Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Óscar Ichazo Gonzales
Cerca de Curva en Charazani hay un riachuelo famoso por el agua cristalina y pura que corre por su seno, así como por las plantas que en ella crecen, cuyas virtudes medicinales son bien conocidas por los curanderos callawayas.
El joven Celso Apasa, que había tomado el oficio tradicional de sus mayores, una mañana fue al arroyo y escogía con esmero raíces, hojas y semillas imaginando sus efectos benéficos tal como le habían enseñado a fin de despertar los factores activos que contienen, cuando vio venir a Manuela Tina portando una varita de caña con la que golpeaba las flores amarillas de la khea -khea.
"Mal asunto" pensó Celso, "que una mujer golpee la khea-khea: llevará la tragedia a quien ame".
Pero al verla cerca se desvaneció su pensamiento. La joven tenía enhiestos los pechos, ágil el paso y su rostro brillaba lozano y sonrosado por el esfuerzo que hizo al pasar el riachuelo dando saltitos sobre las piedras blancas y redondas como huevos gigantescos.
Hacía mucho tiempo que Celso no se encontraba con Manuela. En realidad, desde que se ha-bía iniciado en su arte hacía dos años y tuvo que ejercer en el norte argentino, región destinada a los curanderos de Curva.
Sin duda que desde entonces Manuela había cambiado. Ahora, frente a él pasaba una mujer hermosa sustituyendo a la rapazuela tímida que conocía.
Celso quiso decirle: "Manuela, es malo golpear la khea-khea".
Pero al verla cerca se le había cortado el aliento y apenas pudo quitarse el sombrero y mascullar un saludo.
"Las mujeres, como las flores" se dijo, "un buen día amanecen reflejando toda su belleza de que es capaz su especie".
Celso continuó coleccionando sus raíces, hojas y semillas, aunque le fue difícil imaginarse sus virtudes. Pensaba en Manuela.
Celso fue muchas veces al riachuelo en busca de sus hierbas y otras tantas se cruzó con Manuela. Cierto que no se animó a conversar con ella, pero el saludo había sido cada vez más desenvuelto.
Así llegó la fiesta del Kallay en Curva. En casa del curaca del poblado, donde el cabildo comuna-rio está entronizado, se hicieron las libaciones y realizaron las ofrendas a favor del gran Akhamani que, blanco y brillante, enmarcado por el cielo de un azul metálico, domina los valles y es el símbolo de la paz, la serenidad y la fuerza.
Concluidas las ceremonias, los habitantes de Curva siguieron extasiados las evoluciones de las comparsas multicolores que, venidas desde todos los puntos de la zona callawaya, atronaban el aire con sus instrumentos de un despliegue in-comparable de ritmo y colorido que embriagaba la vista y alegraba el corazón.
Finalmente se bailó el "unsinpana". Hombres y mujeres jóvenes tomaron colocación alternada rodeando un palo de cinco metros pintando de blanco del que pendían cintas de color que toma-ron los danzantes y giraron como círculos contrapuestos no bien los músicos arrancaron a sus zamponas los compases de la danza. Luego, cuan-do los bailarines entonaron versos acompañados por el bajeo ululante de las zamponas, Celso se cruzó con Manuela en el momento que decían:
"Esparciendo pétalos de vivificantes rosas, llego a tus plantas..."
y volvieron a cruzarse mientras cantaban:
"Haciendo puente con mis cabellos vengo desde la lejanía..."
Celso estuvo a punto de pararse, pero el danzante que le seguía le dio un pequeño empujón; el "ulunsinpana" no debe interrumpirse por ningún motivo.
Al concluir, Celso notó que Manuela se apartaba en dirección al riachuelo y fue en su seguimiento.
Tres días más tarde Celso y Manuela se casa-ron.
* * * * * *
Hacia fines de diciembre Celso se despidió de Manuela. Emprendía viaje hasta las lejanas poblaciones argentinas donde ejercía, y los enamorados esposos vivirían separados siete meses.
Manuela le acompañó hasta los límites del cantón y de pie en una loma vio marchar a su hombre con su bolso de curandero al hombro. Se le saltaron las lágrimas y, cuando aún podía oírla, le gritó.
— ¡Júrame por el Akhamani que nos contempla que no has de olvidarme con otra mujer!
Celso había sonreído y por toda respuesta le hizo señas de adiós agitando su sombrero.
"No me ha contestado" pensó Manuela y mirando al soberbio Akhamani dijo en voz alta:
—Si me olvida con otra mujer, que tenga por nombre la muerte.
Y lloró mientras el Akhamani se ensombrecía ocultándose tras negros nubarrones.
* * * * * *
Las lluvias en el verano alegraron la comarca y la cosecha fue pródiga en el otoño. El invierno transcurrió con las faenas en casa y se realizaron los trabajos comunales bajo la escrutadora mirada de los ancianos.
Al atardecer se reunían frente a la puerta del curaca y Manuela oía a las viejas contar historias sobrecogedoras de encantamientos realizados por los perversos "pilulos" que, presentados como apuestos jóvenes, seducían a las incautas. Ellas invariablemente los seguían sin darse cuenta que caminaban sobre precipicios y ventisqueros cordilleranos que imaginaban prados cubiertos de flores musitadoras, árboles danzantes y exóticas avecillas parladoras; llegado el momento el "pilulo" se gozaba de ellas provocándoles un placer tan violento que les ocasionaba la locura si no la muerte.
También hablaron del "anchancho", de sus pies de bestia, de su mirada fascinadora que pre-dispone a las víctimas para entregarle la sangre de su corazón. Manuela se estremecía y se arrimaba a la vieja Lirca encogiéndose bajo su mano áspera que acariciaba sus trenzas. Luego callaban y susurrando apenas se daban noticias terribles sobre algunas jóvenes que incurrían en adulerio aprovechando la ausencia de sus esposos los curanderos; los ancianos ya se habían enterado: nada podría evitar el pavoroso castigo callawaya del "alma y lazo".
Entonces enmudecía y Manuela se retiraba tomada de la mano de la vieja Lirca hasta la puerta de su casucha. Al despedirse, ella decía:
—Lirca, tengo miedo del "anchancho".
—No seas tonta —contesta ella —tiembla de los ancianos; ellos son los verdaderos "anchanchos".
Y le contaba cómo siendo joven, habían mandado azotarla junto al cabildo por haber bailado no estando presente su marido.
— ¡Cuídate de ellos! —repetía Lirca, y amenazando en dirección al poblado, agregaba: —¡cuán-tas lágrimas, cuánto duelo traen para nosotras todos los años estos perversos ancianos! ¡Anchanchos! ¡Sucios anchanchos con rostros nobles!
Y se iba mascullando sus airadas diatribas que se perdían impotentes en la oscuridad de la noche.
* * * * * * *
Con la primavera regresaron los curanderos y el poblado se animó.
Celso aún no llegaba cuando una noche los ancianos se encerraron con el curaca. A la mañana siguiente corrió por el pueblo la noticia que dos jóvenes habían sido halladas culpables de adulterio y duplicaban el número de las que habían ofendido el pudor y serían azotadas junto al cabildo comunario. Pero estas últimas no interesaban. El pensamiento de todos estaba en las dos que habían sido condenadas a suicidarse despeñán-dose en los farellones al son de las terribles notas del "alma y lazo".
Por la tarde, en medio de lamentaciones, las jóvenes fueron sacadas de sus casas y la triste procesión avanzó hacia las afueras del pueblo entonando canciones lúgubres y haciendo beber aguardiente a las convictas para hacer menos sensible su trágico destino.
Caía la tarde cuando regresaron. Nadie podía mirarse a los ojos.
Esa noche llegó Celso. Aparte de Manuela, nadie pareció darse cuenta. La gente bebía chicha y comentaba los sucesos de la tarde. Los dos hombres que habían quedado viudos reaccionaron de modo diferente; el uno echando miradas de odio a los ancianos y el otro, aparentemente satisfecho de la justicia comunaria, reía brindaba por cualquier motivo, pero cuando estuvo borracho súbitamente agredió a uno de los ancianos que tuvo que defenderse dándole golpes con su bastón con cacha de plata.
Celso quiso averiguara detalles de la tragedia comunal, pero Manuela le obligó a cerrar la puerta de la choza. Merendaron con una ración extra de queso, sopa de pescado y papas picantes. La mujer sonreía a su hombre, pero éste parecía aún preocupado por los sucesos de la tarde y preguntó:
— ¿Las conocías?
—Claro.
—Cuéntame cómo eran.
—Como cualquier otra muchacha.
— ¿Cómo sucedió?
—Igual que a nosotros; de qué otra manera.
—No es lo mismo: estamos casados.
— ¿Y ustedes, hacen otra cosa cuando están de viaje?
—En el hombre es distinto.
Celso no contestó a su mujer y se quedó pen-sativo mirando la lumbre en el hogar.
Manuela se irritaba más y más con la indiferencia de su marido después de una ausencia tan larga. Al cabo pensó: "este viene demasiado tranquilo" y tiró su plato sobre la mesa.
Las fiestas de la primavera devolvieron la alegría a los habitantes de Curva pero no a Manuela. Día a día aumentaba su aflicción al ver a Celso abandonarse a sus pensamientos y como se alejaba de la casa, para deambular solitario por el arroyo con el pretexto de proveerse de hierbas que luego secaba y aprensaba; pero no había alegría en su trabajo y comía con desgano los sabrosos platos que Manuela preparaba esperanzada.
Un día al amanecer Celso le dijo:
—Me voy a la hoyada. Debo arrancar las hojas antes que el sol las arrebate.
Manuela ofreció calentarle café, pero el hombre con gesto desdeñoso tomó su bolsón y salió.
A la joven le escocieron los ojos y sintió que como los días anteriores concluiría llorando. Pero un rato de orgullo la puso sobre sus pies y decidió seguirlo.
El novel curandero caminó rompiendo la neblina del alba hasta el riachuelo, seguido de lejos por Manuela que abría los ojos brillantes y oscuros, temerosa de perder de vista a su marido.
Acurrucada en una loma lo vio afanarse entre la fronda en el seno del arroyo hasta que el sol fue saludado por el arrogante Akhamani, y los jirones de niebla huyeron hacia el azul del cielo como pe-ces asustados.
Entonces Celso tomó asiento sobre una piedra y extrajo de su bolsón una billetera que abrió y se quedó contemplando durante mucho tiempo.
La mujer volvió a su choza y preparó la merienda sin fijarse en lo que hacía y sin poder apartar de su imaginación lo que había visto. Cerca del mediodía fue donde su amiga, la vieja Lirca, y confidenció con ella.
—Debe ser algún brujerío —le dijo y concluyó: Esta embrujado; no hay duda.
—Lirca, ¿qué puedo hacer?
—Primero que nada, ver el objeto embrujado. Hay que saber de qué se trata.
—Pero ¡cómo! No te digo que está en su bolsón que lleva consigo a todas partes.
La vieja frunció todas sus arrugas y después de pensar un rato dijo suavemente:
—Chicha. Dale chicha hasta que se duerma. Entonces aprovechas.
—Toma poco.
—Si está embrujado necesita chicha, y ha de ser capaz de secar el río de Curva si fuera de chicha.
No hablaron más y fueron a la plaza del poblado a comparar media lata de chicha. De regreso taparon el recipiente con la manta de la vieja para evitar la curiosidad de los vecinos.
* * * * * *
No tardó en llegar el herbolario que saludó con desgano a Lirca y a su mujer.
—Muy buenos días tenga usted, don Celso — dijo la vieja inclinándose —vengo a pagarle por la curación de la fiebre que me hizo su difunto padre. Es malo no cancelar al curandero y por eso le traigo este poco de chicha.
El hombre se animó y agradecido la invitó a beber con él. Muy luego se le soltó la lengua y contó sus viajes y aventuras de la manera más divertida. Comieron abundantemente y la vieja se despidió.
Al quedar solos, Celso volvió a su mutismo pero continuó bebiendo como nunca le había visto su mujer. Por la tarde se echó sobre los cueros de llama y roncó un pesado sueño.
Entonces Manuela, temblando buscó en el bolsón hasta dar con la billetera. Al abrirla cayó al suelo una fotografía. La tomó con aprensión: en ella se veía a Celso junto a una mujer pequeña y paliducha que sonreía agachando la cabeza para defenderse del sol. Ambas figuras estaban atravesadas por una espina que les perforaba el pecho. De inmediato comprendió su significado. Guardó la billetera y sin mirar a su marido salió.
Caminaba en dirección a las lomas cuando Lirca se le aproximó.
—Y bueno ¿qué era? —Nada. No es brujerio. — ¿Entonces? —Nada. Déjame sola.
En lo alto de la loma la mujer recogía piedra y las arrojaba furiosa contra el viento. Miró al Akhamani con insolencia y al cabo dijo en voz alta:
—He de volverme como tú, de hielo y roca.
Dos lágrimas corrieron por sus mejillas pero Manuela pensó que eran las cascadas que caen del nevado en la primavera.
* * * * * *
Antes de las festividades de navidad Celso partió. Manuela no fue con él hasta los límites del cantón y se despidieron en la puerta de la choza. Parecía alegre y el curandero, por decir algo, ex-clamó:
— ¡Regresaré pronto!
Ella asintió sonriendo en silencio y sus ojos brillaron como oscuras nubes iluminadas por el relámpago.
Para el tiempo de la cosecha, Manuela fue la más activa, y llena de preocupación Lirca la vio chancear con los mozos con un atrevimiento inaceptable aún en las solteras.
—Manuela, eres casada con un curandero -la reconvino con su voz más cascada de vieja con experiencia —no debes chancearte tanto con los jovenzuelos. Sabes lo que eso significa.
Ella se irguió y echando atrás la cabeza con-testó con dureza:
—A ti que te importa.
La vieja se encogió herida, pero aún dijo:
—Los ancianos murmuran.
En lugar de alarmarse Manuela parecía contenta y palmoteando como una niña gritó:
—Que murmuren cuanto quieran. No soy dueña de esas bocazas podridas.
Y en vez de cuidarse se mezclaba con los mozos que reían con ella entretanto los ancianos se retiraban sombríos comentando de voz baja.
Las flores de la khea-khea abrieron sus entrañas como llamitas amarillas anunciando a la primavera y a los curanderos que, agotados por los largos viajes, llegaron a Curva.
Celso fue el último en llegar y, al parecer, era cuanto esperaban los ancianos para reunirse en casa del curaca.
Tomaron asiento en el suelo sobre pieles haciendo un semicírculo. El anciano Vicente habló:
—Este ano nuestra comunidad ha vivido ejemplarmente. Todos han trabajado cumpliendo nuestros preceptos; nadie ha robado y la mentira no ha dejado su sombra ignominiosa. Podemos estar contentos y así sería si es que esa mujer casada con el buen curandero Celso Apasa no hubiera sembrado la discordia al provocar la lujuria de nuestros jóvenes. Ella es culpable, y sí no ponemos remedio puede atraer la maldición divina a nuestras casas y las cosechas han de ser pobres porque la impureza habita entre nosotros. Esa mujer es la única que desoye los mandamientos sagrados que obligan a la mujer casada ser ejem¬plo de recato en ausencia de su esposo. Esa mujer ha manchado la comunidad. Nobles ancianos, recto curaca: que os ilumine la divina bondad y haced justicia.
Guardaron silencio, pero al cabo el curaca, a pesar que temía a los ancianos —respetados por su insobornable apego al camino sano y era malo, aún para el mismo curaca, caer ante sus ojos—, arguyó tímidamente.
—Cierto que Manuela no ha guardado el debido recata pero, nobles ancianos, nadie sabe que haya cometido adulterio.
—Nadie sabe, nadie sabe —vociferó Vicente sacudiendo sus cabellos blancos como la nieve del Akhamani— y, sin embargo, todos la hemos visto provocando al pecado, insinuándose con lascivia incontenible, agrediendo nuestras leyes y normas centenarias, destruyendo la moral que es nuestro tesoro más preciado. No; sería indigno que dejáramos tanta insolencia sin castigo.
El curaca humildemente miró al suelo pero aún observó.
—Ustedes, nobles ancianos, habéis investigado según la costumbre. ¿Qué es lo que hallasteis? Declaradlo.
Otro de los ancianos, llamado Serpino, comunicó lentamente dejando caer sílaba tras sílaba como si estuviera cansado o presa del desaliento:
—Nada. La verdad es que no hemos hallado nada. La mujer parece muy aficionada a reír con los mozos pero nada más. Hemos investigado a fondo. Los jóvenes no mienten cuando los interrogamos en nombre de nuestros antepasados y de nuestras tradiciones: temen su venganza más que a la muerte. La verdad, no hemos hallado nada. Sera suficiente hacer que esa mujer pruebe el látigo para que no vuelva a crear un ambiente nefasto para las costumbres. Es lo que digo.
—No es suficiente —objetó el anciano Tomás-veo que no es suficiente; los jóvenes no mienten a un anciano, pero quien sabe... Esa mujer fue vista regresando ebria y despeinada al amanecer a su casa; se la ha visto rondar por lugares solitarios, quizá esperando a su cómplice que tal vez no esté entre los jóvenes, lo que sería mucho peor; es necesario darse cuenta de la gravedad que esto significaría... Opino que hagamos un interrogatorio directo a esa mujer. Si es que ha caído, que desaparezca de entre nosotros; si no, que aprenda a comportarse decentemente.
—Conforme —asintió Serpino.
—Conforme —apoyó Vicente y agregó: —Curaca, llamad a la moza y decidle que la tenemos en juicio; que se presente ante nosotros humilde y con la verdad en los labios y sabremos juzgarla con la benevolente equidad; pero si nos desafía, caiga sobre ella la maldición de todos cuantos nos precedieron en los siglos y que su ira mortifique su alma más allá de la tumba. Id, buen curaca, id.
* * * * * *
Manuela ingresó a la casa del curaca precedido por éste. Junto a la puerta se habían reunido varias personas, en su mayoría mujeres, que la vieron entrar con lástima, pero luego comentaron con un nerviosismo parecido al entusiasmo que confesaría su delito.
La habitación estaba débilmente iluminada por velas. Los tres ancianos parecían de piedra oscura. Le ordenaron que tomara asiento frente a ellos.
Manuela Tina, casada con Celso Apasa —dijo el anciano Vicente con voz que parecía llegar des-de las profundidades del tiempo —hemos de saber por tu boca la verdad: dinos si has caído en adulterio. Todo te acusa. Cuidado con mentir: nuestros muertos te observan.
Manuela no contestó y permaneció de esta manera muchas horas. El curaca mandó a reponer las velas tres veces.
Amaneció y cuando la luz solar hizo un lúcido rectángulo en la puerta, la mujer murmuró con voz débil:
—Es cierto.
—Con quién —casi gritaron los ancianos.
—Eso no han de saber nunca —repuso Manuela tristemente.
—Conoces nuestra ley —le dijeron —prepárate; sólo el abismo puede limpiar tu iniquidad.
Los ancianos se levantaron agotados "por la noche pasada en vela e indicaron al curaca que la joven no debía conversar con nadie hasta la hora de marchar a cumplir su fatal destino. Sin embargo, el anciano Tomás regresó, sentóse cerca de ella y le preguntó con voz que deseaba ser amistosa:
—Manuelita, el corazón me dice que mientes: tú no has caído en adulterio. ¿Por qué buscas una muerte tan triste, despreciada incluso por los tuyos?
La mujer no contestó la pregunta; en cambio dijo:
—Tengo derecho al aguardiente. Que me den aguardiente.
El anciano Tomás, al ver su porfía, indicó al curaca que le proporcionara alcohol y antes de irse le encareció.
—Recapacita, tienes la oportunidad. Afuera está una mujer llamada Lirca e insiste en que no eres culpable; yo le creo, pero sólo tú puedes salvarte. Buen curaca, deja que esa mujer hable con la joven; quizá logre convencerla a favor de la verdad.
Salió el anciano Tomás y como si no esperara otra señal entró Lirca. Sus ojos estaban enrojecidos y se notaba que había llorado abundante-mente, tenía la nariz brillosa y sus manos temblaban como buscando entre sus vestidos algo que no podía encontrar.
— ¿Manuela, por qué lo haces? — ¿Viste a Celso?
—Sí, está desesperado. El tampoco cree. Estás envenenado su corazón,
—El ya envenenó el mío.
La joven se quedó mirando intensamente a la vieja; luego invitó:
—Bebe conmigo este aguardiente. Lo que está dicho, está dicho.
—Ah, no puede ser; ah, no puede ser...
Se lamentó Lirca, pero Manuela no la dejó continuar pidiéndole que le dejara dormir antes de escuchar las tétricas notas del "alma y lazo".
El curaca la meció del hombro. —Ya es hora, pobre niña —dijo.
Manuela abrió los ojos y se desperezó son-riendo. Al darse cuenta de que no estaba en su casa se estremeció. Se incorporó taciturna y pidió aguardiente que bebió con avidez. Esperó un rato y volvió a beber. Sus ojos oscuros, que hacía unos instantes habían buscado con medio investigando la habitación y observando el rostro grave del curaca, miraban fijamente el azul del cielo y a través de la puerta con una fiera decisión. Aún volvió a tomar largamente y entonces ordenó con voz plana:
—Vamos. Ya es hora que concluya este martirio.
Afuera la esperaban unas cincuenta personas de ambos sexos. Al verla, todos desviaron la vista como avergonzados. Ella, en cambio, se ubicó al centro con altivez y comenzó a caminar como una princesa en el día de su coronación.
En una esquina vio Celso que iba sujeto por dos amigos. Tenía los ojos hinchados, revuelto el cabello negro. Le gritó:
— ¡No es cierto, Manuela, di que no es cierto!
Su voz se ahogó en sollozos. Manuela tuvo sentimiento de piedad, pero se acordó de aquella espina que lo unía al corazón de otra mujer y había destruido el suyo apretó los dientes, pidió alcohol y siguió adelante.
Iban en silencio y sólo se escuchaba el entre-chocar de las piedras bajo los pies y el silbido del viento en los barrancos.
Al cabo llegaron a una especie de plazoleta que concluía en un farellón rocoso tallado a pique por siglos de embate de lluvias y huracanes.
Manuela sintió que el corazón se le subía a la garganta y le latía con violencia reclamando su derecho a la vida. Instintivamente retrocedió, se le nublaron los ojos y se le llenaron de lágrimas. Detrás suyo la comitiva que venía a verificar su muerte hizo un semicírculo y se pasaban entre ellos botellas de alcohol, mientras guitarras y charangos arrancaban las notas fúnebres del "alma y lazo", en tanto los ancianos entonaron los versos como un musitar de fantasmas en medio de sus oquedades:
"Mi corazón está en el abismo, alma y lazo,
mi corazón está en la muerte, alma y lazo,
en el farellón está mi corazón, alma y lazo,
mi corazón está en el farellón, alma y lazo.
Mi corazón está en la muerte, alma y lazo,
mi corazón está en el abismo, alma y lazo,
las mujeres culpables de pecado, alma y lazo,
deben perderse en el barranco, alma y lazo"
Manuela notó que le alcanzaba una botella de aguardiente y se aferró a ella trémula de miedo. Tomó largos sorbos y luego, insensiblemente empezó a girar: veía alternativamente el cielo y los barrancales rojos y violetas hasta que de algún modo se confundían y eran lo mismo. Poco a poco su miedo se fue trocando en alegría, rota por momentos con el recuerdo de Celso, pero volvía a tomar y las tristísimas notas del "alma y lazo" se convertían en un llamado de paz, en un canto de serenidad. ¡Cuan despreciable era la vida! ¡Qué vacía era; no tenía sentido! una farsa llena de dolor y miseria. No valía la pena, decía esa canción repetida hasta el infinito y que ya no era amarga sino dulce, como el plácido, único descanso ver-dadero de la muerte. ¿Por qué no terminar de una vez? Pero ni bien se detenía su corazón amenazaba con estallar y debía volver a su danza hasta confundir nuevamente cielo y farellones hasta que todo era sino un inmenso deseo de paz. Entonces de pronto gritó:
— ¡Celso, no soy yo quien debería escuchar el "alma y lazo"!
Y antes de que nadie pudiera recuperarse de la sorpresa, corrió y se hundió en el abismo. Se hizo un silencio que duró mucho tiempo, en el que sólo se oía el bramar del viento contra los roquedales para luego perderse en las nieves del Akhamani.
* * * * * *
Al día siguiente encontraron el cadáver del curandero Celso Apasa colgando de una viga de su casucha. Cerca de él y desparramados por el suelo hallaron pedazos de lo que había sido una fotografía.
Era el tiempo en que los campos de Charazani parecen alfombrados por los diminutos soles de la khea-khea.
Fin
Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Gastón Suarez
Alguien va finar, patrón —decía Cástulo Narváez, mientras limpiaba la lámpara a carburo, de cuclillas frente al cuarto del administrador. —Es seña fija...— sus dedos largos, huesudos, quitaban con habilidad, la ceniza de los trozos de carburo de calcio que aún eran utilizables. A la luz de la luna que se prodigaba desde un cielo limpio, transparente, su rostro anguloso reflejaba una rara fisonomía: tan pronto parecía la de un santo como la de un cadáver.
Elsa Dorado De Revilla
Prendido en la falda del cerro cuyas entrañas guardan el rico yacimiento mineral, se alza, desde su humilde pequeñez, el campamento minero, depositario del pulso humano que mide el paisaje cordillerano desde los tiernos ojos de los niños, hasta el abrazo rotundo del hombre.
Las luces mortecinas de las viviendas, asemejan luciérnagas estáticas que buscan dar calor a la fría noche. Una improvisada campana rompe con su tañido el silencio, marcando a golpes el tiempo.
Pablo Ramos Sánchez
A: Julio Ramos Valdez
La lucha del hombre con los elementos de la naturaleza es ardua. Aunque como especie, el hombre va dominando la naturaleza y logra arrancarle sus secretos, no hay que olvidar que los pasos que da hacia adelante son posibles después de millones de batallas individuales perdidas. Para aprender a ganar ha tenido que saber perder en miles y miles de oportunidades. Las derrotas le enseñan el camino de la victoria.
Augusto Guzmán
Al final de la comida, bajo una araña de lámparas a queroseno, después de limpiarse de residuos notorios, la boca ferozmente bigotuda, el padre miró con severidad familiar a su hija:
—He sabido que el mediquillo ese de provincia, te pretende. Quiere hablar conmigo nada menos que para pedirme tu mano. Naturalmente que me he negado a recibirle.