Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Oscar Cerruto
La calle estaba oscura y fría. Un aire viejo, difícil de respirar y como endurecido en su quietud, lo golpeó en la cara. Sus pasos resonaron en la noche estancada del paisaje.
Vicente se levantó el cuello del abrigo, tiritó Involuntariamente. Parecía que todo el frío de la ciudad se hubiese concentrado en esa cortada angosta, de piso desigual; un frío de tumba, compacto.
"Claro - se dijo y sus dientes castañeteaban, -vengo de otros climas. Esto ya no es para mí"
Se detuvo ante una puerta. Si, ésa era la casa. Miró la ventana, antes de llamar; la única ventana por la que se filtraban débiles hilos de luz. Lo demás era un bloque informe de sombra.
En el pequeño espacio de tiempo que medió entre el ademán de alzar la mano y tocar la puerta cruzó por su cerebro el recuerdo entero de la mujer a quién venía a buscar, su vida con ella, su felicidad, truncada brutalmente por la partida sin anuncio.
Se había conducido como un miserable, lo reconocía. Su partida fue casi como una fuga. ¿Pero pudo proceder de otro modo? Un huésped desconocido batía ya entonces entre los dos su ala sombría y ese huésped era la demencia amorosa. Hincada la garra en la entraña de Elvira, torturábala con desvarios de sangre. Muchas veces él vio brillar determinaciones terribles en sus ojos, y los labios, dulces para el beso, despedían llamas y pronunciaban palabras de muerte, detrás de las cuales percibíase la resolución que no engaña. Cualquier demora suya, cualquier breve ausencia sin aviso, obligado por sus deberes, por el reclamo inexcusable de sus amigos, explosiones de celos. La encontraba desgarrada, temblando en su nerviosidad, pálida. Ni sus preguntas obtenían respuestas ni sus explicaciones lograban romper el mutismo duro, impregnado de rencor, en que Elvira mordía su violencia. Y de pronto estallaba en injurias y gritos, la cabellera al aire, loca de cólera y amargos resentimientos.
Llegó a pesarle ese amor como una esclavitud. Pero eran cadenas que su voluntad no iba a romper. La turbulencia es un opio, a veces, que paraliza el ánimo y lo encoge. Vivía Vicente refugiado en su temor, sabiendo al propio tiempo, lo mismo que el guardián de laboratorio, que sólo de él dependía despertar el nudo de serpientes confiado a su custodia.
Y la amaba, además. ¿Cómo soportar, sino como una enfermedad del ser querido, ese flagelo que corroía su dicha, ese concubinato con la desventura? La vida se encargaría de curarla; el tiempo, que trae todas las soluciones.
Fue la vida la que cortó de un tajo imprevisto los lazos aflictivos. Un día recibió orden de partir, pensó en la explicación y la despedida, y su valor flanqueó. Engañándose a sí mismo, se prometió un retorno próximo, se prometió escribirle. Y habían transcurrido dos años. Casi consiguió olvidarla; pero la había olvidado? Regresó a la ciudad con el espíritu ligero, conoció otras mujeres en su ausencia; se creía liberado. Y, apenas había dejado su valija, estaba aquí, llamando a la puerta de Elvira, como antes.
La puerta se abrió sin ruido, empujada por una mano cautelosa, y una voz - la voz de Elvira -preguntó:
Lo atrajo hacia adentro y cerró.
Él ya se había sentado, con el abrigo puesto.
No había cambiado. Era así, indócil, cuando la roía alguna desazón. ¿Iba a discutir con ella esa primera noche? Le tomó la mano helada y permanecieron en silencio. La habitación estaba casi a penumbra, otra de sus costumbres irritantes. Pero, en fin, no le había hecho una escena. El esperaba una crisis, recriminaciones, lágrimas. Nada de eso hubo. Sin embargo, no estaba tranquilo: la tormenta podía estar incubándose; debajo de esa máscara podía hallarse, acechante, el furor, más aciago y enconado por el largo abandono. Tardaba, empero, en estallar. De la figura sentada a su lado sólo le llegaba un gran silencio apacible, una serena transigencia.
Comenzó a removerse, inquieto; y de pronto se encontró haciendo lo que menos había querido, lo que se había prometido no hacer: enzarzado en una explicación minuciosa de su conducta, de las razones de su marcha subrepticia, disculpándose como un niño. A medida que hablaba comprendía la inutilidad de ese mea culpa y el humillante renuncio. Mas no interrumpía su discurso, y sólo cuando advirtió que sus palabras sonaban a hueco, calló en medio de una frase, y su voz se ahogó en un tartamudeo.
Con la cabeza baja sentía pasar el tiempo como una agua turbia.
La miró Vicente, absorto, no sabiendo si se burlaba de él ¡Cómo! ¿Iba a decirle ahora que lo Ignoraba; qué en dos años no se había enterado siquiera del curso de su existencia? ¿Qué juego era ese? Buscaba herirlo, probablemente, simulando un desinterés absoluto en lo que a él concernía aun a costa de desmentirse. ¿No acaba de afirmar que ella lo sabía todo? ¡Bah! Se cuidó, no obstante, de decírselo; no quería dar pretexto para que se desatara la tormenta que su tacto había domesticado esta noche. Decidió responder, como al descuido:
Sólo después de una pausa Elvira comentó enigmática:
Consideró Elvira la joya unos instantes. Sin ajustar el broche, puso el reloj en su muñeca.
"Parece enferma", pensó Vicente, mientras depositaba el reloj sobre el estuche abierto. Estaba, en efecto, delgada; delgada y exangüe. Pero no se atrevió a interrogarla.
Estalló un trueno, lejos, en las profundidades de la noche. La lluvia gemía en los vidrios de la ventana. Un viento desasosegado arrastraba su causa de rencor por las calles, sobre los techos.
La besó largamente, estrechándola en sus brazos. El viejo amor renacía en un nuevo imperio y era como tocar la raíz del recuerdo, como recuperar el racimo de días ya caídos. Refugiada en su abrazo, parecía la hija del metálico invierno, un trozo desprendido de la noche.
La lluvia azotaba la calle con salvajes ramalazos de furia.
"¡Maldito tiempo!", rezongó Vicente, calado antes de haber dado diez pasos. "A ver si ahora no encuentro un taxímetro".
Somos prisioneros del círculo. Uno cree haberse evadido del tenaz acero y camina, suelto al fin un poco extraño en su albedrío, y siente que lo hace como en el aire. Le falta un asidero, el suelo de todos los días. Y el asidero es, de nuevo, la clausura.
Vicente atraviesa calles y plazas. Hay un ser que se desplaza de él y lo aventaja, apresurado, con largas zancadas varoniles, ganoso del encuentro. Mientras otro, en él se resiste, retardando su marcha, moroso y renuente. El mismo va siguiendo al primero, contra su voluntad. ¿Pero sabe siquiera cuál es su voluntad? ¿Lo supo nunca? Creyó, un momento, que era el saberse libre. Ya libre, su libertad le pesaba como un inútil fardo. ¿Qué había logrado, si su pensamiento era Elvira, si su reiteración, sus vigilias se llamaban Elvira? Su contienda - los dos atroces años debatiéndose en un litigio torturado - no tenía también ese nombre? Lúcido, con una lucidez no alterada, percibía, curiosamente, la naturaleza del discorde sentimiento, que no se parecía al amor ni era el anhelo de la carnal presencia de Elvira, sino una penosa ansia, la atracción lancinante de una alma.
La secreta corriente lo lleva por ese trayecto tantas veces recorrido. Vicente se deja llevar. Discurre los antiguos lugares, los saluda, ahora, a la luz del sol; entra en la calleja familiar luego de haber dejado atrás, a medio cumplir, sus afanes.
Llama a la puerta.
Un perro que pasa se detiene a mirarlo un instante; después sigue trotando, sin prisa, calle abajo.
Vuelve a llamar y espera el eco del campanillazo. Nada oye; el timbre, sin duda, no funciona. Toca entonces con los nudillos, enseguida más fuerte, con el puño cerrado. Ninguna respuesta.
Elvira ha debido salir. ¿Pero no queda nadie en la casa? Retrocede hasta el centro de la calzada, para mirar el frente del edificio. Observa que las celosías están corridas, los vidrios sin limpieza. Se diría una casa abandonada. ¡Qué raro era todo esto!
Una vecina se había asomado. Lo examinaba desde la puerta de su casa, la escoba en la mano. Vicente soportó el escrutinio sin darse por enterado. "Bruja curiosa", gruñó. La vieja avanzó por la acera.
La mujer tornó a examinarlo, acuciosa.
La mujer lo contemplaba ahora con espanto, dando pequeños grititos de desconcierto. Llamó en su auxilio a un señor de aspecto fúnebre, con trazas de funcionario jubilado, que había salido a regar sus plantas en la casa de enfrente, y a quien Vicente recordaba haber visto en la misma faena alguna vez. El hombre se acercó sin dar muestras de apresuramiento.
Los ojos del jubilado se clavaron, hoscos en Vicente, unos segundos. No lo encontró digno de dirigirle siquiera la palabra; dio a comprender, con su actitud, juzgaba con severidad a los jóvenes Inclinados a la bebida; volviéndole la espalda, se retiró farfullando entre dientes.
Vicente decidió marcharse. O toda esa gente estaba loca o padecía una confusión grotesca. ¡Par de zopencos! después de todo, tenía un viso cómico el asunto. Se reiría Elvira al saberlo.
Por la noche la casa estaba toda oscura. Llamó en vano. Sus golpes resonaban profundamente en la calma nocturna. Sus propios golpes lo pusieron nervioso. Comenzó a transpirar; advirtió que tenía la frente humedecida. Un tanto alarmado ya, corriendo sin reparo por las calles silenciosas, hasta encontrar un vehículo, acudió a interrogar a algunos amigos. Todos le confirmaron que Elvira había muerto. No se aventuró a referirles su extraña experiencia; temía que lo tomaran a risa; peor aún: temía que no le creyeran.
Hay una zona de la conciencia que se toca con el sueño, o con mundos parecidos al sueño. Creía estar pisando esa zona, esa linde a la que los vapores azules del alcohol nos aproximan. Y con la I misma dificultad del ebrio o del delirante, su espíritu luchaba por discernir la realidad.
Cuando el juez, accediendo a su demanda, abrió la casa de la muerta, Vicente descubrió sobre la mesita de la sala, el pequeño reloj con incrustaciones de brillantes, en el estuche abierto.
Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Gastón Suarez
Alguien va finar, patrón —decía Cástulo Narváez, mientras limpiaba la lámpara a carburo, de cuclillas frente al cuarto del administrador. —Es seña fija...— sus dedos largos, huesudos, quitaban con habilidad, la ceniza de los trozos de carburo de calcio que aún eran utilizables. A la luz de la luna que se prodigaba desde un cielo limpio, transparente, su rostro anguloso reflejaba una rara fisonomía: tan pronto parecía la de un santo como la de un cadáver.
Elsa Dorado De Revilla
Prendido en la falda del cerro cuyas entrañas guardan el rico yacimiento mineral, se alza, desde su humilde pequeñez, el campamento minero, depositario del pulso humano que mide el paisaje cordillerano desde los tiernos ojos de los niños, hasta el abrazo rotundo del hombre.
Las luces mortecinas de las viviendas, asemejan luciérnagas estáticas que buscan dar calor a la fría noche. Una improvisada campana rompe con su tañido el silencio, marcando a golpes el tiempo.
Pablo Ramos Sánchez
A: Julio Ramos Valdez
La lucha del hombre con los elementos de la naturaleza es ardua. Aunque como especie, el hombre va dominando la naturaleza y logra arrancarle sus secretos, no hay que olvidar que los pasos que da hacia adelante son posibles después de millones de batallas individuales perdidas. Para aprender a ganar ha tenido que saber perder en miles y miles de oportunidades. Las derrotas le enseñan el camino de la victoria.
Augusto Guzmán
Al final de la comida, bajo una araña de lámparas a queroseno, después de limpiarse de residuos notorios, la boca ferozmente bigotuda, el padre miró con severidad familiar a su hija:
—He sabido que el mediquillo ese de provincia, te pretende. Quiere hablar conmigo nada menos que para pedirme tu mano. Naturalmente que me he negado a recibirle.