Cruel Martina

Augusto Guzmán

Martina había nacido y crecido en la empingorotada casita de dos piezas, angosto corredor, paredes blanqueadas y techo rojo, protegido por un pequeño batallón de tunas que se desparramaba sobre el tajo brusco de la pizarrosa quebrada. Al fondo, discurría, brilloso, el hilo de agua descolgado de las montañas para el centro del encabritado pueblo de Totora, cuyas anfractuosas secciones se juntaban por recios puentes de cal y piedra. La casita de su madre doña Epifanía, tenía por la espalda, donde medraban frescos los nopales, la quebrada Supaychinkana; y por el frente, la estrecha, empinada y retorcida calle del Diablo. Tal vez para conjurar a ambos diablos, el español de la calle y el quechua de la quebrada, plantó en el encalado espinazo de su techo una airosa cruz en cuyos brazos solían pararse los pájaros a la salida del sol.

Doña Epifanía, era una mujerona erguida de respetable estatura. Aunque imponente, no carecía de atractivo y simpatía especialmente cuando en la calle del Diablo colgaba un otro diablo rojo de hojas de lata pregonando la chicha buena, que buena había de ser entonces, cualquiera chicha en aquel pueblo famoso por su espíritu jaranero, por sus rumbosas fiestas sociales y entusiastas carnavales, por sus caballos de raza, por su burguesía aristocrática, por las luchas sangrientas de sus facciones; más tarde, a principios de este siglo, por sus cuarenta pianos, sus bibliotecas particulares, su foro y su prensa ilustrados; y en todo tiempo, famoso por su chicha, la mejor del distrito chichero de Cochabamba hasta hace unos diez años. Doña Epifanía vendía a sus parroquia-nos la chicha con jayachiku (cualquier plato con picante para abrir las ganas de beber) desde las tres de la tarde, hora en que los jóvenes y caballeros, comenzaban a aburrirse de ociosidad y se juntaban por grupos en los banquillos de la plaza indagando la super calidad de la chicha. La tienda de doña Epifanía no siempre era preferida a causa de estar alejada del centro y en la calle trepadora. Su negocio corriente lo hacían los vecinos de la propia calle, desde la plazuela de granos, hasta el cruce Qhariwakachi. Sin embargo, al regreso de las kacharpayas de gente distinguida, buena parte del cortejo masculino se quedaba en la chichería de doña Epifanía. En el pueblo de costumbres españolas, se llamaban con la voz quechua Kacharpaya, a la despedida que amigos y familiares hacían a los viajeros en las goteras del pueblo, llevando chicha y también alguna comida. Estas kacharpayas eran frecuentes en la ruta de Epifanía porque la calle del Diablo terminaba en el camino de Cochabamba.

De una de estas despedidas se originó el nacimiento de Martina. El hombre que el destino había elegido para su padre era un borrachín alegre, musicante y mujeriego apodado el Tunas Molle porque alguna vez propuso, entre copas, que le sirvieran una ensalada de su invención: rodajas de tuna con racimos de molle en aceite y vinagre. El calavera pulsaba la guitarra con sonoridades metálicas y sollozantes trémolos mientras se acompañaba el canto de inflexiones entre gallardas e implorantes. En los variados sones de la guitarra y el cantó cayó la corpulenta humanidad de Epifanía, al frisar la cuarentena pre menopaúsica. Cayó tantas veces, que al cabo concibió para Tunas Molle la hija que nunca había esperado en su áspera primavera, erizada de renuncias y represiones, engreimientos y terrores religiosos. El trance del embarazo le amargó la vida. El borrachín fecundo pero parasitario e improductivo, aunque era un simple comparsa de los gasto en las parrandas, presumía de distinguido y no quería ser padre de una criatura de vientre de chichera, por lo que comenzó una ofensiva de reproches y denuestos encaminados a sostener un proyecto abortivo. La infeliz Epifanía hubo de someterse a incontables pruebas desde levantar un costal de muku que pesaba dos arrobas, hasta rajar leña detrás de las pencas del despeñadero. Una serie interminable de bebedizos mordicantes y amargos le provocaba dolores insoportables al vientre, en cuya generosa matriz se cobijaba, recóndito e invulnerable, el nuevo ser inocente y perseguido. Para dramatizar el tratamiento de frustración, el filarmónico bellaco golpeaba duro a su concubina con sus manos ágiles y despiertas de artista. Ella sufría como un animal silencioso y desdichado. Pero nada lograba la evacuación del feto. Derrotados ambos, lo dejaron crecer desde los cinco meses, cuando la curvatura abdominal del embarazo comenzó a pronunciarse en forma incontenible. Creyó morir del parto y en efecto murió a los pocos días del suicidio de Tunas Molle que en estado de frenesí alcohólico se desbarrancó en Supaychinkana llevándose en el cuerpo semidesnudo las espinillas de las tunas que cuajaban el singular huerto de doña Epifanía.

La desamparada infancia de Martina pasó detrás de las chumberas que constituyeron su primera impresión vegetal y su primer mantenimiento a escondidas de su tía Petrona, quien vino a ejercer las veces de madre entre sobrios cuida-dos y enérgicas palizas. Tía Petrona era una vieja picantera, escabechera y choricera que negociaba en la playa del río los domingos de feria vendiendo a la puerta del tambo su apetitosa mercancía a los negociantes de ganado. A la muerte de Epifanía, se instaló en la casita de techo rojo tomando a su servicio auxiliar a la Imilla, sirvienta nativa de la difunta en reemplazo de la suya que al sentirse redondeada de formas se dio modos de emanciparse. Prácticamente tía Petrona trasladó el negocio de la playa a su nuevo domicilio. Allí se remachó judicialmente mediante una adjudicación en remate por hipotecas que pesaban sobre la casa desde el tiempo de la compra hecha a crédito por Epifanía. Todos sus ahorros se quedaron en la casa.

Menudo trabajo el de cuidar a la pequeña para cuya alimentación tuvo que criar un par de cabras que ramoneaban en las laderas vegetadas de la quebrada. Martina se llamó la criatura que llegó a la vida causando la muerte de su madre. Durante un año y dos meses creció junto a los exhaustos pechos de su protectora causándole, con sus necesidades diarias y toda serie de enfermedades infantiles, molestias sin cuento compensadas solamente por el cariño y la alegría maternal que nace en toda mujer que cría.

A los 14 meses, después de muchos ejercicios, Martina se plantó sobre los carnosos, sonrosados y menudos pies, y echó a caminar desde la cama hasta el rincón donde se conservaba la chicha en unos cántaros redondos de arcilla bermeja. El acontecimiento arrancó a tía Petrona un grito de alborozo que fue a perderse entre las espinosas pencas donde se abrían como canarios dormidos las amarillentas flores del tunal.

— ¡La Martinita se ha caminado sólita de repente! ¡Si no tiene más que una añito Martinita!

Al cumplir los cuatro años, el mismo día de su santo la llevó a confirmar ante el Obispo de la Diócesis, que a la sazón hacía su visita pastoral a la provincia y, para juntarlo todo en una sola fecha, le hizo también el umarutuku o corte del primer cabello. Apadrinaron el acto los esposos Méndez Rico, acaudalados yungueños de la calle Uyajti, ya que habían patrocinado su bautismo. Vestida de pollerín celeste, blusa blanca con adornos de encaje y zapatos de charol. Martina se despojó de la cinta rosada que ceñía su cabeza y entregó su oscura y sedosa guedeja a las hábiles manos del peluquero Tapia, que de inmediato le compuso hasta seis trencillas. El primer corte de tijera lo hizo el padrino don Serapio Méndez, depositando la primera trencita en una charolilla de plata con un tributo de cuatro libras esterlinas a cuyo brillo y sonido fascinadores recorrió entre los circunstantes un murmullo de aplauso y admiración. Luego la madrina doña Dolores Rico de Méndez cortó la segunda trenza y, cogiéndolas de su escarcela, depositó discretamente otras cuatro medias libras de oro, también inglesas. Los demás invitados principales dieron monedas de plata de un peso boliviano, hasta que el barbero procedió al corte total del cabello y afeite de la infantil cabeza, en el patiecillo de la casa.

Y entonces comenzó la fiesta: almuerzo, chicha, bailes y cuecas con música de armonio y violín. Martina retraída del juego bullicioso de chiquillos y chiquillas que habían llegado con sus padres, apareció luciendo sobre la pelada cabeza un vistoso pañuelo punzó de seda. Se entretenía con una petaquita de cuero, imitación de las grandes que las traían muchas de Santa Cruz. Una hermosa muñeca de trapo de importación europea que le regalaron ese día, la examinó con indiferencia y la arrojó a los conejos de la cocina alborotándolos con el exótico presente.

La niña fue creciendo robusta, mientras en la joroba de una pequeña vasija vegetal, tutuma, que le asignaron, lamía golosa el arrope blanco y el arrope rubio, keta y miskiketa subproductos de la chicha que tía Petrona resolvió fabricar en la casa. Los hartazgos inolvidables de Martina, hija de Tunas Molle fueron las de comer las tunas que producía la casa. Unas veces sola y otras con Santusa, la sirvienta, ya mozuela, perfeccionó la técnica de sacar el fruto de enojosa cobertura y extraer la codiciada pulpa.

En el verano llovedizo, el paraje totoreño a 2.800 metros sobre el nivel del mar, se encendía dulcemente. Tía Petrona bajaba con Martina y Santusa, a una poza del Supaychinkana y quedándose en camisa, entraba en el baño con sobresaltos nerviosos. Santusa rehuía la entrada, cobarde, probando el temple del agua con los pies una y diez veces, hasta que tía Petrona la animaba con una reprimenda. Martina se desnudaba sola y entraba con tranquila resolución a flotar en los brazos de una y otra chapoteando alegremente en el remanso.

Tía Petrona dio al antiguo negocio de doña Epifanía nueva jerarquía, de casa quinta, al instalar en el corredor una mesa larga donde venían a comer por lo menos unas dos veces por semana, grupos de personas dedicadas a alguna celebración. En poco tiempo se hicieron famosos los platos de pichón, de pato, picantes y asados de la tía Petrona que así pasó a vivir más holgadamente, aunque sin disfrutar de descanso alguno.

Martina pasó la infancia sin escuela y entró a la pubertad. Sus cabellos negros y lucientes, partidos por mitad de la coronilla a la frente, en dos trenzas, caían a sus espaldas de modelados hombros y alguna vez sobre sus pequeños senos redondos, apretados por un corpiño que moldeaba con temprana turgencia el busto. En realidad era mujer en solamente doce años. Su tez de retostada calidez, uniforme y tranquila, sus ojos oscuros, de pestañas rectas y de un mirar digno y apacible. Los domingos de misa obligatoria, iban con Petrona y Santusa, vestida de cholita lujosa con mantilla de flecos, pollera de terciopelo y zapatillas de charol con medias encarnadas. Llevaba en vez del reclinatorio de las aristócratas, una felpuda alfombra cuadrada con picoteada guarda de lana gruesa. Comenzó a divertirse tanto en carnaval, sin darse a la carne, como aplicarse a los oficios religiosos de la cuaresma. En pocos años alcanzó prestigio de ser una chola seria y distinguida.

Pasaron los años. La casita blanca de techo rojo perdió su aspecto coquetón y limpio, aunque no su carácter pintoresco. Las lluvias deformaron el techo y lavaron el blanco de las paredes. La cruz de palo de sauce, torcida y rajada, fue cediendo de su sitio y al cabo cayó sin que nadie se cuidará de reponerla. La plantación de tunas, emplazada en un terreno proclive al escurrimiento, se redujo a la mitad. Tía Petrona envejeció como la misma casa y se tornó enfermiza. Santuza se independizó a raíz del primer desliz que le trajo el primer hijo, y Martina, la hija de la olvidada Epifanía y del Tunas Molle, agotó adolescencia y juventud hurtando el cuerpo a la seducción y al casamiento con una terquedad de mula inconquistable. Los requiebros, los piropos y las proposiciones amorosas lejos de encenderla en ruboroso contentamiento, la encendían en furia incomprensible que se traducía por coléricas reacciones de agresiva torpeza. Al elogio, el insulto; a la alabanza, una ofensa. Y al atrevido que se avanzase con tocamientos lascivos o de simple exploración, bofetada, escupitajo y amenaza de usar un cortaplumas que llevaba en el bolsillo. Nadie podía con ella. El negocio de los platos criollos acabó por reducirse a una picantería con mesa y brasero a la puerta y apenas un cántaro de chicha cuya clientela formaban los vallunos de viernes y martes, fleteros que entraban al pueblo y salían de él por esa ruta. Empobrecieron. La cholita lujosa, dejo de ser tal. Pero en cambio en la modestia de sus ropas resaltaba el aseo personal, la limpieza. Ni zapatillas de charol, ni medias encarnadas, simplemente zapatos plebeyos de piso plano, pollera de franela y manta de algodón descoloridas. Sus manos, sus pies, su cara, toda su piel brillaba de jabón y agua, con una pálida tersura que atraía como el ámbar o como el marfil. Ciertamente la belleza dulce de su carne en madurez otoñal llamaba a los hombres para el amor. Al acercarse sólo encontraban humillación y desprecio. Tampoco aceptaba más de una o dos copas de chicha, ni le gustaban los bailes. Los choleros del pueblo, jóvenes platudos que explotaban este filón mestizo, acabaron por decir que Martina estaba enredada con el cura.

Un necio desahogo del despecho. El cura viejo tenía familia y Martina no era beata, mística en grado singular. Iba los domingos a misa y comulgaba por cuaresma. No era mala persona. Simplemente en su alma árida y desnuda de amores, no había germinado la planta de la ternura. Ni siquiera le simpatizaba el otro sexo. Por el contrario sentía en la sangre, en las entrañas vírgenes, un odio mortal a los hombres que parecía venirle, instintivo e incontrolable, con remoto impulso hereditario, del ancestro. ¿No habría sido así su madre? Tía Petroná no sabía explicar el caso pero profetizaba que podía sucederle lo que a su madre, tener un amante a la madurez.

—Mi comadre no era así, como ésta. Bailaba, reía, también se mareaba algunas veces. Era pues como cualquier mujer de este mundo.

Al cumplir Martina los 38 años, más o menos a la edad en que doña Epifanía encontró al Tunas Molle, en la casita de la cruz caída y de las tunas siempre verdes, se inició el drama capital de su vida. La Prefectura envió a Totora, a un flamante Corregidor, de apellido Ardiles, de 30 años a lo sumo, guitarrista, cantor, mujeriego y muy bien encarado sujeto, quien al punto en rueda de contertulios recogió el caso célebre de la inconquistable Martina. Ingenioso como era, dijo que por haber humillado, derrotado y hecho padecer sin misericordia a tantos pretendientes, la tal hija de Tunas Molle, debía llamarse la Cruel Martina. El remoquete fue celebrado y aceptado. Pero Ardiles, seductor profesional, soltero con tiempo y libertad para tal ejercicio, se juró en secreto rendir la fortaleza de Martina como primera hazaña de su corregimiento. Emprendió la campaña con los métodos corrientes. Copitas en la casa de tía Petrona, previo soborno. "El Corregidor nos visita con sus amigos". Martina se plantó desde la primera copa. Accedió a tomarla solamente a condición de que no le invitasen la segunda. Los dedos de Ardiles desgranaron en la desolada noche, los acordes llorosos de su sentimental guitarra, acompañando las coplas escogidas para el caso, todas alusivas a la crueldad de las enamoradas renuentes: "¿Imamanta chay sonqoyki, uchú kutana rumi-chu?"... que en dulce, insinuante, tierno y onomatopeyco quichua, quiere decir: "¿De qué es el corazón tuyo, acaso es la piedra de moler ají?" O el otro canto que sangraba doliente: "Sonqoytachus qhawaykuaj, llawar qhochapi waytasqan" que en lengua hispana diría: "Si miraras el corazón mío, lo vieras nadando en sangre", naturalmente todo por culpa del amor no correspondido. Se agotaron las coplas con la chicha y las manos de Ardiles se cansaron. Martina accedió a bailar con desmañados pasos dos o tres veces con los comparsas del Corregidor, pero precisamente a él se lo negó todo, categóricamente, sin eufemismos:

—No bebo porque ya no quiero. No bailo, porque no sé bailar ni me gusta—. El otro, chancero en estos lances de chichería, festejaba el mal humor de la chola, llegando a decirle de frente:

—Cruel Martina, eres de comienzo difícil, pero ya te ablandaré paso a paso, poquito a poco, en noches sucesivas. ¿No me recibirás cruel Martina?

Ella respondió impávida, en quichua:

—Venga señor Corregidor cuando quiera con sus amigos a tomar chicha, pero no a otra cosa.

—Ardiles volvía a la carga.

— ¿Te gustan mis canciones Cruel Martina?

—Son lindas, señor Corregidor.

—Entonces tengo esperanzas.

—Esperanzas conmigo no las tenga, caballero, ni siquiera con chanza.

El asedio fue continuo, y, era en sus impulsos cosa de astucia, lujuriosa y desvelada, de machismo provocado y tal vez de amor verdadero que ardía contra esa resistencia cruda y ruda. No pasaron tres meses desde el primer asalto, cuando el simpático Corregidor apareció con la cara vendada. Sus amigos asociaron el hecho a la campaña oficial en la calle del Diablo. No podía ser sino un puntillazo de la Cruel Martina. Ardiles se ufanó:

—No es muy grave. Me ha metido el cortaplumas en la mejilla hasta el hueso, pero yo terminé con ella.

— ¿Terminaste o comenzaste? ¿Cómo te supo la doncella? — le preguntaron sus amigos.

—Aunque estaba desmayada, me supo buena, limpia, sabrosa y con fragancia femenina.

Se supo que la octogenaria tía Petrona puso queja ante el Subprefecto y que Ardiles firmó acta de garantía para no pisar la casa de la Cruel Martina. Con esto, cayó prácticamente el telón sobre ella. ¿Que más daba el episodio? En efecto no daba más el episodio de una mujer extravagante. Y aquí terminara el relato si la historia no continuara. Vencida no por la tentación, sino por la fuerza, Martina se replegó en la soledad y el silencio hasta que la comadrona del pueblo le reveló el tremendo secreto de su maternidad involuntaria. Ignorante en absoluto de la fisiología del embarazo, sólo pudo percatarse a los cinco meses de haberla disfrutado Ardiles, a quien había herido instintivamente al recobrarse del desvanecimiento de la lucha que sostuvo luego de haber bebido el vaso de aloja dulce que le ofreciera el propio Corregidor.

En aquel caluroso día de la primavera el muy ducho se había dado modos de estar a solas con Martina, alejando de la casa a tía Petrona, con el encargo remunerado de conseguir un buen plato de chicharrón. Cuando volvió la vieja sin el chicharrón inventado por Ardiles, todo había pasado. Martina lloraba con las ropas desgarradas, lamentando que el cortaplumas se perdiera porque el violador lo había arrojado desde el corredor, por sobre la huerta de tunas, indudablemente hasta lo más profundo de la quebrada cubierta de matorrales.

—Supaypa wachasqan kqara — (Hijo del diablo, ocioso, pelado) había escupido tía Petrona — Mañana mismo voy a quejarme al Subprefecto.

—Si vuelve lo mato, juro que lo mato — amenazaba Martina.

El nuevo ser, que curvaba como un firmamento su vientre rebelde y ultrajado, se puso a obsesionarla, como amenaza implícita en el fondo de ella misma. Desde el impacto de la revelación, lloraba sin consuelo porque iba a tener un hijo, como otras lloran por haberlo perdido. Sin embargo, nada hizo por secundar los frecuentes consejos acerca de esfuerzos musculares, de tocamientos y de yerbas a tomar que podrían procurarle el aborto. Un oscuro terror orgánico, especie de miedo visceral, la poseía paralizándola en los proyectos. Pero al correr los días, en sus entrañas, como juntado con los microscópicos caudales de los vasos sanguíneos y secretores, brotaba un río violento de despecho y de odio que la recorría entera y que caía como una cascada de fuego sobre su inteligencia atormentada. Desnutrida, demacrada, fantasmal, desvelada, con los ojos abiertos a una realidad que no parecía temporal ni suya, la mal llamada Cruel Martina, soportó el trance, en tensiones contrapuestas, hasta los siete meses pasados de su dramático embarazo. Y de pronto, la tempestad de sombras y fuego que la envolvía, se disipó. En sus ojos extraviados nació una claridad apacible de amanecer campesino. A los labios exangües, de gesto rencoroso y altanero, asomó como un botón de rosa en primavera, el tímido encanto de la sonrisa. Y mientras maduraba, doliente, su cuerpo descuidado por el abandono y el desconcierto, toda ella parecía afirmarse en un lento gesto de integridad señorial, que no era, ni resignación cristiana, ni orgullo luciferino, sino ciertamente las dos cosas a la vez. Un rudo sentimiento de seguridad, de problema resuelto y camino encontrado, en su fondo había pasado, como una ronda angelodemoníaca, la batalla del bien y del mal, para dar paso a un conato de revancha en vigilante acecho que parecía haber re-suelto extrañamente sus complejos de dolorosa humillación y resentimiento.

Ya era madre. Amamantó al niño algo más de treinta días en su penumbroso rincón de la tienda, casi siempre cerrada, mientras andaba penosamente por la casa la viejísima tía Petrona. Cuidaba y cebaba al niño, sin ternura, sin sensibilidad materna, como si estuviera cebando un lechoncillo. Tía Petrona percibía algo irregular en esta madre primeriza, pero lo atribuía con razón a su carácter desequilibrado y al hecho de la maternidad forzada.

—Tú no quieres a tu hijo como cualquier madre —la reprochó una mañana.

—Es que tampoco soy como cualquier madre. Yo no he nacido para esto. Ese Corregidor no es de aquí. Nunca lo hemos conocido para esto. Nunca lo hemos conocido en el pueblo. Estoy segura que se trata del mismo diablo.

—Pudiera ser. Pero estos forzamientos no son raros en los pueblos y los cometen personas conocidas y distinguidas.

—Con eso yo no tengo que consolarme. El chico éste no me va a dejar vivir ni trabajar y me llena de vergüenza. Esto no se va a quedar así.

—Estaría bien que vayas a confesarte. Hace mucho que no oyes misa.

—Una mujer como yo, no puede entrar al templo. Para librarme de esta afrenta yo sé lo que tengo que hacer. Lo único que te pido, es que no te metas.

—No será pues que piensas botarlo al Supaychinkana - contestó la vieja con enfadado sarcasmo.

—El hijo que me ha dado, yo se lo voy a devolver al padre.

—Es muy niño para entregar a nadie. Espera que crezca.

—Yo no pienso criar guaguas, tía Petrona. —Yo puedo criarlo, como te crie a ti.

—Si a ti te gusta criar niños, debieras tenerlos.

—Eres tonta y nada sabes. ¿No ves que soy una vieja, pero demasiado vieja?

La conversación en quichua tomó un giro inesperadamente confidencial.

— ¿Conque, eres vieja? Yo sé que no soy tu hija. Tú me hallaste en el lecho de una muerta. ¿Por qué tú no tuviste un hijo? Ya lo ves, porque no lo querías. A tí los hombres no te han tocado, te hiciste respetar ¿no es eso? Solamente yo, per-seguida del demonio, he sido la mujer infortuna-da.

Se puso a llorar. Tía Petrona, compadecida, le pasó su mano seca por la cabeza, suavemente, al tiempo que le decía con ingenuidad senil:

—No desesperes Martina. Cuando era joven, jovencita, también abusaron de mí los hombres.

Y no solamente uno, ni por una vez. Lo que pasó conmigo, es que no llegué a concebir.

Por entonces, durante los días que guardaba cama la Martina, Ardiles se llegaba casi cada día a la casa, hasta que logró amainar el encono en el viejo corazón de tía Petrona. Le pedía disculpas y juraba que no volvía para hacerles daño alguno. Solamente quería saber si era cierto que Martina iba a ser madre.

—Ya nació la guagua, es varoncito - informó tía Petrona - por lo menos debías dejar para la ropa del chico y el caldo de la enferma.

Ardiles ruborizado entregó el dinero.

—Estos cinco pueden servir para todo. Yo gano poco, tía Petrona, pero no quiero escándalos. Busco la amistad sincera, llana. La Martina no debe ser tan rencorosa.

—Espera un poco, yo te voy a poner bien con ella.

En el fondo se sentía halagado de la difícil, casi imposible conquista. Por otra parte no había quien no creyera que Ardiles había convertido a la irreductible Cruel Martina, en su querida, en su chola hasta hacerla tener un hijo. Su vanidad masculina necesitaba pues por lo menos aparentar relaciones. Martina informada de los rodeos de Ardiles, tomó su resolución tranquilamente. Espiaba también ella, a su vez, la oportunidad propicia que no tardó en llegar.

Un ataque agudo de artritis derrumbó a tía Petrona en cama. Dormían en el mismo cuarto, lado a lado, separadas por una vieja cómoda de cedro donde había un Nacimiento del Salvador, en un fanal de vidrios juntados por listones de hoja de lata. Un viernes en la noche, aconsejó a Martina hacer las paces con el padre de su hijo. Aunque no se casara, podría ser un apoyo si ella faltara como parecía que ya no estaba para este mundo. Martina aceptó sin comentarios y sugirió que sería bueno hacer una comida íntima el domingo con Ardiles y sus amigos.

—Yo estoy enferma, llamemos a alguien para que te ayude en la cocina - propuso la vieja.

— ¿Por qué ayuda de nadie? ¿Acaso no hago sola muchas veces la comida del negocio? Además yo no quiero comentarios de mujeres. Que vengan los hombres y que coman de mis manos. Tú no te alzarás tampoco de ningún modo. A la hora de comer, te podemos aproximar a la mesa.

—Haz como quieras Martina, mañana sábado viene con seguridad don Ardiles en su tordillo - y se hundía en el sueño quejándose quedamente de su artritis. Apagada la vela, Martina velaba en la sombra. En sus ojos, en su boca, en toda su cara, una sonrisa bellaca.

Ardiles apareció a caballo poco después del mediodía y no encontrando a tía Petrona en la puerta, indagó a Martina que por primera vez se dejaba ver. Ella le invitó, a pasar. Ardiles desmontó y, sosteniendo las riendas, se paró en la puerta, junto a la mesita de las ollas, con receloso asombro.

—Mañana domingo, don Ardiles - dijo sin rubores Martina - tía Petrona dice que vengas a comer a las tres y media una sajrahorita con tus amigos. Eso nomás tenía que avisarte, porque ella está un poco enferma.

Ardiles se animó. Tía Petrona había cumplido.

— ¿Alguna fiesta Martina? ¿Qué celebran, qué festejan en la casa?

—Es despedida, don Ardiles. Estamos pensando irnos a Pocona.

—No será muy pronto. Eso tienes que hablar conmigo Martina. Voy a venir con el Rómulo, con el Rosendo y el Angelito. ¿Y no me muestras a tu guagüita?

—Guagüita de mostrar no tengo.

—Me voy entonces — dijo Ardiles sagazmente— somos amigos y estoy feliz de verte de tanto tiempo Martina. Hasta mañana.

El domingo, pasadas las doce, Martina, se sentó en el banco del corredor inclinado sobre sus viejos pilares de molle, con el niño entre los brazos, mientras el sol de octubre clareaba refulgente sobre el empedrado del pequeño patio y en el alegre verdor del bosquecillo de tunas. El pequeño se prendía al pezón golosamente con su ambiciosa boca de sanguijuela. La hembra lactante no hizo más que ceñirle contra sus henchidos senos impidiéndole la respiración por algunos minutos. La criatura sin bautizar dejó de vivir. Una olla de barro hervía en el fogón de la cocina. En otro recipiente de arcilla enlucida, se veía un trozo de corderillo dispuesto para el picante. Martina, con el cadáver del párvulo ya desnudo, ingresó en la cocina. En el dormitorio, hacia la calle, acceso de tos senil, martillaba el viejo pecho de tía Petrona, acosada por un enjambre de moscas. Un menudo gallo canoro, amodorrido a la sombra de las pencas, batió sus lucientes alas dándose frescor y empinándose gracioso sobre sus piernas amarillas, lanzó a la quebrada del Supaychinkana sus notas de clarín, una y otra vez: centinela del hogar.

Llegados puntualmente los comensales, comieron un guiso de carnes blandas en ají, diestramente preparado. Tía Petrona, ayudada por Ardiles, que asumía actitudes de hombre de la casa, ocupó un sitio en la mesa lamentándose de que la caprichosa de Martina, no quisiera ayuda de nadie. Tan buena encontraron el insólito plato de su anfitriona, que la reclamaron para brindar los vasos de chicha.

—Bebamos — dijo Ardiles, entusiasmado por la presencia de Martina que acudió prestamente — bebamos por esta excelente cocinera y por su hijo o hija.

—Salud, salud doña Martina, a su salud brindaron los demás vaciándose las copas.

—Que sea pues a mi salud - contestó modestamente la picantera y, bebió con ansiedad su vaso grande.

—Andando, Martinita, queremos pues conocerla a tu guagüita - dijo afablemente el Corregidor.

No hubo carcajada de loca, ni crispadura dramática de nervios, con visajes de extravío, en aquella mujer de tranquila seguridad que, son-riéndose escéptica, informó al auditorio bien nutrido:

— ¿Cómo puedo yo traerles al niño, si Uds. mismos acaban de comérselo?

Un escalofrío de terror paralizó a los convida-dos de la muerte en sus asientos. Estupefactos, sintieron que la saliva se les secaba en la boca.

— ¡Qué disparates hablas Martina! - gritó escandalizada tía Petrona alzando las rugosas manos contra la faz de su pupila y compañera, a tiempo que instintivamente encaminaba sus cansados pasos hacia la achatada pieza de cocinar. Del umbral retrocedió horrorizada, tapándose el rostro con las manos.

—¡Dios mío, el señor tenga piedad de nosotros!.

Los cuatro hombres, como movidos por un solo resorte, se precipitaron a la cocina en cuyo centro, sobre un gran plato de alfarería tarateña, vieron la cabeza y otros residuos del parvo sacrificio.

— ¡Asesina, malvada, vas a ver ahora lo que te ha de pasar! — se dirigió Ardiles a la impávida con la voz acuchillada de terror y de indignación, mientras los otros, positivamente antropófagos involuntarios, escupían por el suelo, entre protestas y maldiciones, tentándose la garganta o el estómago, cual si quisieran devolver el guiso macabro.

Martina se irguió como una espada que mostrará el filo. Sus ojos pasearon sobre los circundantes una mirada de superlativo desprecio antes de contestar:

— ¡Asesino eres tú, Corregidor, que entras en las casas para abusar a las mujeres sin auxilio y sin defensa!

Sumario, plenario, sentencia. Agotados los recursos de ley, Martina no pudo salvarse de la pena capital. Empero felizmente para ella, como no sintió del amor, tampoco sintió nada del peli-gro. Y así pudo mantenerse enhiesta el trance definitivo, sin cuidarse de los trámites curialescos.

Ardiles, después del desquite neuropático de Martina, tuvo que abandonar el pueblo trucidado por los comentarios burlescos.

— ¿Conocen Uds. un plato que se llama Corregidor Ardiles? -preguntaban en los corrillos para iniciar el relato del suceso.

Tía Petrona sucumbió durante el proceso. Fue la única persona que sostuvo, por natural inducción, la teoría de la irresponsabilidad legal admitida originalmente, por el Código Penal Boliviano de 1829 en su artículo 26: “Tampoco se puede tener por delincuente ni culpable al que comete la acción hallándose dormido, o en estado de demencia o delirio o privado del uso de su razón”.

La vindicta pública tuvo que satisfacerse con la ejecución de la sentencia en el mismo pueblo. El piquete era de ocho rifleros y un tambor para el recorrido.

Resabio del atuendo judicial de la colonia, ve-nía también el jumento clásico. La multitud se agolpó a la puerta de la cárcel, colmando de expectación el claro día, a la hora once.

En medio de dos sacerdotes franciscanos apareció Martina: vestida de negro, los ojos vendados, la cabeza descubierta y las manos amarradas. Dos hombres del concurso la cabalgaron sobre el apacible jumento. Rompió el tambor el compás de la marcha y el procesional cortejo se movió por la accidentada calle de Chimboatita. Un silencio religioso de duelo dominaba el paraje y la villa. A cierta distancia, Martina forcejeó por liberarse las manos. El fiscal ordenó que le aflojaran las cuerdas y ella, al conseguir lo que quería, se quitó con una mano el pañuelo de los ojos. El incidente provocó cierta dificultad entre los conductores. Pero la gente pidió a voces que la dejaran como estaba, y así se quedó. A momentos el asno remolón se detenía para alcanzar con el abozalado hocico, las plantas que avanzaban al camino desde la quebrada del Supaychinkana. Estaban precisamente por debajo y frente a la deteriorada casa de tía Petrona. Martina se irguió sobre su rústica cabalgadura y hundió en penetrante mirada, de inspección y reconocimiento, sus negros ojos en el paraje familiar. Fue sólo un instante, que pareció consternar al público, porque algunas mujeres contuvieron un sollozo de cristiana conmiseración.

En el cruce del camino de Chimboatita con la calle del Diablo, llamado Qhariwakachi, apareció el patíbulo compuesto con adobes y un tosco madero rectangular a cuyo lado se veía también un ataúd pintado de negro. La multitud hizo un rumor de expectación. Martina impaciente con su jumento, rompió al paso una varilla de las plantas del camino. Y produciendo con sus labios un apretado sonido estimulante, de entusiasta besuqueo, dio de varazos al animal en las ancas hasta imprimirle un aire vivo de trotecillo casi juguetón que arrancó a la multitud una cerrada exclamación de festivo asombro...

Fin

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