Vigilia para el último viaje

Gastón Suarez

Alguien va finar, patrón —decía Cástulo Narváez, mientras limpiaba la lámpara a carburo, de cuclillas frente al cuarto del administrador. —Es seña fija...— sus dedos largos, huesudos, quitaban con habilidad, la ceniza de los trozos de carburo de calcio que aún eran utilizables. A la luz de la luna que se prodigaba desde un cielo limpio, transparente, su rostro anguloso reflejaba una rara fisonomía: tan pronto parecía la de un santo como la de un cadáver.

Saúl Rodríguez, el administrador, parado en el umbral, más por hablar que por saber el fundamento de la afirmación de Narváez, lanzaba sus palabras al revuelo:

— ¿En qué te basas para decir eso?

—Es que ya son varias noches que viene... y eso es seña que alguien va finar— empezó a toser con tos ronca, cavernosa, para luego torcer la cabeza y escupir con sonoridad espesas y verduscas materias. El administrador, lo observaba en silencio. Unas ideas sombrías le cruzaron fugaces por la mente. Narváez fue por agua hasta la cocina y volvió con la lámpara encendida. Al ingresar al cuarto, su figura alta, delgada, proyectó unos instantes una sombra grotesca en la pared. El ad-ministrador se sonrió para sus adentros: le pareció que la sombra era la de un hombre gordo, la de un hijo de comerciante o la de un millonario, de esos que hacen de la vida un festín inacabable. Encendió un cigarrillo negro y se recostó en el camastro de maderas crujientes. Narváez después de colocar la lámpara en el velador, tomó asiento en un cajón de dinamita. En seguida sacó de un bolsillo un atadijo mugriento, lo desdobló sobre sus rodillas puntiagudas y, con lentitud de rumiante, se puso a mascar la coca.

— ¿Qué puede buscar el león en el campamento? Si tiene miedo de la gente —sus cabellos largos, acerdados, le caían sobre los hombros donde se notaban nítidamente, a pesar del poncho de lana de oveja, las puntas de sus paletillas.

—Podía ser el hambre — volvió a darle pábulo el administrador.

—No, patrón, Después de tantos años está volviendo... —la tos le hizo estremecer todo su cuerpo—. Igualito ha pasao con mi mujer... Mal agüero es... Ella ha finao cuando mi Castulito estaba gateando...

— ¿No pudieron matarlo? —Con qué pues, patrón...

— ¿Y si no lo matamos ahora? — Se puso a observar el rostro terroso de Narváez y se imaginó, por sus cabellos y barbilla sin recortar estar conversando con un asceta.

—Alguien va finar, patrón... si no lo mata — Miró la escopeta de dos caños apoyada en un saco de arroz—. Tiene que matarlo, patrón...

—Haré todo lo posible. ¿A qué hora dices que viene?

—Yo le héi bichao bien. Cuando la luna está alta, aparece por detrás de la casa del Silisque. Olfateando recorre todo el campamento y se va a echar junto al tapial de la casa nueva. Los perros ladran un rato y después se callan... Yo nomás estoy temblando hasta que se va cerca del amanecer.

— ¿Los demás saben que viene? — se incorporó en el lecho.

—Saben, pues. Por eso trancan bien sus puertas y hacen dormir a sus perros con ellos.

—Hum... ya veremos qué pasa — se levantó con un suspiro y salió a orinar detrás de la cocina. La noche, aunque fría, estaba tranquila. El viento que había azotado las colinas y el campamento durante todo el día, había recogido sus huestes. Bajo el manto argentado de la luna que avanzaba hacia el cénit lentamente, como empujada por una suave brisa, todo parecía dormitar.

El campamento de la mina Manfredo estaba formado por una veintena de casuchas construidas a la buena de Dios, en la falda del cerro Kkaparicuna que amenguaba en algo el fustigamiento de los ventarrones que casi año redondo señoreaban en la región.

Saúl Rodríguez, aún no acostumbrado a la dura vida de las minas chicas que abundan en el sud del país, experimento una sensación de pequeñez, de abandono, de soledad, al observar los cerros desnudos en cuyos lomos ondulantes sólo se empecinaban en sobrevivir los arbustos espinosos, los keppos y la paja brava. En el pequeño campamento, los mineros y sus familias habían apagado sus fogones y ya no se sentía su presencia. El silencio habría sido completo a no ser por la tos de Narváez.

Lanzando un profundo suspiro retornó al cuarto donde encontró al minero reponiéndose del nuevo acceso.

—Qué hora será, patrón— le miró con sus ojos vidriosos.

—Ya van a ser las diez— fue hasta el arma, la pulsó con satisfacción y se sentó en el camastro. Después de cargarla con dos cartuchos que sacó del cajón del velador, la dejó al alcance de su mano y se tendió en el lecho—. Ojalá no fallemos...

—Ojalá, patrón— cambió de carrillo el bulto de la coca.

Los dos hombres se miraron un momento en silencio. La mirada del minero era demasiado triste. El administrador no pudo evitar un ramalazo de ternura.

—Tú estás muy enfermo, Narváez. —Sí, patrón...

— ¿Por qué no vas a Tupiza a hacerte curar? No debes descuidarte...

—Iría, patrón...pero tengo que acabar la corrida. Ahura está difícil mi paraje... puro farellón me ha tocao...

—Pero, si estás enfermo... es peligroso...

—Es que... soy barretero contratista y no puedo dejar el trabajo... Mi Castulito está pues, en Tupiza, con mi hermano...Ya sabe leer de corrido—. Levantó la cabeza y una leve sonrisa flotó en sus labios—. Ya está maltoncito, tiene diez años... Yo trabajo duro pa'que él... —un violento acceso le hizo ponerse de pie. Tapándose la boca, tambaleante, abandonó el cuarto. Desde afuera, su impresionante gargajeo hizo nacer en el angustiado corazón de Rodríguez, oscuros presentimientos.

Narváez volvió al cuarto respirando trabajosa-mente. Su semblante se había tornado más grisáceo. El administrador, movido por la compasión, fue hasta un cajón que hacía las veces de estante. Hizo un rápido inventario del botiquín: sólo había yodo, agua oxigenada, mentol, belladona, sulfatiazol,   genioles, algodón, vendas.  Supuso que nada servía para el mal de Narváez. Desolado miró al minero que había vuelto a tomar asiento en el cajón de dinamita.

— ¿Quieres un poco de alcohol?— fue lo único que atinó a decir.

—Bueno, patrón — comenzaba un nuevo acullico.

Le sirvió en un jarro de aluminio un poco de alcohol mezclado con agua. Narváez, luego de echar unas gotas al suelo, murmurando: "pala pachamama", bebió un gran sorbo.

Rodríguez, sentado en el lecho, recorrió con la vista el contorno del cuarto y pensó que él también era un desterrado. Era triste vivir en las minas chicas.

— ¿Por qué no vas conmigo a Tupiza? Total, unos cuantos días... —le hacía bien el hablar.

—No puedo, patrón. Mi Castulito nesita... No quero que seya minero...

—Tú sabes, mañana llega el camión...

—Sí, pues, patrón, más bien mi encargo me lo ha'i hacer...

—De eso, no te preocupes. Tu hermano siempre cobra tus liquidaciones. Lo que deseo, ahora, es que tú viajes. No puedes estar así...

—No hay más... Mi Castulito ya está salvao...

Si, era inútil, Narváez no expresaba lo que el administrador, sumido en sí mismo, comprendía: Él ya estaba acabado, pero su hijo estaba a salvo.

Sintió un apretón en el corazón y no quiso pensar más.

—Te hago un trato...

—Qué, patrón...

—Si mato al león, irás conmigo...

La tos ya no le dejó contestar. Salió, y al volver después de un largo rato, tranco la puerta, en silencio. Luego, fue hasta el ventanuco sin vidrios, que tenía por rejas dos palos retorcidos y con voz ronca exclamó:

—De aquí, se lo divisa bien, patrón...

El administrador se puso de pie y fue a otear el campamento, aprobando con la cabeza.

—Apagaremos la lámpara patrón, viendo luz tal vez no venga...

—Sí, tienes razón...

Los dos hombres se sentaron a oscuras y en silencio. Ya no había más que hablar.

La respiración ronroneante de Narváez le pro-dujo al administrador una inexplicable pesadumbre. ¿Qué pasaba en el alma del minero? ¿Presentía algo que él no lograba captar? ¿Su afán por matar al león obedecía a un oculto miedo? En sus ojos parecía, por momentos, aflorar ese temor, especialmente cuando asociaba la visita de la fiera con la muerte de alguien. Él no le daba mayor importancia al asunto, pero no podía dejar de sentir confusas sensaciones que le impelían a realizar los deseos de Narváez. Finalmente, cuando ya las interrogantes se multiplicaban en su cerebro, desechó todo y sólo quedó una idea fija, persistente, que se condenso en la promesa que se hizo a sí mismo: mataría al león, pase lo que pase.

Se encontraba adormilado cuando Narváez, excitado, exclamó:

— ¡Patrón, patrón!... ¡Ya está!...

De un salto se puso de pie, tomó el arma y se acercó a la ventana. Los tres o cuatro perros ladraban con furia desde adentro de las casas de sus dueños. Rodríguez sacó el caño de la escopeta y esperó. La luz de la luna caía verticalmente sobre el campamento. Se veía perfectamente a cien metros de distancia. Por detrás de la última casucha, el cuerpo ondulante de un puma empezó a desplazarse sigilosamente hacia el centro del campamento. Rodríguez no pudo evitar el nerviosismo. La fiera avanzaba cautelosa, moviendo suavemente la cola.

—Todavía, patrón... —el fuerte aliento de Narváez le incomodó un poco, pero siguió tenso, sin apartar la vista del animal cuyo cuerpo alargado se movía con estremecedora suavidad. El ladrido dé los perros parecía no preocuparle.

Rodríguez levantó el arma.

—Cuando se acerque a la puerta del Santos Cruz, patrón... — habló anhelante Narváez.

El puma se fue acercando lentamente. Rodríguez casi podía ver sus pequeñas orejas que se movían con sutileza, como si tratara de captar el peligro. Cuando se encontraba a unos veinte metros se detuvo y miró hacia Rodríguez, quien, sin pensar más, apretó el gatillo. Tras el primer estampido, instantáneamente, sonó el segundo. La fiera dio un vuelco en el aire y con cuatro enormes saltos se perdió por donde había venido.

— ¡Juna gran puta!— imprecó Narváez.

Rodríguez, casi atropellándolo, salió a la carrera. Algunos mineros abrieron tímidamente sus puertas. Los perros, asustados, por las detonaciones, gemían con el rabo entre las patas.

El administrador, lleno de excitación, se puso a examinar el lugar donde la fiera se había detenido. Al observar unos goterones de sangre fresca, no pudo reprimir su alegría y exclamó:

— ¡Lo he herido! ¡El león está herido!— se dio vuelta y grito: — ¡Narváez! ¡El león está herido!

Narváez no escuchaba. En cambio se acercaron Silisque, Condori y Santos Cruz, que hacían comentarios llenos de animación:

— ¡Dónde irá a morir patrón!

—Andaba bichando mi chancha que está recién parida, patrón — sonreía Santos Cruz — pero lo fregamos al bandido... mi chancha duerme bien segura en la cocina...

—Ahura está feo pa' buscarlo, patrón... Mañana lo rastrearemos...

—Sí, mañana lo seguiremos. De noche es peligroso— Rodríguez se puso de pie y se fue a su cuarto.

Narváez se encontraba sentado, con la cabeza gacha, completamente anonadado.

— ¡Está herido, Narváez!— trató de animarlo.

—De gana, patrón... Se ha escapao...— se paró y miró de un modo tan patético a Rodríguez que éste se sintió consternado — Ahura alguien va finar, patrón... Se ha escapao... El maldito se ha escapao...— le dio la espalda y abandonó la habitación.

—Pero...— Rodríguez no pudo emitir más palabras, debido a que en su cabeza y en su corazón, los pensamientos y sentimientos se agitaban en tremenda confusión.

Como entre sueños, absurdos y macabros, siguió oyendo la tos ronca, cavernosa de Narváez, que entre ahogo y ahogo, seguía mascullando: "¡El maldito se ha escapao... alguien va finar... se ha escapao!"

Zumbando con sus alas grises el viento corría en todas direcciones y como un genio malévolo levantaba oleadas de polvo que ensombrecían el ambiente. La mañana estaba fría como todas las mañanas. Sin embargo, los mineros impertérritos, ya habían ingresado a la mina. Las palliris ya se encontraban en la cancha golpeando el metal y las pocas mujeres que se quedaban en el campamento ya estaban cocinando y atendiendo a los niños, mientras los perros, famélicos y lanudos, vagabundeaban en busca de comida.

Rodríguez se levantó con dolor de cabeza. Había dormido mal. Después de asearse abrió la puerta y recibió un puñado de tierra en la cara: díscolo saludo del viento que se alejaba carcajeante. La mujer de Santos Cruz al verlo, le trajo un jarro grande de café caliente y un pan duro como adobe. Terminado el desayuno, hizo el avío de pulpería a las mujeres de rostro encallecido que le saludaban en forma ininteligible.

Como su deber de administrador era el de supervigilar todos los trabajos, quince minutos más tarde se encontraba haciendo su habitual recorrido por la bocamina. Silisque al verlo, le saludó afectuosamente:

—Buen día, patrón...

—Qué tal Silisque. ¿Todo bien?

—Sí, patrón, la maritata ya está soldada... sonrió con amplitud. Luego, cuando Rodríguez se alejaba, le espeto—: ¿Y el león lo vamos a rastrear, patrón?

—Ah, sí... -— recordó — tienes razón. Iremos Santos Cruz, tú y yo...

—Muy bien, patrón— se quedó contento ante la perspectiva de la aventura.

Rodríguez ingresó a las galerías donde encontró a todos los barreteros, carretilleros y paleros, cumpliendo con resignación y estoicismo, sus rudas obligaciones. Encontró a todos menos a Narváez. Y eso le hizo obrar en forma compulsiva pues, mecánicamente, con la mente en blanco, conteniendo un extraño malestar que se ubicó en la boca de su estómago, abandonó la mina y se dirigió, a la carrera, de nuevo al campamento, ante la sorpresa de Silisque, que se quedó rascándose la cabeza.

Cuando llegó al cuarto de Narváez, aquel malestar se definió en un dilacerante presentimiento que le hacía temblar todo el cuerpo.

— ¡Narváez! ¡Narváez!— golpeó con fuerza la puerta trancada por dentro.

Medrosamente, se fueron acercando algunas mujeres.

— ¡Narváez! ¡Narváez!— gritaba, casi fuera de sí.

La voz del viento moduló entre las pajas de los aleros una lamentación humana. Rodríguez ya no pensaba. Sentía. Un anillo de ansiedad, de ira, de temor, apretaba su garganta.

— ¡Narváez! ¡Cástulo! — siguió golpeando, febril, con los dos puños.

Buscó una confirmación de sus recelos en los ojos oscuros de las mujeres y al encontrarla, se lanzó, con todo su cuerpo, contra la puerta que se abrió con un chasquido. Antes de ver nada, sus narices sintieron el olor a carburo, a coca, ha muerto. El anillo de su garganta se hizo trizas en un enorme sollozo.

— ¡Llamen a la gente! ¡Cástulo Narváez ha muerto!

— ¡Ay, Narváez wañupun! — ¡El Narváez ha finao!

El campamento se llenó de murmullos y de pena.

El viento se fue a aullar en la cumbre. A lo lejos se oía el ronquido de un camión. Por la colina que resguardaba el caserío, bajaba corriendo y dando de gritos un llokallito que había ido a buscar leña. Pese a las muchas sensaciones, Saúl Rodríguez acomodó las ideas en su mente: de nada había servido matar al león. No podría viajar a Tupiza. Tendría que hablar con el señor Belanovich.

A tres leguas de distancia, a los pies de la cumbre Macho-Cruz, en la mina San Antonio perteneciente a Juan Paredes, el Estado tenía un teléfono que servía para retransmitir los mensajes a Impora, Carrizal, Nazareno, Tojo y otras poblaciones del sud. Rodríguez, después de disponerlo todo, de haber dado por su cuenta y riesgo avío extraordinario de coca y alcohol, con paso tardo, con el corazón enlutado y la cabeza llena de interrogaciones, hacía resonar sus pisadas en el pedregoso caminito.

Tres horas después de atormentarse con pensamientos de toda laya, jadeante aún por la larga caminata, gritaba, con voz agriada, por teléfono.

— ¿Señor Belanovich? ¡Aquí habla Rodríguez! ¡Rodríguez! ¿Cómo dice? ¡Ya hay siete toneladas! ¡Tengo que postergar el viaje! ¡Ha ocurrido una desgracia! ¡Ha muerto Narváez! ¡Narváez! ¿Qué dice? ¿Accidente? ¡No! ¡Silicosis! — colgó con un golpe seco. Dos lágrimas, al rodar, se enturbiaron con la tierra de su rostro.

Gaspar Juárez, el administrador de la mina San Antonio, solidario con la pena de Rodríguez, le invitó unas copas de alcohol.

Afuera, el viento, nuevamente había desembridado sus potros que lanzados en furioso galope por el lomo de los cerros, relinchaban con demoniaca alegría, como haciendo burla de la miseria y el dolor de los hombres.

Fin

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