Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Abel Alarcón
Zabulón Zabaleta, desposeído de aptitudes, tanto para trabar relación espiritual con las letras, cuanto para hacer conocimiento con las ciencias, había optado por abandonar el Colegio Nacional Ayacucho, donde hacía estudios infructíferos del cuarto año de humanidades, y huir de la casa paterna en busca de oficio que, al par que fuese más acomodado a sus aficiones, le permitiese lograr fortuna; pues, en sus deseos, no se conformaba con arrastrar vida modesta, y más bien, en sus sueños, se veía llegado a hombre a quien debía acompañar lúcida estrella, al correr de poco tiempo.
Pero Zabaleta no tuvo el don de la perseverancia; así pasó de un oficio a otro sin adiestrarse en ninguno: ayudante de barbero, en vez de afeitar, cortó el perigallo a más de un cliente; oficial de carpintería, lejos de labrar, rayó hermosas maderas; mancebo de sastre, prendió mangas al revés; y en fin, aprendiz de farmacéutico, ocasionó fenomenal explosión que, por poco, no hizo desaparecer la botica.
Zabulón, en ejecutar despropósitos habría podido ser maestro de Sánchez y Max Linder, célebres artistas de la pantalla, si se hubiera inventado la cinematografía en aquellos dichosos días.
Buscaba otro oficio más agradable y fácil que los que desempeñó, cuando, en grandes carteles, con sugestivos títulos y sorprendentes figuras, se anunció, en la ciudad, la llegada de un famoso mago y la fecha en que debía verificarse su primera función.
Moviéronle a concurrir a ella un secreto impulso y un afán singular de curiosidad, ocasionándole el gasto de sus últimos centavos, mas, el dispendio, como pocas veces, se resolvió en provecho; pues fue tal la impresión inefable que le causaron las maravillosas pruebas que presenció, que desde ese instante creyó hallar el secreto de su suerte, o mejor dicho su modo de vivir, y para iniciarse en él, se entregó en alma y cuerpo al nigromante, a quien, después de terminadas sus funciones, acompañó en su viaje a otras ciudades, con lo que no se supo más del clarividente Zabulón Zabaleta.
Transcurridos años, circularon en La Paz anchos y vistosos anuncios, en medio de los que
veíanse unos esqueletos danzantes en torno de un ilusionador, y a éste haciendo surgir, con su vara mágica, un diablo de entre gruesas llamas. Al lado del ilusionador retorcíanse serpientes, volaban barajas; y diversos objetos de cabala se aglomeraban bajo dos manos extendidas, significando haber salido de ellas, mediante fantásticas combinaciones. Cerca al diablo, la muerte, haciendo una mueca, aparecía debajo de una mesa. Sobre ésta yacía un hombre con la cabeza cortada. Al fondo se desvanecía una sombra, cual si fuese el alma del decapitado. Y al pie de todo ese cuadro de representación heterogénea, leíase en cargadas letras: “El príncipe de los magos -El gran Zabú-Zabá-Fascinador, adivino, encantador, ilusionista, magnetizador, hipnotista, sugestionador, psicólogo, excéntrico, transformista. -Experiencias de alta escuela -Pruebas nunca vistas -Debut jueves próximo -Véanse programas”.
El príncipe de los magos, pese a sus estrambóticos anuncios, fracasó ruidosamente en su exhibición. El público apreció como rancios y vulgares sus juegos de manos. Habiendo visto ya los nuevos y extraordinarios del Caballero Hermann, del Conde Patricio, del sin rival Barón de Monte Frío y otros ¡cómo no habrían parecerle pobres los de él, que no eran sino los que tres lustros atrás aprendiera de aquel nigromante que, después de gratificar su compañía con algunos objetos y útiles para combinaciones artificiosas, sobrantes en su equipaje, le dejó en una de las fronteras! Internado en pueblos, donde ejecutaba los mismos trabajos y con la misma mecánica destreza, no se renovó su arte.
Recordaba con amargura la rechifla; escuchaba aún aquella voz salida de la cazuela que descubrió su verdadera persona; que le desconcertó; que le hizo temblar dentro de su frac estropeado; que hizo caer de sus manos y quebrarse su predilecta botella inextinguible; escuchaba aún aquella voz malévola, burla cruel de mestizo; oía gritar: ¡Afuera príncipe tumaicu! (vagabundo) ¡Zabú-Zabá falsificado! ¡Zabaleta, no sirves; devuélvenos nuestra plata!...
¡Pobre Zabaleta! Si no hubieran conocido que era hijo del país, tal vez no le habrían silbado.
Decepcionado de la ciudad, no obstante ser hombre que no se ahogaba en poca agua y de haber garbeado en aventuras, preparó marcha para los pueblos de la provincia de Yungas, seguro de que en ellos tendría mejor fortuna.
Desde Unduavi, con el alzarse de la vegetación y ofrecérsele a su vista un risueño panorama, el ánimo volvió a enseñorearse en su pecho y lo sintió como el revoloteo de un pájaro.
Avanzando el camino, deleitóle el murmullo de un río que, llevaba sus cristales por el fondo de la quebrada; encantóle la visión de las cascadas: cintas parleras deslizadas del secreto de las peñas, y la alegría del cielo azul y de la tierra engalanada con alcatifas de césped, bañó su alma entrando por las ventanas contemplativas de sus ojos.
Más tarde, observó que iba estrechándose el paisaje. Sobre su cabalgadura, seguido de las acémilas que transportaban cosas de magia y de encanto, cruzó un agrio sendero trazado en el peñón, salvó una enorme cuesta y, al doblar el viso admiró una nueva decoración de la naturaleza, sobre la que el crepúsculo tendía ya su luengo manto púrpura.
A la jornada siguiente, hallóse en medio de crespos montes; y después de varias horas de pasar junto a florestas, de atravesar ríos, en cuyas amenas orillas multicolores mariposas formaban prismas; de seguir el verde toldo de bosques animados con la greguería de aves extrañas, llegó al fin a una avenida de naranjos, que tendían alfombra de azahares, y dejándola entró en el pueblo de Chulumani, al momento en que hacía su primera llamada a novena un chato campanario.
II
Los estupendos carteles y programas de Zabaleta entusiasmaron al pueblo. Al patio de una casa derruida, que por largueza de la honorable junta municipal convirtióse en teatro, concurrió, si no toda, la mayor parte del vecindario, a pesar de la contrapropaganda que hizo el cura, expresando que cometería pecado, sujeto a grave penitencia, el que acudiese a presenciar cosas de embeleso, que eran el resultado de negociaciones con el diablo.
Se levantó el telón y presentóse el gran Zabu-Zabá, el príncipe de los magos. Ostentaba un jazmín del cabo en la solapa de su frac angostado con el tiempo y las planchaduras; escrupuloso peinado, de raya a la izquierda, ponía largo rizo en tirabuzón sobre su frente; y las guías de su frondoso bigote hacían guardia a su nariz y disimulaban la flacura de su rostro.
Correspondió a los aplausos, que arrancó su presencia, con una venía, tan grande, que le dejó ver la espalda, y dijo:
—Respetable público: La serie de pruebas que he de realizar esta noche, valiéndome de mi incomparable vara mágica, es el efecto de un largo proceso de investigación científica, mediante la cual he llegado a dominar todos los elementos: el aire, el agua, la tierra y el fuego. No hay nada imposible para mi poder magnético, sugestivo e hipnótico, y así, dignísimos concurrentes, veréis suspendida momentáneamente las leyes de la naturaleza, sin que esto obedezca a pacto que tenga con el diablo, como falsamente ha propalado el señor cura del pueblo, sino al conocimiento profundo que de los fenómenos físicos y químicos tenemos los nigromantes.
“En mis extraordinarias operaciones, no faltaré al respeto que se debe a una sociedad culta como la presente; no ejecutaré pruebas que causen molestia a alguno de los circunstantes; y no cambiaré, ni menos perderé, los objetos que solicite del público: falta en que suelen incurrir algunos prestidigitadores. Yo, felizmente, no soy prestidigitador; soy mago.
“Señoras y señores: mis pruebas serán, pues, solo para alegraros y con no pocas curaré la hipocondría de algunas jóvenes enamoradas, cual lo hice en los muchos países que he visitado. Con este breve discurso procedo a mis ejercicios, pidiendo permiso al respetable público. Como observaréis, yo ejecuto mis trabajos con limpieza y ligereza”- añadió suspendiéndose las mangas.
Acercóse a una bandeja en el que se veían varios vasos, vertió vino en ellos y, cuidando de retener para sí el de doble fondo, los ofreció algunos espectadores de primera fila, entre los que se hallaba una obesa señora que parecía licuarse en esa cálida noche de Chulumani. Cuando la señora llevaba la copa a los labios, invitada por el mago, éste hizo ademán de lanzarle la suya al rostro, lo cual causó una gran sorpresa. Gritó la robusta dama; todos la creían bañada por el contenido; más, advirtieron que la cabeza y los hombros los tenía cubiertos con pétalos multicolores. El vino se había tornado en flores, merced al poder misterioso de Zabú-Zabá que sonreía en medio de nutridos aplausos.
Cogió una cacerola, que llamó maravillosa, y después de comprobar que se hallaba vacía, la llevó a la llama de una lámpara de alcohol, a cuyo ardor luego surgió y voló por el escenario, con mucho alborozo de los asistentes, media docena de aves, que solo él sabía encontrábanse bajo el papel que, siendo de color semejante al metal de la cacerola, aparentaba su fondo.
Así que hubo cesado la ovación, Zabú-Zabá, cogiendo un cuadro, expresó:
—”hora contemplareis un singular fenómeno, un fenómeno de encanto. Ved este paisaje de invierno: la nieve cubre la, tierra; los árboles están secos; el cielo se halla cargado de nubes. Al mirar este paisaje siento frío y tristeza. Supongo que la misma impresión producirá en vosotros; pero como no quiero que ahora nadie este frío ni triste, he de cambiarlo, por virtud de mi vara mágica en una de primavera para que todos se alegren. Mientras se verifica la transformación, “música, maestros” agregó colocando, al mismo tiempo, cuidadosamente el cuadro cerca de un brasero que se halla sobre su mesa de experiencias.
Entre las notas de un gemebundo vals, en boga en aquel tiempo, llamado “El Canario”, que ejecutó una original orquesta que se componía de una mestiza guitarra, de una flauta, soplada por labios profanos, y de un acordeón, cuyos fuelles estrechaban y distendían torpes manos; entre las notas de ese vals y al rescoldo de la lumbre, las tintas de simpatía operaron el milagro de dorar las nubes, de vestir los troncos con hojas y flores, y de convertir el campo de nieve en lozano jardín.
Con tales pruebas, aindamáis con la de encender un metal arrojándolo al agua; la de atravesarse el brazo con un cuchillo; la de la aparición de la serpiente animada, y con la de gran efecto y última de esa noche, o sea la presentación del hombre decapitado, nuestro nigromante dejó maravillados a los concurrentes, y cautivado el corazón de cuarenta años, de doña Manuela Rigodones, que se hacía decir viuda, así como el de Dolores, la concubina del señor juez instructor, garrida moza que contaba veinte frescos abriles.
Doña Manuela Rigodones, ofreció, en honor del príncipe de los magos, una copiosa comida, a la que asistió lo más espectable del pueblo. Destacábase, en la mesa larga de fiesta, la figura de las autoridades, especialmente la del señor subprefecto, que concurrió en traje oficial y con insignia, consistente en una banda roja que le cruzaba el pecho. A su lado, esponjábase el acaudalado Andaskala, luciendo en la corbata una enorme gema, con la que parecía un obispo sentado detrás de la custodia. El festejado ocupó asiento en medio de la dueña de casa, que le preparaba bocados amorosamente, y la picara Dolores, la del juez instructor, que iba ganando camino envolviéndole, de rato en rato, en la caricia de sus negros ojos.
Al banquete siguió el baile, en el que fuertes ponches y frecuentes mixtelas, se encargaron de fomentar la confianza y de abrir paso a la alegría.
El organista de la iglesia del pueblo los hizo danzar con la misma música de valses y polcas con que se permitía acompañar la dominical misa. Del viejo piano surgían notas sordas, que parecían seguidas de castañetas, por virtud de las teclas flojas y amarillas, algunas de las cuales precisaban del auxilio de un cuchillo para volver del letargo en que, de vez en cuando, la presión de los dedos las sumía.
Al amanecer, la voz de barítono de los gallardos y vistosos gallos de Chulumani desbordó el entusiasmo. El señor subprefecto, con visible humera, con la banda arrugada y con una borla menos, y doña Manuela Rigodones, recogiendo graciosa-mente un pliegue de su falda color huayruru, (rojo y negro) se hallaban empeñados en las quimbas de un guayñu, (zapateado mestizo); así como Andaskala, con la señora del subprefecto; la señora de Andaskala, con el juez instructor; el boticario, con la del tinterillo, y éste con la de aquél. Los demás aplaudían y quebrarse las palmas. El príncipe de los magos y Dolores, hundidos en un sofá de la antesala, se apretaban las manos. El ministerio público, ósea el agente fiscal, roncaba, cerca de ellos, en un sillón de Jacaranda, y siguió roncando hasta que, al asomar los rayos del sol a las ventanas, los despertó la taza de café con aguardiente de la despedida.
III
Zabaleta, después de una larga lucha con su corazón, que latía vehemente por la gracia y lozanía de Dolores, había acordado matrimonio con doña Manuela. Suspiraba aún por los encantos de la moza, y el recuerdo de aquellos besos de la verbena del domingo de ramos, insinuaban en su ánimo un dulce estremecimiento.
Pero ¿qué hacer? -reflexionó Zabaleta-. Era preciso ya ser propietario. A esta resolución presentóse a su visto todo aquello de lo que era dueña de la Rigodones: su casa que, por tener tanto mueble colocado con mal gusto, semejaba almoneda; su jardín rodeado de arriates; más allá, su huerto, su cafetal en flor; la gradería de sus coca-les, cuyas hojas, de esmeraldino color, volvían en joyas al escriño de doña Manuela.
— ¡No hay más remedio, -exclamó el príncipe de los magos entusiasmado por la visión y palmeándose la frente, -no hay más remedio! ¡Hay que casarse! Todavía esta guapa doña Manuela. Se realizaron mis sueños; no erré en mi oficio, por él soy ya propietario de la Rigodones... ¡qué bárbaro soy! quiero decir de su fortuna.
Riendo calóse el sombrero y fue en busca de su novia.
Dolores quedó dolorida con la nueva del enlace. Amar para que el amor se vaya. Lloró de despecho. Tenía que quedarse con su feo achacoso juez instructor, cuando había resuelto ya fugarse con el apuesto nigromante. Recordó con tristeza las furtivas caricias de sus bigotes engomados.
Corría la primera proclama del matrimonio de Zabaleta; mas, alguien, en descargo de su con-ciencia, comunicó al señor cura que no era verdad que hubiera muerto el esposo de doña Manuela y encontrábase en un lugar fronterizo al Brasil, donde había marchado, desconsoladamente, diez años ha, en pos de calma y en pos de olvido para que aquel desliz tan sonado en la ciudad de La Paz, con el que le empañó la honra y le puso en leguas su consorte, la que en esos tiempos, en que no estaba archivada aún la sanción social, vióse compelida a huir allá, allá donde todavía le iba ofreciendo refugio la generosidad de su infeliz marido.
La noticia estalló en el pueblo como bomba lanzada desde un aeroplano; una bomba que desbarató los planes de Zabaleta hizo desaparecer para él la casa, cafetales, cocales y escriño lleno de joyas de doña Manuela.
Pero como no hay mal que por bien no venga, el contratiempo encendió una pasión verdadera en el pecho del príncipe de los magos, y fortalecido, volvió a la compañía de sus trabajos de encanto, de sus objetos y útiles con que hacía combinaciones artificiosas.
Para tranquilidad del juez instructor, que lo tenía entre ojos, y a más tardar hubiera dado orden para que lo atasen corto, anunció su función de despedida y que ejecutaría en ella la más sensacional y nunca vista de sus pruebas, en obsequio al hermoso país que le ofreció grata hospitalidad y del que llevaba tan dulces recuerdos.
Esa noche hallábase repleta la sala; no faltaba ni una persona del vecindario, a no ser la concubina del juez instructor. Causó extrañeza que éste se encontrase solo en una fiesta, lo que jamás hubo acontecido. Fue que había provocado gran altercado la Dolores. Escuchaba aún la autoridad las últimas frases que, acalorada, profirió en el trance: “¡No voy, no voy; no quiero que creas que deseo ver a Zabú-Zabá; que me importa Zabú- Zabá, ni tú, ni nadie, viejo celoso!...”
La sala estaba repleta, pero pasó una hora y pasaron dos y no se presentaba el nigromante. Investigaron. Resultó haber recogido los fondos de la boletería; pero no hallarse en el escenario.
La gente, enfurecida, volvió a su casa. Cuando el señor juez llegó a la suya, halló el lecho semiconyugal vacío...
¡El nigromante había hecho desaparecer a Dolores!...
El pueblo de Chulumani recuerda todavía la más sensacional de las pruebas de Zabulón-Zabaleta.
Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Gastón Suarez
Alguien va finar, patrón —decía Cástulo Narváez, mientras limpiaba la lámpara a carburo, de cuclillas frente al cuarto del administrador. —Es seña fija...— sus dedos largos, huesudos, quitaban con habilidad, la ceniza de los trozos de carburo de calcio que aún eran utilizables. A la luz de la luna que se prodigaba desde un cielo limpio, transparente, su rostro anguloso reflejaba una rara fisonomía: tan pronto parecía la de un santo como la de un cadáver.
Elsa Dorado De Revilla
Prendido en la falda del cerro cuyas entrañas guardan el rico yacimiento mineral, se alza, desde su humilde pequeñez, el campamento minero, depositario del pulso humano que mide el paisaje cordillerano desde los tiernos ojos de los niños, hasta el abrazo rotundo del hombre.
Las luces mortecinas de las viviendas, asemejan luciérnagas estáticas que buscan dar calor a la fría noche. Una improvisada campana rompe con su tañido el silencio, marcando a golpes el tiempo.
Pablo Ramos Sánchez
A: Julio Ramos Valdez
La lucha del hombre con los elementos de la naturaleza es ardua. Aunque como especie, el hombre va dominando la naturaleza y logra arrancarle sus secretos, no hay que olvidar que los pasos que da hacia adelante son posibles después de millones de batallas individuales perdidas. Para aprender a ganar ha tenido que saber perder en miles y miles de oportunidades. Las derrotas le enseñan el camino de la victoria.
Augusto Guzmán
Al final de la comida, bajo una araña de lámparas a queroseno, después de limpiarse de residuos notorios, la boca ferozmente bigotuda, el padre miró con severidad familiar a su hija:
—He sabido que el mediquillo ese de provincia, te pretende. Quiere hablar conmigo nada menos que para pedirme tu mano. Naturalmente que me he negado a recibirle.
Walter Montenegro
Quién sabe qué vientos trajeron a don Adolfo Schmidt desde Alemania a Bolivia, allá por los años de 1912. Quizá la idea no del todo descabellada, de esta América en la cual las riquezas están a flor de tierra, y sólo esperan la experta mano del “gringo” para convertirse en rutilantes libras esterlinas.