Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Porfirio Díaz Machicado
Claro, como era nieto de indios le llamaban Quilco, por burlarse del él, por arañarle el alma. Él no hacía caso. Le sacaba, joroba, como los gatos, a sus impulsos y contestaba con el brillo de sus ojos. Y nada más. Un gato asustado de los ratones... Luego, entraba resbalando, despacio, con susto, en su desolación.
— ¿Qué hará Quilco en la vida? -¡Bah, a lo mejor nada!
Es muy difícil, en veces, llegar a la dificultosa y horrible decisión de no hacer nada. A Quilco lo sujetaba su raza, amarrado a la contemplación. Dentro de sí había algo que era como una dentadura que masticase coca. De rato en rato escupía un deseo. Pero era un deseo tan absurdo...
— ¿Qué hará Quilco en la vida? -Los colegiales reían.
Entonces él sacaba una uña interior y rasguñaba un anhelo:
Navegar... Pero no entre las totoras del lago milenario y sagrado de su pampa, ni en la barquita frágil de pajas secas, sino en los buques grandes, mecidos por la bravura de las olas en unos mares enormes, enormes como el tiempo, como su ansia, como él... Y despegarse de las orillas para ir fraternalmente con el aire infinito, encerrado por muros de horizontes y de charla con el agua frené-tica, vestida de experiencia y encanecida de espumas. Ir por el mar...
Quilco solía repetir:
—Ir por el mar...
Sin embargo, en su pena inútil, volvía a mascar sus hojas de coca. Ninguno de los suyos, hombres envueltos en el viento helado de las cordilleras, conoció el mar. El mar de los indios, estaba seco, muerto bajo el cielo azul: el altiplano. Sin espumas, sin olas, sin playas, mar de tierra gris, rayado por la paciencia de los bueyes. Mar con mortaja. Por eso él quería navegar en los barcos de hierro, para matar la angustia de su mar muerto y cambiar la coca por el licor marinero. Para dejar de ser lombriz y convertirse en pez. Si él pudiera abrazar un paisaje nuevo... Si él pudiera enredar su corazón entre las algas mojadas y escuchar el secreto de otros mundos... Quilco sería Colón y Pizarro, o simplemente el último vagabundo de la tripulación, el que obedece, el que sufre, el que se retuerce con la espina de la impotencia y del silencio.
¡Aunque fuese así! Pero del fondo de la sombra, algo le tiraba fuertemente a la entraña de la tierra. Quilco se quedaba... Y la nave de ilusión se iba, se perdía en el confín, cayéndose y levantándose entre las olas. Los marineros limpiaban la sal de mar de sus frentes sudorosas y reían sus corazones una carcajada de muchos cielos y tenían un ademán para recordar todos los puertos en donde habían anclado. Quilco, abandonado en el puerto, guardaba el pañuelo de la despedida.
— ¿Qué hará Quilco en la vida?
Derrochar... Sí, derrochar locura y riquezas. Llegar un día a Nueva York, comprar acciones, venderlas, volverlas a comprar según el diagnóstico de los juegos de bolsa. Y subir en un coche y correr la carrera de fiebre de la vida moderna, quitándose un segundo de tiempo para sonreír por un recuerdo romántico, o dedicado nada más que tres minutos para pensar en la humildad, el amor y la belleza. Y saludar a Dios si el buen humor se lo permitía. Y ponerle el cocktail unas gotas de transacción y la alegría de un 10 % al cigarrillo. Mientras tanto él vería crecer su fortuna como a un nene robusto, con mejillas de crédito, ojos de prosperidad y abdomen de cuenta corriente... ¡Mister kilko!, el gran Mr. Kilko, el Rey de las Maderas... Mr. Kilko. - Quinta Avenida, Nueva York, Estados Unidos de Norte América - ¡metiendo las manos en una bolsa de oro! Y echando también el oro por las ventanas del rascacielos, con cimientos de sindicato o de sociedad anónima.
Mr. Kilko asegurado, Mr. Kilko la astilla viviente de la Bolivian Madera, Society Corp. ¡Mr. Kilko un hombre de oro!... Pero una mano insistente le atraía para abrazarlo a traición: la raza, la raza fuerte, imperdonable, asesina del sueño. Ninguno de los suyos fue usufructuario, ni jamás conoció el derroche, menos aún la locura. Eran indios que para recorrer un camino vacío, ponían en él la humildad de una pisada esclava. Y tenía por reloj al sol en las jornadas sin fin de las penas largas. No hubo nunca en sus vidas el más leve intento de locura. Al contrario: pequeños de acción, no comerciaban porque horadaban la tierra para hacerla germinar con una lágrima en el tiempo de un silencio crecido. ¡Indios, pobres indios!... Quilco entraba sobresaltado, huraño, en el ritmo doliente de la realidad.
— ¿Qué hará Quilco en la vida?
Amar... Amar con todas las fuerzas. Vivir entregado a una pasión. Conquistar a una mujer, como fruta extraordinaria, y saborearla en el triunfo de una nueva independencia. Una mujer blanca, una castellana de gran mundo, una dama... No la Lurpila del campo, ni la Kantuta pastora, con los dedos pegados a la rueca, recortándose en el confín del yermo. No. Quilco quería una señora, una matrona. Ya no serían para él los roces de los phullos, tejidos con lana de las ovejas, sino la caricia de la seda sensual. Más, nuevamente, con tenacidad, volvía a hundirse en la miseria de su resignación. Todos sus ensueños se deshacían. La sangre oculta en su carne bronceada lo llamaba a la cordura, al retorno paciente. Nunca un corazón aymara había latido por mujer de otra raza. Nunca. Ni fue cálida la mente para abandonar su frontera de siglos. ¡Ay de aquel que deseara ver atrás del horizonte límite! Solamente la Lurpila y la Kantuta, la rueca y las ovejas para los hombres rudos de la raza fuerte. Mientras se va tejiendo un poncho, se va, a la par, tejiendo un destino. Y el que reniega del destino, va sin poncho, desnudo, a la intemperie del olvido...
— ¿Qué hará Quilco en la vida?
— ¡Bah, a lo mejor nada!... Los colegiales reían de la timidez del compañero.
Entonces él, crucificado a los suyos, hincó las rodillas en su tercera caída, y su alma absorbió el polvo del suelo.
— ¿Qué hará Quilco en la vida? El respondió resuelto: -¡Nada!
Y tornó el camino de regreso, entregándose a los brazos abiertos de su solar nativo. Surcó con pies recios el lomo de mar endurecido de la pampa, se peinó la cabellera con el viento y aplacó su sed en el arroyo tímido. Se santiguó con la cruz de los cuatro puntos cardinales y se santificó con el aire de las cordilleras. Se envolvió de pampa y se puso frente al horizonte, camino de su hogar.
Entonces el asno le mostró su fatiga y la majada le contó los secretos de la pastora.
Y cuando Quilco se hubo reintegrado a sus campos, puso las manos en los hombros de su padre y le habló en aymará:
—Tatay me he regresado...
Fin
Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Gastón Suarez
Alguien va finar, patrón —decía Cástulo Narváez, mientras limpiaba la lámpara a carburo, de cuclillas frente al cuarto del administrador. —Es seña fija...— sus dedos largos, huesudos, quitaban con habilidad, la ceniza de los trozos de carburo de calcio que aún eran utilizables. A la luz de la luna que se prodigaba desde un cielo limpio, transparente, su rostro anguloso reflejaba una rara fisonomía: tan pronto parecía la de un santo como la de un cadáver.
Elsa Dorado De Revilla
Prendido en la falda del cerro cuyas entrañas guardan el rico yacimiento mineral, se alza, desde su humilde pequeñez, el campamento minero, depositario del pulso humano que mide el paisaje cordillerano desde los tiernos ojos de los niños, hasta el abrazo rotundo del hombre.
Las luces mortecinas de las viviendas, asemejan luciérnagas estáticas que buscan dar calor a la fría noche. Una improvisada campana rompe con su tañido el silencio, marcando a golpes el tiempo.
Pablo Ramos Sánchez
A: Julio Ramos Valdez
La lucha del hombre con los elementos de la naturaleza es ardua. Aunque como especie, el hombre va dominando la naturaleza y logra arrancarle sus secretos, no hay que olvidar que los pasos que da hacia adelante son posibles después de millones de batallas individuales perdidas. Para aprender a ganar ha tenido que saber perder en miles y miles de oportunidades. Las derrotas le enseñan el camino de la victoria.
Augusto Guzmán
Al final de la comida, bajo una araña de lámparas a queroseno, después de limpiarse de residuos notorios, la boca ferozmente bigotuda, el padre miró con severidad familiar a su hija:
—He sabido que el mediquillo ese de provincia, te pretende. Quiere hablar conmigo nada menos que para pedirme tu mano. Naturalmente que me he negado a recibirle.