Maternidad

Walter Montenegro

Nombre: Juana González. Edad: 18 años: Estado: Soltera". Así decía la tarjeta colocada sobre el lecho N° 37 de la Sala de Maternidad. Y allí estaba Juana González, sus ásperos cabellos negros haciendo violento contraste con la blancura de la almohada. El fruto de su vientre, escondido en una cuna colocada junto al lecho, guardaba profundo silencio, como si desde entonces estuviese consciente de que en la vida no le sería posible levantar la voz más allá de ciertos límites.

Ser madre, ser soltera y estar en una sala de Hospital son cosas muy tristes. Si alguien hubiese preguntado a Juana González qué cosa especial había hecho para merecer este destino, le habría sido imposible responder; no sólo porque no tenía grandes luces, sino porque soltera o no soltera, se es madre "así no más", sin grandes diferencias en los procedimientos esenciales.

Su historia amorosa no era eso que en literatura se llama un romance. Para que el amor se convierta en romance, la vida debe iluminarlo desde fuera, prestándole bellos colores; y la vida había sido particularmente avara con Juana González.

Desde luego, ella no pudo prever ninguna de estas cosas, cuando parada en la puerta de la "tienda" de su madre, un pequeño almacén de abarrotes en que se vendía cerveza, pan, cigarrillos y conservas baratas, empezó a fijarse en los repetidos paseos y las miradas de aquel joven desgarbado, de aire melancólico y con un libro debajo del brazo. A ella le habían enseñado que cuando un hombre demuestra interés por una mujer, ésta debe, necesariamente, hacer gala de menosprecio. No importa ser pobre —le repitió muchas veces su madre-—, pero hay que ser honrada.

Y Juana González, verazmente decidida a ser honrada, más de una vez dio media vuelta bruscamente y se entró en la tienda, mientras el jovenzuelo del libro, apostado en la acera opuesta, parecía querer devorarla con los ojos; unos ojos afiebrados y ciertamente sugestivos.

Pero había algo dentro de ella, más adentro que el sedimento de sus ideas sobre la honradez, que la hacía mirar otra vez a la calle por entre dos botellas del mostrador, después de haber hecho su altivo movimiento de retirada. Una de esas retiradas con las que los generales salvan el honor de una Nación.

Es cierto que la rendija entre las botellas no era muy ancha, y que sólo le permitía fugaces visiones de su admirador que, después de mirar hacia el interior de la tienda, se iba con la cabeza gacha como si estuviese abrumado por grandes preocupaciones.

Si Juana González hubiese dejado en su lugar las botellas de cerveza en vez de cambiarlas por otras dos, vacías, dé agua mineral, a través de las cuales sus contemplaciones de aquel hombre fueron más prolongadas y minuciosas, quizá su destino habría sido diferente.

Porque fue debido a estas secretas contemplaciones que empezó a inquietarse seriamente por su admirador. Le gustaron sus cabellos rizados desbordando debajo del ala del sombrero, su piel muy pálida, y aquel aire de evidente preocupación con que llevaba el libro debajo del brazo.

No quiere decir ello, sin embargo, que Juana González hubiese capitulado ya, ni mucho menos. Por ejemplo, aquel día en que después de su acecho por entre las botellas de agua mineral quedó unos instantes pensativa e inmóvil, en la misma posición, y él entró en la tienda habiendo hecho intencionalmente la maniobra sorpresiva, ella adoptó un aire decididamente digno frente al gesto burlón con que el hombre del libro, la descubrió en su escondite, pidiéndole luego un paquete de cigarrillos. Entregó la mercancía y recibió el pago, mirando obstinadamente hacia un lado y frunciendo severamente el entrecejo. Él dijo "gracias", con voz agradable, y dejó que su mano rozara levemente la de Juana González al hacer el intercambio de los cigarrillos y las monedas.

Juana González quedó con la sensación de una vaga caricia entre los dedos, y un extraño estremecimiento le envolvió traidoramente el cuerpo; especialmente allí en la espalda, sobre eso que en la escuela le habían enseñado a llamar columna vertebral, pero que su madre denominaba siempre espinazo.

Es claro que ni por un instante habría podido imaginar que de ese modo las cosas habían adelantado un paso más. Nada de ello le dijeron en la escuela al hablarle de la columna vertebral.

Un día iba al mercado, de compras, luciendo airosamente su vestido blanco, de tela ordinaria, que era el primer escalón ascendente a partir de las polleras de su madre, y sus medias de algodón ligeramente caídas, diseñando, a pesar de ello, la maciza estructura de las piernas. Cualquiera, al verla, habría pensado que con su busto erguido, sus sólidas pantorrillas y su boca grande y jugosa, ella era realmente apetecible; porque el hecho de ser pobre, de estar apenas emergiendo de la cruza de sangres, el tener una madre que dice espinazo y un padre que hace zapatos, en nada disminuyen la posibilidad de constituir una presa codiciable para los hombres.

— ¿Me permite usted acompañarla, señorita? —oyó la voz de su admirador que apareció repentinamente en una esquina, como si la hubiese estado acechando.

—No me moleste, joven, usted se equivoca — respondió ella apelando a las mejores enseñanzas recibidas de su madre para el caso de un abordaje masculino como el presente.

—Estoy seguro de que no me equivoco —continuó él riendo—; es a usted a quien quiero acompañar, precisamente.

Ella quedó desconcertada por la lógica de su interlocutor, y no supo qué contestar, limitándose a levantar altivamente la cabeza y a apresurar el paso.

En todos los acontecimientos subsiguientes debió haber intervenido también la columna vertebral o algún otro elemento de acción incontrolable para Juana González, porque a pesar de las sabias enseñanzas maternales, de su propia convicción sobre la importancia de ser pobre pero honrada y otras cosas semejantes, al volver del mercado charlaba ya, aunque con marcada reserva, con su acompañante, que resultó ser estudiante de Derecho y Ciencias Sociales. La conversación se había iniciado un tanto difícilmente; después de las primeras frases se produjo un completo silencio; marchaban a, paso bastante rápido y ambos miraban al frente, como si allí a lo lejos hubiese un objeto digno de especial atención.

—Muy lindo día, ¿no le parece?

—Sí.

—No hace frío todavía, felizmente. . —No.

Se produjo una larga pausa, y el estudiante de Derecho y Ciencias Sociales pareció despreocuparse súbitamente de todo problema climatológico, porque después de haber dejado pasar a una docena de transeúntes, cediendo cuidadosamente la acera a las mujeres, preguntó con una sonrisa que ella pudo percibir casi por instinto:

—Y... ¿podría preguntarle cómo se llama usted? Hasta ahora no sé su nombre.

—Juana González, a sus órdenes —respondió ella con un tono en que la cortesía y la dignidad se combinaban en perfectas proporciones.

Luego le asaltó el deseo de preguntar a su vez el nombre de su acompañante, sin atreverse a hacerlo, sin embargo, temerosa de incurrir en punible exceso, pero él, con encantadora espontaneidad dijo:

—Yo me llamo Federico Arnillas, para servirla. —Muchas gracias.

El tosió dos o tres veces, pareció contemplar con suma atención un letrero colocado sobre la puerta de una farmacia, y luego, como animado por súbito impulso de confidencia, continuó:

—Soy estudiante de Derecho y Ciencias Sociales.

Ella habría querido decir algo, pero no supo qué. Ello pareció obligar al estudiante a toser unas cuantas veces más.

—Me titularé Abogado el próximo año. Una profesión muy interesante —continuó luego—. Claro que ahora hay muchos abogados, pero los buenos profesionales tienen siempre éxito.

Tres gruesas señoras que ocupaban toda la acera separaron a Juana González y el futuro abogado, dejando interrumpida la disertación sobre el derecho y su ejercicio.

Al juntarse nuevamente, el estudiante continuó su laboriosa disquisición sobre las dificultades que se presentan en el áspero camino de los profesionales jóvenes.

Juana González, que de buena fe habría querido asociarse a las inquietudes de su acompañante, se vio obligada a fijar su atención en otro asunto evidentemente alejado de los Códigos, el Foro y la justicia en general. Sus medias, normalmente no muy tensas, empezaban a deslizarse hacia abajo, con rapidez alarmante. Por eso, en momentos en que Federico Arnillas iniciaba un elocuente período relativo a la legislación civil, Juana González interrumpió la frase diciendo con suma cortesía:

—Con permiso.

Y desapareció en un zaguán bastante obscuro. Detrás de la puerta, y dejando su canasto en el suelo, empezó a hacer un nudo sobre cada rodilla, para sujetar el corredizo tejido de algodón. Absorta en dicha tarea, nada advirtió hasta el momento de sentirse suavemente abrasada por la espalda. Dos manos, a medias irrespetuosas y tiernas, apretaban su cuerpo. Cuando sorprendida se revolvió, su boca se encontró con otra de la cual había desaparecido absolutamente todo rastro de elocuencia jurídica, dejando campo a insólitos medios de comunicación hasta entonces desconocidos para Juana González.

Ella resistió con el noble coraje que prestan los sólidos principios morales. Resistió y resistió, pero como todo en este mundo tiene un fin, al cabo dejó de resistir; y, con notoria inexperiencia, devolvió aquellos besos que le llenaban la boca como un racimo de uvas dulces y cálidas.

Interrumpió la escena un minúsculo vejete que repentinamente entró, y al verlos masculló airadas protestas, como si el zaguán fuese su mausoleo privado. "Como perros" —concluyó diciendo entre sus desdentadas encías.

Juana González sintió que la sangre encendía sus mejillas tostadas, y con tiempo apenas suficiente para no llorar de cólera y de vergüenza, salió a la calle. Aquella media que no tuvo tiempo de anudar, caía lamentablemente sobre el zapato respectivo, pero ella no pareció advertirlo; y el estudiante de Leyes y Ciencias Sociales vio perderse entre la muchedumbre, la morena y desnuda pantorrilla marchando con ritmo firme y definitivo.

Cuando él volvió a ir a la tienda, a comprar otro paquete de cigarrillos, y deslizó brevemente: "La espero esta noche a las ocho en la esquina", Juana González respondió que no, con la más resuelta y sincera convicción de no ceder.

Pero a las ocho, la misma Juana González, que previamente había vertido sobre su ropa unas gotas de perfume, estaba allí en la esquina, charlan-do con el pertinaz universitario. ¿Charlando de qué? Ella no habría sabido decirlo. El afirmaba que la quería mucho, que desde tres meses atrás no había hecho sino acecharla, y que era muy bonita. Ella sonreía mirando hacia abajo y respondía un tanto monótonamente:

—No diga usted eso... todos los hombres son iguales... a cuántas mujeres les habrá dicho lo mismo.

—Es usted la única mujer para mí. Dígame que me quiere.

— ¿Está usted loco? ¿Cómo se le ocurre que le voy a decir que lo quiero? —Contestó Juana González, fervientemente convencida de que una mujer digna no puede jamás declarar que quiere a un hombre—. Puedo ser su amiga sincera —concluyó.

Él se echó a reír abiertamente y quiso tomarle una mano. Juana González la retiró enérgica-mente, y anunció su propósito de irse.

— ¿Volveremos a vernos mañana en la noche aquí mismo y a esta hora?

—Quién sabe —dijo ella.

Pero, a pesar del quién-sabe, o gracias a él, fue muchas veces más a la esquina, despertando, con aquellas misteriosas salidas, los recelos de su madre, que empezó a mirarla con ojos preñados de aprensiones y amenazas. Menudearon, por consiguiente, las reflexiones acerca de mujeres a quienes la maldad de los hombres, su insaciable apetito, "hace desgraciadas".

— ¿Dónde vas cada noche, Juana?

—A la esquina, mamá.

— ¿Y a qué?

—A charlar con mis amigas.

— ¿Y por qué tus amigas no vienen aquí?

—Es que... nos gusta más estar en la esquina.

Pero ocurrió que una de tantas noches, mientras Juana González escuchaba los juramentos de amor del estudiante, acertó a pasar por allí su padre. No dijo nada, y casi habría podido decirse que no los vio; pero Juana González lo conocía demasiado, y no pudo pasar inadvertido el hecho de que, al sorprender el coloquio, mordió más fuertemente que de ordinario el palillo que siempre tenía entre los dientes; alarmante signo.

Y entonces se produjo para ella el primer con-tacto entre el amor y el dolor; pero no el dolor espiritual que llena tantas páginas de las novelas amorosas, no; dolor físico, porque el buen zapatero, consciente de su fuerza, de su respetabilidad y sus deberes, propinó a Juana González una larga serie de desproporcionadas bofetadas y feas palabras.

— ¡So canalla!... ¿Hablando con hombres en las esquinas? —¡Zas, zas, zasl, la pesada mano hecha a curtir suelas a fuerza de certeros martillazos, caía una y otra vez sobre las mejillas y las espaldas de Juana González, que, apoyada contra su cama, gimoteaba a media voz—. ¿No sabe usted que "así no más" comienzan las cosas? ¿Y quéme he de hacer yo con usted cuando la "hagan desgraciada"? — ¡Zas, zas, zas!

Todo lo que resultó de aquella lamentable escena, fue que con los labios hinchados por las bofetadas, y más de un cardenal en su carne morena, siguió yendo a entrevistarse con Federico Arnillas, ya no en la misma esquina ni siempre a la misma hora.

La madre, por su parte, la rodeaba de la más estrecha vigilancia, y le hablaba usando la palabra "usted" en vez de "tu", como siempre que se enojaba o abordaba temas trascendentales.

—Venga usted, vaya usted. ¿Dónde ha estado usted? ¿Por qué tarda usted tanto?

Ante las dificultades cada vez mayores que había que vencer para los encuentros, el estudiante ofrecía recursos salvadores:

—Oye, Juanita, tenemos que vernos en otra parte. Es imposible que sigamos así, escapando de zaguán en zaguán. ¿Es acaso un delito quererse? Ven a mi cuarto. . .

—No, no voy. — ¿Pero por qué?

—No —decía ella bajando la cabeza y sin dar mayores explicaciones.

Luego dejó él de hablar del delito de quererse, y un día, sonriente y despreocupado, propuso ir juntos a su habitación para charlar, simplemente.

— ¿Charlar de qué? —preguntó ella.

—De todo, de todo... tengo que decirte muchas cosas... —respondió el estudiante, aparentemente decidido a no entrar en detalles superfluos.

—Podemos hablar aquí. ¿Por qué no me dices ahora lo que tienes que decirme?

El metía las manos en los bolsillos y miraba a otro lado, sin contestar y mordiéndose los labios.

Luego se hacía tarde, y había que separarse con un dejo de irritación en la despedida.

Pero tanto y tan bien trabajó Federico Amulas, y tan insalvables obstáculos opusieron el buen zapatero y su mujer, que al fin Juana González, so pretexto de ir a coser en el taller en que hacía su aprendizaje, se encontró un día trasponiendo los umbrales de la habitación de su amigo.

Ningún propósito deliberado, ni la más leve intención inconfesable, movieron sus pies para ir allí. Es suficiente prueba de ello, el hecho de que siempre se sentaba muy derecha y compuesta en la única silla que había en el estrecho recinto, oyendo, desconcertada, los derroches de elocuencia de Arnillas. Le contó que por vocación era poeta y "hombre de izquierda".

Juana González habría querido preguntar qué era eso de "hombre de izquierda", pero no se atrevió, por temor de recibir una de aquellas respuestas más complicadas aún, que la dejaban sumida en un caos de dudas. Como aquel día en que habiendo dicho él con su agradable voz: "El fin del amor es el amor mismo", ella preguntó tímidamente:

— ¿No es acaso casarse?

Y él, con un gesto de infinito desprecio, con-testó:

—Eso está bien para los burgueses.

— ¿Y qué son burgueses? —insinuó Juana González tímidamente,

—Los explotadores —concluyó él lleno de convicción y de fuego interior.

Ella no quiso preguntar nada más; y sentada, muy derecha en su incómoda silla, dejó, siempre resistiendo como debe hacerlo una mujer digna, que él la besara como sabía hacerlo; primero en la boca, luego detrás de las orejas y en la nuca. ¿Sería la dureza del alto respaldo de la silla? Cada vez que esto ocurría, Juana González experimentaba aquella misma inquietante sensación en su columna vertebral o espinazo. Pero, así y todo, jamás admitió la idea de cambiar de sitio, rechazan-do sistemáticamente las repetidas invitaciones de su amigo para sentarse en la cama, so pretexto, por ejemplo, de leerle sus versos.

—Ven, siéntate aquí a mi lado, para que te lea lo último que he escrito.

—No, gracias mil; estoy muy bien aquí. —El parecía impacientarse mucho y mesaba sus cabellos.

—Pero es imposible leer desde aquí; no puedo gritar.

—Si oigo muy bien.

Y él, finalmente, leía. Juana González volvía a desconcertarse, al escuchar el fruto de los trabajos del estudiante. Eran versos en todo diferentes de aquellos otros que alguna vez aprendió en la escuela:

"El hombre, la máquina y el dolor,

el cielo es una bandera encendida

y aquí están mis manos

con piedritas y con espinas.

Oh pobre compañera

sangrante y erguida como un grito".

Una vez, y después de luchar bravamente contra su timidez, quiso demostrar que ella conocía por su parte algo de poesía, y anunció:

—Yo también sabía recitar en la escuela...

— ¿Ah, sí? A ver, a ver, recita lo que sepas — contestó él, aparentemente muy entusiasmado. Y se sentó en el borde de la cama, con la pensativa cabeza entre las manos.

Juana González no sabía cómo empezar. Balbuceó: "¿Cómo comienza"?, y luego quedó silenciosa, tratando de esquivar la mirada interroga-dora de Arnillas.

Al fin, después de toser, y en tono vacilante dijo;

—Creo que era una poesía a la bandera...

El estudiante saltó como picado por una víbora.

—Pero, Juana, ésas son estupideces de los burgueses, de los explotadores; el patriotismo y la bandera son mentiras inventadas para encubrir y justificar las guerras capitalistas.

Juana González se sintió profundamente herida. Sonreía forzadamente y tenía las mejillas encendidas.

El estudiante paseaba entre tanto de uno a otro lado de la habitación, gesticulando y diciendo cosas muy raras que ella ni siquiera se propuso comprender. Aprovechando una pausa se levantó y dijo:

—Me voy — ¿Por qué? —Ya es tarde.

—Son apenas las cuatro de la tarde. ¡Oh, oh! —dijo luego, riendo—. ¿Te has resentido por lo que dije sobre tu poesía?

—No es eso.

Él quiso besarla como de costumbre, pero Juana González se defendió heroicamente y salió de la habitación sin ser tocada.

—Discúlpeme usted por ser una ignorante — dijo desde la puerta, y se marchó decidida a no volver nunca.

Por la noche, mientras arreglaba unas botellas sobre el mostrador y aprovechando un momento en que su padre parecía de buen humor, preguntó como quien no da ninguna importancia a sus palabras:

—Papá, ¿quiénes son los burgueses?

— ¿Dónde ha oído usted esa palabra?

—Esto, esto... estaba escrita en una pared.

—Ya le he dicho que nunca hay que mirar las cosas escritas en la pared, pero está usted min-tiendo. Seguramente ha vuelto a encontrarse con ese estudiante. — ¡Zas, zas, zas!, la pesada mano entró en acción.

Decididamente, los burgueses debían ser algo muy malo, para acarrear tanta confusión y tantas desgracias sobre el mundo.

No obstante sus firmes propósitos, Juana González volvió a visitar al estudiante.

Sentada en su incómoda silla, en el centro de la habitación, recibió nuevamente aquellas caricias que daban a su carne gratas compensaciones. Después de todo, el amor parece hecho precisamente para proporcionar la ilusión siquiera temporal de la dicha, a una humanidad demasiado llena de burgueses, y de padres que no hacen distinciones entre la suela que golpean profesionalmente y la epidermis de sus hijas.

Pero aun así, ella seguía resistiendo, negándose a sentarse en la cama, y deteniendo con firmeza los avances del estudiante que, frente a su constante actitud defensiva, desplegaba una extraordinaria elocuencia convincente.

—Pero, Juanita —exclamaba mirándola con sus grandes ojos afiebrados—, si esto es lo único que nos queda en este cochino mundo. Pobreza, injusticia, explotación, desigualdad. ¿Crees que todos los padres maltratan a sus hijas como el tuyo a ti? No. Es que el tuyo es un ignorante, y no por su culpa, sino porque es pobre, porque no ha tenido las mismas oportunidades de educarse bien que tienen los burgueses. Y por eso, también, tú vives donde vives, y no puedes ser como esas chicas que ves en las calles con vestidos lujosos. El amor es, entonces, lo único que tenemos a nuestro alcance, porque es barato. ¿Entiendes?

—Sí —decía ella, porque aquello de los vestidos lujosos, efectivamente, tenía algún sentido.

—Entonces, ¿sí...? —No.

—Ya ves. Ya ves. No eres sino una pobre ignorante, amarrada por tus estúpidos prejuicios. ¡Oh, la revolución, la revolución! —exclamaba él mesándose los cabellos.

Juana González, desprovista de todo bagaje dialéctico, no podía comprender "qué tendría que ver eso" con la revolución.

Una vez, y mientras el estudiante había salido a comprar una lata de sardinas, hojeó rápidamente el libro que su amigo siempre llevaba bajo el brazo. En la primera página figuraba el poema "El hombre, la máquina, etc...." El resto estaba en blanco.

— ¿Qué es ese libro? —preguntó ella luego con más curiosidad que malicia.

—Mi obra —contestó él, levantando la cabeza con orgullo, mientras forcejeaba con la llave de la lata de sardinas.

Un día, al llegar, Juana González encontró que la silla había desaparecido. Quedó en pie y preguntó:

— ¿Y la silla?

—Se rompió ayer y la han llevado para arreglarla —dijo él.

Juana González, a regañadientes, tuvo que sentarse en la cama.

La lectura de versos, la lata de sardinas, el vaso de cerveza negra de la que ella sólo probaba un bocado para que su madre no sintiera el tufo alcohólico, todo se repitió como de costumbre. Pero cuando llegó el momento de las caricias, Juana González, que no tenía el respaldo de la silla para sostenerla, tuvo que recostarse. Los besos, las manos de él, su columbra vertebral'... Reaccionó todavía.

—Tengo que irme —dijo con voz entrecortada.

El la miró con ojos torvos y la abrazó con más fuerza que nunca.

La silla volvió al día siguiente —inútilmente ya a su antiguo lugar. Y Juana González hizo de su presencia en aquella habitación, una costumbre tímida y silenciosa. Su ternura humilde giraba preferentemente en torno a los calcetines agujereados y las camisas sin planchar de Federico Arnillas.

Pero una tenebrosa sospecha iba creciendo día a día, hasta levantarse como un fantasma ante su mirada aterrorizada.

Cuando dio la noticia a su amigo, él pareció enfurecerse terriblemente y la llamó descuidada e ignorante y volvió a levantar los brazos al cielo clamando por la Revolución.

—Ahora tiene usted que casarse conmigo — afirmó ella.

— ¿Casarme yo contigo? ¿Estás loca? ¿Te he hablado alguna vez de casamos? Yo no puedo amarrarme las manos, así, estúpidamente. Tengo más grandes cosas que hacer en la vida. Mi obra.

— ¿Pero, y qué voy a hacer yo? —se desató Juana González en llanto desconsolado.

—Eso es lo único que saben ustedes. Llorar... llorar... Cállate, me enloqueces con tus gritos. Has algo en vez de venir aquí a acusarme injustamente.

—Por eso yo no quería...

— ¿Qué? ¿No querías? ¿No te gustaba tanto como a mí?

Juana González quiso decir algo, protestar, indignarse. Pero lo único que hizo fue seguir llorando, lo que acabó por crear una escena realmente intolerable para un estudiante de Ciencias Sociales de refinada sensibilidad. Por ello se marchó, dando un portazo; ella quedó allí por algún tiempo más; y después de revisar mecánicamente un rimero de ropa interior acumulada en el baúl del estudiante, dejando caer todavía algunas lágrimas silenciosas sobre las camisas, los calcetines y los calzoncillos, salió de la habitación llevando dentro de sí una vaga aprensión de que muchas de aquellas prendas tendrían que quedar definitivamente sin recoser.

Su madre advirtió las huellas de lágrimas, y la sometió a un severo interrogatorio.

— ¿Por qué ha llorado usted?

—No he llorado.

—No mienta. ¿Por qué ha llorado usted?

Las madres hacen a veces preguntas imposibles de contestar. ¿Cómo habría podido Juana González explicar por qué hubo llorado?

El resultado fue que el padre, indignado por el empecinamiento de su hija, y recordando que cuando un pedazo de suela es rebelde nada viene mejor que unos cuantos golpes, puso en juego, nuevamente, su mano infatigable.

Al cabo de un mes, Juana González volvió a la habitación de su amigo, sin saber concretamente a qué. Se encontró en la puerta con un cartelito que decía "se alquila".

Tomó su resolución: un día, aprovechando el encontrarse sola en la tienda, hizo un pequeño lío con algunas prendas de vestir, y huyó de la casa paterna para irse a vivir con una de sus compa-ñeras del taller de costura, mientras buscaba trabajo. No podía menos que recordar que el buen zapatero había repetido muchas veces, entre golpe y golpe, que el día que ocurriese "algo" por su costumbre de encontrarse con los hombres, la mataría a palos.

Después de varias tentativas infructuosas, llegó a una casa en la que habiendo ofrecido sus servicios, fue aceptada por una señora de edad, de apariencia muy respetable, después de minuciosas investigaciones que Juana González eludió con habilidad.

— ¿Dónde viven sus padres?

—Soy huérfana.

— ¿Y con quién vive usted?

—Con una tía.

—Dígale que venga a hablar conmigo.

—Está enferma y no puede levantarse de cama.

— ¿Ha estado usted empleada antes?

—No. Estaba en la escuela, hasta que se enfermó mi tía. Como ahora no puede mantenerme, he tenido que buscar trabajo.

— ¿Y qué hacía su tía? —Era costurera.

La señora pareció sopesar cuidadosamente los pros y los contras, y al fin dio su consentimiento.

—Está bien. No somos más que mi marido y yo. Tiene usted que cocinar, lavar las piezas pequeñas de ropa y arreglar las habitaciones. Y, sobre todo, mucha seriedad. No quiero verla acompañada.

—Muy bien, señora.

Juana González permaneció en la casa durante un mes. Sin pensar demasiado en el porvenir, se sentía casi dichosa. El marido era un hombrecillo insignificante que nunca decía nada, ocupado —cuando regresaba de la oficina— en sus colecciones de estampillas. La señora, aunque rígida, parecía muy buena. Iba cuotidianamente a misa, y tenía su dormitorio lleno de imágenes religiosas que Juana debía desempolvar cuidadosamente todos los días. Una pequeña estatua de la virgen María; con el Niño Dios en brazos, parecía ser la predilecta.

Pero hay cosas muy difíciles de ocultar. Y un día los ojos de la dueña de casa se posaron acusadores sobre el cuerpo de Juana González. Algo pareció sacudirse en lo más hondo de su estructura moral y religiosa. Con un temblor de angustia en la voz, preguntó:

— ¿Va usted a tener un niño? Ella bajó los ojos sin contestar. — ¿Es usted casada? —No, señora.

—Pero esto es horrible. ¿Cómo no me dijo nada cuando vino? Usted me ha engañado. Éste es un hogar cristiano. Yo no puedo permitir semejante desgracia en mi casa. Tiene usted que irse inmediatamente. Eso es lo que pasa por no vivir en el temor de Dios. Arregle ahora mismo sus cosas, Juana.

Y luego se entregó a una serie de reflexiones acerca de la religión, de la moral, de mujeres desgraciadas, hijos sin padre, etc., levantando repetidas veces sus ojos acongojados a la imagen de María Santísima.

Juana no pretendió siquiera suplicar, y se fue más llena aún de confusión que antes, porque ahora ya no sabía si atribuir su desgracia a los burgueses o a un enojo divino realmente difícil de explicar.

La señora, que tenía lágrimas en los ojos, deslizó algunas monedas en las manos de Juana, al irse ésta.

Tal como estaban las cosas, no había que pensar en la posibilidad de obtener un nuevo trabajo, y Juana González tuvo que quedar en el cuchitril en que vivía con su amiga, cosiendo para ganar su sustento.

Escaso sustento, si se piensa que había de compartirlo con el futuro hijo, el cual, no obstante su condición de ausente todavía del mundo, debió percibir ya que la alimentación es algo que no anda muy bien distribuido entre los hombres.

Un día, yendo por la calle, vio al estudiante de Leyes y Ciencias Sociales, en animado coloquio con una muy atractiva y elegante muchacha de aquellas que usan vestidos lujosos; llevaba un paraguas debajo del brazo, en vez del libro de otros tiempos.

Hasta que llegó el momento inevitable de ir al Hospital, a someterse, una vez más, a penosas preguntas. Aquello de decir "soltera" parecía producir malestar general.

En medio de una fría indiferencia, esperó él advenimiento del fruto de su vientre.

Las inquietudes y desasosiegos de los días pasados se desvanecieron en la adormecida atmósfera de la sala de maternidad. Vagos gemidos de mujeres y niños parecían llegar de muy lejos. Las manos profesionales que examinaban su cuerpo de tiempo en tiempo eran frías e impersonales. Habría sido, imposible establecer relación entre esas manos y los ojos del estudiante de medicina que a veces la contemplaban con mezcla de simpatía y curiosidad.

Y al fin, una noche, obscuramente, sin drama, casi sin gemidos, fue madre.

No obstante haberse retorcido con los dolores prescritos por la maldición bíblica y no obstante una serie de otros sufrimientos propiciatorios, nadie le prodigó ni la admiración ni las exclamaciones congratulatorias con que se rodea a las madres en general porque, posiblemente, lo importante para ser una verdadera madre, digna de respeto y consideración, no es tanto el tener hijos como el tener marido.

Una mañana, pocos días después de aquel acontecimiento, Juana González fue objeto de minuciosos cuidados; se le cambiaron las sábanas, el camisón, las almohadas; se le lavó la cara y las manos con minuciosidad desusada. Ella empezaba a sonreír con gratitud, pero el estudiante de Medicina se le aproximó y le dijo con tono des-concertante:

—Las damas de la "Asociación de Celadoras de la Moral" vienen ahora.

A la hora precisa, llegaron las damas. Se produjo un violento combate entre los olores de des-infectantes de la sala y una invasora ola de perfumes que precedía al grupo de visitantes.

Juana, González no hizo ni dijo nada, cuando una enfermera tomó a su hijo y se lo entregó a una que parecía ser la principal entre las damas; una señora muy alta y poco menos que imposible de reconocer entre una montaña de pieles. El niño se echó a llorar como si la proximidad de aquellos pelambres le despertase terrores ancestrales.

Una jovencita de aire inteligente y dulce que parpadeaba frecuentemente y tenía en los labios aquel gesto que sólo nace de un rico caudal de bondad interior, desplegó una hoja de papel y, después de reclamar atención con mirada modesta, inició la lectura del discurso de circunstancias.

Con frases inspiradas agradeció a la señora alta por recoger, en representación de las "Celadoras", a aquel "fruto de la desventura", con autorización de su "infortunada madre". Al decir estas palabras, hizo una pausa e interrogó con los ojos a Juana González, que permaneció inmóvil. Continuó el discurso, con elocuentes consideraciones sobre los males del siglo: "Moral... Bien... Perdón... azote de la Humanidad...", sólo se oían palabras sueltas, no obstante que hacía visibles esfuerzos para sobreponer su flébil voz a los estridentes gritos de la criatura.

Al fin concluyó con un expresivo párrafo en el que exaltaba la caridad y los buenos sentimientos de las "Celadoras". La ola de perfumes había triunfado completamente en aquel instante.

La cabeza de Juana González, sobre la que en aquel instante confluían las inmensas gravitaciones del Bien, del Mal, la Moral y la Religión, parecía más hundida que nunca en la almohada.

No prorrumpió en sollozos ni crispó las manos ni clamó contra el destino. La circundaba un espacio vacío en el que ni la voz habría tenido de qué asirse.

Con los ojos muy abiertos vio al grupo de damas que salió de la sala, llevándose a su hijo para internarlo en un asilo —alguien dijo vagamente— mientras ella estuviese en condiciones de sostenerlo. Iba a la cabeza la señora alta, y la jovencita inteligente y dulce, cerraba la marcha, cual deli-cado punto final sobre un poema a la Caridad.

Algunos días más tarde, Juana González se encontró en la puerta del Hospital, con un pequeño bulto de ropa, y un pasado, confusa y fea mezcla de las enseñanzas de su madre: pobre pero honrada; sus propias frases repetidas sin resultado: todos los hombres son lo mismo; etc.; olores de sardinas baratas; su caída por falta del respaldo de una silla en aquella habitación; la educadora mano de su padre, y el hijo que todos consideraban como una desgracia.

Se detuvo en la puerta del Hospital. El sol brillaba deslumbradoramente, las gentes transitaban apuradas y había en el aire un intrincado rumor de apremiantes bocinas de automóviles, ladridos de un perro y voces humanas. Dos hombres pasaron a su lado riendo; uno de ellos la miró como con curiosidad. Una mujer, desde la acera del frente, hacía señas con una mano llamando a alguien.

Levantando su pequeño atado, echó a andar.

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Alguien va finar, patrón —decía Cástulo Narváez, mientras limpiaba la lámpara a carburo, de cuclillas frente al cuarto del administrador. —Es seña fija...— sus dedos largos, huesudos, quitaban con habilidad, la ceniza de los trozos de carburo de calcio que aún eran utilizables. A la luz de la luna que se prodigaba desde un cielo limpio, transparente, su rostro anguloso reflejaba una rara fisonomía: tan pronto parecía la de un santo como la de un cadáver.

Elsa Dorado De Revilla

Prendido en la falda del cerro cuyas entrañas guardan el rico yacimiento mineral, se alza, desde su humilde pequeñez, el campamento minero, depositario del pulso humano que mide el paisaje cordillerano desde los tiernos ojos de los niños, hasta el abrazo rotundo del hombre.

Las luces mortecinas de las viviendas, asemejan luciérnagas estáticas que buscan dar calor a la fría noche. Una improvisada campana rompe con su tañido el silencio, marcando a golpes el tiempo.

Pablo Ramos Sánchez

A: Julio Ramos Valdez

La lucha del hombre con los elementos de la naturaleza es ardua. Aunque como especie, el hombre va dominando la naturaleza y logra arrancarle sus secretos, no hay que olvidar que los pasos que da hacia adelante son posibles después de millones de batallas individuales perdidas. Para aprender a ganar ha tenido que saber perder en miles y miles de oportunidades. Las derrotas le enseñan el camino de la victoria.

Augusto Guzmán

Al final de la comida, bajo una araña de lámparas a queroseno, después de limpiarse de residuos notorios, la boca ferozmente bigotuda, el padre miró con severidad familiar a su hija:

—He sabido que el mediquillo ese de provincia, te pretende. Quiere hablar conmigo nada menos que para pedirme tu mano. Naturalmente que me he negado a recibirle.

Wálter Guevara Arze