Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Augusto Céspedes
Pido la palabra.
El rayo del sol, afilado entre una altacolumna y el borde del cortinón rojo, se escurrió hasta pleno hemiciclo, abrillantó con bruñido de plata cincelada d micrófono e hizo pestañear al Honorable Tadeo Nájera que se disponía a hablar. La atmósfera se Iluminó con un huracán de corpúsculos que habrían dado a la asamblea aspecto de interior de catedral si no fuese que en las catedrales no se fuma. Las espirales de humo se enredaron en un rayo de sol.
Tocándole el sol en la cara despertó al diputado Honorato Hintenso, sentado en la fila inferior, debajo de Nájera. Las cinco de la tarde, hora fatal en que le invadía un letargo de boa, y también la hora en que penetraba esa intrusa claridad a despertarle y ponerle en primer plano. Ante sus ojos parpadeantes el alto mural cotidiano, estilo Segunda República. Grandes cortinas rojas cubriendo el sector anterior del recinto, los aros concéntricos de caras cobrizas de los padres de la patria y en el sector posterior, entre columnas corintias, las tribunas de preferencia con doseles bordados y, más arriba, las galerías en que se amasaba la plebe.
Había mucho público porque, por primera vez, había en la Cámara una bancada opositora.
Desde su elevada testera, el Presidente con corbata de moño y labios de riñon, emitió la frase ritual:
Un centenar de rostros y bustos atrincherados en los pupitres se volvió hacia el orador que se puso de pie, como si se suspendiera él mismo con los pulgares bajo las solapas. Su cabeza rapada y musculosa empezó a transfigurarse. Era el orador de mejor labia en la asamblea y ocupaba el pupitre de la fila superior, precisamente encima de Hintenso, de modo que las miradas concentradas parecían dirigirse también a éste. Cada vez que Nájera hablaba, Hintenso debía dejar de dormitar. Formaba parte del auditorio pero, puesto de cara a él, integraba en cierto modo el discurso mismo del cual percibía, sin verla, la escenificación que se operaba a sus espaldas.
La escenificación de Nájera era espontáneamente tribunalicia: sereno ademán, tristeza en los ojos, manos en la solapa, pero cuando ingresaba a su especialidad, la gradación se amplificaba hasta parecerse al Jehová descrito por Emilio Castelar a quien admiraba e imitaba.
Exactamente a su frente se sentaba la bancada opositora. En cumplimiento del Pacto de Miami Beach, el Presidente Vitalicio había llamado a elecciones para dejar el gobierno a su hijo y con-ceder a la oposición un cupo del 10 por ciento de asientos. Su larga exclusión del Parlamento acumuló violencia y no eran raras las interrupciones airadas que partían del grupo minoritario, a veces acompañadas de un vasazo con restos de coca cola. Hintenso, en el campo de tiro, estaba en continuo peligro de recibir gratuitamente los disparos.
Ya bien despierto, escuchó a Nájera:
... "y he aquí que la oposición nos expone este caprichoso, risueño e irritante paralogismo: que el Gobierno publique sus gastos reservados que, por su misma definición, ¡son reservados!".
Risas y aplausos. Hintenso escuchaba, un poco torcido el cuello para esquivar el rayo de luz, sintiéndose vigilado por centenares de ojos convertidos en órganos de audición. Imposible salir al urinario. Ni siquiera encender un cigarrillo, porque ese acto suyo quebraría el orden geométricamente escalona-do entre el discurso y la atención colectiva. ¡Qué contraste espectacular! Nájera, la más eminente y verbosa figura del Parlamento, y sentado a medio metro de él, Hintenso que jamás había podido hablar ni siquiera un minuto.
Nájera ingresaba al crescendo en defensa de una concesión de una mina de cinc y cadmio: "No se impugna esta patriótica concesión con sano intento de remediar nuestros males sempiternos. Se la impugna por consigna y acuerdo comanditario para deslizar rumores de soborno que no pueden abatir la roca de nuestras convicciones democráticas".
Entre los aplausos de la mayoría, Hintenso se sentía blanco de las miradas severas del grupo opositor, cuyos componentes, con los brazos cruzados, guardaban la consigna de no interrumpir al orador para no ser señalados como enemigos de una inversión de capital extranjero. Por fortuna la luz del día se replegó. Huyó el tropel de polvo proclamado por el sol, se disiparon las formas del humo de los cigarrillos y el ambiente adquirió calma de estanque sobre el que la palabra de Nájera dibujó ondas moderadas, sin dejar de agitar algunas para salpicar a la bancada opositora, mojada como un arrecife. Hintenso sintió un alivio al comprobar que los espectadores ya no parecían mirarle, como si hubiera desaparecido. Sólo Nájera existía ante la atención del auditorio que se hacía más redonda, tan sin pliegues ni pensamientos como la calva del Ministro de Inversiones Foráneas que había sido ecónomo del palacio presidencial.
..."Frente a esta empresa acreditada en toda la costa del Pacífico, se perciben en la penumbra los apetitos de otra empresa rival cuyas maniobras no merecen ser traídas a este ilustre colegio...".
Ahora Nájera ingresaba al maestoso: manos extendidas con las palmas hacia abajo, magnetizando a toda la asamblea, incluso a los opositores a quienes cesó de afrentar para tocarles la fibra del patriotismo. "Cuando se trata de los grandes negocios del Estado, cuando se trata del porvenir de la patria, no hay, no debe haber, egregios colegas, ni demócratas ni totalitarios; todos formamos un solo ejército, el ejército del Desarrollo, guiados por ese símbolo que es la rueda dentada del Progreso nacional y cristiano".
Las palomas de los aplausos revolotearon entre las columnas y describieron círculos alrededor de las bancas y los escritorios. Los opositores no aplaudieron, pero hicieron ademanes de asentimiento que fueron elogiados por la prensa como indicios de su patriotismo.
Las manos de los diputados más próximos se extendieron para felicitar al orador. Hintenso no lo hizo. Mientras aún sonaba el aguacero de los aplausos se escurrió y salió a tomar en el bar una tableta efervescente. La elocuencia de Nájera le provocaba acidez en el esófago. Su verbosidad ofendía su silencio de diputado consagrado como el más taciturno en la historia del parlamento.
Otra categoría de silencio, sano y terso, conoció en su mocedad. Vibraba el aire del trópico y el cafetal le reservaba una sombra confidencial y callada que, por cierta magia botánica, era impenetrable a los mosquitos.
El suelo era limpio y allá, con su elocuencia natural, sabía atraer a algunas compañeras de paseo convenciéndolas para desviarse del camino real y penetrar por el sendero. No fue de naturaleza taciturna en su adolescencia ni en su primera juventud.
Su padre, don Higinio, gran propietario de cafetales y cañaverales, se adjudicaba más bien facultades parlamentarias. Diputado eterno por la provincia, decidió transmitirle ese derecho a su hijo.
Esta decisión habría seguido su curso patriarcal si no incubara igual proyecto el doctor Peramás, terrateniente vecino que deseaba también hacer diputado a su hijo. Don Higinio era amigo del Presidente Vitalicio y asociado con él en su juventud en el comercio de aborígenes para la zafra.
El doctor Peramás, amigo del Presidente Constitucional (hijo natural del Vitalicio y a quien se le llamaba el Generalicio), socio de éste en el monopolio de máquinas tragamonedas y de abarcas de llantas usadas.
La pugna se hizo cuestión de amor propio fa-miliar. El Vitalicio y el Generalicio dejaron en libertad la, competencia. Los Hintenso y los Peramás disputaron palmo a palmo la provincia con yacimientos minerales y cultivos tropicales, una confabulación orgánica e inorgánica de riquezas dormidas, según la definición del honorable Nájera.
Puja de billetes, alcohol con naranja, ron en cantidades oceánicas, choques a puño y a cuchillo, encuentros a bala, discursos y boletines, dieron realmente a la elección un cariz de libertad.
Hintenso, próximo a la treintena, moreno de cabellos ensortijados, labios gruesos y dientes muy blancos, recorría a caballo o en auto los caminos de la extensa provincia, ondulantes entre naranjales y bananeros, pronunciando discursos, bebiendo del mismo vaso que sus partidarios y exhibiendo guayaberas de colores que atraían a las muchachas.
Hintenso no olvidó nunca la tarde del accidente. En un amplio canchón de una casa de hacienda al pie de una colina boscosa, Hintenso empinado sobre una mesa arengaba a un numeroso grupo de campesinos. Decía: "Peramás quedará convertido definitivamente en Peramenos..." cuando brotó de la colina, como una banda de pájaros, una alevosa pedrea. Repuestos del pánico los partidarios de Hintenso ahuyentaron a los alevosos a balazos y solamente después advirtieron que su candidato yacía en el suelo sin sentido, con la cabeza ensangrentada. Trasladado al sanatorio más próximo se comprobó una conmoción cerebral. Deliraba continuamente y su delirio consistió en proferir dislate tras dislate durante veinticuatro horas. Poco a poco recuperó el sentido y sanó en el transcurso de una semana. Pudo asistir a la plaza de la capital del distrito el día de la elección, con una venda en la cabeza, a sellar su triunfo. Los electores le alzaron en hombros y le condujeron hasta el balcón del municipio. Su tez morena, sus dientes brillantes y su venda fueron aclamados.
Es entonces que, al hablar, su discurso exteriorizó los mismos rasgos de incoherencia que los pronunciados durante su delirio en el sanatorio. Cada frase disparatada que lanzaba provocaba vítores y aplausos, pero Hintenso comprobó angustiado que su vocabulario se evadía inconteniblemente hacia el absurdo.
Cuando pensó "este es el perfecto triunfo de un domingo de gloria" se oyó decir: "este es el perfecto triunfo de un domingo de la gran siete" y, al terminar, cuando quiso decir "¡Viva el Parí Ido Progresista!", su boca pronunció: "¡Viva el podrido de la siesta!". La multitud delirante aclamó este final con estruendosos vítores y disparos de escopeta. Hintenso observó que si bien la masa no había entendido sus equivocaciones, en cambio algunos vecinos notables que estaban a su lado le miraron estupefactos. Le acometió el pánico y pretextando su estado de salud se despidió rápidamente. Apenas llegado a su casa se cerró a solas en su dormitorio e improvisó un monólogo comprobando que el lenguaje obedecía a su pensamiento. Sacó en consecuencia que la presencia del público ocasionaba su extravío verbal.
A poco se trasladó a la capital y juró al cargo de diputado en sesión memorable, entre aplausos y flores, vestido de jaquet un poco apretado, porque engordaba rápidamente.
Un año. Murió su padre haciéndole jurar que jamás cedería la diputación a su rival Peramás. Un año y ni un discurso. Su conciencia le acusaba a diario de dejar pasar, buscando fútiles evasivas, toda oportunidad de romper la virginidad de su mutismo. Pero apenas le venía la idea de hablar, el gusanillo del temor de incurrir nuevamente en la incoherencia y el dislate reprimía su intención. Esta inhibición, día que pasaba, le apartaba más del mundo de la comunicación fonética, marginándolo de sus colegas, cual un hombre que no supiese nadar entre atletas que hacían cabriolas en la piscina de los debates. El símil se completaba con la cumplida asistencia de Hintenso a las sesiones, atraído por el deporte de su predilección que estudiaba en sus detalles y estilizaciones.
Los bustos de Demóstenes, Cicerón, San Juan Crisóstomo (llamado Pico de Oro) Mirebeau, Castelar y dos oradores de la historia local, le miraban desdeñosamente desde la cornisa encima de la testera. El escuchaba que no solo hablaban con desenvoltura oradores natos como Nájera, sino que todos, aún los palurdos y paletos, se ponían de pie y audazmente platicaban, insensibles a la crítica ajena como la autocensura.
Unos de pie, otros sentados, unos sanos y otros "templados", atrapaban los temas al vuelo como la iguana a las moscas: aumento de peaje a los campesinos transportadores de hortalizas, gabelas a las vendedoras del mercado, gravámenes al ingreso a los cines y a los pasajes de tranvía, etc., en contrapunto con votos de felicidad y larga vida al Vitalicio y a su heredero el Generalicio, oraciones en honor de los colores de la bandera y leyes de estímulo a la Empresa Privada y a la inversión del Capital, palabras que en boca de todos los padres de la Patria parecían siempre articuladas con mayúscula.
Todos peroraban. Circuido por las ondas acústicas del recinto, con los ojos oblicuos entornados, enlazaban con el humo de los cigarrillos en el vacío ambarino el rumor de lentas palabras.
Se indignaba interiormente al oír al Ministro de Comercio Exterior que se vanagloriaba de haber prohibido la importación de automóviles Mercedes Benz después de haber internado, para él y su familia, veinticinco unidades. Sonreía también, interiormente, cuando el Ministro de Turismo proponía instalar casinos de juego atendidos por mujeres no mayores de veinte años "a fin de impulsar nuestra industria sin chimeneas".
Se dormía ante el Ministro del Tesoro, que sumaba durante horas enteras los intereses de la deuda consolidada y de los empréstitos flotantes y de los bonos de primera, segunda y tercera hipoteca, convertidos en un nuevo tipo sumamente ventajoso. Le gustaba más las cuestiones de privilegio parlamentario, motivadas regularmente por conflictos entre diputados que violaban la Ley Antialcohólica y agentes de la policía que exigían una "mordida" para no cerrar un cabaret precisamente a la hora en que brotaban del suelo las serpientes del porro, del cha- cha- cha y del merecumbé, hora que coincidía con la del toque de queda. En el país convivían simultáneamente el Vitalicio, abstemio, el Generalicio, etílico, la ley de la templanza, el toque de queda y el parlamento.
Formulaba in mente réplicas vivaces y argucias originales, y disimulaba su timidez fingiéndose siempre afónico. Buscando combatir su mutismo pensó que la mejor manera de precaverse de la dislalia sería equiparse con el conocimiento de la técnica y las formas de la elocuencia. Adquirió primero una edición argentina de Los titanes de la oratoria, después El arte de Hablar de Hermosilla, el De Oratore de Cicerón, y los Diálogos sobre la Elocuencia de Fenelon. Esas lecturas no le enseñaron a vencer su aprensión. Antes bien, se acostumbró a leer en silencio a los maestros de la oratoria. No podía hablar, no por ignorancia ni por falta de ideación y razonamiento sino porque algo siniestro, criado y engordado dentro de él, un parásito empinado sobre su diafragma estaba, como un agente de tránsito, siempre vigilante para cerrar la vía de su respiración si pretendía hablar en público. El aire entraba por sus fauces a su ancha caja torácica y de allí no salía más que en forma de cuchicheo. Día que pasaba, sesión que se sumaba, su inhibición se fraguaba como el cemento, cada vez más átono y compacto.
Tercer año. Ni un discurso. En aquel tiempo llegó a la capital, precedido de gran nombradía, el psicoanalista español Tinajera y Ollé, que se calificaba antagonista de la escuela de Viena, más partidario de la de Zurich, pero que había logrado una síntesis en el Instituto de Sordomudos de Bolonia.
Después de largos días de reflexión fue a consultarlo.
Le hizo desnudar, le ordenó caminar en dirección de su dedo en alto, le golpeó con un martillo sobre la rodilla doblada, le auscultó los pulmones, casi se introdujo en su laringe con una linterna en la frente, le mando gritar, le hizo contar, le sometió a prueba de zumbadores y vibradores, le dio a leer un diccionario en voz alta, le hizo recostarse con una toalla en la cintura, dejó en penumbra el consultorio y colocado detrás de su cabecera, le formuló un interrogatorio:
Una hora duró el interrogatorio. Le permitió vestirse y le diagnóstico:
Cinco sesiones de este ejercicio tuvieron éxito. Hintenso pudo decir de corrido "Pido la palabra", pero solamente en presencia de Tinajeras y Ollé que le pasó la cuenta por mil dólares.
Bajo el dombo pintado de Famas, Glorias y Libertadores, resonaba una voz:
"Pido la palabra".
'Tiene la palabra el honorable Barrionuevo".
"Pido la palabra".
'Tiene la palabra el honorable Poroto".
¿Habría calculado el sabio profesor español hasta dónde esa sencilla fórmula parlamentaria tenía una potencia creadora?
Hintenso, en sus largas sesiones de oyente mudo, descubrió que la concesión del uso de la palabra por el Presidente no era sólo una concesión simbólica si no, dádiva real, un acto mágico del Presidente, quien con esa frase cabalística hacía donación efectiva de la facultad de hablar. Cuando decía: 'Tiene la palabra el honorable diputado", ese diputado hablaba. Y a la inversa, cuando el Presidente decía: "El honorable diputado no tiene la palabra", ese diputado no podía hablar.
Esta observación llevó a Hintenso a comprender que la palabra no era solamente un acto mecánico, una expulsión regulada del aire a través de las cuerdas vocales, la vibración de ondas articuladas por la maraca lenguo-palatino-dental, sino que debajo de la cúpula del Parlamento había un tesoro en el que estaban depositadas las ideas con sus diversos sellos de sustantivos, adjetivos, verbos, adverbios, interjecciones, todas las partes de la oración objetiva. Cada diputado tenía su cuenta corriente de palabras y era el Presidente el depositario de la llave de ese tesoro idiomático. En el granero de las ideas puras aguardaba el discurso su destino y era el Presidente quien, con una frase esotérica, concedía a cada diputado su lote de cláusula tribunicia. El paladar era también una cúpula.
Este descubrimiento, digno de los megáricos de Atenas, puso a Hintenso en contacto directo con la sustancia de la palabra.
No deseó más solicitarla, ni se preocupó más del psicoanalista Tinajeras, de quien supo que se había ido dejando este diagnóstico:
"No he hallado clientes aislados. Pero este país se está hundiendo con sus complejos colectivos".
Cuarto año de diputación. Ningún discurso. Se dedicó a interpretar los discursos de sus colegas o de los ministros, de acuerdo a su fisonomía: canarios y tordos de altos timbres, albañiles que construían con ladrillos de cifras una muralla que el Ministro de la Deuda Externa sólo podía derribar con la dinamita del voto de la mayoría, dejando una polvareda de escándalo; batracios de mirada aviesa y voz ronca que croaban apoyando al gobierno o cocodrilos traídos de la selva que se dormían sobre el pupitre volcando los vasos de coca cola, porque generalmente acudían a las sesiones después de una gran noche de juerga.
Hintenso dejó el incómodo asiento que tenía delante de Nájera y se trasladó a uno de fila posterior, colocado sobre el fondo de la gran cortina roja, al lado del honorable Kunkar que muy raramente hablaba.
Desde ahí contemplaba a los diputados, sus maniobras y sus palabras: las veía huecas y elásticas como pelotas.
Se vivía una época de palabras. El mundo del sonido articulado había reemplazado al mundo real. Desde el extranjero llegaban cargamentos de palabras: Civilización, Cristianismo, Democracia, Empresa Privada, Libertad, Inversión Privada, Desarrollo, Progreso, palabras que oponían su brillo a aquellas oscuras y sacrílegas: Totalitarismo, Dicta-dura, Intervencionismo Estatal, Universidad Libre.
El Honorable Nájera pedía disculpas para emplear el término "marxismo-leninismo" y se inclinaba cuando pronunciaba el vocablo "legítimas ganancias". Palabras que ingresaban por las puertas traídas en las carpetas de los ministros, dobladas en los bolsillos de los diputados, palabras que caían de los altos ventanales y se convertían en pajaritas de papel sobre los pupitres. En cierta ocasión, sobre el tinglado ministerial, se derramaron como monedas de oro y rodaron por el piso.
Hintenso se fabricaba un espectáculo cotidiano. Entrecerraba los ojos. Si se trataba de asuntos de Derecho Internacional, Pedagogía o Planificación, la testera se convertía en un pulpo somnolente que movía lentamente los tentáculos haciendo cabecear a los diputados adormilados. Al Ministro de la Guerra, Hintenso no lo veía como a un general comandando coraceros de brillantes cascos empenachados, sino como a una gorda ama de casa ávida de ayuda militar. El Honorable Von Strauss, enemigo de las razas inferiores, armaba en su pupitre batallones de plomo y disparaba con cañoncitos de juguetes contra la Cortina de Hierro.
Los vocablos, los números y las locuciones, salían como láminas ya impresas de la boca de prensa plana del jefe de la oposición, progresista moderado. El Honorable Plotino Gonzáles, de imaginación tropical, convocaba a la ninfa Hegeria y a los cisnes de Iduna y el Honorable Anzoleaga, escéptico y festivo, a arlequines y payasos de caras enharinadas que entraban levantado la cortina como a la pista de un circo, enganchados giraban como ruedas, armaban figuras plásticas que rápidamente se deshojan para terminar saliendo cada uno con un volteo final, mientras las banderolas de las galerías flameaban clamorosas y los taquígrafos se miraban confusos e impotentes.
No le interesaba el contenido de los discursos, sino que apreciaba el perfil de las frases. En el fondo de su curul se sentía sumergido en un acuario que le recordaba el de San Francisco que admiró cuando estuvo allá, donde nadaban lujosos peces estriados en azul y rosa, con aletas de tul, liderizados por hipocampos. Y él, dentro de su escafandra en el acuario, ya no oía, veía las palabras y atribula colores a las vocales, como el poeta francos Rimbaud.
El Presidente, dueño y señor de la palabra, seguía repartiendo las hostias del sacramento del verbo. El reprobo Hintenso renunció a pedirlas, solo habría la boca para bostezar.
Pasado otro tiempo ya no le interesó siquiera la piel del lenguaje. Concurría a la Cámara solamente por hábito. Tampoco visitaba su provincia, aunque ésta le reelegía automáticamente.
Su prestigio había crecido en razón directa a su silencio y se había consolidado con su disciplina a la consigna del Partido.
Se le mencionaba como a una estrella con sólo sus iniciales: H. H. H. (el diputado de las tres haches mudas) y fue invitado a presidir el comité urbano de lucha contra los ruidos molestos.
Su complejo llegó a disolverse en su persona, originándole una deformación somática. Una adiposis mullida envolvió su cuerpo, acolchándolo como la puerta de una oficina privada. Su masa atenuaba las ondas sonoras y sus oídos se hicieron sordos a la acústica parlamentaria. En las votaciones nominales no pronunciaba el "si" o el "no". Traducía el adverbio con un ademán, aunque los secretarios sabían por adelantado que su voto sería por la consigna del Vitalicio o del Generalicio. En su vida corriente sus movimientos se hicieron lentos, como ondas cansadas que apenas percutían en la campana neumática que le aislaba del mundo. Conversaba siempre con voz queda, como confesándose. En el salón de Pasos Perdidos las alfombras apagaban el ruido de sus pisadas, pero aún en la calle seguía andando como sobre alfombras. En los salones y pasillos del Parlamento los ujieres callaban cuando le veían y en el hotel los camareros musitaban un suavísimo "gracias honorable" cuando las monedas de plata que echaba de propina caían en la bandeja, sin tintinear. Hasta en el amor, el que había sido tan bullicioso, se comportaba con la taciturnidad de un vampiro.
De noche, solitario en su lecho, se sentía hundirse entre almohadones de terciopelo, embutidos de grandes silencios venidos de la Luna sin atmósfera, de los espacios interestelares, silencios polares muertos de frío, iguales a los de las ciegas fosas submarinas o a los desiertos sin eco, silencio transparente, refrigerado entre nieves eternas, o silencio sin forma y sin luz de los no nacidos. Todos estos silencios venían de noche a hacerle confidencias en idiomas inauditos.
¡El deber de hablar! Hintenso no había pensado en eso. Se le presentó en el décimo año de su mandato, cuando hizo una vista a su provincia, invitado por la Developpment Corporation y la Compañía Nacional del Oro y del Gas. Esa visita trastornó su vida en igual medida que había sido trastornada su provincia.
Dos mundos, uno incrustado en el otro, demoliéndolo, devorándolo. Empresas extranjeras como la Nacional, la Developpment, la Continental Industries, la Grace y la Promoción Financiera habían abierto caminos, tendido explanadas, arrasando pueblos. Viviendas prefabricadas eran traídas en aviones sobre pistas abiertas en increíbles barrancas. Enormes dragas comían la arena aurífera de los ríos.
En los antiguos pueblos las casas se derruían, el pasto crecía en las calles, la gente andaba descalza apartándose al paso de rugientes automotores, los niños con enormes barrigas, las mujeres siempre embarazadas, ennegrecidas por una vejez prematura que no les impedía preñarse cada año. Los niños cubiertos con solo la camisa. Los dueños de viejas propiedades vagaban como salidos de un hormiguero aplastado.
Todos lo rodearon. El viejo hotelero que le asiló cuando estuvo herido de la pedrada, medio alcoholizado detrás de su mostrador vacío, le mostró por la ventana el hotel que habían construido los gringos para su uso exclusivo.
Unas compañías obsequian al Generalicio, otras al Vitalicio.
El gerente de la Nacional del Oro y del Gas le Invitó a tomar un cóctel en su residencia. Los mozos de chaqueta blanca, los gerentes en magna de camisa. Le diseñaron sus proyectos.
Los gringos le palmeaban en el hombro y le ofrecían habanos.
Hintenso recuperó suyo, se sintió otra vez entre los suyos cuando los vecinos del pueblo y otros venidos de la provincia vecina, reunidos en asamblea le recibieron en el salón del Municipio en peligro de hundimiento por su vejez. Propietarios, mineros, maestros, comerciantes, campesinos, estudiantes, artesanos, amas de casa. Hintenso sentado en la testera descubrió una generación de nuevos ojos que se concentraban en él.
"Honorable: habrá visto usted que antes que se apruebe el Contrato por el Congreso, todas esas compañías ya se han apoderado de la provincia.
Primero tomaron el oro, ahuyentando a los buscadores de las riberas del rió. Después el petróleo. Ahora dice que buscan uranio. No sabemos que tiene que hacer el uranio con la ganadería y las pinas, pero también las toman. La caña también, y el caucho ¡maldita provincia tan rica!, expropian, asolan, expulsan a los nativos, sin indemnización para que trabaje la draga. La policía está con ellos.
Una hora duraron las exposiciones. Finalmente el Presidente de la Junta de defensa del pueblo hizo una síntesis:
Nunca le hemos exigido nada. Es la primera vez que le pedimos que rompa su silencio. Hintenso tosió, se puso la mano al pecho y en voz muy baja dio su' respuesta:
Regresó a la capital y empezó a estudiar para penetrar en el dédalo de compañías, propuestas, contratos, subcontratos, subrrogaciones, fideicomisos. Vio que todos los hilos se anudaban en un Contrato y en una Ley que delegaba a la promoción Financiera la amortización y el pago de intereses de la deuda externa "para salvar el honor de la nación". La nación, por su parte, para "incentivar", la Inversión extranjera, alquilaba a la promoción tres provincias por 99 años, que ella a su vez subalquilaba a al Nacional del Oro y del Gas, a la Development, la Continental y otras subsidiarias, con el derecho de explotar y agotar los tres reinos de la naturaleza, comprendiendo, en el vegetal, a los nativos.
El Ministro de Bellas Artes, inició una serie de artículos en los diarios - todos subvencionados -saludando la era augural de la Segunda República que se abría con el Contrato. Un movimiento de colmena elevaba la temperatura de los salones y pasillos del Congreso. Los diputados conferenciaban en grupo con los agentes de la Financiera y después uno a uno.
Salían todos convencidos.
El Presidente de la Cámara exudaba patriotismo. Llamó a su despacho al diputado Hintenso.
Hay rumores indecorosos de soborno a ministros y diputados.
El soborno a funcionarlos nacionales es un incremento ¡al ingreso percapita! Pero lo que interesa al Vitalicio y al Generalicio (señaló los retratos de ambos) es el voto de usted, por dos razones: su prestigio de honradez y el ser diputado de la provincia elegida para iniciar el desarrollo.
Hintenso se dio por notificado y dejó de concurrir al Parlamento. Se encerró en su cuarto del hotel, se encerró con el Contrato (267 páginas) y el proyecto de Ley (media carilla).
Los leyó diez veces, veinte veces, en el diván, en la cama, en el watercloset. Analizó, comparó, examinó, enjuició, le dio vueltas al asunto y concluyó: "Nunca hubiera imaginado tanta desvergüenza. Tengo que hablar, no hay otro recurso, tengo que hablar. ¡Y el maldito Tinajeras que ya no está aquí!".
Cuidadosamente escribió en tres días un discurso. Cuando lo tuvo pulido, lo aprendió de memoria:
"Ilustres ministros y egregios diputados: en los días de mi lejana infancia yo reverencié el Capital; en los días de mi dorada juventud yo amé el Progreso, pero ¡ah! honorables patricios, ya próximo a la madurez me posee la inquietud de descubrir que más hay bajo la piel ebúrnea de esa deidades contemporáneas…”
Grandes titulares anunciaban la fecha del de-bate en el Congreso.
Los días que faltaban los ocupó en repetir el discurso de memoria, colocado delante del espejo, pronunciando la frase cabalística: "Pido la palabra" y después: "Ilustres ministros y egregios diputados: en los días de mi lejana infancia...".
Notó con júbilo que el entrenamiento aclaraba su voz. Afuera los camareros se alarmaron al oír una voz desconocida en su cuarto.
Llegó el magno día. Se vistió cuidadosamente y se dirigió al Congreso acompañado de tres delegados de la provincia.
El público hacía cola para entrar custodiado por escuadrones de soldados provistos de bombas lacrimógenas. En las calles vecinas los carros blindados aguardaban en manadas. Enfrente a la escalinata principal grupos de estudiantes vociferaban y ostentaban carteles: "Abajo al contrato". "Gobierno civil". "El chancho al horno" (se referían al honorable Nájera). "Los siameses comen a cuatro carrillos" (se referían a dos ministros pequeños y voraces).
Después de su breve ausencia el recinto le pareció novedoso.
Quorum pleno, tribunas repletas de industriales, banqueros, políticos y periodistas extranjeros y más arriba, en las galerías la multitud escalonada hasta la base de la cúpula. Logró divisar en una galería la delegación de su distrito y comenzó a sentir la fiebre. Un latir persistente le golpeaba las sienes 'Tanta gente, el calor".
Pero no era tanto el calor de la atmósfera como la violencia que caldeo desde el comienzo de la sesión. El contrato había resquebrajado la unidad monolítica de la misma mayoría a causa de que un grupo había recibido coimas de privilegio más altas que otros.
Un diputado denunció solemnemente que el Presidente de la asamblea asistió la noche anterior a una orgía ofrecida por el gerente de la Compañía Nacional del Oro. "Me dio la gana" explicó el Presidente. "Déjenlo rumiar el soborno" replicó otro diputado.
Cosa curiosa, Hintenso ya no veía las palabras, sino que las escuchaba normalmente. Calmado el primer alboroto, desde el estrado ministerial se dio lectura al Contrato, ya encuadernado en terciopelo verde con cintas doradas.
La lectura era larga y monótona: "...si se descubriese yacimientos de esmeraldas, topacio u otras piedras preciosas... ingresarán libres de impuestos armas para el servicio de policía de la Empresa...".
Hintenso maduraba su táctica. Llamó al ujier y le instruyó que le echara doble whisky en la limonada. A su lado, el Honorable Kunkar miraba asombrado a su pasivo colega transformado en una fragua.
El Ministro de Bellas Artes, asesor literario del Contrato, con su pequeña nariz de buho, sus anteojos de ratón y escandalosa vocéenla de enano, apeló a los dioses indígenas transportándolos "a la era augural del cohete interplanetario y el existencialismo que impone abrir paso libre a la generosa inversión extranjera".
Le siguió su colega siamés el Ministro de la Deuda Pública, también enano, de cara grande y gruesas cejas, que sorprendió al público por el con-traste de su tamaño con una voz de bajo que diñase de un gigante. "Se descubren cada día nuevos minerales radiactivos" - dijo con voz de trueno.
Entre tanto circulaba entre los diputados opositores este pareado, original del honorable Anzoleaga:
Chiquitos como ratones, robando como leones.
Hintenso repasaba su discurso en la memoria:
"Ilustres ministros y egregios diputados: en los días de mi lejana infancia yo reverencié el Capital; en los días de mi dorada juventud yo amé el Progreso...".
Llenaba el ámbito la voz de Tadeo Nájera que se puso de pie secándose la frente con un pañuelo. "Está sudando petróleo" murmuró el honorable Kunkar entrando en confidencia con Hintenso, pero éste no le respondió, preocupado, preocupadísimo porque su intención era hablar después de Nájera.
El H. Nájera: "misoneístas, oscurantistas, protestan por la cláusula que autoriza a la Compañía a desplazar aldeas.
¡Así, es señores, el torrente avasallador de la civilización! En lugar de miserables cabañas que cobijan a pobladores más miserables aún, nos traerá la Compañía casas prefabricadas de aluminio y con servicio higiénico...".
"... parece también alarmar el plazo de 99 años..."¡noventa y nueve años son un minuto en la vida de los pueblos!".
Aplausos y denuestos chocaban en la sala.
"... se olvida que al término de ese período las maquinarias pasarán a poder del Estado, gratuitamente. ¿Se imaginan mis ilustres colegas la enorme cantidad de maquinaria que se habrá acumulado en ese período de noventa y nueve años?
Ovaciones, silbidos, golpes en los pupitres. Todos estaban caldeados. El Presidente agitaba la campanilla con ambas manos hasta que el tumulto acústico permitió oír una frase que partía de todos lados:
"¡Pido la palabra!" "¡Pido la palabra!" Había llegado el momento. Hintenso se sintió elevado por el huracán colectivo.
Bebió whisky con limonada, se puso de pie, apoyó ambas manos sobre el pupitre para tomar impulso y pronunció también:
Cobró mayor confianza y con voz que dominó a las demás vociferó:
Se hizo un silencio. El Presidente dejó de tocar la campanilla.
Dirigió la vista hacia el sector donde estaban de pie Hintenso y su vecino Kunkar, les miró fijamente y exclamó:
Calma, señores... tiene la palabra...!el honorable Kunkar!
Tranquilamente el honorable Kunkar apagó su cigarrillo en el cenicero y empezó:
"Ilustres ministros y egregios diputados: En los días de mi lejana infancia yo reverencié el Capital; en los días de mi dorada juventud yo amé el Progreso, pero ¡ah! honorables patricios...".
Y continuó repitiendo íntegro, sin fallar en una silaba, todo el discurso de Hintenso.
Kunkar continuó repitiendo su discurso.
El estrépito hacía temblar la cúpula. Todos los diputados estaban de pie.
En vano el Presidente agitaba la campanilla con una mano y hacía señas de callar con la otra. Nuevamente, entonces, comenzó a girar alrededor de Hintenso el carrusel de las palabras pintadas, con formas de caballitos, de autos, de aviones, en rotación centrífuga que desde el centro se extendió hasta los bordes del hemiciclo intentando llevar a Hintenso en su giro junto con los bustos de Cicerones y Dantones de la cornisa. Se inflaron las cortinas, los pilares dóricos ondularon como columnas salomónicas por las que el público de las tribunas resbalaba hasta los pupitres. La muchedumbre de las galerías parecía venirse abajo como invadiendo una cancha de fútbol; el Presidente Ideaba la campanilla, los diputados alzaban los brazos y habrían las bocas, la campanilla, gritaba y las bocas sonaban como campanillas. La repercusión de los ruidos y las voces se acercaba y se alejaba de Hintenso, oprimido por una atmósfera compacta de bultos sordos que reculaban empujándose sobre su banca mientras él de pie luchaba por apartarlos. Luchaba por apartarlos para escuchar su nombre porque entre la algazara y entre las cabezas que le estorbaban adivinó que se leía la lista para la votación final.
Su nombre...venía la F... Fajardo? sí... Fernández? sí... Fragoso? no... La G.. Gallardo? sí... García? sí y los diputados y ujieres seguían parados delante de él tapándolo.
Y llegó la H... Heguigorri? sí...
Entonces él oyó: "Hintenso? Y él gritó: "No, no" pero indudablemente no le oían porque el Secretario repitió: "¿Honorable Hintenso?" y sintió voces desconocidas que chillaban: "¡sí, dice que sí!" mientras él repetía enronquecido: "¡No, he dicho que no!!!" hasta que el Secretario paso al siguiente nombre al mismo tiempo que un silencio de gruesas cortinas descendió sobre Hintenso, se introdujo en sus sesos, se derramó entre sus neuronas y le empapó de tinta sin pensamiento.
"... ¡Pido la palabra, presidente! He dicho que no, que no, mil veces no, y ahora fundamentaré mí no. Me robaron mi discurso en el aire, al vuelo, pero me hicieron un favor porque era un discurso melifluo y cartuchón. Ahora puedo improvisar otro, otro y más claro. Premisa mayor: en este negocio de vender mi provincia están asociados el Vitalicio, su mujer, su suegro y los ganapanes de sus cuñados, y en el negocio subsidiario tiene participación el zonzo de su hijo, el Generalicio que, si no fuera por eso, ser hijo del antedicho, no habría pasado de Teniente Segundo. Y los partidos demócratas, los ministros, la prensa libre y la mayoría del congreso, bribonísimos colegas, están comprados por las compañías que explotan este rackett del Desarrollo. Premisa menor: pero yo, Honorato Hintenso, hijo legítimo de mi pueblo no me alquilo, yo no acepto meter el dedo en el engranaje de progreso extranjero y peonaje nacional, conclusión: la consigan es aprobar el Contrato, pero a esas compañías que pretenden envasarnos en lata y vendernos en el mercado mundial, les doy este aviso económico: que ninguno de sus geólogos con casco, ni sus piratas nucleares ni tan sólo un jefe de public-relations entrará allá, y si van acompañados de marines les expulsaremos a dinamita, a machete o a tiros de Mauser modelo 1906! Mi voz es ahora, honorables sobornados, como el ruido del avión que en la noche os obliga a mirar hacia arriba..."
El ujier alarmado le sacudía por los hombros. Hintenso despertó. Su discurso se borró inaudito dentro de él.
El recinto se había llenado de penumbras, los pliegues del cortinón en que apoyaba su nuca casi le cubrían. Se levantó apoyándose en el ujier.
Le zumbaban los oídos y le acometió un acceso de tos.
Tomado del brazo por el empleado recorrió el Salón de los Pasos Perdidos, un largo pasillo, las escaleras donde aún se movían porteros y barrenderos. Cruzaron la explanada y el ujier llamó a un taxi.
Llegó a su hotel en cuyo hall algunos delegados de su distrito charlaban, seguramente comentando los incidentes de la jornada. Callaron y se abrieron al verle y él pasó sin saludarlos. No espero al ascensor, subió por la escalera y lentamente se dirigió a su habitación. La abrió, tocó el interruptor que encendió simultáneamente una gran lámpara velada y la luz de la mesa de noche, arrojó al sombrero, cerró la puerta con llave y se paró mucho rato en el centro de la alfombra.
Se había disipado todo murmullo, todo rumor, aun el de sus sienes. Una paz, un silencio amigo y duradero, ya sin ninguna ansia de hablar.
Apagó la luz de la lámpara y paso a paso fue hacia el velador cuya pantalla proyectaba un pequeño círculo que se doblaba en un ángulo del Diálogo de la Elocuencia.
Se pasó la mano por las mejillas cual si fuera a afeitarse.
Abrió el cajón donde asomó la negra culata cuadrada de la Lugger.
Comprobó que estaba bala en boca. Se quitó el saco, se echó en la cama con las almohadas en la espalda y los pies estirados, medio sentado, y esperó. Se desabrochó la camisa y apoyó la boca del cañón sobre la piel desnuda... ¡Pum!
Durante tres horas las burbujas del aire ensangrentado brotaron de sus labios en silbantes palabras que salían en tropel, impelidas por el huracán de los pulmones. "Señores diputados, dije que no, no quisieron oírme...No...no y...no".
"La palabra... por última vez pido la palabra". Después sólo un murmullo monótono movió su labio.
Por fin fue callando, en un pianíssimo que parecía alejándose.
El entierro del diputado de las Haches Mudas fue ruidoso, con misa cantada, dobles de campanas y banda de música. Todo el cortejo comentaba el suicidio y calló al oír los discursos de los representantes del Vitalicio y del Generalicio, del Congreso, el Partido y de la Financier Promotion. Luego volvió a sonar la banda militar con los tambores destemplados de la marcha fúnebre.
Ya en el cementerio, poco antes del anochecer, en seguida del responso cantado, tronaron cañonazos y salvas de fusilaría y, en el momento de expedir su cuerpo en el buzón oscuro, un desolado y larguísimo toque de corneta le abrió paso hacia el silencio sin mancha, al silencio que nos precede y que nos aguarda.
Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Gastón Suarez
Alguien va finar, patrón —decía Cástulo Narváez, mientras limpiaba la lámpara a carburo, de cuclillas frente al cuarto del administrador. —Es seña fija...— sus dedos largos, huesudos, quitaban con habilidad, la ceniza de los trozos de carburo de calcio que aún eran utilizables. A la luz de la luna que se prodigaba desde un cielo limpio, transparente, su rostro anguloso reflejaba una rara fisonomía: tan pronto parecía la de un santo como la de un cadáver.
Elsa Dorado De Revilla
Prendido en la falda del cerro cuyas entrañas guardan el rico yacimiento mineral, se alza, desde su humilde pequeñez, el campamento minero, depositario del pulso humano que mide el paisaje cordillerano desde los tiernos ojos de los niños, hasta el abrazo rotundo del hombre.
Las luces mortecinas de las viviendas, asemejan luciérnagas estáticas que buscan dar calor a la fría noche. Una improvisada campana rompe con su tañido el silencio, marcando a golpes el tiempo.
Pablo Ramos Sánchez
A: Julio Ramos Valdez
La lucha del hombre con los elementos de la naturaleza es ardua. Aunque como especie, el hombre va dominando la naturaleza y logra arrancarle sus secretos, no hay que olvidar que los pasos que da hacia adelante son posibles después de millones de batallas individuales perdidas. Para aprender a ganar ha tenido que saber perder en miles y miles de oportunidades. Las derrotas le enseñan el camino de la victoria.
Augusto Guzmán
Al final de la comida, bajo una araña de lámparas a queroseno, después de limpiarse de residuos notorios, la boca ferozmente bigotuda, el padre miró con severidad familiar a su hija:
—He sabido que el mediquillo ese de provincia, te pretende. Quiere hablar conmigo nada menos que para pedirme tu mano. Naturalmente que me he negado a recibirle.