Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Pablo Ramos Sánchez
A: Julio Ramos Valdez
La lucha del hombre con los elementos de la naturaleza es ardua. Aunque como especie, el hombre va dominando la naturaleza y logra arrancarle sus secretos, no hay que olvidar que los pasos que da hacia adelante son posibles después de millones de batallas individuales perdidas. Para aprender a ganar ha tenido que saber perder en miles y miles de oportunidades. Las derrotas le enseñan el camino de la victoria.
La naturaleza no entrega sus dones con facilidad. A veces se dice que el habitante de los trópicos no siente el acicate del progreso porque tiene todo a la mano; que le basta extender el brazo para recoger el fruto que la naturaleza brinda en abundancia. Pero tal apreciación no es correcta. El hombre, en los trópicos, no sólo lucha con el clima que lo agobia, sino contra miles de enemigos visibles e invisibles. Por un lado tiene que disputar a las grandes fieras el espacio que va a ocupar y, por otro, tiene que enfrentar a una gran variedad de enfermedades tropicales que no son típicas de países avanzados y que carecen, por tanto, de remedios conocidos y asequibles.
En el campo el hombre tiene que enfrentarse -provisto de muy escasos medios de defensa- con los fenómenos naturales. Como por lo general vive aislado, se trata de batallas que debe librar individualmente, o a lo sumo con su familia. Es verdad que no siempre pierde esas batallas, pues si esto ocurriera, sucumbiría como especie. Su gran ventaja, a pesar de su insignificancia frente al cosmos, radica en dos factores: la inteligencia y la tenacidad. El hombre no se arredra, sabe esquivar racionalmente los golpes y busca los caminos que le permitirán superar los obstáculos. Si es derrotado, vuelve al combate una y mil veces, hasta que finalmente triunfa.
El hombre sólo pierde la batalla cuando muere. Pero mientras tiene vida sabe luchar y sabe esperar. Ahí, en esa capacidad de conocer que todas las cosas tienen su tiempo, radica su primer punto de ventaja.
Cuando niño, en la vida del campo, he sido testigo y actor de múltiples batallas. Desde muy pequeño comprendí que la vida es lucha. Sin lucha, ella carece de significado, es como si no se la viviera.
El motivo de este relato es una de esas tantas batallas. La he grabado profundamente en la memoria debido a que significó una lección especial, entre tantas lecciones que uno aprende en el camino de la vida. En esa oportunidad luché -luchamos, mi padre y yo- con todas nuestras fuerzas. Estuvimos en el puesto de combate hasta el instante supremo de la derrota inevitable.
Corrían los primeros días del mes de septiembre de un año cualquiera de fines de la década del cuarenta. Se habían terminado ya los vientos del norte que, todos los años, durante el mes de agosto siguen una carrera interminable hacia los confines del Sur del Continente. En las zonas más protegidas del Chaco húmedo, se realizan por esas fechas las primeras siembras. Los agricultores más perspicaces y mejor conocedores del tiempo se anticipan a los demás, para lograr cosechas más tempranas y mejores precios.
Mi padre conocía muy bien el cultivo de sandías y melones, y contaba con pequeñas parcelas privilegiadas por el riego a partir de vertientes situadas al pie de la cordillera del Aguaragüé. Aprovechando esta circunstancia, hizo sus primeras siembras a mediados de agosto y ya por estas fechas de septiembre las plantas estaban por echar sus primeras guías. Se veía tan hermoso el huerto, con esas plantas listas para dar el salto, extenderse en todas las direcciones y cubrir la tierra, como un verde manto bordado con flores amarillas.
Todos estábamos orgullosos de ser los primeros y tener una plantación que en unas cuantas semanas estarían dando sus frutos. Contemplábamos satisfechos el triunfo de la vida vegetal, tan necesaria para nuestra propia supervivencia. El futuro próximo parecía seguro.
Empero, en el campo nada está libre de las contingencias naturales. Así, si bien el agua, aunque escasa, no podía faltarnos, surgió de pronto otro factor que estuvo a punto de llevarnos al fracaso.
Al promediar la tarde de un día cualquiera, una mancha café-oscura comenzó a cubrir el sol en un radio de varios kilómetros. Mi padre, viejo conocedor de la naturaleza, me llamó de prisa para que encendiéramos fogatas en rededor el sembradío. Lo importante era provocar mucho humo y por eso, junto a las ramas secas colocamos hojas y ramas verdes que de pronto cubrieron el cielo con una densa humareda.
Aquella mancha café-oscura era provocada por una de las más grandes mangas de langostas que cruzó por las llanuras chaqueñas. Venían del norte, como los vientos de agosto; viajaban hacia el sur, hacia las verdes praderas argentinas, donde podían encontrar el alimento suficiente para saciar su bíblica voracidad.
Seguramente desde las épocas más remotas el hombre utilizó el fuego y el humo para defenderse de los animales y los insectos. En esta oportunidad nosotros sólo podíamos valemos de este viejo aliado para combatir a tan temible enemigo.
Durante todo el resto de la tarde estuvimos alimentando el fuego y cubriéndolo con hojas verdes para que despidiera humo denso. De modo que las langostas no lograban posarse en el sembradío. Si conseguían hacerlo, con seguridad que en menos de cinco minutos hubieran dado fin con las pequeñas plantas.
Para mí era una distracción. Era una guerrita alegre. Al fin de cuentas a todos nos gusta prender fogatas. El fuego es atractivo. La satisfacción fue mayor al anochecer, a la hora en que las langostas tuvieron que posarse en los boques más alejados, para pasar la noche. Cuando ya no quedaba ninguna en el cielo, abandonamos el campo, satisfechos, con olor a humo, con hambre y sed, pero con la sensación de vencedores, pues habíamos logrado ahuyentarlas.
Esa noche dormí profundamente, por el cansancio; pero mucho antes del amanecer sentí la mano de mi padre que me despertaba para volver al campo, a continuar la batalla. Desayunamos rápidamente un poco de mate cocido y partimos bien pertrechados de fósforos. Nuestras fogatas se reiniciaron antes que saliera el lucero del alba. Teníamos que anticiparnos, pues las langostas, como todo viajero, son madrugadoras.
Cuando amanecía vimos que la inmensa manga emprendía el vuelo. Fue un espectáculo inolvidable. Millones y millones de langostas batían sus alas brillantes a medida que ascendían para continuar su viaje. La luz del sol se reflejaba en las alas, proyectándose en fugaces e infinitos rayos multicolores.
Durante largas horas continuaron pasando. Una vez que se despejó el cielo y sólo algunas rezagadas sobrevolaban el sembradío buscando sorprendernos, pudimos observar con detenimiento los árboles donde habían pernoctado. Durante la noche se alimentaron con todo lo que tuvieron próximo. Las tiernas hojas fueron devoradas íntegramente. Pudimos comprobar que los árboles habían perdido gran parte de su follaje.
A pesar de que se fueron, no quedamos tranquilos, pues ellas habían tomado posesión de algunos terrenos de las proximidades. Ya no estaban en los árboles sino en el suelo. Nosotros no sospechábamos el proceso natural que tenía lugar en esos instantes. Al fin, después de algunos días desaparecieron de los contornos y pudimos respirar tranquilos. Sólo habíamos perdido algunas siembras marginales ya que lo principal -las plantas de sandía y melón- fueron salvadas, casi sin rasguño. Desde al día siguiente que se fueron, mi padre repuso esas siembras marginales.
Entretanto, el sandial seguía creciendo. En poco tiempo más sus guías cubrirían totalmente el terreno y sus flores amarillas serían el anuncio de jugosas frutas. Así pasaron algunos días; no recuerdo cuántos. Hasta que una nueva amenaza surgió en el horizonte.
Una tarde de esas vi llegar a mi padre suma-mente preocupado. Nos anticipó que lo peor venía. Según él a pocos cientos de metros de nuestro sembradío había descubierto que millones de pequeñas langostas verdes se desplegaban a ras del suelo, cubriendo como una mancha verde-oscura varios kilómetros cuadrados.
Partí inmediatamente a ver este fenómeno imprevisto. Ahora la plaga avanzaba por el suelo. Las langostas habían dejado sus crías por millones. Como eran muy pequeñas, no podían volar, ni saltar: caminaban. Su desplazamiento era muy lento, pero continúo. La dirección que seguían era distinta a la de sus progenitores. Ellas volvían hacia el norte. Se aproximaban inexorablemente a nuestro sembradío.
Mi padre diseño con rapidez la estrategia de defensa. Como el avance del enemigo era lento, podíamos adoptar provisiones. Establecimos tres líneas de defensa.
Rodeamos el sembradío con una zanja de 30 centímetros de ancho por 50 de profundidad. Hicimos con celeridad este trabajo. Estuvo concluido antes de que se hicieran visibles las vanguardias enemigas. Pero, cada día comprobábamos que avanzaban hacia el huerto.
La segunda, era una línea de fuego, para lo cual colocamos ramas a unos tres metros de la zanja, a las que prenderíamos candela una vez que las langostas hubieran llegado a ella, sobrepasando la primera línea de defensa que fue establecida a unos 30 metros del sembradío.
En esa primera línea estaríamos nosotros, pro-curando desviar los contingentes enemigos, de modo que pasaran bordeando el sembradío pero no por encima de él. Como no lo podíamos eliminar, teníamos que espantarlas para que busquen otro camino.
Llegó el momento en que las avanzadas del enemigo se hicieron visibles. Batiendo grandes cartones las hicimos retroceder. Pudimos compro-bar que en poco tiempo habían crecido. Ahora se desplazaban dando pequeños saltos. Así comenzó la gran batalla.
Como ya dije, nuestro afán consistía en evitar que se aproximaran al sembradío; que pasaran de largo, desviando el trayecto. El primer día pudimos mantenernos en los 30 metros programados. Pero al día siguiente habían avanzado varios metros, aprovechando nuestra tardanza en desayunar y volver al campo de batalla. Así estuvimos combatiendo dos días seguidos, durante los cuales tuvimos que ceder terreno y replegarnos progresivamente a la segunda línea.
Las horas de combate más intensas eran las primeras de la mañana y las últimas del atardecer. Esto debido a que en las horas en que el sol golpeaba duramente, ellas se replegaban a la sombra. Como eran muy pequeñas no podían soportar el calor intenso de los rayos del sol, ni podían desplazarse por la tierra caliente.
El sol era nuestro aliado, pero también nuestro enemigo. Aliado en ciertas horas; pero, sin duda contribuía a su crecimiento natural. Las langostas que a poco de nacer eran de un verde oscuro, fue-ron haciéndose de un verde claro a medida que crecían. Sus saltos eran cada vez más largos.
Después de tenaz resistencia tuvimos que ceder terrenos hasta colocarnos prácticamente sobre las ramas que formaban la segunda línea defensiva. Les prendimos fuego. Ello las espantó y las mantuvo a raya durante ciertas horas. Pero era imposible mantener permanentemente una línea de fuego, alimentando con ramas una hoguera de muchos metros de largo.
A la mañana siguiente, pudimos ver que habían pasado por encima de las cenizas de nuestra segunda línea defensiva así que nos replegamos a la última línea: la zanja.
Habíamos ganado tiempo, pues ahora las langostas daban saltos más largos, pero todavía insuficientes para cruzar la zanja, la estrategia de mí padre resultó correcta. Si llegaban muy pequeñas a la zanja, hubieran podido trasponerla caminando. Bajar y subir, aún paredes verticales, les es posible si son pequeñas. Pero, cuando crecen se olvidan de caminar y al caer en la zanja, tratarían de salir saltando y no lograrían hacerlo.
Así ocurrió realmente. Las pequeñas langostas que caían, trataban de salir saltando, pero sus saltos eran insuficientes. De modo que se quedaban en el fondo y eran aplastadas por otras que caían después. Nos colocamos entre la zanja y el sembradío, para evitar que las más atléticas pudieran cruzar los 30 centímetros. Nuestra tarea se reducía, entonces, a evitar que ellas vencieran ese obstáculo.
Una vez que nos replegamos al otro lado de la zanja, las pequeñas langostitas avanzaron presurosas y comenzaron a caer por miles en el hoyo. Era como si estuviéramos contemplando una catarata verde. En el interior de la zanja se fueron acumulando miles y miles de insectos saltarines. Cuando mayor era el número, más se incomodaban para saltar. Parecía un hervidero con millones de burbujas.
Durante algunos días estuvimos seguros de que habíamos cavado una zanja lo suficientemente profunda para dar cabida a todas que avanzarían por este frente. Pero al ver las oleadas crecientes que día a día parecían renovarse, comenzamos a desconfiar.
En la zanja, las langostas morían por millones cuando el sol del medio día les daba de lleno. Hasta ahora el sandial permanecía incólume, totalmente ajeno al enfrentamiento que se daba entre el hombre y la naturaleza.
Después de cada jornada salíamos agotados. A veces no podía levantar los brazos. Me tendía sobre la cama y quedaba profundamente dormido. Mi padre y yo perdimos peso. Conversábamos cada vez menos. Regresábamos silenciosos, hambrientos y fatigados. Nuestras esperanzas sufrían rudos golpes cuando veíamos aparecer nuevos contingentes. Parecía como si todas las langostas del mundo hubiesen puesto sus ojos en nuestro sandial. Y, lo que es peor, los nuevos contingentes mostraban un mayor desarrollo, sus saltos eran cada vez más largos y ya exhibían sus famosas mandíbulas lo suficientemente fuertes como para dar cuenta de cualquier tipo de hojas.
La batalla duró todavía varias jornadas. No permitimos el paso de una sola. Pero la zanja se iba llenando inexorablemente. Las del fondo ya estaban muertas y, como se trataba de materia orgánica, comenzó la descomposición.
Es un olor muy especial el de las pequeñas langostas muertas. El ambiente comenzó a impregnarse. Para nosotros fue un gran enemigo adicional. Durante largos meses me persiguió ese olor; yo diría que durante años. Mucho más tarde comprobé que no había desaparecido del todo. Cuando estuve leyendo “Cien años de soledad”. García Márquez, en el capítulo aquel que narra el eterno olor a pólvora que quedó después del asesinato de uno de los Buendía, resurgió el recuerdo del olor a langostas calcinadas por el sol, en esa zanja donde finalmente se quebraron nuestras esperanzas de victoria.
Efectivamente, una tarde de esas comprobamos que las langostas habían crecido lo suficiente como para cruzar de un salto la barrera artificial que habíamos creado. El hecho ocurrió cuando un nuevo contingente apareció en el horizonte. Este refuerzo del enemigo tardó muy poco en llegar en nuestras posiciones y, sin mayor esfuerzo, pudo superar la última línea de nuestras defensas.
Tratamos de contenerlo, pero mi padre dispuso que cesara la resistencia. “No es posible, dijo, detener la vida”. Yo lo miré casi agradecido porque había llegado al límite de mis fuerzas.
Abandonamos el campo de batalla y fuimos a sentarnos, silenciosos, sobre el tronco de un árbol caído. Desde allí contemplamos el arrollador avance del enemigo vencedor, que explotaba el éxito. En menos de media hora no quedo ni rastros del sandial. Las hojas, las flores y hasta los tiernos tallos fueron devorados totalmente. Si hubieran podido cavar la tierra, hubiesen devorado hasta las raíces. Después de agotar el botín, el enemigo siguió su camino dejando atrás sólo tierra arrasada.
Mi padre se levantó y pasó la mirada sobre lo que había sido un sandial. Note en un principio que su rostro estaba triste, pero luego vi que cambiaba de semblante. “Vamos a preparar el terreno, dijo, para una nueva siembra”. Con decisión cogió el sombrero y las herramientas y volvimos a casa. Después de comunicar nuestra derrota, comenzamos a hacer los planes para los trabajos del próximo día.
En la mañana siguiente dormimos hasta muy tarde; ya no teníamos la presión de la batalla. Después de desayunar con tranquilidad, concentramos nuestros esfuerzos en dos tareas: preparar los aparejos de labranza y tapar la zanja para facilitar el paso del enemigo y sepultar el olor de las langostas muertas.
En pocos días el terreno estaba preparado y procedimos a la nueva siembra. Las langostas desaparecieron de nuestra vista. A su paso dejaron los campos desolados; pero, como la naturaleza es terca, en poco tiempo los árboles volvieron a retoñar.
Con las primeras lluvias de octubre la vida se reanimó. Un nuevo sandial había reemplazado al anterior. Otra vez el terreno se cubrió de verde, con las guías que se entrecruzaban. La cosecha se anunciaba próspera. Aunque habíamos perdido la ventaja en el tiempo, poseíamos en cambio una plantación vigorosa.
No contábamos, sin embargo, con que el curso de la naturaleza no se detiene. Las pequeñas langostas saltarinas tenían que seguir creciendo hasta ensayar el vuelo y dar una nueva perspectiva a su proceso vital.
En el mejor momento, cuando las plantas estaban en plena floración, apareció en el cielo una nueva nube gris. Las langostas, ya en plena adul-tez, habían decidido seguir el viejo rumbo de sus progenitores y retornaban hacia el sur.
Esta vez tuvieron a su favor la ventaja de la sorpresa. Mi padre y yo estábamos entretenidos en otros trabajos distintos del sandial. Cuando notamos que el cielo se oscurecía, corrimos veloz-mente, pero no pudimos llegar a tiempo. Las langostas habían concluido su festín y emprendían el vuelo. Con ira cogí las que pude y las aplasté bajo mis pies. Pero todo era inútil. De nuevo la tierra estaba desolada. Sentía deseos de llorar por haber llegado tarde. Seguramente lo mismo le ocurría a mi padre.
Lo vi triste y abatido; pero, al rato, secándose el sudor de la frente, dijo: “No hay vuelta, tenemos que volver a empezar. Ojalá diciembre no sea tan lluvioso para las sandias”.
Esas palabras cambiaron totalmente mi estado de ánimo. La desazón por la derrota cedió su lugar a la esperanza. La vida comenzaría otra vez.
Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
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