Rendón y Rondín

Adela Zamudio

A la sombra del más coposo de los terebintos del Parque de Septiembre, arrellenado en un banco, con los pies colgantes, acariciaba el ensortijado pelaje de su perrillo, que de hocicos sobre sus rodillas, dormitaba entreabriendo de vez en cuando los ojos para mirarlo con cariñosa mansedumbre.

Rendón y Rondín. — Los dos inseparables

Un condiscípulo que pasaba, divisó al grupo y se encaminó hacia él, interpelando al chico bruscamente.

—Che Rendón, ¿qué haces aquí?

—Mauleando.

— ¿No piensas volver a la escuela? —No.

— ¿Y por qué? —Estoy aburrido. El maestro me macanea.

—Sabrás que está furioso. Esta mañana me ha llamado: — Oiga, Quiroga, ¿conoce la casa de Francisco Rendón? — Sí señor — Vaya Ud. y dígale a su padre... — No tiene padre, dijo; solo tiene padrastro. — Pues dígale al padrastro que venga; que necesito hablar con él. Te van a embromar herma-nito. Rendón se encogió de hombros.

— ¿Piensas entonces quedarte de burro blanco? —Voy a pasar a la Escuela Quiroga.

—Ja, ja. A tu abuela. Las fiscales se han hecho para les ricos. En primer lugar, allá van todos bien vestidos; y luego, a cada rato, cuadernos, libretas, estuches y demás vainas.

El diálogo fue interrumpido por una voz de niño que gritó desde lejos en tono de triunfo:

—Pancho. Al teatro.

Partía de un grupo de granujas que seguían afanosos a varios caballeros, en marcha hacia la esquina de la Biblioteca Pública.

Rendón dejó el asiento de un salto. Dio algunos pasos; miró con atención, y al reconocer entre los caballeros, al cómico que algunos meses antes le había llenado el bolsillo de propinas, no esperó más. Dejando a Quiroga con la palabra en la boca, echó a correr, seguido de su perro, hasta incorporarse al grupo en el momento en que éste pisaba la calle del teatro.

*  *  *  *  *  *

En los primeros años de su vida, el perrillo de Pancho Rendón no llevó otro nombre que el que la plebe da, en quichua, a todos los de su raza: Pequeñuelo. Más tarde adquirió el título policiario, debido a su habilidad en el oficio. En las noches, a la luz del foco de la calle, jugando a los rondines y ladrones, con su amo y otros chiquillos de la vecindad, hacía siempre el primer papel, con tal inteligencia, que, a poco en el círculo de sus admiradores, llegó su fama al punto de que muchos niños mimados hubieran dado una fortuna por ser dueños de un Rondín.

Aquellos eran tiempos muy felices. Después vinieron los días turbios. La tosferina se llevó a la hermanita de Rendón. Rondín que la adoraba, acompañó el pequeño ataúd sin apartarse de él, hasta que lo colocaron en el nicho. De regreso a la casa, se metió debajo de la cama en que la pequeñita había agonizado, sin querer salir de allí en muchos días, durante los cuales se resistió a tomar alimento. Parecía que había resuelto morir.

Pero aquello pasó. Ninguna pena es eterna. La mamá de Rendón no se había casado aún en segundas nupcias. Alguien dio a la abuela un capital, con el que fueron los tres a abrir una pulpería en un balneario próximo a la ciudad.

Rendón, colaborado por sus nuevos camaradas, los muchachos de una escuela rural, fundó un gran circo. Trabajando en él Rondín aprendió poco a poco, a dar saltos estupendos, que llenaban de asombro al público. En pocos meses de campo se hizo acróbata famoso y cazador intrépido, y adquirió tal -renombre, que, cuando los dos inseparables se largaban de expedición hacia los arrabales más lejanos de la ciudad, allí donde nadie conocía a Rendón, todos grandes y chicos sonreían al pasar, al gracioso perrillo, saludándolo por su nombre — Rondín, Rondín.

La abuela ganó poco en la pulpería. Lo comido por lo servido, como decía ella.

Cuando volvieron a la ciudad, la hallaron transformada. Muchas construcciones. El tráfico había aumentado considerablemente. Rondín no era uno de esos perros conservadores, intransigentes que se oponen a la marcha de la civilización y tratan de impedirla; de esos que embisten a los autos y se arrojan ladrando desaforadamente hacia los tranvías, a veces hasta hacerse matar. Prudentemente colocado al lado de su amo, especiaba atento la exhibición de los asombrosos artefactos modernos, contemplando de hito en hito con la serenidad del filósofo. Sólo en presencia del primer aeroplano que visitó el país en el momento en que el aparato hacía el vuelo por la ciudad, su entusiasmo fue tal que rayó en escándalo; parecía loco. Quería volar con el avión.

* *  *  *  *  *

El reloj del Hospicio marcó la hora.

—Las cinco y Pancho no parece, dijo la abuela. Lo mandé a la una en punto a entregar unas camisas que estaban ya pagadas, y... ni noticia.

—Si lo que Ud. debe hacer doña Josefa, opinó Guadalupe, la beata, que estaba presente, es entre-garlo a su padrastro. Sólo él lo ha de enderezar.

—Entregarlo a un vicioso para que le dé malos ejemplos y lo mate a palos, murmuró la anciana amostazada. Uds. las beatas están siempre, listas para dar consejos... en cabeza ajena. Si Ud. tuviera un sobrino. Ya la viera a Ud.

—Pero, ¿no es peor que resulte un malvado?

—En todo caso, no ha de resultar tan malvado como su padrastro. El chico es malcriado y desobediente, pero tiene un corazón... ¡Qué bueno entregárselo para que lo pervierta!

En este punto de la conversación se presentó el perrito afanoso y satisfecho, batiendo la cola como quién dice: — Ya estamos aquí.

Pancho llegaba tras él, pero se detuvo en la puerta receloso...

— ¡Canalla, badulaque! gritó la abuela — ¿En dónde ha estado Ud. toda la tarde?... Esto ya no se puede soportar! Y se puso a buscar el chicote. Los ojos de Guadala brillaban de alegría.

El chicote no parecía y la señora se vio obligada a descargar cuatro o cinco puñetazos sobre los lomos y la nuca del delincuente que defendió su cara cruzando ambos brazos sobre la frente. Sufridos los golpes, Pancho se puso a gimotear, sólo por cumplir. Estaba curtido; los castigos de la abuela no le hacían mella. Transcurrieron algunos momentos.

—Ahí tiene Ud. su plato, dijo la anciana. Póngase a comer antes de que se acabe de enfriar. Sin dárselo todo al perro como tiene de costumbre.

—Cómo no pues, observó Guadalupe, si dizque se va a la estación a acarrear las valijas de los pasajeros y con lo que le pagan se atraca de golosinas, mientras que Ud. lo cree toda la vida muerto de hambre.

Pancho colocó el plato en el suelo, se sentó a la japonesa y se puso a comer, dando a Rondín furtivamente los mejores bocados. Cuando acabó, puso el plato en su lugar, se acomodó sobre un baúl y dijo humildemente:

—Sabes abuelita, ¿por qué me he tardado? — ¿Entregó las camisas? preguntó ésta.

—Sí,  pero me hicieron esperar mucho  porque estaban con visitas y después...

— ¿Y después?

—Después habían llegado unos cómicos; yo y otros chicos entramos con ellos al circo, y al salir, el conserje que es un alhaja, nos ha entretenido contándonos una cosa que había sucedido ahora tiempos, cuando no había luz eléctrica, ni biógrafo, ni tonadilleras. ¿Sabes una cosa abuelita? Dice que una vez, en la última función de una temporada, cuando acabó y todos se fueron al amanecer, los vecinos oyeron unos gritos... caramba que hacían retumbar la bóveda del teatro. Dice que parecían a veces chillidos de demonios y a veces de criaturas que pedían misericordia. Y dice que…"

—Y dice qué... Remedó Guadalupe.

—Pero doña Guadalupe, déjeme hablar, gritó el niño; y continuó:

—Dice que fueron a llamar al conserje y cuando abrió el teatro y entraron, se supo que era una gata, porque uno de los lampareros que subió al tejado por el gallinero, vio una porción de crías, que lloraban desparramadas buscando a su madre. La gata se callaba algunos momentos y luego volvía a gritar... que daba pena. No había cómo socorrerla porque estaba en la rotonda, y el empresario de la cantina se había ido al campo de mañanita, llevándose la llave. El pobre animal siguió gritando muchos días, hasta que al fin se calló y no se supo más. A la semana siguiente, cuando abrieron la cantina, dice que había un mal olor... caramba, que no se podía soportar. Buscaron, sacaron todo para barrer y no había nada. Figúrate que después de un año llegaron otra vez unos cómicos y fueron a conocer el teatro. Entraron a la rotonda y uno de ellos al alzar los ojos a la bóveda... ¿qué crees que vio?... el esqueleto de la gata, prendido por el cuello- a los garfios de la lámpara de colgar. Dice que al momento se dieron cuenta, claro que sí, de lo que había sucedido. La pobre que tenía tantos hijos que criar, desesperada de hambre, al ver desde la claraboya los restos de la cena, sobre las mesas, midió la distancia, creyó llegar con vida, y dio el salto mortal. Con todo el peso de su cuerpo se ensartó en el garfio y estuvo así pataleando noches y días hasta morir.

—Y las crías murieron también, de hambre y de frío, concluyó la abuela consternada.

—Pero, cómo no han de suceder esas cosas, observó Guadalupe, si ese teatro ha sido hecho dentro de un templo. Cabalmente, lo que ahora sirve de cantina, era el Sagrario. Eso tienen las profanaciones Castigo de Dios.

—Pero, doña Guadalupe, no sea Ud. pues bruta, exclamó el niño. Cómo ha de castigar Dios a un pobre animal, por lo que hizo en su tiempo el General Achá.

—Más bruto, sois tú, dijo ella, que con ser escolino no sabes lo que dices. Ese teatro no es obra del General Achá que era de una familia muy cristiana, sino de... no sé qué otro presidente.

—Pero sea de uno o de otro, replicó el niño. ¿Por qué ha de pagar, un pobre animal, lo que otros hicieron? Uds. las beatas son más herejes...

—Cállate niño, no seas malcriado, gritó la anciana.

Guadala dejó su asiento.

—Buenas tardes doña Josefa. Algún día ha de ser su verdugo. Jesús; Jesús; y salió echando cruces sobre Pancho, como quién espanta al diablo.

*  *  *  *  *

Cuando la policía marchando apresurada a lo largo de la calle Bolívar, llegó a la cuadra designada por el denunciante, el escándalo no había cesado. Golpes bárbaros resonaban a distancia. A cada golpe un alarido de la víctima, mezclado a los chillidos de la anciana y a las furiosas embestidas del perrillo. Luego el ruido entrecortado sollozante del niño, que ya no podía más. Mucha gente se había amontonado a la puerta de la tenducha, pero nadie hacía nada; todos se limitaban a especiar. Antes de que el comisario, con dos números penetrara en él, el malvado, jadeante aún de furor, látigo en mano había logrado escabullirse por entre la multitud. No hallaron al entrar, más personas que una anciana, caída sobre un asiento, llorando a gritos, y un niño medio desmayado, abrazado a ella.

Varias vecinas, mujeres del pueblo, se apersona-ron al agente de Policía ofreciéndose como testigos. El inicuo atropello contra una señora, hoy humilde, pero, lo sabían, muy conocida en otro tiempo, entre la mejor gente, las había indignado. Todas conocían los antecedentes de aquel tunante. Lo que no comprendían era cómo había habido mujer que se decidiera a casarse con él. Pasados los informes y los comentarios, el comisario se marchó y tras él las vecinas una por una.  Quedaron solos.

La vieja costurera que había luchado treinta años, contra el infortunio, sabía bien que para el des-valido no hay justicia; que no debía esperar nada, de nadie. Cansada de llorar inclinó la cabeza sobre su nieto, que seguía abrazado a ella y quedó muda...

Guadalupe apareció. Avanzó compungida, y se sentó a su lado con mucha compostura. Luego, juzgándolos ya más tranquilos, tomó la palabra.

—Carlota acaba de saber lo que ha sucedido, dijo (Carlota era la madre del chico, hija de la señora).

Por mi parte digo que está mal hecho. ¿Quién ha de decir otra cosa? No debía cometer esa imprudencia, Carlota está muy apenada.

Doña Josefa, que no estaba para discusiones, la oía hablar como quien oye llover. La beata, animada por su silencio, siguió adelante hasta el resbalón.

—Ella comprende bien que usted no está ya en edad de sufrir incomodidades a cada rato. El chico necesita mucha vigilancia y ha resuelto recogerlo.

—Cómo. ¿Qué dice usted? — exclamó la señora, fuera de sí. ¿Recogerlo ella? No faltaba más.

—Al fin es su madre. Observó Guadalupe concienzudamente.

—Madre, repitió la anciana; madre la que por no vivir sin marido le buscó a su hijo un verdugo y nos hundió a los tres, esas no son madres, son... Conoció que iba a extralimitarse y atrapó al niño empujándolo hacia fuera de su regazo.

—Pancho, dijo. No estés así; todo ha pasado, anda a ver la calle. Procura distraerte.

El chico, dando traspiés llegó hasta la puerta y se dejó caer en el umbral.

— ¿Sabe usted lo que hicieron el año pasado? continuó la señora. Esa que pretende recogerlo. Le puso el pantalón más andrajoso y lo mandó de casa en casa con un papel en que se leía: Una madre afligida pide limosna para enterrar a su hija muerta en el hospital. Le hacía perder la vergüenza por sostener los vicios del marido. No volverá a esa casa. No lo consentiré. Que me demanden. Lista estoy a cantarles la cartilla en el juzgado.

La beata al verla tan enojada, guardó sus sanos consejos para mejor ocasión y se marchó.

Acurrucado en el ángulo derecho de la puerta, pálido y desfallecido reflexionaba tristemente.

—Me ha pegado, porque no voy a la escuela, y paso el día vagando por las calles. Seguro que Quiroga le dio el mensaje del maestro, canalla... pero cuándo yo lo agarre... Y esa beata chismosa que solo a eso viene... ¿Para qué la recibe mi abuela?... No aprendo nada pero, ¿qué voy hacer si estoy casi siempre descalzo y no tengo uniforme ni cuadernos, ni un lápiz, ni un pliego de papel?... El maestro me bota de la escuela; me ordena que no vuelva no siendo con una persona que responda por mí. ¿Cómo le he de avisar eso a la abuela, cuando veo que su costura alcanza apenas para que comamos? Ella quiere que no falte a clases; me bota de aquí; el maestro me bota de allá; claro que me voy al río, o a la estación o a cualquier parte a pasar el tiempo, hasta que sea hora de volver a casa, y que ella crea que vengo de la escuela... Ha dicho mi padrastro que soy un animal… hay otros burros, burrísimos que tanto estudiar aprenden un poco y sacan buenas calificaciones... Pero tienen quién los vista y quién les dé todo lo que necesitan... Cómo me ha de gustar la escuela, si los chicos al ver mi traza, me desprecian, me ponen apodos y me persiguen con sus burlas... Todo les aguanto, todo menos esa tonada que se les ha metido en la cabeza: Rendón y Rondín, Rondín y Rendón... Qué brutos son, y qué cargosos... todo por envidia. A fé que si tuvieran un perro como el mío...

Era domingo. Pasaron varios ciclistas, uno tras otro de regreso del Prado. — Qué feliz el que pueda comprar una bicicleta, pensó Pancho.

A poco, en dirección opuesta, apareció un señor con su niño y tras ellos varios chiquillos endominga-dos charlando alegremente.

—Qué feliz el que tiene un padre que lo lleve primero a la matinée y luego a la pastelería... y felices los que van a pasear con licencia y vuelven a sus casas con sus amigos. Un profundo suspiro se escapó de su pecho.

—Yo no tengo un amigo, pensó.

Y en ese instante sintió en la mano el roce de una cosa blanda y tibia, se volvió. Era Rondín, que al sentirlo acongojado lo consolaba con su caricia.

—Mi Rondín, murmuró. Mi perro querido. Cogió al animal y lo estrechó contra su pecho. Soy un ingrato; me olvidaba de tí, tengo un amigo, mi único amigo. No hay otro mejor que tú. Casi te has hecho matar por defenderme.

Anochecía. La anciana venciendo su postración, había encendido el brasero, colocado en el pasaje; llamó al niño, encendieron la esperma, cerraron la puerta y cenaron. Pancho como de costumbre hizo cama en el suelo al pie de su catre, y la abuela lo llamó a rezar. Entonces el pequeño proletario consternado, se echó en sus brazos y ella, con la voz descompuesta, exclamó exaltada:

—Por Dios no seas preguntón. Déjame dormir en paz.

—No tengo ganar de rezar abuelita y añadió sollozando:

—Quiero saber primero, por qué soy tan desgraciado; por qué ha muerto mi padre y por qué se ha casado mi madre con ese hombre que me aborrece. Por qué otros tienen todo y yo no tengo nada. Por qué hay señoras ociosas que van a la iglesia bien vestidas y tú trabajas todo el día y no tienes un manto decente... Por qué esta desigualdad hasta entre los animales; por qué el gato de la pulpera de en frente ya no puede moverse de puro gordo y por qué esa pobre gata que tenía tantos hijos, clavada en un garfio padeció días y noches sin poder morir.

—Por qué ese pobre burro de la tropa de los cerveceros lleva la carga todos los días, del cerro a la ciudad con Un pie dislocado y lo obligan a caminar a latigazos sin que nadie lo .compadezca.

A medida que hablaba se exaltaba más y lloraba con amargura inconsolable.

—No pienses más en esas cosas; dijo ella, serénate.

—Dime abuelita, es verdad que en Cinti o yo no sé dónde,  para hacer las botijas de vino les cortan va los cabritos el cuero alrededor de las patas y después de colgarlos les arrancan en vivos el pellejo por la fuerza, haciéndolos hablar en latín. ¿Por qué es tan bruto el maestro, que ha contado eso sonriendo, en vez de horrorizarse? ¿Por qué permite Dios, esas cosas, por más que no somos todos buenos y todos felices?...

—Así quiso Dios, que fuéramos hijo, y así hubiéramos sido, pero ya te he contado que Adán y Eva pecaron y lo echaron todo a perder.

— ¿Y qué tenemos que ver nosotros con Adán y Eva?

—Yo no sé hijo. No sé, eres muy ladino, no preguntes más, resígnate.

—Bueno abuelita, está bien; todos sufrimos por Adán y Eva que pecaron, pero respóndeme, ¿y los animales? ¿Por qué sufren?

Fin

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