El caballo de fuego

Hugo Villanueva Rada

"Cuentos de Riberalta"

La casona es antigua. Deben hacer como ochenta años que fue construida. Su primer propietario, el hombre que la hizo construir, fue uno de los pioneros en esta región.

Época de oro de aquel entonces, en que muchos hicieron grandes fortunas; y la verdad es que en esta extensa zona de la amazonia boliviana, las libras esterlinas en monedas de oro, circulaban más que la misma moneda del país.

Se dice que el hombre que hizo construir la vieja casa, que semeja una antigua mansión, amasó, a costa de mucho trabajo y transacciones comerciales, una cuantiosa fortuna en oro y piedras preciosas. Sin embargo, cuando murió de un repentino ataque al corazón, la esposa -no tenían hijos- se topó con el hecho de que no se encontró la tal fortuna de que tanto hablaba la gente.

En aquel tiempo no existían, en el pequeño poblado, Bancos donde se pudiera haber depositado. La viuda que se había casado dos años atrás con el ricachón del pueblo, como todos llamaban al fallecido, sufrió la mayor desilusión de su vida. Buscó por todos los rincones de la casa con la esperanza de encontrar la fabulosa fortuna que esperaba, pero nada. Destrozó los muebles ya desesperada, furiosa; no dejó piedra sobre piedra, levantando los ladrillos del piso, sacó las tablas del cielo raso, y el resultado fue, ¡nada! Absolutamente nada del tesoro que había esperado heredar. Vendió la casa a una persona que llegó para instalarse en el pueblo, y partió para siempre de este lugar. Nunca más se oyó hablar de ella.

El nuevo propietario se instaló en la casona y los años fueron transcurriendo. Nadie supo cómo comenzaron pero se fueron esparciendo rumores referentes a la vieja casa. Se decía que estaba embrujada y que un enorme caballo negro se aparecía, rodeado de llamas, en el patio de la casa, a pesar de que ésta era rodeada por un alto muro de ladrillos. Estas apariciones, según decían, ocurrían alrededor de la media noche.

Cuando llegué a la edad adulta, cierta noche escuché a un anciano -estábamos en un velorio- que contaba la historia del caballo de fuego. Algunos de los que allí se encontraban escuchando, hicieron poco caso, pues todo eso, estas fueron sus palabras, eran sólo "habladurías de la gente".

Sentí deseos de llegar al fondo del aquella historia y averiguar qué había de verdadero en todo eso. De tal forma, hice amistad con la hija del actual propietario, y así pude conversar del asunto.

Le pregunté a Amanda, la hija del dueño de la casa, sobre las apariciones del caballo negro. Ella, antes de contestar a mi pregunta, me miró fijamente para saber si había algún asomo de burla en mi pregunta. Se convenció de que no era así, y me respondió:

—      Muchas personas -la mayoría- toman a broma las apariciones del caballo de fuego, así lo llamamos, y es por este motivo que ya no queremos hablar de este asunto.

—      Amanda, yo estoy escribiendo un libro que trata de hechos   sobrenaturales que,   aunque no sepamos explicarlos, ocurren realmente. Yo sí creo que existe algo más que la materia; que hay un poder que hace mover fuerzas ocultas, un poder que, para el hombre, todavía es un misterio.

—      Dime, Amanda, ¿quién te ha hablado del caballo de fuego? ¿Sabes sí realmente existe, o es una invención, un cuento?

—      Desde que tengo uso de razón escuché hablar de las apariciones del caballo. Pero los años pasaron y a mí nunca se me había aparecido, por lo cual fui, poco a poco, olvidando ese asunto. Pero ahora creo en él. Sé que existe.

—      ¿Cómo puedes estar tan segura?

La muchacha me miró de una manera intensa, profunda, y luego habló dando mucho énfasis a sus palabras:

—      ¡Porque yo lo he visto!

—      ¿Que tú lo has visto?

—      Ocurrió hace muy poco, menos de un mes. Era de noche, a una hora ya avanzada. Creo que aquella noche yo tenía la presión arterial baja -siempre la tengo baja-pues sentía dificultad para respirar en forma normal.  Tenía que hacer fuerza para que el aire entrara a los pulmones. Me levanté de la cama y en aquel momento escuché en el reloj de la torre de la Iglesia, las doce campanadas de la media noche. Se había producido un corte de corriente eléctrica y estábamos a oscuras. Salí al corredor que da al patio pues quería ver si respirando aire puro, me sentía mejor. Habían pasado unos dos o tres minutos que me encontraba allí, alumbrada solamente por la luz de un vela que sostenía en mi mano, cuando sentí un soplo a mi lado, y la vela se apagó. Me asusté y quise gritar, pero lo que ocurrió a continuación me dejo muda: En un rincón del patio, precisamente debajo de un gran árbol de mapajo, muy antiguo, que existe allí desde antes de que yo naciera, comenzaron a aparecer unas llamas como si el árbol se estuviera incendiando. Quedé como hipnotizado contemplando las llamas... ¡Y de repente lo vi!

— ¿Al caballo?

Amanda, como si no me hubiera escuchado, continuó con la narración. Tenía la mirada fija, como perdida en algo distante, como si hubiera olvidado que yo me encontraba junto a ella. Parecía en trance y la fijeza de su mirada y el tono que había adquirido su voz, muy a mi pesar, me impresionaron. Ella habló:

—      ¡Allí está el caballo, el caballo negro, el caballo de fuego; lo estoy viendo allí!...

Y apuntó en mi dirección, hacia atrás de donde yo me encontraba. Volví la cabeza rápidamente, pero no vi nada.

—      ¡Claro que no había nada! ¿Qué me estaba pasando?

La muchacha siguió hablando:

—      El caballo es hermoso y diabólico.., ahora relincha levantando las patas delanteras, me ha visto, me ataca, ¡noooo!...

Agarré a Amanda por los hombros y la sacudí con fuerza. Ella se debatió por un momento, y después poco a poco se fue calmando. Me miró;

—      Le conté lo del caballo, ¿verdad?

—      Sí, Amanda, y le digo que me ha dejado impresionado.

—      ¿Hasta qué punto llegué en el relato?

—      Hasta el momento en que el caballo la atacaba.

—      Evito hablar de este asunto pues sé que hay alguna fuerza oculta, algo misterioso, en todo esto. Esta es la tercera vez que narro este suceso, y en las dos veces anteriores también me ocurrió lo mismo. Comienzo la narración y luego pierdo la noción de las cosas. Es como si algo se adueñara, momentáneamente, de mí persona. Y siempre interrumpo el relato en el mismo punto. Tengo miedo de todo esto.

—      Solamente quisiera pedirle que haga un esfuerzo y me diga algo más: ¿Qué hizo usted cuando el caballo la atacó?

—      Yo me encontraba a un metro de distancia de la puerta de mi habitación. En dos saltos me precipité adentro y tranqué la puerta. Todavía escuché el fuerte estrépito del retumbar de los cascos del caballo sobre las baldosas del corredor. Retiré de la pared el pequeño crucifijo que hay allí, y sin soltarlo me fui a la cama donde me tapé con la colcha cabeza y todo. Al día siguiente conté a mis padres lo que había pasado. Ellos se miraron, y mi padre me dijo:

—      Hija, nosotros también lo hemos visto. Ya basta de todo esto. Venderé esta casa, y si no encuentro alguien que quiera comprarla, la alquilaré.

Mi madre intervino:

—      Pero, Juan esta casa perteneció a tu padre y él tenía cariño a esta propiedad.

—      Sí, es cierto. Tal vez tengas razón. No la venderé pero la voy a alquilar. Faltan viviendas en este pueblo y fácilmente encontraré un interesado.

Eso fue lo que conversé con Amanda sobre aquella historia. Agradecí a la muchacha por su gentileza en hacerme ese relato, y me despedí. Me ausenté de Riberalta por un tiempo y regresé después de casi un año. Cierta noche me encontraba yo en el Bar Oriental, lugar muy concurrido por los que quieren matar el ocio en una rueda de amigos, cuando mis sentidos se pusieron alerta: alguien estaba hablando del caballo de fuego que se aparece en la vieja casona. El que hablaba contó una historia algo confusa de un suceso ocurrido meses atrás. Yo escuché con atención porque ya había escrito los que ocurría con el caballo de fuego, pero, al oír lo que contaban en el Bar Oriental me di cuenta que mi historia estaba incompleta. Verdaderamente, faltaba un final para ese relato, y allí estaba aquel hombre contando el final que yo buscaba. Escuché hasta el fin, y sin embargo no quedé satisfecho.

Pero yo conocía a la persona que podía darme la información exacta: Amanda. Me fui a buscarla a su casa, buscando con la vista la vieja casona y me sentí desorientado. Primeramente creí que me había equivocado de dirección; luego me convencí que era ahí mismo. Pero la vieja casa ya no existía; en su lugar se levantaba un moderno chalet, realmente muy bonito. La puerta estaba cerrada. Llamé, y una criadita salió para preguntarme qué deseaba. Un momento después apareció Amanda.

—      ¡Ah!, es usted. Buenas noches.

—      Veo que aún me recuerda, Amanda. Muchas gracias por recibirme. Es mi afán de escritor el que me ha traído aquí. La historia del caballo; no pude terminarla. Creo que usted puede ayudarme pues he escuchado algo que podría ser el final de la historia del caballo de fuego. No sé si usted...

—      Usted quiere que se la cuente, ¿verdad?

—      Sí lo hiciera, se lo agradecería mucho. En realidad he venido a verla con la esperanza de oírla de sus labios ¿Puede hacerlo?

—      ¡Claro!, ¿por qué no? Mi padre alquiló la vieja casa a un señor...

Escuché a la simpática muchacha con toda la atención posible. Cuando terminó, le agradecí por la gentileza con que me había atendido y me retiré de la casa, no sin antes felicitarla por la belleza de la nueva construcción. Salí de ahí meditando sobre lo que había escuchado... y no quedé satisfecho. Existían todavía algunas lagunas en toda esa historia, por lo cual hice otras pesquisas en la policía local, y con un individuo que, según me indicaron, era compañero de parrandas del hombre que había alquilado la vieja casa. Al concluir estas averiguaciones, mentalmente hice un balance de todo lo concerniente al caso, y quedé satisfecho. No tengo pruebas materiales, como ustedes comprenderán, pero juntando los pedazos del rompecabezas pude nacerme una idea muy aproximada de los hechos. Creo que esto fue lo que ocurrió:

A Riberalta llegó un individuo que muy pronto se hizo popular entre los que frecuentaban determinado bar, por las borracheras que se pegaba. Demostraba tener bastante dinero, y como no le gustaba beber solo, llamaba a uno o dos de aquellos que siempre andan buscando quién les invite a tomar un trago.

Una noche en que nuestro hombre -llamado Manuel F.-estaba ya muy pasado de copas y bebía acompañado de uno de sus seguidores, salió a relucir la historia del caballo. Pepe, su acompañante, le preguntó:

—      ¿Alguna vez has escuchado hablar del caballo de fuego?

—      No, ¿qué es eso?

—      En realidad creo que son cuentos, algo que se andaban inventando, pero te voy a contar. Dicen que algo raro está sucediendo en una vieja casa de esta localidad. Se comenta que son cosas de otro mundo...

Y Pepe le contó toda la historia, remontándose al tiempo del hombre que había hecho construir la casa, y agregando que se creía que en algún lugar de la vieja casona o del enorme patio, posiblemente había enterrado un tesoro en libras esterlinas.

Manuel F. sintió que, como por encanto, se le desvanecía la borrachera. Él había ido al Beni para hacer fortuna en poco tiempo y esta podía ser su gran oportunidad. Quedó convencido de que, efectivamente, en ese lugar tenía que haber uno de aquellos famosos entierros de que él había oído hablar. Sí la gente era supersticiosa y tenía miedo a los espíritus, mejor para él que no le tenía miedo ni al diablo.

Al día siguiente supo que la casa estaba en alquiler y pagó dos meses, por adelantado, sin regatear, trasladándose inmediata mente a vivir en la vieja casona.

Una semana después, la mujer que cocinaba y cuidaba del aseo llegó, como todos los días, muy temprano y tocó la puerta para que su patrón, el nuevo inquilino, le abriera.

Después de esperar un momento, como nadie abría la puerta, comenzó a golpear con más fuerza. Y así estuvo dando golpes a la puerta por espacio de casi media hora, y nada.

La puerta seguía cerrada sin que, desde adentro, nadie diera señales de vida. Otras personas que se acercaron, comenzaron también a aporrear, con toda fuerza, las puertas y ventanas, pero todo fue inútil.

Cuando se convencieron de que a1 anormal ocurría, fueron a llamar a los dueños de la casona, los padres de Amanda, que ahora vivían en otro barrio. Cuando llegaron éstos, con la otra llave abrieron la puerta y entraron al interior de la casa, seguidos por varias personas. No encontraron al inquilino en ninguna de las habitaciones. Salieron entonces al patio y luego divisaron, junto al tronco del mapajo, el cuerpo caído. Todos corrieron hacia aquel lugar y cuando llegaron, quedaron mudos ante el espectáculo que presenciaron: Un lampión a kerosén posado sobre el suelo, todavía dejaba ver su mortecina luz, y un gran agujero en la tierra húmeda indicaba que el hombre había estado cavando durante bastante tiempo. Y había encontrado lo que buscaba, pues a la vista de todos estaba aquel cofre de madera, ya abierto. Todos pudieron ver que estaba abarrotado de monedas de oro, las famosos libras esterlinas, y una gran cantidad de joyas y piedras preciosas. Pero lo que impresionó a todos y los conmovió profundamente, fue la visión del hombre muerto. Tenía el cráneo partido; había recibido una patada salvaje de un caballo que le había quebrado y hundido el parietal, dejando en aquel sitio la huella inconfundible del asesino. Claramente se distinguía en el cráneo del muerto, la marca de un casco de caballo.

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