Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Oscar Alfaro
Dos perros pertenecientes a dos fincas vecinas se despedazaban a mordiscones en el camino que servía de lindero a ambas propiedades.
Los amos de cada perro, parados al borde de sus fincas, los azuzaban furiosamente en lugar de separarlos. Las hierbas estaban salpicadas de gotas de sangre, como si en todas hubieran florecido corolas rojas. Y en el cuerpo de los animales brillaban feroces desgarrones.
— ¡Muérdele en el pescuezo...! ¡Mátalo! -gritaba uno de los dueños a su perro que, fiel cumplidor de sus órdenes, clavaba los colmillos en la garganta de su enemigo agonizante.
— ¡No lo sueltes hasta ultimarlo! ¡Mátalo! ¡Mátalo! –seguía diciendo con salvaje alegría el hombre.
La lucha continuaba feroz. Los perros derramaban collares de sangre por todas sus heridas. El animal que estaba debajo, logró tumbar a su agresor y se le echó encima, dispuesto a devorarlo a dentelladas.
— ¡Ahora es tuyo! ¡Hazlo pedazos...! ¡No lo dejes parar!
¡Mátalo! -comenzó a decir a su vez el amo del otro perro.
Solo se veía un remolino de dientes, de ojos furiosos y de lomos erizados sobre el camino. Aquello iba a terminar sin duda con la muerte de uno de los combatientes...o de los dos.
En esto, acertó a pasar por allí un perro viejo con cara de filósofo y les habló a sus compañeros en el lenguaje de los perros:
—Hermanos, ¿por qué pelean...?
Los perros estaban demasiado rabiosos para responder y continuaron desgarrándose a mordiscones. Entonces el perro viejo saltó sobre los dos peleadores y logró ponerse en medio. Los combatientes enceguecidos por la ira, comenzaron a morderle por ambos costados, creyendo cada cual que mordía a su enemigo.
— ¡Alto hermanos! ¿Por qué me atacan? ¿Yo que les hice?
—Los peleadores recién se dieron cuenta de su error y dejaron de morder. El perro pacifista se paró entonces chorreando sangre.
—Escúchenme un momento, por favor -suplicó.
Los combatientes dejaron de mostrarse los dientes y callaron en señal de asentimiento. Entonces el perro viejo se dirigió a uno de ellos:
—Dime tú ¿Por qué peleas?
—Porque mi amo me lo ordenó -respondió el aludido.
—Y tú, ¿por qué peleas?
—También porque mi amo me lo ordenó.
— ¿De manera que no hay ninguna enemistad entre ustedes y sólo pelean por obedecer a sus amos?
—Así es.
—Me lo imaginaba. Son ustedes igual que los hombres que luchan en los campos de batalla, defendiendo los intereses de los imperialistas. Entre ellos tampoco hay enemistad personal alguna. Pero se matan hermano contra hermano, defendiendo las riquezas de los grandes millonarios que son los culpables de todas las guerras.
Los perros combatientes bajaron la cabeza, avergonzados.
— ¿Quieren seguir peleando todavía?
Ninguno de los dos contestó, pero ambos se aproximaron y comenzaron a lamerse las heridas.
—Así me gusta. Ahora parecen hermanos.
En esto, los amos reaccionaron y los azuzaron de nuevo. Pero los perros aleccionados, se volvieron contra ellos y les mostraron los dientes amenazadoramente...
—Ellos sí, son los verdaderos enemigos. Y cuando los manden a pelear otra vez, atáquenlos a ellos, en vez de pelear entre ustedes.
Y diciendo esto, el viejo perro se perdió trotando por una vuelta del camino.
Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Gastón Suarez
Alguien va finar, patrón —decía Cástulo Narváez, mientras limpiaba la lámpara a carburo, de cuclillas frente al cuarto del administrador. —Es seña fija...— sus dedos largos, huesudos, quitaban con habilidad, la ceniza de los trozos de carburo de calcio que aún eran utilizables. A la luz de la luna que se prodigaba desde un cielo limpio, transparente, su rostro anguloso reflejaba una rara fisonomía: tan pronto parecía la de un santo como la de un cadáver.
Elsa Dorado De Revilla
Prendido en la falda del cerro cuyas entrañas guardan el rico yacimiento mineral, se alza, desde su humilde pequeñez, el campamento minero, depositario del pulso humano que mide el paisaje cordillerano desde los tiernos ojos de los niños, hasta el abrazo rotundo del hombre.
Las luces mortecinas de las viviendas, asemejan luciérnagas estáticas que buscan dar calor a la fría noche. Una improvisada campana rompe con su tañido el silencio, marcando a golpes el tiempo.
Pablo Ramos Sánchez
A: Julio Ramos Valdez
La lucha del hombre con los elementos de la naturaleza es ardua. Aunque como especie, el hombre va dominando la naturaleza y logra arrancarle sus secretos, no hay que olvidar que los pasos que da hacia adelante son posibles después de millones de batallas individuales perdidas. Para aprender a ganar ha tenido que saber perder en miles y miles de oportunidades. Las derrotas le enseñan el camino de la victoria.
Augusto Guzmán
Al final de la comida, bajo una araña de lámparas a queroseno, después de limpiarse de residuos notorios, la boca ferozmente bigotuda, el padre miró con severidad familiar a su hija:
—He sabido que el mediquillo ese de provincia, te pretende. Quiere hablar conmigo nada menos que para pedirme tu mano. Naturalmente que me he negado a recibirle.