Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Adela Zamudio
Eran las seis de la tarde, cuando una señora joven y un caballero que se habían divisado desde lejos, se detuvieron en una esquina para cruzar, sin saludarse, algunas frases a media voz.
— ¿Hallaste al doctor?
—Sí: la ley la favorece a ella. Muerto el marido, es la tutriz natural del niño; sin embargo, probándole malos tratos, se la puede obligar... pero nos aconseja que intentemos primero los medios amistosos...
— ¿Y no le has dicho que lo hemos intentado ya? —Exclamó la joven con viveza—. ¿Crees que esa hiena suelte su presa voluntariamente? ¿No le has explicado lo que pasa? ¿No le has dicho que la quiere a su lado para martirizarle, porque le odia, por ser el hijo de la primera mujer, linda y joven, mientras que ella...
—Bueno, veremos lo que se hace.
—Sí. Déjame obrar. Acabo de adquirir los da-tos que necesitaba, he hablado con un artesano vecino de enfrente. La casa es aquella pintada de azul (y señaló con los ojos). En el piso alto, vive un abogado que esta mañana se ha marchado al campo; ella ocupa el bajo. El artesano conoce al niño y me ha dado sus señas: "Un joverito, muy traposo, que va todas las noches por pan y velas a la pulpería de la esquina". El hombre se indignó al oír esto.
— ¡Infame! —murmuró—. ¡Un niño de cuatro años haciendo de sirviente!
—Es preciso que esto acabe, repuso ella reprimiendo su indignación. Afortunadamente nadie nos conoce. Aguárdame aquí.
El trató aún de detenerla, preguntando si no sería mejor aguardar al niño en la pulpería de la esquina, pero ella arguyó que podía suceder que el niño no saliese aquella noche — en cuyo caso se perdía tiempo.
—Es preciso obrar antes de que se aperciba de nuestra llegada. Dicho esto, la señora se encaminó hacia la casa pintada de azul.
A la puerta, un mocetón emponchado, forastero por su traza., y que parecía esperar a alguien, salió a su encuentro sin decir palabra. Ella se de-tuvo y le habló a media voz:
—Todavía no, —murmuró—; vete a la esquina y aguarda allí junto al patrón, que ya vuelvo.
Y penetró en la casa consabida.
Avanzaba cautelosamente, figurándose ya descubrir, en algún rincón del patio al diminuto personaje que buscaba, cuando de pronto, al volverse, se halló con la puerta abierta de una estrecha pieza, próxima al zaguán, en cuyo centro una mujer sentada en un sillón, con las rodillas abrigadas permanecía quieta.
Vestía de luto. Al fijarse en este detalle, la forastera se sobresaltó y una emoción repentina ahogó su respiración. La había reconocido por las señas.
Pero se hallaba resuelta a todo. Venciendo su turbación se encaminó hacia ella.
— ¿Y el doctor? preguntó con acento tembloroso, tras ligera inclinación de cabeza.
—No le daré razón, gruñó la interpelada, con voz desapacible, desde su asiento.
La forastera avanzó algunos pasos y se miraron cara a cara.
Aquella odiosa mujer tenía la cabeza envuelta en obscuro pañuelo de seda, lo que le hacía parecer más vieja. Su cara descarnada expresaba profundo malestar. La joven, dominando su repugnancia adoptó un tono más comedido para repetir su pregunta.
—Dispense, mi señora; ¿su vecino, el doctor habrá salido?
—-No le daré razón, — volvió a decir la viuda con voz gruñona; la joven fingió contrariedad y desconcierto. Examinó una vez más con la mirada los corredores del piso alto; dijo entre dientes que el doctor no tardaría sin duda en llegar, puesto que la había citado para aquella hora — se lamentó de aquel contratiempo, hablando de un término que se cumplía y pidió permiso para esperarle.
—Aguarde usted si le parece, dijo la vieja secamente, señalando un asiento y sin moverse del suyo.
La joven entró en el cuarto y lo ocupó tímida-mente.
Transcurrieron algunos momentos de embarazo y ansiedad para la audaz visitante que paseó la vista por toda la pieza.
La adornaban unos cuantos sillones muy usa-dos y una alfombra descolorida. De repente sus ojos percibieron un objeto tirado en el suelo, al pie de la silla que ocupaba aquella mujer; un objeto que la forastera empezó a mirar como fascinada: una corneta de latón.
¿Sería suya? Aquella mujer despiadada ¿tendría alguna vez un rasgo de condescendencia con la infeliz criatura?
La viuda entre tanto lanzaba sobre ella miradas indagadoras.
—Usted ha venido a su pueblo a reclamar... díjole de pronto con voz penetrante.
La joven se estremeció.
—Una herencia, se apresuró a decir.
—Esto es, una herencia, apoyó la vieja irónicamente. No sé qué cosas curiosas me ha contado mi vecino el doctor del pleito de usted.
Y no cesaba de observarla.
— ¿Tiene usted muchos parientes? —No tengo a nadie, afirmó ella. — ¿No es usted casada?
Soy soltera, iba a decir, pero temió que su as-pecto la desmintiera y respondió maquinalmente:
—Soy viuda.
— ¡Viuda! ¡Ay! ¡Como yo! Suspiró la vieja, y luego contemplándola con interés.
—Pero es usted muy joven, dijo. ¿Tiene usted hijos?
—Ninguno.
— ¡Como yo! ¿No es verdad, señora, que no hay cosa más triste que verse sola en el mundo?
Y su voz, naturalmente dura, se dulcificó al lanzar ese lamento.
La forastera trató de cortar aquí el interrogatorio que la turbaba y preguntó a su vez, por decir algo.
— ¿Está usted enferma? —Del corazón.
Sin poder contenerse, la joven lanzó sobre ella una mirada de odio recóndito. "¿Tienen las hienas corazón?" pensó.
Un silencio embarazoso y prolongado se siguió a esto. La joven, cuyo objeto, al penetrar en la casa era indagar, empezó a pensar que perdía el tiempo y que lo mejor era aguardar al niño en la pulpería de la esquina. El rumor de un tropel de personas que pasaban por la calle interrumpió su pensamiento y de repente rompió a tocar una banda de música. Casi al mismo tiempo se oyó el ruido estrepitoso de unos zapatitos que golpeaban a la carrera las baldosas del patio y dos pequeños bultos cruzaron hacia la calle, rápidos como flechas.
— ¡Julio! — gritó la viuda con un vozarrón de trueno, que contrastaba con su aspecto dolorido.
Petrificado por el terror, uno de los dos fugitivos se detuvo en mitad de su carrera retrocediendo hasta presentarse todo tembloroso.
Era un chiquillo descalzo, blanco y rubio, pero era tan sucio y desgreñado que apenas podía uno formarse idea de su fisonomía.
— ¡Antecristo! — gritó la vieja, anonadándolo can miradas feroces; eres el primero en alborotar, ¿dónde está Julio? ¡Vaya usted y tráigale por la fuerza! — ¡ahora mismo!
La desconocida, testigo mudo de esta escena, vio luego con suprema emoción aparecer al otro delincuente.
Sin sombrero, el cabello y la ropa en desorden, pugnando por librarse del conductor que le traía a empellones, rubio, sonrosado, hermoso como un serafín, apareció el hijo de Julia. Sí, era él; el mismo aire arrogante, la misma cabeza, los mismos ojos claros y serenos.
Su corazón latió con violencia. Tuvo impulsos de precipitarse hacia él, cogerle en brazos, insultar a la vieja y huir... pero el diablillo traía tal aire que, sin quererlo, se quedó quieta.
Aquella mujer logró sujetarlo por la ropa y atrayéndolo hacia sí con fuerza lo oprimió entre sus brazos; él, siempre forcejeando por escapar, pateaba con impaciencia gritando:
— ¡Quiero ir tras los soldados!
La viuda al ver que aquella cliente del doctor, cautivada sin duda por la hermosura del niño; lo devoraba con los ojos, se empeñó en que la saludara; pero el pequeño insolente se negó a ello encogiéndose de hombros.
—Salúdala, repitió ella, es tu tía. La joven se estremeció.
La dueña de casa, sin notarlo, se volvió luego hacia ella para explicarle sonriendo.
—El llama tías a todas mis amigas. Y siguió amonestándolo:
—Eres un malcriado: ¿qué va a pensar de ti? También ella tiene niños y precisamente uno de tu edad que se llama como tú Juliecito, pero muy bien educado; no se parece a ti. ¿No es verdad señora?
La forastera, aturdida, no sabía que pensar de lo que oía- ¿Sabía aquella mujer lo que decía? ¿Era casualidad, era ironía?
Como el niño insistiese en su porfía, la enferma, haciendo un esfuerzo, lo colocó sobre sus rodillas y cogiendo con ambas manos su hermosa cabeza, lo obligó a escuchar.
— ¿No te he dicho que allá en la esquina te aguardan unos hombres para robarte?
El chiquitín respondió con un gesto de incredulidad.
— ¿No es verdad señora que usted los ha dejado ahí, apostados aguardando?
La forastera sobresaltada no sabía explicarse lo que oía.
El pequeño mostró los puños con aire fanfarrón exclamando:
-¿Y yo?
— ¿Tú? dijo la señora, tú eres un muñeco. Por más que te defiendas, te agarran, te tapan la boca, te meten debajo del poncho y te llevan lejos, muy lejos... yo me quedo desesperada... ¡corro! ¡Corro! tras ti, no te encuentro y me muero.
El chiquillo gimió con un gesto que quería decir: "¡si prosigues me echo a llorar!"
—Entonces no vayas a la calle.
Esta vez quedó convencido, pero en cambio exigió que el otro chico, hijo de la cocinera, fuese a comprarles rosquetes.
El interés y la viva emoción que se pintaban en el rostro de su interlocutora, que también era viuda y sola, la hacían cada vez más expansiva. Su brusquedad y reserva de los primeros momentos habían desaparecido.
—Mucho he sufrido señora, continuó. ¡Si yo le contara mi vida! Mi esposo fue un calavera, pero se lo aseguro, sólo por ésta criatura, siento haber perdido mi fortuna. Quisiera para éste todos los tesoros del mundo.
Como si comprendiera a su protectora, el niño reclinó su cabeza contra su pecho con dulce abandono. Ella aplicó los labios a los sedosos rizos.
Sorpresa, enternecimiento, ansia de prorrumpir en un sollozo, todo eso sentía la forastera que disimulaba ya apenas.
— ¿Por qué quieren quitármelo? — Continuó la viuda — ¿no es una crueldad? Esa mujer tiene familia, hijos esposo, hermano; yo no tengo más que a él en el mundo.
Y al ver que tenaces y abundantes lágrimas empañaban los ojos de aquella extraña, dio rienda suelta a su ternura y continuó, casi sollozando.
—Si eso llegara a suceder, no sé qué sería de mí, me volvería loca, no me resignaría. Iría tras él hasta el fin del mundo; les pediría de rodillas que me admitieran en calidad de criada, a fin de no separarme de él. La forastera no pudo más — hizo su oración interior.
— ¡Eso no sucederá! exclamó, poniéndose de pie y tendiéndole la mano. — Señora, le juro que no sucederá.
A aquel arranque la viuda miró sorprendida.
—Soy de este pueblo y conozco a esa familia, — dijo la joven llorando de ternura — yo hablaré con ellos.
Faltó poco para que la pobre enferma le besara las manos.
— ¡Ah señora, señora!, exclamó; sí hiciera usted eso, ¡cuán grande y cuan eterna sería mi gratitud!
—Dentro de dos días recibirá usted de parte de ellos, una carta que la tranquilizará por completo.
Cansado de saborear su golosina, el niño había quedado dormido. La joven depositó sobre su frente un prolongado y amoroso beso mezclado de lágrimas y salió en silencio.
Estaba anocheciendo.
Cuando el marido, escondido en la sombra del zaguán, la vio salir enjugándose los ojos, se apresuró a consolarla.
— ¿Para qué desesperar?, le dijo, — si hoy no se puede, mañana...
—Ni mañana ni nunca, dijo ella. ¡Ay Antonio!, ¡qué malo es juzgar sin haber visto de cerca; esa mujer se quedará con el niño, porque lo quiere más que nosotros.
— ¡Corazón de mujer! tu piedad infinita por los niños será siempre...
—Ángel mío -—te dejo en paz— estás en brazos de una segunda madre.
Fin
Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Gastón Suarez
Alguien va finar, patrón —decía Cástulo Narváez, mientras limpiaba la lámpara a carburo, de cuclillas frente al cuarto del administrador. —Es seña fija...— sus dedos largos, huesudos, quitaban con habilidad, la ceniza de los trozos de carburo de calcio que aún eran utilizables. A la luz de la luna que se prodigaba desde un cielo limpio, transparente, su rostro anguloso reflejaba una rara fisonomía: tan pronto parecía la de un santo como la de un cadáver.
Elsa Dorado De Revilla
Prendido en la falda del cerro cuyas entrañas guardan el rico yacimiento mineral, se alza, desde su humilde pequeñez, el campamento minero, depositario del pulso humano que mide el paisaje cordillerano desde los tiernos ojos de los niños, hasta el abrazo rotundo del hombre.
Las luces mortecinas de las viviendas, asemejan luciérnagas estáticas que buscan dar calor a la fría noche. Una improvisada campana rompe con su tañido el silencio, marcando a golpes el tiempo.
Pablo Ramos Sánchez
A: Julio Ramos Valdez
La lucha del hombre con los elementos de la naturaleza es ardua. Aunque como especie, el hombre va dominando la naturaleza y logra arrancarle sus secretos, no hay que olvidar que los pasos que da hacia adelante son posibles después de millones de batallas individuales perdidas. Para aprender a ganar ha tenido que saber perder en miles y miles de oportunidades. Las derrotas le enseñan el camino de la victoria.
Augusto Guzmán
Al final de la comida, bajo una araña de lámparas a queroseno, después de limpiarse de residuos notorios, la boca ferozmente bigotuda, el padre miró con severidad familiar a su hija:
—He sabido que el mediquillo ese de provincia, te pretende. Quiere hablar conmigo nada menos que para pedirme tu mano. Naturalmente que me he negado a recibirle.