El Desafío

José Santos Machicado

Eran las diez de la mañana y don Terencio Padera repasaba en su escritorio las publicaciones de última fecha.

Padera se ocupa en trabajos de prensa, colaborando en varios periódicos.

Joven ilustrado y de talento, creía de su obligación poner su modesto contingente al servicio del bien y del progreso de su país.

No daba por mal empleados sus afanes, sin embargo de que ellos le hacían desatender asuntos de propio interés.

El señor Padera trabajaba por gusto y sin retribución alguna.

Tenía sanas ideas, que se esforzaba en propagar por medio de sus escritos, mas no se podía decir que fuese severo y firme en sus convicciones.

Se doblegaba a veces al influjo de las preocupaciones de moda sin llegar por eso hasta la irreligión y la impiedad.

De espíritu honrado y de recto criterio, sus extravíos y traspiés en materias de moral y justicia se debían a la enfermedad epidémica que en el día contamina las ciencias, las artes y las costumbres.

Formaba Padera, por debilidad o por condescendencia, en el número de los buenos que hacen poco o no hacen nada en favor de la verdad social y política, a pesar de hallarse ricamente dotados para las nobles luchas y victorias contra las invasiones y predominio del mal.

Con todo, el señor Padera es elemento apreciabilisimo en la prensa periódica, donde, por desgracia, no hay mucho que merezca ser escogido y acatado.

Registrando se hallaba, como decíamos, folletos y periódicos, cuando sintió que llamaban a la puerta con golpes inusitados.

Se alarmó un tanto, y sin dejar su asiento gritó:

— ¡Adentro! ¡Adelante!

Se precipitó en el escritorio un hombre, el cual, sin más fórmula que quitarse el sombrero, le dijo:

— ¿Ud. es don Terencio Padera? -Sí, señor, y estoy a sus órdenes. -Me trae aquí un asunto desagradable para mí, y acaso para los dos.

—Ud. dirá; sírvase tomar asiento.

—Me llamo Aníbal de Río, y ha poco que he llegado a La Paz.

—En buena hora. Doy a Ud. la bienvenida.

—Soy accionista de una sociedad industrial que se propone explotar cueros, astas y huesos de ganado mayor, para aplicarlos, como materia prima, a las artes útiles.

—Felicitó a Ud. por el pensamiento, y deseo que la sociedad prospere.

Padera decía para sí: “Pleito se anuncia”.

Es de advertir que Padera figuraba entre los abogados poco afectos a su profesión. Defendía solo asuntos elegidos con severo examen.

—Me encuentro alojado en la vecindad, y almuerzo y como donde las Moral, que, no lo debe ignorar Ud., tienen casa de pensión en este barrio.

—En efecto, sé que existe esa casa de pensión.

—Sí, la de las Moral, y a quienes la maledicencia pública se complace en llamar “las Morral”.

—Creo que hay algo de eso.

—Además, hace apenas una semana que mi sociedad ha celebrado sesión para designar presiden-te, secretario y tesorero, en cuya elección me cupo la honra de ser escrutador de votos, circunstancia que conoce Ud.; no puede ser de otra manera.

— ¿Yo?

—No se haga Ud. el sorprendido. Le he puesto en antecedentes, o más bien se los he recordado, a fin de que Ud. no rehuya su responsabilidad, o apele a las excusas.

— ¡Caballero! No comprendo la responsabilidad a que Ud. se refiere.

En seguida hubo algunos instantes de silencio.

De Rio parecía meditar las palabras de que se había de valer.

Padera daba muestras de la mayor sorpresa e incertidumbre.

El rostro del Río estaba encendido, denuncian-do, una agitación notable en su espíritu.

Era De Río un buen mozo en toda la extensión de la palabra: alto, rubio y simpático; el conjunto de su persona expresaba energía, resolución y vehemencia.

La corrección y el esmero de su traje indicaban la clase social a que pertenecía.  Padera es pequeño y delgado, pero no menos interesante.

Su cabello negro, su palidez y su estatura, así como su fisonomía mansa y complaciente, contrastaban con las dotes físicas y morales de su inter-locutor.

—Me extraña -dijo de Río- que Ud. no se haga cargo de nuestra respectiva situación. Entre el ofensor y el ofendido no hay más medio de arreglo que una satisfacción cumplida o un duelo.

— ¿Satisfacción? ¿Duelo? ¿Y por qué?

—Acepto cualquiera de las dos cosas, declarando ingenuamente que prefiero el duelo.

—Yo no he ofendido a Ud., no he podido ofenderle. Es la primera vez que le veo y hablo.

—Todo lo que tengo manifestado antes hace imposible la duda acerca de los insultos gratuitos que Ud. me ha dirigido.

— ¡Esto es demasiado! Acabemos: Ud. padece una equivocación, procede con malos informes, o...

—Acabemos. Ud. se niega a reparar la ofensa, y yo sabré obligarle a ello.

— ¡Caballero! No creo que se haya propuesto Ud. agotar mi paciencia; eso sería innoble. Diga Ud. ante todo, ¿cuál es la ofensa?

— ¿Para qué he de repetirla, si Ud. lo sabe tanto o mejor que yo?

—Insisto en sostener que jamás me he ocupado de usted.

—Con negativas no se orillan estos asuntos. -¡Pero, hombre!

—Enviaré a Ud. mis padrinos con el cuerpo del delito.

—Oiga Ud., y tengamos la fiesta en paz. -Nada; lo dicho.

Y se fue haciendo una ligera venia de cortesía. Padera quedó estupefacto.

La sorpresa y la confusión le impidieron, desde luego, coordinar sus ideas.

Al cabo de algún rato exclamó:

— ¿Este señor ha escapado de un manicomio? ¿Qué tengo que ver con su sociedad industrial, su vecindad, ni sus almuerzos y comidas donde las Moral?

“Parece que de todo esto deduce que yo le he ofendido y que le debo la satisfacción de un duelo. Y el mozo es muy capaz de armarme un escándalo en mitad de la calle y ponerme en ridículo.

“¿De dónde diablos, me viene esta tormenta? No recuerdo haber procurado ofender a nadie.

“Por el contrario, tendría que reprocharme la condescendencia para conservar lo que se llama buenas relaciones con el malo y con el bueno, hasta el extremo de sacrificar la dignidad, hasta el extremo de comprometer la verdad y el respeto debido a la santidad de las creencias.

“Lo confieso con rubor: estreche manos que merecen el fuego, y sonreí a quienes deben ser escupidos en el rostro.

“Y sin embargo, precauciones tan costosas, o más bien prevaricaciones, no han impedido que brote un enemigo pidiendo mi sangre para lavar una ofensa imaginable, que me atribuye.

“¿Qué puede ser? ¿Calumnia? ¿Asechanza? ¡Buen lío tengo delante!

“Más las cavilaciones inútiles me llevan camino de la locura.

“Aguardemos. Quizá el cuerpo del delito arrojará luz en tanta oscuridad.

Después de esta especie de monólogo, Padera se dirigió a su casa.

Padera tenía en casa distinta el escritorio donde despachaba sus asuntos y recibía a sus amigos íntimos.

A la una post meridiem volvía a entrar en su escritorio, mostrando en la fisonomía manifiestas señales de tristeza y de mal humor.

No tardó en recibir un billete concebido en estos términos:

“Nuestro querido Terencio»:

“Hemos almorzado en el Hotel Americano, donde el argentino Aníbal de Río decía a los suyos que se batiría contigo por una grave ofensa que le has hecho. Agregaba, además, que intencionalmente hacía público el próximo lance, al efecto de córtate todos los caminos de la retirada o excusa.

“Diego estaba con nosotros y nos aseguró que sabía el secreto, negándose, sin embargo, a declararlo.

“Creemos necesario participarte tan desagradable noticia, recordándote que dispones absolutamente de tus amigos.

“Salustio y Eduardo”

—Sigue la danza -se dijo con abatimiento-. Mi persistencia en la negativa echará sobre mí las burlas, las rechiflas y aun los desprecios de los boquirrubios y casquivanos, actores obligados de estas farsas. Y de repente se puso furioso, como el agua del tranquilo lago alborotada bruscamente por el viento, y exclamó, cerrando los puños: -¡Sí, señor, me batiré! pero será después de abofetear al impertinente, para que haya siquiera causa apreciable de conflicto.

Las naturalezas dóciles y apacibles, bajo el influjo de tenaz provocación, se hallan expuestas a tremendos estallidos.

Llamaron muy quedo a la puerta. Padera fue allí, y viendo a dos personas, les dijo:

—Pasen ustedes, caballeros. Tomen asiento.

Y añadió luego:

— ¿Cómo le va, señor Farandi? ¿Y a Ud. señor Estupes?

—Bien -contestaron ambos-. ¿Y Ud., sin nove-dad?

—Así es.

—Nos trae un objeto ingrato por cierto -dijo Farandi-. Ud. comprende que en estos casos no se pueden rehuir los compromisos.

—Estoy a las órdenes de ustedes.

Continuó Farandi:

—El señor Aníbal de Río nos ha rogado que nos entrevistáramos con Ud., con el fin de que nos comunique los nombres de sus padrinos, con quienes debemos concertar las condiciones del duelo.

—Es un empeño singular el del señor Aníbal del Río... Yo no tengo conciencia de haberle ofendido, ni hasta hace tres horas tuve conocimiento de que existiese este caballero en La Paz.

— ¿Entonces? -repusieron Farandi y Estupes.

—Que acepto el desafío a condición de que el señor de Río pruebe que yo le injurié.

—Muy justo -dijo Estupes.

— ¡Ah! me olvidaba -dijo a su vez Farandi-, el señor de Río nos dio por escrito los términos textuales de la ofensa.

Y sacó de la cartera un papel que entregó a Padera.

Este leyó: “El escrutador es Aníbal de Río que come en morral, como un mulo de la vecindad contra los arroces y pavitos sociales”.

Y exclamó con vehemencia:

—Señores, yo no he escrito nunca semejante cosa.

Padera añadió:

— ¿Y nos ha dicho el señor De Río la forma en que le dirigí tales injurias? ¿En carta, pasquín, anónimo o por medio de la prensa?

—Ignoramos la forma -contestaron aquellos.

—El asunto se enreda cada vez más para mí. No puedo acertar con su origen, verdadero embolismo oscuro y odioso.

—Lo sentimos, señor Padera.

—Pero, en fin, vuelvo a lo que antes expresé: que el señor de Río demuestre que soy el autor de esas palabras, e inmediatamente enviaré mis padrinos a ustedes.

—Estamos conformes, señor Padera, y nos retiramos, deseando que el conflicto se corte por un avenimiento.

—Gracias, señores.

Padera se veía en medio de las mayores incertidumbres y angustias.

“¿Quién ha escrito esas palabras? ¿Quién me ha calumniado? ¿De dónde procede esta trama infernal?” se preguntaba a sí mismo sin atinar a responderse.

Y nuevamente se dejaba arrastrar por cálculos, recuerdos y suposiciones.

En tal situación se presentaron Salustio y Eduardo.

Dijo el primero:

—Aquí nos tienes para tomar parte en tus trabajos.

— ¡Llegáis a tiempo: os lo agradezco, amigos!

— ¿Qué hay de nuevo? ¿O cuál es el estado de la cuestión? -preguntó Eduardo.

Terencio le alcanzó el papel, y una vez que los dos se hubieron informado, añadió:

—El señor de Rio me atribuye la paternidad de esas frases que me ha remitido con sus padrinos.

—No comprendo una jota -murmuró Salustio. Terencio continuó:

—Él mismo vino primero, y retándome a duelo por una ofensa, que se negó a manifestar, me hizo saber: que se llamaba Aníbal de Río, que había sido escrutador de votos en una sociedad industrial, que vivía en la vecindad y estaba contratado en la pensión de las Moral, alias Morral.

—Si es así, este papel lo describe -dijo Eduardo. -jAh! ¡Ah! ¡Ah!

— ¿Pero, tú has escrito eso, Terencio? -agregó Salustio.

En este momento entró Diego, que había oído a Salustio Y Terencio, y apostrofó enfáticamente a éste.

— ¡Has escrito y no has escrito! o más bien, ¡te han hecho escribir! quiero decir...

— ¡Explícate con mil de a caballo! -le replicó vivamente Terencio.

Salustio y Eduardo intervinieron uno tras de otro:

— ¡Despacha, Pitonisa con pantalones! -¡Habla, Sibila de Cumes barbudo! -Si me hostilizáis, me callo. -¡Qué afán de mortificar! -exclamó Salustio-. ¡Estamos sobre púas, hombre!

—Bueno, haya paz. Dime, Terencio, ¿has leído La verdadera luz, de ayer?

—No, Diego. Vi el periódico en casa, pero el estado de mi ánimo no me permitió tomarlo en la mano.

— ¿No? Pues emprendamos otro camino. ¿No es cierto que has escrito en ese número un artículo titulado “Escritor notable”, haciendo grandes alabanzas del joven Aníbal de Río, que filosofa en la prensa sobre moralidad de las costumbres?

—Es verdad -contestó Terencio, sospechando el origen del embrollo.

—Ahora ya es fácil...

— ¡Sigue! ¡Sigue! -le dijeron los tres.

La presencia de Aníbal de Río interrumpió las explicaciones de Diego.

Aníbal de Río saludó a todos, y se dirigió a Terencio.

—Señor Padera, he sabido con extrañeza por los señores Farandi y Estupes, que Ud. persiste en negar haber escrito las ofensas cuya copia le envié. Me parece que no es hidalgo rehusar la satisfacción.

— ¡Caballero! Modere Ud. sus palabras.

—Ha llegado la hora de ser franco. El miedo no honra a quien estima su decoro.

Eduardo, Salustio y Diego fruncieron el ceno, haciendo un movimiento como para echar al imprudente.

Terencio los contuvo con una mirada.

— ¿Por qué -dijo impetuosamente Diego- se atreve Ud.a pronunciar palabras tan poco urbanas?

—Porque traigo la prueba incontestable de la culpabilidad de su amigo. He aquí el último número de La verdadera luz; he aquí el artículo “Escritor notable”; he aquí los insultos: “El escrutador es Aníbal de Río que come en morral, como un mulo de la vecindad contra los arroces y pavitos sociales”; he aquí la firma del autor: Terencio Padera.

—Tenga Ud. calma. Dentro de un momento le convenceré de que no son mías esas atrocidades.

— ¡Todavía...!

—Magnífico -interrumpió Diego-. Ved a Rodomán, administrador de La verdadera luz. Le previne trajera el original del artículo, presumiendo su decisiva importancia.

Efectivamente Rodomán entró con fisonomía tímida y consternada, y dio el original a Diego, que lo paso a Terencio.

—Entonces será al instante, señor de Río. Este original dice, en la parte señalada por Ud.: “El escritor es Aníbal de Pío, que corre en moral como un muro de la verdad contra los errores y hábitos sociales”, lo cual ha tergiversado el cajista de una manera monstruosa.

— ¿Es posible, señor Padera?

—Ud. tiene la palabra, señor Rodomán. ¿Por qué no está conforme el artículo con el original?

—Señor, Ud. no tuvo lugar para corregir las pruebas. Apremiado por el tiempo no hice yo mismo la confrontación, y el regente me aseguró que todo estaba en regla.

—Puede Ud. retirarse, señor Rodomán. Le ruego que tenga más cuidado para no exponer a los amigos a desafíos y quebraderos de cabeza.

De Río estaba rojo como un tomate, y balbuceó:

— ¿Deberá contar con alguna rectificación en La verdadera luz?

—Indudablemente, señor de Río, haré que se reproduzca el artículo con nota que testifique los errores de imprenta.

Salustio, Eduardo y Diego, con los carrillos hinchados de risa, se esforzaban por mantener la seriedad.

—Quedó satisfecho. Por lo demás, señor Padera, siento las molestias que le ocasione, intrigado por apariencias de ofensa. Pido a Ud. mil perdones.

—No es nada, señor de Río. También de mi parte siento los disgustos que le han hecho sufrir los errores de imprenta.

Aníbal de Río saludó y se dio prisa en marcharse.

Casi inmediatamente tronaron en la habitación las risas de Eduardo, Salustio y Diego.

Sólo Terencio no salió de su moderación...

Luego se desencadenó el siguiente animado diálogo:

—La tragedia se ha transformado en comedia "por vía de encantamiento" como dice Cervantes.

—Hay asunto digno de Moliere y de Bretón de los Herreros. Diego, ¿quieres escribir una comedia?

— ¿Qué más comedia que la acabada de representar? en la cual, sea dicho sin modestia, me ha tocado un importante papel.

—En ese orden no hay que olvidar al pobre... pero grande protagonista Terencio.

—Ni al terrible antagonista de Río.

— ¡Déjale en paz! Se ha visto obligado a irse con rosario de melones y corona de alfalfa.

— ¡Pero que error de imprenta! A pesar de ser yo un poco fantaseador, no hubiera podido inventar una cosa tan extraña.

—Y tan propia y cumplida para el señor Aníbal de Río. ¡Ah! ¡ah! ¡ah!

—Yo pregunto, ¿a quién le ha podido ocurrir semejante despropósito?

—Al demonio que sin duda inspiró al cajista. -Lo cual encuentro lógico, aunque injusto. -¿Cómo así?

—Como que anda siempre Terencio de cuernos con el demonio. ¿No ataca y persigue a los suyos por medio de artículos de prensa, hablando de patriotismo, de honorabilidad y de virtudes religiosas?

—Cierto, se explica que trate de vengarse. No le profeses tanta enemiga, Terencio.

—No habléis desatinos -respondió Terencio.

—Nadie está libre de un percance.

— ¿Aun no siendo escritor? -replicó Salustio.

—Se entiende. Las falsificaciones del necio o del chismoso pueden atraer sobre cualquiera la paliza de un colérico, o el desafío de un galopín de moda.

—Eso significa que debemos guardarnos todos. ¿Lo habéis oído, Eduardo y Diego?

—Si -afirmaron los dos. Y Diego continuó:

—Es tiempo de que termine la aventura. Te felicito Terencio. Te has librado de que una espada te ensarte como a un pollo, o que una bala te estrelle el casco. Así que siempre tuyo.

—Nosotros -dijo Salustio- también nos vamos. No necesitas que te felicitemos: sabes que son nuestros tus dolores y placeres. Descansa de tan-tos fastidios.

—Gracias, mis queridos amigos; que Dios os guarde.

Fin

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