Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Raúl Botelho Gosálvez
Juan Condori!
— ¡Su orden, mi teñente!
Rígido el cuerpo embutido en el uniforme color guano, y los ojos asustados y saltones como los de un bultúrido, bajo sus pestañas tiesas y cortas, el carabinero Juano Cunduri —como le decían en su ayllu— escuchaba al superior.
—Oiga usted: en la “Prevención” hay una india que dice ser su madre. Vaya a verla.
—Yo no tingo magre, mi teñente. Is mintira, mi teñente —respondió poniendo una cara de comadreja deslumbrada.
—Bueno, que sea o deje de ser su madre, poco importa; pregunta por usted... ¡Preséntese en la "Prevención"!
Medio mohino y desvencijado de ánimos, Condori se llevó la mano a la visera y abombando el pecho, contestó:
— ¡Su orden, mi teñente!
En la “Prevención” esperaba, arrinconada como un pobre calandrajo, una mámala entrada en años, enjuta de carnes y tan pobremente ataviada que al verla Juanu Cunduri, sintió que le daba un vuelco el corazón. ¡De dónde iba a holgarse de ver a esta flaca y descuajeringada hembra, que venciendo a sangre cuarenta leguas grises de altiplano llegó hasta el cuartel!
La mámala, viendo al mocetón cobrizo y bien cebado, que con prestancia militar se cuadró en la puerta pidiendo permiso a un carabinero que tras una mesilla entretenía sus horas de servicio en hurgarse las narices, sintió un resplandor de fuegos artificiales en sus ojos.
El Cabo Juanu Cunduri se dirigió al rincón donde estaba la senecta humanidad que le trajo al mundo y, como no podía ser de otra manera, se enfurruñó como el can lanoso que en su ayllu cuidaba los agros, cuando algún ladrón saltaba las pircas de piedra.
— ¡Pa quí has vinido! —la reprendió en aymara.
—Juanucho, tatito; to pagre si ha moirto; to hirmanita la Julacha, si ha güelto la chochomica dil tatacura.
— ¡Quí pagre, ni quí chochomica dil tatacura! Istás hablando con el Cabo Juan Cunduri, Sigun-do Iscuadrón, tircira Cumpañías.
La mámala, sin poner cara de sorpresa, pues en su filial instinto ya presintió la mutación psicológica a que los sometía el Cuartel a todos los “sunichos” que de la bayeta de la tierra pasaban a la jerga militar, insistió en hablar a su hijo.
—Disdi qui ha moirto to pagre, las chacras no queren crecer. Pogrecita to magre, no teñe ni chuño, ni tunta, ni kespiña pa comer.
— ¡Qué mi importa! Yo soy il Cabo Juan Cunduri, Sigundo de Iscuadrón, tircira Cumpañías.
La vieja empezó a zollipar, entonces el carabinero que ajeno a todo había permanecido “haciéndose el minero” con el dedo metido en la nariz, exclamó tonitronante y tempestuoso:
— ¡Cabo Condori, haga callar a esa india!
— ¡Su orrden, mi sarginto! —luego dirigiéndose a la provecta llorona, dijo le lleno de irreverente imperativo:
— ¡Callates, siñoras, ti van a botar dil Rigimiento!
Un poco sosegada por las palabras de su hijo, sin decir nada, calladamente la india descargóse el andrajoso aguayo y tendiéndolo al suelo, dijo:
—Ti loy traydo un poquito de piscados y riquisón pa qui comas.
—Piscados y requesón —repuso Condori—, no poide comer, is prohibido dil Riglaminto.
La india, al ver fallido su intento de acercarse a su hijo, quiso tomarlo por la flaqueza de todos los hijos del altiplano: su vernáculo amor a la tierra, y de la siguiente manera le planteó la cuestión, anhelosa de que regresase al ayllu a cultivar la heredad.
—Juancho, istás meletar tris años, en tris años no has trabajadu. ¿Pur quí no ti riteras y güilvis a nuistro ayllu? La Pastoreta sistá olvedando di vos; tos tíos ya no ti querin; los amautas y jilakatas si han di olvidar intrigarti il vara di autoridad.
—Quí mi emporta! Yo soy il Cabo Juan Cunduri, il año seré Sarginto.
— ¿Pero no ti acuirdas di to ayllu? ¿Di sus chujllas, di sus kollis, di sus chchaiñas, di sus kurukutas. Dil lago con tantos umantos y truchas, dil río con suches, di las owejas, di las wacas, di las imillas y llokallas, di las "prestes" cuando to bailabas il waca-tokoris?
— ¡Quí chujllas, quí waca-tokoris! Ahura teñe Cuartel, teñe ritritas, teñe parada melitaris. ¡Quí mi emporta!
— ¿Quén ha di hiridar las tierras? To hirma-na is ya kencha, chochomica, to nomás, Juano, Juancho, volvite al ayllu. ¡Mey de morir!
— ¡Quí mi importa! Yo Cabo Juan Cunduri, teñe Jubilación —contestó enfático y rimbombante.
La mujer, entonces, se puso a llorar a lágrima viva. Sonó la corneta llamando a reunión. Juan Condori, con el saldo de cariño que guardaba su enjergada y caprichosa persona, dijo a su madre:
—Ándate, nomás, mamay, ti van a botar dil Regimentó.
La apergaminada y desgraciada madre le miró en los ojos a ahogando sus sollozos, se despidió con estas palabras:
—Güeno, Juano, se vos queres ti vinis nomás al ayllu...
— ¡Inútil, mamay!
Cuando estaba formando el Regimiento, un Teniente exclamó:
— ¡Cabo Juan Condori!
—Su orrden, mi teñente —contestó éste, saliendo de la fila y cuadrándose a seis pasos del superior.
— ¿Era su madre esa india que vino a buscarlo? No tiene por qué tener vergüenza; la madre sea lo que fuese es madre —dijo sentencioso.
— ¡No, mi teñente! ¡Era una india mentirosa, mi teñente!
Después toda la tropa contestó a aquello de “Subordinación y Constancia”.
Fin
Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Gastón Suarez
Alguien va finar, patrón —decía Cástulo Narváez, mientras limpiaba la lámpara a carburo, de cuclillas frente al cuarto del administrador. —Es seña fija...— sus dedos largos, huesudos, quitaban con habilidad, la ceniza de los trozos de carburo de calcio que aún eran utilizables. A la luz de la luna que se prodigaba desde un cielo limpio, transparente, su rostro anguloso reflejaba una rara fisonomía: tan pronto parecía la de un santo como la de un cadáver.
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Prendido en la falda del cerro cuyas entrañas guardan el rico yacimiento mineral, se alza, desde su humilde pequeñez, el campamento minero, depositario del pulso humano que mide el paisaje cordillerano desde los tiernos ojos de los niños, hasta el abrazo rotundo del hombre.
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La lucha del hombre con los elementos de la naturaleza es ardua. Aunque como especie, el hombre va dominando la naturaleza y logra arrancarle sus secretos, no hay que olvidar que los pasos que da hacia adelante son posibles después de millones de batallas individuales perdidas. Para aprender a ganar ha tenido que saber perder en miles y miles de oportunidades. Las derrotas le enseñan el camino de la victoria.
Augusto Guzmán
Al final de la comida, bajo una araña de lámparas a queroseno, después de limpiarse de residuos notorios, la boca ferozmente bigotuda, el padre miró con severidad familiar a su hija:
—He sabido que el mediquillo ese de provincia, te pretende. Quiere hablar conmigo nada menos que para pedirme tu mano. Naturalmente que me he negado a recibirle.