieron caso. Iban cogidos de bracero, sosteniéndose mutuamente para no caer. Quienes no podían más con sus cuerpos tendíanse a lo largo del camino, en la vera, y quedaban allí a dormir de bruces el pesado sueño de la borrachera, para pasar algunos al hondo sueño sin ensueños de la muerte...

Choquela, la viuda, ebria hasta la idiotez, iba en brazos de dos mujeres, casi a rastras. Había cesado de llorar y lamentarse, pero no dejaba de lanzar su nota plañidera, ya ronca de tan gastada. Iban las tres tropezando con los guijos y escobajos del sendero, en estado deplorable. Una de sus compañeras era la madre del difunto. La otra mujer, no mal parecida ni apersonada, no cesaba de interrumpir sus quejidos para hablarle de negocios:

— ¡Cuidado con vender el macho! Mi marido te ha de dar buen precio por él, y aún puede que te perdone la deuda del difunto. Se querían mucho los dos... ¡Hi, hiii, hiii!...

Al descender a una ondulación del camino tropezaron con un hombre caído en media ruta. Era el esposo de la negociante. Lo reconoció la mujer, y soltando el brazo de la viuda se acercó al ebrio e intentó despertarlo; pero el infeliz parecía muerto. Lo arrastró hasta la vera penosamente y con el esfuerzo que hizo para colocarlo en postura conveniente, cayó sobre él y se quedó dormida.

Las dos mujeres siguieron caminando, sin pre-ocuparse de la compañera; pero su marcha era más trabajosa. Caían a cada paso y tenían que andar a rastras para ponerse en pie. En uno de esos movimientos rodó la viuda en un hoyo cubierto de grama fina al borde de la ruta y al sentir la blandura del piso, se volvió de pecho contra el suelo y se durmió, con las piernas al aire y la cabeza baja, en tanto que la suegra rodaba también a los pocos metros, como inerte masa.

Las nubes avanzaban entretanto macizas, sobre el cielo, y habían velado completamente al sol; sus sombras reflejaban en el lago, cuyas aguas parecían de plomo y daban al paisaje un aspecto de desolación y tristeza infinita.

Comenzó a oscurecer, y en el lejano horizonte, aún libre de nubes, parpadeó una estrella, tímida indecisa.

Una solitaria flauta resonó en el camino. Venía por él un hombre alto, grueso, vigoroso. Pasaba junto a los hombres aletargados, dirigiéndoles apenas una mirada indiferente; pero al llegar junto a la viuda y reconocerla, se detuvo, apartó de sus labios la flauta y algo como una llamarada de fuego pasó por sus ojos grises. Difundió la mirada en torno, y el camino estaba desierto. Entonces, cautelosamente, se llegó a ella.

— ¡Choquela! —gritó sacudiéndola por el brazo y clavando los ojos en el busto firme de la hembra.

La mujer apenas se movió, y creeríasela muerta sin la respiración pesada que hinchaba su pecho.

Entonces el caminante se acercó a ella, bestialmente...

A los pocos días Choquela vendió todas sus bestias adquiridas por el difunto para pagar los gastos del entierro. Sabía que de no hacerlo des-aparecerían los animales, atacados del mismo mal que había matado al dueño, y prefirió liquidar sus bienes antes que arrastrar una pobreza con deudas, que es dos veces miserable.

Y así, el muerto hundió en la miseria a los vivos, trágica, irremediablemente...

Fin

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