Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Hugo Villanueva Rada
"Cuentos de Riberalta"
Entre los indios tacana, los ancianos de la tribu han sido siempre los encargados de conservar y de transmitir, a los otros miembros de su pueblo, las tradiciones de su raza.
En la lejanía de los tiempos, -han pasado ya muchas generaciones- ocurrió algo que cambió el porvenir de los tacanas, de una fracción de ese pueblo, y aún ahora, cuando escuchan este relato, los pequeños tacanas sienten que les tiemblan las piernas...
Aquella noche, el anciano, rodeado de niños y también de algunos adultos, comenzó su narración de esta manera:
"Hace ya mucho tiempo que esto ocurrió. Tanto tiempo que yo no había nacido, ni mi padre, ni mi abuelo, ni el abuelo de mi abuelo. Los tacanas vivían en un lugar privilegiado. La aldea estaba construida en lo alto de una meseta situada sobre un gran barranco colorado. Los dos más grandes ríos, que son padre y madre de los otros ríos, unían sus aguas en aquel lugar. Si no recuerdo mal, sus nombres eran Ena Beni y Manutata.
"Es bueno que sepan que todo era hermoso en aquel lugar. Cuando moría la tarde, id'eti (el sol) se despedía de este lugar poniendo colores tan bellos en el cielo, en la tierra y las aguas, que parecía que Diusu (Dios), con su propia mano, estaba pintando el paisaje. Los tacanas vivían felices porque yahua (la tierra) era buena y las cosechas eran abundantes. El nombre de Diusu era respetado, y parecía que Él estaba contento con los tacanas.
— Tata edhi (Abuelo), -interrumpió un canana (niño)-¿entonces por qué no seguimos en aquel sitio que dices que era tan ania (hermoso) y saida (bueno)? "Todo lo sabrán ahora, si tienen un poco de paciencia -dijo el anciano, y prosiguió: Tsinia era la más bella epuné (niña mujer) de la tribu y todo deja (hombre) quería embellecer su ete (casa) uniendo su vida a la de la hermosa ave mave (soltera). Pero sólo uno de los dejas había conseguido conquistar el amor sw Tsinia, la bella epuné. Éste era Iba, hombre joven, fuerte y ágil como el tigre, de quien había tomado el nombre. El joven guerrero Iba era hijo del ecuai (jefe) de la tribu de los tacana.
Muchas noches, especialmente cuando había badi etijiatiani (luna llena), y todos en la aldea descansaban en sus chozas, muchos despertaban al escuchar el sonido de una melodía suave y sentimental. Todos ya sabían que era Iba, quien, junto a la choza de su amada Tsinia, la arrullaba con el sonido armonioso de su mui (flauta).
“La boda fue fijada para dos días después de la luna llena. Iba y Tsinia se amaban y estaban ansiosos de unir sus destinos, y los preparativos para la boda ocupaban a todos en la aldea, tratándose de alguien tan importante como era Iba, el guerrero más valiente, y el más hábil pescador de la tribu. Además, era el hijo del ecuai. Cuando su padre muriera, Iba ocuparía su lugar y sería el ecuai de todos los tacanas.
— ¿Es cierto, Tata edhi, que Iba era el guerrero más ania de la tribu? -preguntó una pequeña y curiosa yanana (niña).
"Sí, era el más valiente y hermoso guerrero de los tacanas. Pues bien, amaneció un nuevo día en la aldea, ese día en que la más bella epuné y el más valiente deja tacana se casarían. Desde antes de que saliera el sol, el movimiento en la aldea era muy grande. Los jóvenes, con sus arcos y flechas, se habían ido de caza y pesca. Cada cual quería traer la mejor presa para ofrecer a la joven pareja, pues todos querían que el banquete y la fiesta fueran un acontecimiento como jamás se hubiese visto.
"Las mujeres se quedaron preparando las bebidas que alegrarían aquella memorable ocasión. Había una gran variedad de frutas que se encuentran en abundancia en aquella privilegiada región. Había abundancia de mangas, achachairú, paltas, pinas, guineos de seis clases diferentes, melones, y unas sandías tan dulces como la miel. Para acompañar las diferentes clases de asados, estaban pelando yuca, camotes, palmito, plátanos maduros para asar en el horno, y muchas o tras cosas.
— ¡Ay!, abuelo, que se me está haciendo agua la boca...
"A mí también -respondió el "abuelo", como todos le decían-, pero sigamos con la historia que ahora viene lo más interesante. A mediodía comenzaron a llegar los cazadores trayendo sobre sus hombros los animales que habían matado con sus flechas. Puedo decirles que había de todo: Algunos traían ahuadas (antas) muy grandes y gordas que tenían que cargar entre varios. Otros traían, cada uno, un basume (jochi pintado) sobre el hombro. Uno de los cazadores llegó muy cansado trayendo sobre sus espaldas seis du (monos) cuya carne tierna es muy apetecida, como ustedes saben, para comerla con el sabroso d'ije enana (choclos). Los que habían ido a pescar llegaban también con toda clase de pescados, desde el pinta'o y la palometa, hasta el pacú y el dorado. Todos se movían felices y contentos, cantando al mismo tiempo que preparaban todo lo necesario para la gran fiesta de esa noche. El sol estaba bien arriba, justo en la mitad del cielo. En ese momento terminaba la mañana y comenzaba la tarde. Y entonces ocurrió algo que hizo que se estremecieran hasta los guerreros más valientes de la tribu: Desde un árbol cercano se escuchó el agorero ulular de una tsaudachidachi (lechuza).
— ¡Oooooh! -exclamaron los niños que escuchaban el relato-. ¡Qué cosa tan horrible, tata edhi!.
"Sí, muy terrible -dijo el anciano-, pues si el canto de la tsaudachidachi, de noche, trae mala suerte anunciando desgracias, es mucho, pero mucho peor cuando se lo escucha estando el sol en mitad de su camino. Cuando esto ocurre -lo cual es muy raro- anuncia algún acontecimiento muy terrible. Pues bien, cuando cantó la tsaudachidachi, el anciano ecuai, padre de Iba, preguntó dónde estaba su hijo, y le avisaron que había salido temprano en su canoa, diciendo que no regresaría en cuanto no la tuviera llena de los mejores peces del río.
— ¿Y dónde está Tsinia, la futura esposa de mi hijo?
— Tsinia, con otras epuné, han ido al río a bañarse.
"Justo en ese momento, se escucharon gritos de desesperación. Eran varias epuné que venían de la orilla del río, y llegaban llorando y sumidas en la mayor angustia.
— ¿Qué ha pasado? -preguntó el anciano ecuai.
Miró a las que llegaban corriendo y, al no ver entre ellas a la prometida de su hijo, presintiendo que algo malo había pasado, pregunto:
— ¿Le ha ocurrido algo a Tsinia?
— Sí, señor -dijo otra epuné-, Tsinia era la mejor nadadora entre todas nosotras. Cuando llegamos a la orilla del río, ella, desde la popa de una canoa, se lanzó de cabeza al agua, en una hermosa zambullida. Todas mirábamos y apostábamos indicando en qué lugar ella iba a salir. Pero pasó el tiempo, mucho tiempo, y ella no volvió a aparecer. ¡Se ha ahogado, ecuai -dijo la muchacha prorrumpiendo en llanto.
"Los tacanas de las aldea, atentos a lo que la epuné decía, no se fijaron en el hombre que había llegado y que, desde atrás, todo lo había escuchado. Era Iba, el novio de Tsinia, quien, al escuchar el dramático relato, dio un alarido terrible, y gritó:
— ¡Nooooo!, Tsinia no ha muerto, mi dulce epuné no puede morir. Ella está viva, me está esperando y voy a buscarla. ¡Yo la encontraré!
“Dicho esto, Iba, el guerrero, el hijo del ecuai de los tacanas, se dirigió al río a toda carrera. Los demás, hombres y mujeres, corrieron tras él. Allá, junto al barranco, le mostraron el lugar donde Tsinia había zambullido.
"Entonces Iba, sin detenerse a pensarlo un momento más, se lanzó de cabeza a la corriente del río y, nadando bajo el agua con los ojos abiertos, comenzó a buscar el cuerpo de su amada. Cuando parecía que los pulmones le iban a estallar, salía a la superficie, respiraba profundamente, y nuevamente se sumergía. Y así fueron pasando las horas; la noche corrió el manto de oscuridad sobre el día, y la luna se reflejó en las aguas; pero Iba, incansable, tenso y febril, continuaba la búsqueda de la que para él era más que la propia vida.
"En la orilla del barranco, el viejo ecuai, con lágrimas en sus ojos y rodeado de toda la tribu, esperaba que Diusu iluminara la mente de su hijo y le diera la comprensión y la resignación necesaria. Cuando las primeras luces del amanecer iluminaron con más claridad el río, vieron que el cuerpo de iba flotaba, exánime, sobre las aguas. Varios guerreros tacanas se metieron al río y arrastraron el cuerpo inerte del infortunado novio. En el primer momento pensaron que estaba muerto, pero era sólo un desmayo.
"Poco a poco fue volviendo en sí y miró con ojos de desconcierto a quienes lo rodeaban. De repente la realidad lo golpeó como un martillo, y el guerrero, dando un alarido, quiso arrojarse nuevamente a la corriente del río; fue sostenido a la fuerza, y a duras penas, por cuatro guerreros que eran sus mejores amigos. Y así, sin soltarlo, lo llevaron hasta el centro de la aldea. Entonces el viejo ecuai, su padre, puso su arrugada mano sobre un brazo de Iba, y le dijo:
— Hijo mío, esa ha sido la voluntad de Diusu, y debes tener resignación. Diusu es el dueño de nuestras vidas; nosotros pertenecemos a Él.
"Iba sintió que una fuerza maligna penetraba hasta lo más profundo de su ser, y se apoderaba de su mente. Fue como si dentro de su alma, un torrente incontenible fuera arrasando con todo lo que encontraba a su paso. Entonces apretó el arco entre sus dedos de acero y agarrando una flecha para disparar, miró a lo alto, más allá de las nubes y de las estrellas. Al contemplar su rostro crispado por el odio que sentía en aquel momento, los guerreros que lo rodeaban retrocedieron algunos pasos. Iba gritó, y el eco de su voz hizo enmudecer a las aves en los árboles de todo el entorno:
— ¡Diusuuuuu!... Escúchame, Diusu. Tú has matado a mi dulce Tsinia, y mereces la muerte por eso. ¡Sí!, yo, Iba, el poderoso guerrero, haré que mi flecha llegue hasta Ti, para vengar a mi querida epuné. ¡Muere, Diusu, muereee!...
"Iba disparó la flecha con toda la potencia de sus fuertes brazos, y ésta partió a velocidad vertiginosa. Mudos y temblando de miedo, los guerreros y mujeres de la tribu contemplaron como la flecha subió hasta perderse de vista. Y entonces ocurrió algo tremendo. Sin que hubiera señal alguna de tormenta, un gran relámpago estalló en el cielo, y todos los tacanas pudieron ver que la flecha disparada por Iba, reaparecía de entre las nubes a velocidad vertiginosa y se clavaba en el pecho del joven guerrero que la había lanzado; simultáneamente, el rayo, acompañado de un horrísono trueno, cayó sobre el tacana.
"Todos los otros tacanas se arrojaron al suelo, gritando de pavor. Todos, con una sola excepción: el anciano ecuai, padre de Iba. Solamente él pudo contemplar la respuesta de Diusu ante la blasfemia de su hijo. Como hipnotizado, el pobre viejo vio como el cuerpo de Iba se convertía en un ave que él jamás había visto.
"Cuando los otros miembros de la tribu levantaron la vista, aún pudieron ver como aquella ave, de colores tan bonitos, levantaba vuelo y se dirigía directo hacía el río...
"Desde aquel día se la pudo ver, siempre volando a lo largo del río, rozando el agua y de vez en cuando zambulléndose y agarrando algún pez. No se sabe quién fue el primero que le puso el nombre de Martín Pescador, pero con ese nombre pasó a ser conocida por todos.
"El viejo ecuai se pasaba los días contemplando al Martín Pescador que, incansable, pasaba todo el tiempo volando río arriba y río abajo. Sólo él sabía que aquel Martín Pescador era su querido Iba que estaba condenado, por los siglos de los siglos, a buscar sin descanso a su amada Tsinia, la más bella epuné que existió entre los tacanas.
"Un pequeño canana, que se había dado cuenta, interrumpió al tata edhi:
— Pobre Iba, ¡qué castigo tan terrible!
— Su soberbia también fue muy grande, al querer matar a su Creador -dijo el tata edhi.
— Tata edhi, -dijo otro tacana- ¿por qué ya no vivimos en el lugar del gran barranco colorado?
— Porque poco después murió el viejo ecuai. El nuevo jefe obedeció al hechicero de la tribu, y todos los tacanas abandonaron aquel hermoso lugar.
— ¿Qué fue lo que dijo el hechicero?
— Que había caído una maldición sobre aquel lugar y que todos morirían muy pronto si seguían allí. Fue por eso que nuestros antepasados abandonaron aquella hermosa tierra que está situada sobre el gran barranco colorado, allí donde se juntan los ríos Ena Beni y Manutata.
¿Y aquella maldición sigue todavía?
— El hechicero dijo que algún día llegarían otros hombres que habitarían aquella tierra. Esto fue lo que él dijo:
"Aquellos hombres serán superiores. Tendrán enormes canoas que arribarán contra la corriente de los ríos, sin necesidad de remos. Cuando ellos lleguen, la maldición terminará para siempre... y aquella será nuevamente una tierra fértil y Diusu dejará nuevamente que sus bendiciones caigan sobre ella".
El anciano calló y todos se quedaron, por un momento, pensativos, mientras, a lo lejos, se escuchaba el ulular de la tsaudachidachi...
Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
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Alguien va finar, patrón —decía Cástulo Narváez, mientras limpiaba la lámpara a carburo, de cuclillas frente al cuarto del administrador. —Es seña fija...— sus dedos largos, huesudos, quitaban con habilidad, la ceniza de los trozos de carburo de calcio que aún eran utilizables. A la luz de la luna que se prodigaba desde un cielo limpio, transparente, su rostro anguloso reflejaba una rara fisonomía: tan pronto parecía la de un santo como la de un cadáver.
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Al final de la comida, bajo una araña de lámparas a queroseno, después de limpiarse de residuos notorios, la boca ferozmente bigotuda, el padre miró con severidad familiar a su hija:
—He sabido que el mediquillo ese de provincia, te pretende. Quiere hablar conmigo nada menos que para pedirme tu mano. Naturalmente que me he negado a recibirle.