Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Augusto Guzmán
Al final de la comida, bajo una araña de lámparas a queroseno, después de limpiarse de residuos notorios, la boca ferozmente bigotuda, el padre miró con severidad familiar a su hija:
—He sabido que el mediquillo ese de provincia, te pretende. Quiere hablar conmigo nada menos que para pedirme tu mano. Naturalmente que me he negado a recibirle.
—El mediquillo ese, se ha recibido en el extranjero y además de su profesión tiene dos fincas en este valle, a pocas leguas de la ciudad —intervino la madre de Eloísa, afrontando la soberbia del orgulloso don Matías que, si bien era hombre ilustrado, a fuerza de buenas lecturas y costosos viajes por Europa, carecía tanto de fincas como de un título universitario. Dedicábase con éxito a la acumulación de intereses sobre un grueso fondo que hacía girar en préstamos usurarios.
— ¿Pero es que tú pretendes casar a nuestra hija con un cholo?
—Oye Matías: Un médico prestigioso como él, no puede ser cholo. Ahora es el médico privado de las señoras más encopetadas de la ciudad. Su madre tampoco es chola, es una señora de traje. Y su padre era un agricultor decente, aficionado a hermosos caballos. Creo que era hasta socio del Club.
—Poco sabes, mujer, de genealogías. La abuela del mediquito, doña Manucha, era una de las cholas más voluminosas del mercado de las "chifleras", que así se llaman estas comerciantes minoristas de bajo toldo. Como hizo plata, su hija no sólo fue de "vestido", sino también de escuela y de internado de señoritas.
— ¿Sabes que esta manía de cholear a la gente que se abre camino desde un origen humilde, ya está pasando de moda al cambiarse los faroles del alumbrado público por pantallas de luz eléctrica? Pronto también nosotros tendremos focos en vez de esas lámparas que despiden humo. Si el doctor quiere a Eloísa y Eloísa quiere al doctor, debemos acceder al matrimonio, sin mayores engreimientos.
Eloísa, con los bellos ojos melancólicos clavados a la blancura impecable del mantel, no se atrevía a decir palabra, aunque su corazón rebosaba de resentimiento contra su padre y de gratitud hacia su madre.
—Así sea que en vez de luna y estrellas del cielo, nos alumbren en adelante nada más que focos eléctricos, yo no haré casar por nada a mi hija con el nieto de una chola del mercado de trapos —concluyó el distinguido prestamista, y se levantó de su asiento para internarse en la habitación contigua, donde tenía el escritorio.
Los ojos de Eloísa, tocados de la emoción, apenas contenida, desbordaron llanto copioso y re-signado. Su madre la estrechó entre los brazos, tiernamente:
—No le hagas caso. Ya comprenderá. Vamos, no llores.
Y se la llevó al costurero, junto al rosal cuyas corolas embalsamaban gratamente los rancios aires de la casa solariega.
Allí tuvo lugar la conspiración para burlar la insensata oposición nobiliaria de don Matías de Solórzano y Cañete, a quien de las tres hijas, de hermosura ciertamente aristocrática, no le quedaba por casar sino Eloísa, la menor, y acaso la más encantadora. Pronto el llanto cesó de fluir de los claros cielos que eran los ojos de la joven y sus labios esbozaron una sonrisa digna del pincel de Leonardo. La madre, guardando estrictamente las apariencias, estaba resuelta a proteger el amor de su hija por el galeno afincado. Demandó la influencia del alto clero, y el alto clero vino en su ayuda.
Grande fue su contrariedad, cuando espiando la audiencia escucharon, madre e hija, que la solicitud del pretendiente fue negada de plano, siendo el intermediario nada menos que el Deán del Coro Catedralicio, diplomático experto en estas negociaciones.
—La nobleza está en el alma, en el espíritu, en la inteligencia; en fin, la nobleza... — Parecía como que el discurso del eclesiástico había demolido, a peso de razones teóricas y ejemplos prácticos, los prejuicios de casta que entenebrecían la envanecida mentalidad de Solórzano y Cañete. Se hizo el silencio, la pausa grave que precede en estos casos, a la capitulación total. Empero no tardó en oírse la voz firme, resuelta, algo atiplada de don Matías:
—Mí querido Monseñor: A Ud. le digo, con todos mis respetos, que no enturbiaré la limpieza tradicional de mí casta, permitiendo la mezcla con mestizos más o menos afortunados e instruidos. El matrimonio no es cosa de almas solamente, sino de sangre, de hidalguía hereditaria. Pues bien, mi sangre repugna a los mestizos, a los cholos arribistas que en ningún caso podrán arrebatarme una hija, para entroncar en ella su oscuro linaje hecho de cinismo triunfador y de grosería insatisfecha. No hablemos más del asunto. El clero no puede negociar contra la nobleza. Sírvase Ud. paladear conmigo este oscuro, dulce y espeso jerez español, que acabo de recibir de mi proveedor de la costa.
Monseñor, con la copa en la mano, se batía en retirada:
—En fin, Ud. como pater familias, sabe lo que más conviene a su prole. El muchacho es bueno. ¿No le satisface? Nada hay que hacer, amigo mío.
Sin embargo, los amores del doctor Ricaldes con Eloísa a la altura del rechazo definitivo, eran amores correspondidos y por tanto susceptibles de evolución hacia un matrimonio clandestino. Si un canónigo de ración entera, como el Deán del Cabildo, había fracasado en el gabinete de Solórzano, un simple cura de parroquia provincial, eficazmente apalabrado por el pretendiente, podía casar a los novios sin necesidad de licencias paternales, puesto que ambos disfrutaban de la mayoridad civil.
Como la prohibición de entrevistar era absoluta, el médico redactó el mensaje decisivo, sobre los acuerdos preliminares de los fugaces diálogos en la iglesia a la terminación de la misa dominical. La carta viajó en el seno henchido de una mujer del campo, que trotó desde la finca a la ciudad tras una recua de burros cargados de leña. Había que vender la leña en la casa de don Matías, a cualquier precio, y aprovechar la ocasión para entregar el billete amoroso, que en efecto fue entregado fácilmente: "Eloísa del alma: Todo lo tengo dispuesto, desde tu traje de novia, hasta el coche que ha de llevarnos a la finca, entre una escolta de invitados, después de la ceremonia en la parroquia de la Virgen del Consuelo, cuyo cura está comprometido para casarnos. Dime si está bien que esto suceda el próximo domingo, como hoy, que te mando este papel con la mujer del hortelano. Tendrías que salirte de la misa de las nueve, de Santo Domingo, y tomar el coche a la vuelta de la esquina, en la calle de Los Valientes, donde yo te estaré esperando para conducirte a la felicidad. Eternamente tuyo. Doctor Ricaldes". Después de la firma había una nota: "Si no estás conforme, contesta por favor. Tu silencio, sería el desprecio, la muerte de nuestro querido amor, tan combatido por tu padre y tan defendido por tu Doctor Ricaldes".
Mientras la mujer se demoraba, estudiadamente, Eloísa, conturbada por esa provocación del destino que había entrado hasta su casa, detrás de una recua de jumentos sobrecargados de leña, apenas pudo atinar a pergeñar la respuesta:
"Estoy tan conforme a tus planes, como espantada de lo que voy haciendo. Estaré el domingo en ese sitio a la hora, que me indicas. Tu E ".
La respuesta de tres líneas era insignificante. Una tira de papel que la emisaria la dobló despectivamente para alojarla en la toquilla del sombrero. El secreto era solamente de Eloísa. Su madre no estaba en la casa y además la conjuración había terminado, prácticamente, con la intervención desafortunada del Deán.
La mujer salió arreando las bestias, enérgicamente, pues tronaba a lo lejos la tormenta estival.
En la desarbolada llanura, donde el temporal flagelaba la esterilidad compacta de las tierras secarronas, impermeables a la lluvia, el viento le alzó las polleras y le azotó las carnes ocultas con la regadera del chubasco, haciéndole volar el sombrero a una distancia enorme, donde fue recobra-do sin el billete de Eloísa que había volado a misterioso confín, tal vez antes que volara el propio sombrero, cuya toquilla se había desajustado de la copa, en algún momento que tampoco se podía precisar. Desde ese instante el futuro de los amores de Eloísa y Ricaldes, dependía de lo que dijera recta o torcidamente la mujer del hortelano.
— ¡Pobre de mí! —Se lamentaba la mujer— ¿cómo pude traer el papelillo ése en la toquilla de mi sombrero? Lo mejor será darlo por no recibido. Con lo pequeño que era, no debió ser importante.
En la casa de hacienda, el patrón la interrogó:
— ¿Le diste la carta a la niña?
—Sí que le di, patrón, y la leyó.
— ¿No te dio un papel de respuesta?
—Nada me dio, patrón.
— ¿Hubo tiempo de que te diera la respuesta?
—Hubo tiempo de sobra, porque al llegar no más le di tu carta, patrón.
Con la cabeza baja, suspirando, paseaba el doctor Ricaldes en la enorme habitación. La mujer ya se había retirado y él la llamó de nuevo, a gritos:
— ¿Le diste la carta y no te dio la respuesta? —No me la dio, patrón.
Sin embargo, al cobijarse en la choza, pensó: "¿Podrá ser cosa de tanta preocupación el pape-lito ese de la niña? Si el doctor me pregunta de nuevo, se lo digo claramente que el viento me lo quitó, por no haberlo guardado en mi seno, como hice con su carta". Pero Ricaldes, aunque estaba en ánimo de pasarse toda la noche reclamando la suspirada respuesta, no volvió a llamar. Y se puso a consumir, en silencio, cigarrillo tras cigarrillo. Al día siguiente tampoco preguntó ya nada. El campo llovido mostraba su lozanía al sol que lo acometía ardiente y luminoso, poniéndole collares de diamantes que brillaban entre la hierba. Ricaldes miró la naturaleza jovial, bajo el trinar mañanero de los pájaros del huerto: "El viejo mentecato la habrá ganado de su parte. Al diablo con esta gente cursi, enmohecida entre sus títulos de nobleza". Y pidió su caballo para dar un paseo hacia su otra finca, donde lo esperaba su madre.
El día domingo de la cita, Eloísa, abandonó el templo en el momento de la comunión, y dobló la esquina sobre la calle de Los Valientes. No había ni sombra de un coche. El sol bruñía las casas de un resplandor amarillento. Cuan pocos transeúntes caminaban por las aceras, a lo largo de la estrecha calle inundada de charcos pluviales. Esperó cinco, diez, quince minutos, distrayéndose con el vuelo de unas palomas que volaban desde la cúpula del templo hasta una esbelta torrecilla que coronaba un edificio próximo. Ganada ya por el desengaño, siguió caminando por la acera, mientras su dolor de novia frustrada, se iba trocando en peligrosa indignación femenina. Cuando volvió al punto de partida habían pasado cuarenta minutos de humillación. Entonces su corazón ofendido, desbordó de orgullo aristocrático: "Vaya con el doctor Ricaldes. Se ha tomado la revancha conmigo, por el orgullo de mi padre. Cholo atrevido en proponer y cobarde en sostenerse. Cholillo indecente y mentiroso". Ajustó los finos labios contra el apretado estuche de su hermosa dentadura, y siguió caminando, con nerviosa altivez, hacia la casa familiar que se le representó blasonada con los ilustres cuarteles de los de Solórzano y Cañete, cuya divisa caballeresca, inventada por don Matías, rezaba claramente: "Mi honra, es mi linaje".
Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Gastón Suarez
Alguien va finar, patrón —decía Cástulo Narváez, mientras limpiaba la lámpara a carburo, de cuclillas frente al cuarto del administrador. —Es seña fija...— sus dedos largos, huesudos, quitaban con habilidad, la ceniza de los trozos de carburo de calcio que aún eran utilizables. A la luz de la luna que se prodigaba desde un cielo limpio, transparente, su rostro anguloso reflejaba una rara fisonomía: tan pronto parecía la de un santo como la de un cadáver.
Elsa Dorado De Revilla
Prendido en la falda del cerro cuyas entrañas guardan el rico yacimiento mineral, se alza, desde su humilde pequeñez, el campamento minero, depositario del pulso humano que mide el paisaje cordillerano desde los tiernos ojos de los niños, hasta el abrazo rotundo del hombre.
Las luces mortecinas de las viviendas, asemejan luciérnagas estáticas que buscan dar calor a la fría noche. Una improvisada campana rompe con su tañido el silencio, marcando a golpes el tiempo.
Pablo Ramos Sánchez
A: Julio Ramos Valdez
La lucha del hombre con los elementos de la naturaleza es ardua. Aunque como especie, el hombre va dominando la naturaleza y logra arrancarle sus secretos, no hay que olvidar que los pasos que da hacia adelante son posibles después de millones de batallas individuales perdidas. Para aprender a ganar ha tenido que saber perder en miles y miles de oportunidades. Las derrotas le enseñan el camino de la victoria.
Walter Montenegro
Quién sabe qué vientos trajeron a don Adolfo Schmidt desde Alemania a Bolivia, allá por los años de 1912. Quizá la idea no del todo descabellada, de esta América en la cual las riquezas están a flor de tierra, y sólo esperan la experta mano del “gringo” para convertirse en rutilantes libras esterlinas.