Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Raúl Botelho Gosálvez
13 de abril
Vuelve a visitarme el insomnio. Es una enredadera que se enrosca alrededor de mis pensamientos.
Echado en mi camastro, bajo el techo de palma seca, mientras las horas discurren en pálidas bandadas a través del bosque, escucho en silencio los coloquios de mi espíritu con mi carne. Veo el prematuro derrumbamiento de mis más altos ideales, deshechos como collares rotos. Sueños de triunfo, anhelos de gloria, ansiedad de interminables fugas, ruedan por el suelo y se pierden sobre el amargo polvo de la tierra. Mi amor sin esperanza, que vino atormentándome como un suplicio, aminora su fuerza y con el desvelo y sufrimiento de la soledad cobra una resignación humilde. No se solivianta, consume ni aviva, porque mientras cumpla esta surte de purificación en el seno de la naturaleza, es preciso que conserve, inalterable, la serenidad, sólo así la llama de inspiración guardará la luz del nombre de aquella mujer que supo encenderla.
Sin embargo, durante las últimas noches a mi pesar renacieron antiguas turbulencias. En la alta mar de la sombra me cogen los tifones del deseo y, como navío sin timón, voy empujando de ola en ola, de cresta en cresta. Zarandeando y presa del vértigo exterior, escucho una voz que se amplifica bajo las óseas paredes de mi cráneo: "¿Qué haces de tu vida? ¿Por qué soterras tu entusiasmo y arrojas paletadas de fría arena sobre la ardorosa semilla que abrasa tu inteligencia? ¿Por qué te castigas con un abandono sin remedio, lejos de quien amas y, luego, contrito por tu destino, la idealizas hasta la terrible sublimación que sólo busca la muerte?"
"Anda, ¡levántate de tu postración! Toma el cayado, vete por la senda que conduce a las cumbres y deja tu huella en ellas!"
Mi angustia se refugia en las palabras. Las ex-clamó en voz alta, quizá anhelo en secreto que alguien las recoja; pero sólo la inmensidad insensible, los árboles greñudos como tarascas, las estrellas que no se apiadan de ninguna tribulación, reciben y guardan mi mensaje.
En la medianoche, cuando la naturaleza que circunda la loma donde levanté mi cabaña cobra una vida enigmática, incorporándose del suelo para gritar en un espasmo de cabalística emoción, mis sueños se despojan de sus pompas. Ya no son sueños, son gemidos entrecortados que anegan mi garganta, leves sollozos que resbalan como sierpes entre los renegridos pelos de mi barba. Y entonces todo se junta al rumor inconfundible y perpetuo de la noche.
De lo alto de mi pesadilla, del malestar de mi pobre vida, baja en lenta y grave procesión el cortejo de mi juventud, de mis años de plenitud angullados por el bosque.
16 de abril
Hacen tres meses con hoy que vivo en el bosque, lejos de toda presencia humana y con la sola compañía de mis libros. No hay fatiga ni tedio en esta soledad de hierro. Soy como un Zaratustra que no va a la metafísica, sino a la vida.
A veces desciendo de la montaña con mi viejo morral de loneta amarilla al hombro y camino dos leguas por el escarpado sendero que conduce al pueblo. Allí compro los pocos víveres que necesito. Este viaje lo repito dos veces al mes cada quince días. En el pueblito sólo mantengo relaciones con el dueño de la posada y el maestro de escuela. El hospedero me vende los sencillos alimentos que preciso; vive en la murria aldeana vegetando tras el mostrador de su negocio. El maestro de escuela es joven, pálido, flacucho, mal vestido y dicen que escribe versos. Sus ojos grandes y sombreados por las ojeras de la anemia, reflejan honda tristeza; su perfil recuerda a Leopardi o Chopin.
Estos hombres, tan distintos entre sí, y tan iguales sin embargo, me miran con simpatía y desconfianza. Seguramente no encuentran una razonable explicación de mi soledad. Advierto en sus palabras un oculto recelo y en sus miradas una vaga esquivez. Piensan que soy un tipo raro, a lo mejor es aprensión mía, felizmente no convivo con ellos, pues de otra suerte me perdería en el andurrial de sus preguntas.
Cuando regreso al tibio seno de la cabaña me parece que junto al morral deposito una penosa carga en el suelo; de nuevo me aguardan quince días de libertad. Lejos de todo ruido superfluo, escuchare la divina música que ejecutan millones de arpas del boscaje que parecen tocar para mí, vastas sinfonías que principiaron a sonar como eco de la celestial música de las esferas. Viviré estos días en plenitud serena, como una especie de semidiós desterrado y solo. Apenas recortará mi pensamiento vagas cartulinas negras para trazar el perfil del recuerdo.
18 de abril
Mi cabaña, en la ladera enchamizada y boscosa, repleta de fértil polvo del desmonte, domina al noreste la blanca espalda del Mururata, al norte se le abren las verdes vegas que declinan al lado de las bullidoras aguas del Takesi y Unduavi, hasta los llanos que se divisan de las altas escarpas, más allá de un horizonte de bosque lujurioso. Enfrente, como bárbara jiba, se yergue el cerro Macho, limpio de vegetación, reluce sus roqueños dorsos desnudos, igual que un traje de lentejuelas, incandeciendo con fulgores de berilo y violeta, en el amanecer y el crepúsculo. Detrás está la ladera de los Andes que sube pujante, entre bailadores laberintos de bosque virgen y matorrales desgreñados.
Las cumbres amanecen con una bufanda de nubes que se deshilacha a medida que la atraviesa el sol. La rosácea luz matinal inunda los contornos y con apresurado proceso cromático se encarama en la insondable dimensión de un azul de añil.
Mi albergue tiene tres habitaciones. Todo es rústico en ellas, construido con mis manos poco hábiles. La más espaciosa alcanza a quince metros cuadrados; allí se encuentra mi cama solitaria, echada como un perro junto a la ventana que ocupa un ángulo. Sobre el lecho, símbolo de mi paganismo y agonía está el retrato de Ella. A veces, en la áspera profundidad de la noche, vuelto contra la pared suelo mirarla. Sus ojos expresivos y vivaces, que tienen algo de magnéticos topacios sumergidos bajo oscura linfa, parecen iluminarse y cobrar vida, resplandecen como una esperanza tras los elevados pómulos de ese rostro que mis labios han recorrido con la dulce avidez del amor y el desconsuelo. Su boca breve, de labios bien formados, sonríe mostrándome la hilera de los pequeños dientes en los cuales la brevísima separación de los incisivos superiores le da una personal característica.
Por una parte se comunica el dormitorio con el cuarto donde paso las horas muertas, tirado a lo largo del tosco canapé cubierto con la gruesa piel de venado. Este cuarto tiene la orientación propicia para que los últimos destellos solares den en su ventana, a cuyo frente he arrinconado mi mesa de trabajo. Allí me abismo largas horas, acodado, con ambas manos enredadas en el cabello. Otra ventana al levante, en la hora del alba se incendia con resplandores de múrice y ámbar, por ella se divisa el angosto camino que conduce al seno del bosque.
La habitación contigua sirve de cocina; de sus travesaños cuelgan salames, perniles ahumados, o el cuerpo de una pava de monte. Un rústico fogón, dispuesto contra la pared, y algunas repisas de caña hueca completan el mobiliario. Afuera está el depósito de leña para los días de lluvia y hastío.
También tengo un gallinero separado por escasos metros de la cabaña. De amanecida, cuando aún no evaporó el rocío, abandono el lecho y voy a echar a los pollos las migajas que sobraron en la mesa y la ración de grano. Dos gallos, marciales y pintiparados, en este sitio agreste suelen rayar la tersura de la mañana apenas despunta el sol y hacen alharaca en la noche cuando ronda el gato montes.
En un pequeño tablón de tierra, limpia de salvajina, sembré algunas hortalizas y legumbres que debo defender de las hormigas.
20 de abril
Mi vida se desliza limpia y sin contratiempos. Al amanecer, cuando empieza la salvaje gritería del bosque, tras mi baño elemental tomo la escopeta y cargándola en bandolera me interno en la fronda. Mi paso es cauteloso, lento. Reparo en las ramas que cayeron sobre la senda; observo el paso de las hormigas que cabrillean sobre la hierba; me detengo largo rato a contemplar la vida de los avisperos que cuelgan cono frutos de las ramas. Junto a la cristalina y rumorosa linfa admiro los verdosos helechos que parece aéreos encajes. Mi espíritu aprende el silabeo de las cosas. Mis tímpanos se desnudan para recibir mil murmullos y rumores que brotan del fantástico hondor del bosque poblado de genios menores. Escucho el tímido balido del venado, el gorjeo de los pájaros, el ronroneo del osezno, el agudo canto de la pava de monte, el fatigado gruñido de la onza o el puma que van o regresan de cacería, el fuerte maullido del gato montes, el agorero graznido del búho, el rumor de las chicharras.
Mi vista cuando se cansa del eterno verdor que me rodea, se eleva por encima de las enhiestas copas y busca el cielo a través del intrincado dibujo de las remazones. Se tiende de igual manera que el vuelo del cóndor, en cerrados círculos concéntricos que ascienden o bajan en el dilatado abismo.
Me encaramo como un hombre prehistórico en las altas ramas de los árboles patriarcales y allí me balanceo sentado en una horquilla. El paisaje se avizora inmensurable; de un golpe de vista abarco la fría nevera del Mururata y los remotos parajes de las vegas yungueñas.
El bosque vive una vida fáustica. A todas horas es distinto. De la mañana al crepúsculo hay una solemne mutación que sólo advierten las raíces panteístas del alma. ¡Cómo se expande en su caja de vidrio rojo el corazón lastimado!
29 de abril
Ha llovido toda la noche. Estuve despierto hasta que amaneció, escuchando al agua que caía sobre las palmas del techo. Millones de gotas se estrellaban como diamantes contra los vidrios de la ventana donde parpadeaba como un ojo vivo la pequeña flámula del candil, consumiéndose como una vida. De rato en rato se quebrajaba el ámbito con la ronca voz del trueno que sucedía a la iluminación del relámpago astillado en la montaña.
Entrada la mañana amainó la lluvia y cayó tímida sobre el claroscuro del paisaje empañado de niebla.
A las nueve apareció el sol. La tierra parecía recién nacida. Limpia y con un fuerte olor a resina, a fruta abierta, henchida de una magia capitosa y floral. El río Takesi que ondula en la barranca, mugía en repentina crecida: su voz de muchedumbre airada era resonante, como cien cornamusas que soplase el viril pulmón del altiplano.
Voy a preparar merienda para el resto del día, pues quiero visitar la cascada del Maligno, que se despeña de una alta roca abierta por ancho canal que estrió el tiempo. El agua penetra en un pozo, en cuyo centro hay una roca redonda y pulida, donde es fama que en las noches de plenilunio suele sentarse una hermosa india desnuda. Entona una canción que adormece como el zumo de las hojas de coca y hace olvidar las penas; quienquiera la hubo escuchado cayó en hechizo y a través de la sonora telaraña tejida por los hilos de agua, penetró en el pozo para no salir nunca más!
2 de mayo
Ayer bajé al poblado. De lejos el blanco campanario llamaba a los fieles. Era fiesta desde el día anterior y la posada estaba llena de gente que bebía. Las carcajadas de los ebrios se mezclaban con la algazara de los chiquillos que jugaban en la herbosa calzada. Los indios de la comarca, ataviados con trajes de domingo, danzaban en pandillas. Se confundía el sonido de las zamponas y quenas con el ronco repercutir de los tambores. El alma musical del indio se vaciaba en los dorados ojos sin órbitas de la mañana.
Cuando el sol llegó al meridiano abandoné el pueblo. Una severa ventolina hacía flamear el pañuelo de seda que suelo anudarme al cuello. Pequeñas trombas de polvo se alzaban del camino de tierra gredosa. Del horizonte comenzaron a llegar nutridas bandadas de nubes negras, torvas, que amenazaban desangrarse en opulentos chaparrones sobre los yungas.
Cuando divisé la cabaña cayó la belígera y vertical furia del aguacero. Corrí a guarecerme, ya empapado, bajo una saliente de roca y allí esperé que el temporal se aplacase. Pero como el día avanzaba y seguramente la noche sería lóbrega, me alejé de aquel sitio sin importarme la lluvia que me calaba; de este modo pronto pude sacudir el barro de mis botas bajo el techo de la cabaña.
Temo haber pescado un resfrío. Saldré apenas escampe a buscar frutos del limonero silvestre.
7 de mayo
Estoy convaleciendo. Una profunda laxitud aquieta mis nervios. Los cuatro días de duró la enfermedad me visitó el buitre de la inquietud y mientras me empeñaba en vencer al malestar físico, el malestar espiritual se adueñaba de mí. No sé de dónde ha surgido mi desasosiego. Creí que en estos meses de soledad había descargado mi conciencia del peso de sus amarguras; pero bastó la enfermedad, ese aproximarse a la muerte, para que de nuevo el gusano de la angustia royese mi corazón.
Recuerdo que al mediar el segundo día, tras haber comido un poco de carne y pan para reponer fuerzas, volví al lecho, afiebrado, y me puse a leer versos. Mi voz era suave y me asombraba su dulzura, parecía voz de enamorado. Por eso a ratos miraba de soslayo el retrato de Ella, seguro de que mi lejano homenaje le llegaría. Pronto sentí la necesidad de otra voz, de "su voz", que enredase su sonoridad con la mía y, entonces, con amargo abatimiento advertí que estaba solo, que era una tumba mi soledad y mi voz una queja cineraria. Mis palabras se agrandaban y huían fuera, para encajonarse en las malezas del bosque íntimo. Los versos perdieron sentido y mi voz era apenas un sonido en persecución de sí mismo.
¡Mi voz huérfana¡ Ah, Dios mío, sólo una palabra del retrato que vigila mi sueño y mi derrota me hubiese dado la felicidad.
¡Amor mío, Amada! ¿Dónde estás, en qué lejana latitud sin orillas?
De súbito, acosado por extraño impulso, me arrodillé delante del retrato como creyente que pide algo. Mis labios musitaron palabras lastimadas de soledad; mis ojos, fijos en aquella amada cabeza, húmedos por la emoción, comunicaron a la inmóvil imagen su tristeza... Y solamente quería una palabra, nada más; una palabra que rompiese mi doloroso embrujamiento.
Apenas llegaba el impasible rumor del río y el musical silencio de la Cercana floresta.
8 de mayo
Ya no soy levadura de sacrificio. De nuevo me alzo como hombre libre y sano, victorioso en me-dio de mi contradicción interior. Permanecí dos horas encajando el filo del hacha en la carne morena de un árbol que ensombrece el paisaje del sur. Me ensañé con él porque fue adusto centinela de mi destierro, porque con su aspecto desgarrado remedaba la actitud de mi alma.
Tras de voltear al árbol volvía a la cabaña, empapado en sudor. Me desnudé al sol y derramé sobre mi piel el agua de un cántaro. Por sus poros mi cuerpo, refrescado, absorbía la calígine del aire. Así quedé descansando sobre un viejo árbol desplomado, igual que un bárbaro de los días prehistóricos.
Pero más tarde volví a sentir el agobio de mi soledad y he llorado resina de desencanto, como el árbol que había abatido.
12 de mayo
Luego de larga caminata en el bosque retorné a mi morada. Una luminosa serenidad se engarzaba en mi pecho. ¡Por fin creo que se ha aplacado mi verdugo interior! Mi poder ha triunfado sobre mis escombros.
Como otras veces entré al bosque en pos de tranquilidad, porque la holgazana de la mañana había removido mi mundo cerebral, despertando visiones de mi pasado. Mi pasado, ¡ay! no era más que una marcha sin tino ni objeto. Hora por hora, día por día, año por año, a fuerza de soñar he aprendido la santa biblia del infortunio. Sentimental y pobre, fui dejando mi alma desgarrada en los espinos de la senda.
Mi vida se compendia en una palabra: Ella. Ahí se reúne el mundo incierto y brumoso de mi fantasía. Ahí se acumulan los hechos más importantes y en su rededor se enlazan, como volutas en el cuerpo de una columna, las vides de la vida y las hiedras de la muerte. Ella alumbra la sombra de mi alma en este desamparo de la tierra. Ella es como una promesa de Dios que han frustrado los hombres.
En fin, Ella, la vencedora, no es más que un retrato, unos recuerdos apenas, a los que rindo el ardiente homenaje de mi corazón. Esclavo y preso de mi libertad, vivo para exaltar su nombre en un mundo donde el único que me entiende soy yo mismo.
¡Pero qué confusión se apodera de mí, qué debilidad falaz! El espanto de estar solo me traga lentamente. Anhelosa llevo mis manos al retrato que he descolgado y en mis párpados hay un temblor cobarde.
He salido de la cabaña y miro al paisaje. "El paisaje es un estado de alma". ¡Pobre Enrique Federico Amiel! El paisaje de los yungas paceños es de una vitalidad suprema; en él todo se yergue y gana la cima. Es una estampa del Génesis y una palabra del caos esencial.
A su disciplina se ha forjado mi alma tan llena de penosos tumultos. Pero aún más profunda y eminente que estos contornos de la naturaleza, una potencia subjetiva me precipita en mí, me presiona en una cárcel de la que apenas se evaden mis pensamientos.
Como río iluminado por antorchas de sangre se agita mi conciencia... ¡Sangro por una llaga interminable! Estoy como en un eclipse sin esperanza; tengo ganas de gritar pero nada rompe esta angustia sin sollozos.
13 de mayo
Han transcurrido cinco meses desde el día en que abandoné la ciudad y vine apresurado en pos del olvido y la aniquilación.
Aún vive en mi memoria aquella escena de la tarde postrera en que Ella, a mi lado, con sofocada emoción, me denunció el engaño: "Te he mentido, me dijo, porque en esos momentos de pena y abandono, cualquier hombre hubiese sido salvador... ¡Te aprecio mucho, pero no te amo!"
Yo callaba, obstinado y herido. Tenía vergüenza. Me dolía el alma y el orgullo. NI siquiera quise contradecirla y recordar las exaltaciones de esa pasión que había creído sincera; no quería echarle en cara su perfidia. Sólo atinaba a morderme los labios hasta hacerme sangre. La tarde era ida y en las calles grises aullaba el viento. El orto de la noche nos ensombrecía el rostro ya sombrío.
— ¡"Bien sabes tú —prosiguió mientras intentaba trenzar su mano con la mía— que ya no podría engañarte más. ¡Perdóname si me has querido! Agradezcamos a la vida la poca felicidad que nos ofreció, aunque haya sido una ilusión pasajera".
Mudo y severo mi silencio apresaba su alma. Invadía sus ojos mi continente impasible. Fue entonces que lancé la primea y última ofensa.
—"Esta bien... Agradezco el valor que has te-nido para terminar tan despreciable simulación... Pero donde vayas no tendrás reposo; ha de perseguirte el tropel de mis besos, el fuego de mis palabras, la limpieza de mi conducta de soñador... No uno, pon cien hombres delante mío, gastaste hasta la ruina. Corre, ávida de aventuras, de brazo en brazo, en pos de los matices del placer que no da paz sino vergüenza. Rasga tu pudor definitiva-mente. Nada te reprocho por haberme descubierto una sucia verdad... ¡Te había puesto tan alto! Tienes derecho a despreciarme por ser imbécil!
—"No digas cosas tan horribles, por favor"— musitó ella.
—"¿Es que acaso no comprendes que tu revelación me envilece?"
Ella me miró largamente y con el imperio de mi altivez bajó su bella cabeza.
Aquella noche cuando nos separamos sin decirnos nada, presentí mi derrota. Pasaron días de ansiedad vacía. Un confuso y doloroso mundo de recuerdos lanzaba al lodo las ilusiones del porvenir.
Inesperadamente una tarde me llegó una carta en que ella volvía a mí como se vuelve a la vida: "En verdad, decía, te juro que ahora sé cuánto te amo y lo esencial que eres para mi vida. Ven y huiremos juntos, nada me importa si no es contigo"
Esa es mi pobre historia de amor. Ese mismo día alisté viaje y me vine, deseoso del olvido, de la purificación que sólo se encuentra en la soledad o en la muerte. Estaba tan lastimado que no quise, insensato, creer en la sinceridad de aquel angustioso llamado. Rencoroso, sin responder, rompí en pedazos la misiva y partí a la lejanía. Pero yo ignoraba que Ella iba dentro de mí.
No quiero escribir más. Me asalta el temor de haber cometido un acto reprochable y el vago sentimiento del autoengaño, porque ¿quién puede hurgar su propio corazón sin sangrarse las manos? Presiento que estas líneas desgarraron el velo y un día de reconciliación y paz se anuncia en mi futuro.
Podría decir que son bienaventurados los corazones que callan, porque ellos serán escuchados.
14 de mayo
Escasean las provisiones. Mañana bajaré por última vez al poblado. Digo por última vez porque resolví mudar mi existencia. ¿Para qué este destierro sin remedio? Con los días que pasaron, en vez de que muriesen, siento que mis energías se multiplicaron y presas en una red de impaciencia se sofocan por entrar en acción. Seré el triunfador que allane el camino y abra las diáfanas puertas de la paz de mañana. ¡Voluntad creadora, dame un látigo con fibras de acero, he de coger a la fortuna por los cabellos y humillarla hasta que ponga su frente sobre el suelo que piso!
Estoy alegre, optimista. Lejos aguarda la provocativa hembra del destino que sólo se rinde al varón que sabe dominarla.
16 de mayo
Escribo estas líneas en la posada de Takesi. Sentado ante una botella de buen vino abrí este cuaderno que contiene la memoria de mis días en el bosque y la cabaña. Al releer sus páginas una irónica sonrisa iluminó mi cara tostada por el resol. ¡Tanta nimiedad y absurdo sentimental solamente pudo caber en un corazón confuso y atormentado! ¿Pero —me pregunto ahora—, es posible que yo haya estado así? Ridículo resulta admitirlo. No obstante, el amor nos convierte así con su locura, hasta que nos percatamos de que él puede tener más miserias que esplendores.
Después de esta aventura creo haber rescatado el contento de saber que ha regresado la confianza a mi espíritu. Nada tengo que agregar. Las cosas están de tal manera diáfana que puedo juntar oro de sol con las manos.
¡Que hartazgo de vida voy a darme en estos últimos días! Hablaré con aves, árboles, montes, estrellas... Seré un hermano universal que les contará lo mucho que ama a la vida. ¡Y he de contagiarles mi alegría!
Además me siento humilde y engrandecido, no quedan remordimientos ni pesares. Todo he per-donado porque lo comprendo todo.
Un potro piafa de gozo en mi alma, sus patas ágiles se estremecen como ansiosas de correr por una llanura sin confines.
Cierro este cuaderno. Han entrado unos paisanos en la posada y voy a juntarme a ellos para cantar y beber, en franco propósito de juerga.
18 de mayo
Volví a la cabaña. Estoy triste. De tanto con-vivir con estas cosas, verlas y palparlas durante meses, le llegué a tener un cariño apacible, pero no me he ligado por completo a ellas. Fueron compañía, no consuelo.
Con la ansiedad de quien abandona algo querido doy diarios paseos por los dinteles y entrañas del bosque. Vuelvo a recorrer sus mil sendas. Visito sus escondrijos y cascadas secretas. Cada rincón, cada recodo, cada arroyo ve pasar de nuevo mi tranquila traza de caminante curioso.
Cosa de seis kilómetros de circunferencia tienen mis predios de soledad. Hoy, mañana, los recorreré en amoroso peregrinaje y evocaré con devoción aquellos momentos de extravío sentimental en que fui defoliando la gran rosa pasional que era el recuerdo de Ella.
22 de mayo
No quiero que nadie profane mi cabaña cuando me haya marchado. Por eso decidí incendiarla el momento de mi partida. Así será incinerado este fragmento de mi vida. Residuo final será este cuaderno que conservaré como una curiosidad y una experiencia.
23 de mayo
Bella nevera del Mururata: Ya no he de con-templarte todos los días en las horas caniculares cuando la tierra sofocada extiende sus brazos como pidiendo un poco de la frescura de tu lontananza; ya no se han de mojar mis párpados frente a tu grandeza. Te has de quedar como un profeta de barbas bíblicas empeñado en predicar en el lenguaje de tus hielos una religión fuerte y terrestre... Tu aliento de nieve que ha quemado mis manos y rostro será absorbido por la tierra y nutrirá a los montes, animales y plantas como me ha nutrido a mí, hermoso dios aymara.
Bosque sinfónico, bosque que te repantigas como un Nabab que ignora sus riquezas, adiós al aroma de tus pomos y cálices silvestres, a tus esencias y bálsamos que infundieron brío y fortaleza a mi cuerpo. Ya no pasearé bajo tus arcadas vegetales como un monje atormentado que hojeaba el devocionario inmenso de tus páginas concebidas por un Dios poeta; ya no he de sentir tu lenguaje terso y secreto, ni voy a tras fundirme en tu caos magnífico y enloquecido donde duermen las primeras palabras del mundo. Adiós a las voces graves que resuenan en lo hondo de ti, cuando el viento te penetra rasgando tu himen siempre intacto. Adiós a la música gregoriana que surge de tu verde monasterio. Ya no se recrearán mis ojos con tus danzas verticales y multitudinarias. Ya no se ampliarán las aletas de mi nariz para recoger el voluptuoso huracán de tus perfumes; ya no se multiplicarán mis manos para acariciar tu cuerpo maravilloso que florece en cada primavera, ni para desgonzar las puertas que impiden la libre posesión de ti, ¡tierra hembra!
Río Takesi, la alegre guitarra de tus aguas ya no ha de entonar melodías en mis noches; ya no has de espejar bajo la luna para mis ojos. Has de quedarte aquí, encerrado entre montes milenarios como en una jaula de piedra y rugirás para siempre en la inmensidad solitaria del tiempo.
¡Adiós laderas y peñascos! Adiós cascadas de diamantes y espumas, vuestra risa de cristal cantará para siempre en mi corazón.
¡Tierra, tierra, soy lo que tú me has hecho con tu salvaje pedagogía, y te amo con toda la potencia que reúnen los millones de átomos de mi cuerpo sano que guarda el vigor que le has dado!
24 de mayo
Es el día final. Todo está dispuesto a mi partida, inclusive sobre la mesa tengo dos botellas con kerosene para rociar paredes y techo antes de prender fuego a la cabaña. Liberté a las aves del gallinero que, fugitivas, se perdieron en las malezas montesinas. No vivirán mucho, darán su tributo a la ley de la selva entre los colmillos de alguna fiera cazadora. Están conmigo el retrato de Ella, el morral repleto de algunos utensilios va-liosos, algunos libros y la escopeta que regalaré al maestro de Takesi. Lo restante será entregado a las llamas. Espero que cese la brisa.
* * * * * * * * * * *
Como había terminado de soplar el viento, prendí fuego a la cabaña por los cuatro costados. Las esquinas lamidas por ávidas lenguas, empezaron a crepitar y coronarse de un penacho de humo. Cumplida mi tarea me alejé de allí. Iba alegre de libertarme, pero también pesaroso de algo que no acertaba a entender qué era.
* * * * * * * * * * *
A dos kilómetros de la cabaña me detuve a contemplar el fuego en la lejana cima, y advertí, asustado, que las llamaradas habían cundido al bosque. El repentino viento que se levantó sin duda había llevado algunas flámulas de las palmas del techo incendiado. Ahora aquello era una enorme hoguera. Quizá arda mucho tiempo, pero luego le atajarán los ríos o alguna milagrosa lluvia, ¡si Dios quiere! En caso contrario el fuego podría durar semanas. En Takesi denunciaré este involuntario suceso.
Sigo, pues, mi descenso al pueblo mientras a mis espaldas resplandece el lejano fuego. Todo allí, en torno a la cabaña es quemazón estupenda, una furia de llamaradas cuya trágica danza se extiende con rapidez. ¡Qué desdichado egoísmo me impulsó a quemar ese solitario refugio que abrigó mi vida!
Ahora es tarde para detenerse y lamentarse.
Post Scriptum
Takesi, a 27 de Mayo
No sé si me corresponde escribir de mi mano una página más en este Diario que dejó abandonado el solitario habitante de la cabaña, al que apenas he conocido, pues era silencioso y huraño y sólo venía al pueblo muy de cuando en cuando, pero simpatizábamos no sé por qué.
Aquí soy maestro de escuela y atiendo, además, la oficina de Correos y Telégrafos. Creo mi deber narrar los sucesos tal como las conozco, para poner punto final a este episodio.
El 23 llegó al anochecer un automóvil donde venía una hermosa y elegante mujer. Todos en el pueblo la vieron, pero yo hablé con ella, pues acudió a mi oficina a averiguar si el telegrama que había mandado a Takesi para el solitario de la cabaña, le había sido entregado. Le expliqué la dificultad de ir a la lejana vivienda y le anuncié que contrataría un mensajero para que en la madrugada del día siguiente llevase el despacho. La información pareció causarle cierto disgusto, pero no se quejó, al contrario, pidió que detuviese el telegrama porque ella misma iría al amanecer a la cabaña.
La dama pasó la noche en la posada y bien de madrugada desayunó, mientras inquiría al posadero detalles sobre el camino a seguir. Según me dijo después el posadero, tenía tanta prisa en ir, que no quiso esperar a que le consiguiesen un guía. Con todo, un vecino que iba a su chacra la acompañó hasta donde comenzaba la tortuosa senda que lleva a la cabaña casi a medio camino.
A pocas horas divisamos el humo del incendio. Pero no hubo alarma, porque eso suele pasar habitualmente; sólo más tarde, cuando el fuego se extendió, nos dimos cuenta del peligro que corría la hermosa mujer que fue a los montes.
Después las cosas se precipitaron. En forma repentina llegó a buscarme el solitario de la cabaña. Me regaló un conjunto de libros y su escopeta, rogándome que los aceptase como testimonio de amistad. Yo estaba confuso, me asombraba ver a este extraño hombre empañado en obsequiarme.
Fue entonces que le pregunté si se había encontrado en el camino con la viajera. Se puso pálido. Con voz temblorosa me pidió que la describiese y como no atinaba a hacerlo, él sacó un retrato y me lo puso ante los ojos. ¡Era ella misma, no cabía duda! Como si un rayo le cayese encima, el hombre quedó atontado. Su semblante tomó la expresión del temor. Ante mi perplejidad, dando una suerte de grito animal, salió corriendo de mi oficina dejando abandonadas sus cosas. Por las calles del pueblo le vieron cruzar a prisa. Yo corría y gritaba tras él, tratando de darle alcance. Pero no fue posible, porque la desesperación había puesto alas a sus pies. Bien pronto se perdió de vista y marchó cumbre arriba, donde el torbellino de fuego se había ensanchado como un gigantesco capullo.
Poco más tarde algunos vecinos y autoridades acudieron conmigo para tratar de hallar a aquella pareja. ¡Nada pudimos hacer! El muro del fuego chasqueante y azotador, los árboles desplomados y ardientes, el humo y el temor a quedar atrapados nos detuvieron. Luego vino la noche y el fuego siguió casi hasta la madrugada cumpliendo su misión devastadora. No dormí en toda la noche.
Hoy que ha cesado el incendio una expedición de la Policía, a la que acompañé, encontró los cuerpos. El de la mujer fue hallado cerca de la cabaña, el del hombre en medio de la quemada arboleda.
Al atardecer los enterraremos juntos. Así lo he pedido a las autoridades después de leer este cuaderno. El buscar que sus cenizas se confundan para siempre, sea mi homenaje a tan desgraciados amantes.
Fin
Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Gastón Suarez
Alguien va finar, patrón —decía Cástulo Narváez, mientras limpiaba la lámpara a carburo, de cuclillas frente al cuarto del administrador. —Es seña fija...— sus dedos largos, huesudos, quitaban con habilidad, la ceniza de los trozos de carburo de calcio que aún eran utilizables. A la luz de la luna que se prodigaba desde un cielo limpio, transparente, su rostro anguloso reflejaba una rara fisonomía: tan pronto parecía la de un santo como la de un cadáver.
Elsa Dorado De Revilla
Prendido en la falda del cerro cuyas entrañas guardan el rico yacimiento mineral, se alza, desde su humilde pequeñez, el campamento minero, depositario del pulso humano que mide el paisaje cordillerano desde los tiernos ojos de los niños, hasta el abrazo rotundo del hombre.
Las luces mortecinas de las viviendas, asemejan luciérnagas estáticas que buscan dar calor a la fría noche. Una improvisada campana rompe con su tañido el silencio, marcando a golpes el tiempo.
Pablo Ramos Sánchez
A: Julio Ramos Valdez
La lucha del hombre con los elementos de la naturaleza es ardua. Aunque como especie, el hombre va dominando la naturaleza y logra arrancarle sus secretos, no hay que olvidar que los pasos que da hacia adelante son posibles después de millones de batallas individuales perdidas. Para aprender a ganar ha tenido que saber perder en miles y miles de oportunidades. Las derrotas le enseñan el camino de la victoria.
Augusto Guzmán
Al final de la comida, bajo una araña de lámparas a queroseno, después de limpiarse de residuos notorios, la boca ferozmente bigotuda, el padre miró con severidad familiar a su hija:
—He sabido que el mediquillo ese de provincia, te pretende. Quiere hablar conmigo nada menos que para pedirme tu mano. Naturalmente que me he negado a recibirle.