El pequeño lustrabotas

Hugo Villanueva Rada

"Cuentos de Riberalta"

Riberalta, las ocho de la mañana del 24 de diciembre. José Luis -ocho años de edad- dio un beso a su madre y se encaminó hacia la puerta que daba a la calle; desde allí miró a sus tres hermanitos -el pequeño Andrés que tenía solamente dos años; Rosa, que ya iba a cumplir cuatro, y Dolores, que, con sus seis años cumplidos, ayudaba a su madre en los quehaceres de la casa y a lavar la ropa que le llevaban, con lo cual su madre ganaba algún dinero que tanta falta les hacía-, les sonrió y les dijo que esa noche traería un regalo para cada uno de ellos. Mientras se alejaba, sintió felicidad al escuchar los gritos de alegría de sus hermanitos.

José Luis se había convertido, desde la muerte de su padre acaecida un año atrás, en "el hombre de la casa". Con la caja de lustrabotas colgando del hombro, apresuró el paso rumbo a la plaza principal; era su lugar favorito porque, casi siempre, encontraba clientes.

—      ¿Lustre, señor?

El hombre ni siquiera lo miró, y siguió su camino apresuradamente. José Luis, sintiéndose decepcionado, suspiró profundamente mirando al hombre que se alejaba. Era la quinta persona que había pasado junto a él. A todos había hecho su ofrecimiento, pero ninguno había parado para hacerse lustrar los zapatos.

Y así fue pasando el tiempo. Por el hambre que sentía, el pequeño lustrabotas supo que era hora de almorzar. Abrió la caja que contenía sus útiles de trabajo, y, de su interior, sacó un pequeño paquete envuelto en un pedazo de hoja de periódico. Allí había un pan y un huevo cocido; era el almuerzo que su madre le había acomodado. Como la choza en que vivían quedaba casi fuera de la ciudad, él comía allí mismo en su lugar de trabajo, y sólo retornaba al lado de su familia, con el dinero ganado, al anochecer.

Cuando terminó de comer, se dirigió al bebedero público y terminó de llenar el estómago bebiendo una buena cantidad de agua. Después de beber se pasó, satisfecho, la mano por la barriga. Era bueno tener qué comer, pensó.

Las horas fueron transcurriendo y el sol comenzó a descender sobre el horizonte. El pequeño José Luis estaba pálido, con el rostro desencajado por la angustia. En ese momento el reloj de la catedral dejó oír las acompasadas campanadas que indicaban la hora; el lustrabotas las fue contando: una, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Silencio. Las seis de la tarde.

Dos lágrimas, que no pudo contener, comenzaron a bajar por las mejillas del niño. Esa mañana se había levantado tan contento pensando en la alegría de sus hermanitos cuando abrieran sus paquetitos con los regalos que él pensaba llevarles; había pensado en la sonrisa de su madre cuando viera el espejo, que ella tanto necesitaba, que él le iba a comprar; se había imaginado -lo había pensado tantas veces- la alegría de todos, sentados alrededor de la mesa y sirviéndose sus porciones de jamón, queso, aceitunas, pan tiernito, latas de refrescos, y una rica torta con frutas, para el postre. Eran manjares que no probaban hacía mucho tiempo, pero que esa Navidad él les llevaría...

Se pasó una mano por la cara y enjugó sus lágrimas, pues le pareció escuchar la voz de su padre, diciendo: "Los hombres no lloran". Si su padre estuviera vivo, pensó, todo sería diferente.

Miró a las personas que pasaban por su lado, apresuradas, cargadas con cajas de regalos, rostros alegres que disfrutaban, que vivían la Navidad...

Comenzó a acomodar las escobillas, latas de betún y paños, dentro de la caja, mientras pensaba que esa noche no podría llevar la felicidad que había soñado para su madre y hermanitas.

Cerró la caja, y cuando se levantó para irse a su casa, escuchó un llanto; miró, y vio a un niño que lloraba desconsoladamente. José Luis, olvidando su propia tristeza, se acercó al pequeño y So observó por un momento: debía tener cinco años de edad y estaba bien vestido. "Creo que es el niño más hermoso que he visto en mi vida", pensó. Como el pequeño seguía llorando, le preguntó:

—      ¿Por qué estás llorando?

—      Por mis zapatos; mire, señor, están manchados de barro. ¿Qué irá decir mi mamá?

José Luis miró los zapatos del niño y pudo comprobar que, efectivamente, estaban sucios, embarrados. Sonrió, y tomando al niño de la mano, lo hizo sentar en un banco.

—      No llores, niño, que yo voy a limpiar tus zapatos; quedarán brillando como recién comprados. Ya verás.

Con todo cuidado, el pequeño lustrabotas comenzó a trabajar y cuando, finalmente, quedó satisfecho, dando un último golpe de paño, dijo:

—      Espero que tus zapatos estén tan limpios, como antes de embarrarse.

El niño había dejado de llorar, y miraba sus zapatos que brillaban como nuevos.

—      Están mejor que antes, pero yo no traje dinero para pagar.

—      Pero yo no hice esto para que me pagues, niño; lo hice porque no quería que siguieras llorando.

—      Gracias, José Luis.

El niño, feliz con sus zapatos limpios y brillantes, miró al lustrabotas de una manera tan especial, que José Luis sintió una oleada de ternura hacia aquel pequeño. Quiso decir algo, pero el niño ya se había ido. Entonces colgó la caja del hombro, y metiendo la mano en el bolsillo sacó la moneda que había recibido del único cliente del día, uno que había solicitado sus servicios justamente cuando había terminado de almorzar. Compraría algunos panes y la cena de Navidad consistiría en té con pan. Su madre, que lo quería tanto, comprendería que las cosas no habían marchado bien; en cuanto a sus hermanitos, pensó, bueno, los niños pobres ya están acostumbrados a sufrir y soportar con resignación sus decepciones...

Eran las nueve de la noche; la caldera estaba en el fuego con el agua a punto de hervir, y la fuente con el pan en la mesa. José Luis contaba un cuento de su cosecha a un atento auditorio formado por su madre y los tres hermanitos que lo escuchaban muy concentrados.

En ese momento se escucharon tres golpes en la puerta de calle. La madre se levantó de la silla y fue a atender. Un momento después entro cargando, con esfuerzo, una gran caja.

—      Ayúdame, José Luis, esto pesa mucho.

—      ¿Qué es eso, mamá?

—      Esta caja la ha traído un mensajero, y también esta tarjeta que tiene tu nombre escrito; aquí la tienes. Además hay otro cajón allá afuera; hay que meterlo.

José Luis abrió el sobre y leyó lo que estaba escrito en la tarjeta:

“Soy la madre del niño a quien limpiaste los zapatos y secaste su llanto. Él y yo te amamos, y te rogamos que aceptes estos regalos para tu mamá, para ti y tus hermanitos. Feliz Navidad”.

José Luis abrió la gran caja, ayudado por su madre y los hermanitos, quienes reían de excitación y alegría. Los paquetes de los tres pequeños contenían ropa y zapatos a su medida, y juguetes que deleitaron a los niños. El de la mamá, un vestido elegante con un par de zapatos y cartera que hacían juego, y, para sorpresa de José Luis, el espejo que él había deseado comprar para su madre. Había otra caja que también tenía escrito el nombre de su mamá, y ella misma la abrió: contenía un precioso mantel, un juego de cubiertos y una vajilla finísima.

José Luis, contento al ver la felicidad de su familia, abrió la otra caja, aquella que tenía su nombre escrito. Adentro había varias cajas de cartón, y él abrió la mayor de todas: se quedó mudo, momentáneamente, por la sorpresa y la emoción, casi negándose a creer lo que sus ojos estaban viendo. No, no estaba soñando; allí estaba aquel fantástico tren eléctrico de juguete, que él había visto tantas y tantas veces dando vueltas dentro de la gran vitrina del mayor almacén de la ciudad. En otra caja encontró varios trajes y pares de zapatos a su medida. Abrió la última caja, y dio un grito de alegría:

—      ¡Mamá, hermanitos, miren esto!

El paquete contenía diferentes tipos de quesos y de carnes frías, un pavo ya preparado, y tortas y dulces de varias clases...

Entonces la alegría fue completa, y los cinco se abrazaron llorando de felicidad.

A media noche la familia estaba reunida alrededor de una verdadera mesa de Navidad. José Luis, hablo:

—      Mamá, ¿cómo es posible que la madre del niño supiera nuestra dirección, y mandara tantas cosas a la medida de cada uno de nosotros? ¿Cómo ha podido ella adivinar las cosas que nosotros deseábamos?

La madre, que se había quedado pensativa por un momento, comenzó a hablar:

—      A veces Dios permite que ocurran milagros. Tú, mi pequeño José Luis, eres buen hijo y buen hermano; tienes bondad en tu corazón, y, en tu pobreza, tratas siempre de ayudar a los demás. El Señor ha querido premiarte para que jamás desfallezca tu fe en Él.

—      ¿Qué quieres decir, mamá?

—      Que se ha hecho la luz en mi mente. Ya sé quién es la madre del niño.

—      ¿Quién es ella, mamá?

—      Se llama María, y hace mucho, pero mucho tiempo, algo así como unos dos mil años, tuvo un hijo, un Niño hermoso a Quien puso el nombre de Jesús y que nació en un pesebre, en la ciudad de Belén...

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