Pía shipati quiniamati (La flecha de oro)

Hugo Villanueva Rada

"Cuentos de Riberalta"

En la lejanía de los tiempos, la tribu de los chácobo era numerosa. Una fracción de esta nación habitaba cerca del lago Tumichucua, y el número de habitantes de este grupo sobrepasaba las cuatro centenas entre hombres, mujeres y niños.

Esta historia la escuché contada por un anciano chácobo que ya había sobrepasado los cien años de existencia y a quien los otros miembros de la tribu respetaban mucho. Su nombre era Joni Shina Jía Xeni (Hombre Bueno), pero todos en la aldea le decían Cahexeni (Sabio) en reconocimiento general a los muchos conocimientos que su larga vida le había dado.

Yo era un muchacho de doce años cuando escuché esta historia. Fue meses antes de que terminara la Segunda Guerra Mundial. En ese tiempo mi padre tenía un siringal a poca distancia de la aldea de los chácobo, y de vez en cuando algunos de ellos llegaban hasta la Casa Central de la barraca, llevando sobre sus hombros pieles de animales que habían cazado, frutas, carne de algún animal del monte, etc., para cambiar por sal, telas para ropa y otras cosas que necesitaban.

Fue en una de estas ocasiones cuando conocí al anciano Cahexeni. Cuando alguien -no recuerdo quién- me contó que aquel viejo chácobo tenía más de cien años, yo sentí admiración; el anciano, de cabellos blancos que enmarcaban su rostro lleno de profundas arrugas, se movía con la agilidad de un hombre sano de sesenta años.

Los cinco chácobo que habían llegado con Cahexeni, se fueron con el anciano a la cabana que mi padre les había destinado, pues iban a pasar la noche en la barraca. Yo sentía mucha curiosidad por estos hombres, pues me habían contado que cazaban y pescaban con arco y flechas, y que su ropa la hacían con fibras que sacaban de la corteza de ciertos árboles.

Cuando llegó la noche y Oxe (la luna) hizo su aparición en el firmamento, salí de la casa y me fui a la cabana de los chácobo. Allí estaban los seis, alrededor de una fogata, conversando y mirando un saninoa (pacú) que pesaba unos diez kilos y que se estaba asando en el fuego. Entre las brasas se asaban también un poco de atsa (yuca) y xequixó (choclos).

Ellos me vieron llegar y el anciano, con un gesto, me indicó que me sentara. Así lo hice. El silencio quedó flotando en el aire, hasta que el anciano me puso la mano sobre el hombro derecho y me dijo, en un castellano que hablaba bastante bien, intercalando de vez en cuando algunas palabras en idioma chácobo:

—      Si has venido a buscarnos, es porque eres nuestro rabeti (amigo). Cuando tú llegaste, yo había comenzado a contar una antigua historia de los chácobo. Si tú deseas conocer algo de mi pueblo, tendré mucho gusto en contarla para ti también.

—      Sí, señor-dije yo-, por favor, cuéntela.

—      Muy bien. Esta es la historia de Pía Shipati quiniamatí (La flecha de oro). Esta historia me la contó mi padre, pues es bueno que les diga que yo no había nacido cuando estos sucesos ocurrieron:

“Los chácobo vivían en la abundancia porque no faltaba la caza, y las cosechas eran buenas. Entre los hombres se destacaba Rabi, un joven guerrero a quien todos apreciaban en la aldea.

Había una yuxa (mujer) muy joven, de quien Rabi se había enamorado. Ella se llamaba Nohíria y era, según me contó mi padre, la más hermosa yuxa de la tribu. Es bueno decir también, que Nohiria vivía pendiente de todo lo que hacía Rabi. Todos en la aldea tenían la seguridad de que los jóvenes había nacido el uno para el otro y viceversa.

Todos pensaban así, menos Mahua. Este era un joven guerrero que sentía que la envidia le iba carcomiendo el corazón. Mahua se creía el joni (hombre) más yonocoxeni (valiente), apuesto y hermoso, y siempre andaba buscando enamorar a todas las mujeres de la tribu. Le propuso a la bella Nohíria que fuera su mujer, pero recibió una rotunda negativa.

—      Mis padres -dijo ella- me enseñaron a decir siempre la verdad, y es por eso que no te voy a engañar. No dejaré que tengas ilusiones que no se han de realizar. No pienses en mí como mujer.

—      ¿Quieres decir que no me quieres?

—      Quiero decir que mi corazón pertenece a otro, y sólo con él me casaré.

—      Escucha bien, Nohiria lo que te voy a decir: Si no eres mía, ningún otro hombre tendrá la belleza de tu cuerpo.

¡Juro que mataré a aquel a quien le des tu amor!

Y dejando en el aire este terrible juramento que hizo estremecer a Nohiria, Mahua, el joven guerrero que se creía superior a los demás, se internó, furioso, en la espesura de la selva. Nohiria se quedó muy preocupada, y cuando se encontró con Rabi, le dijo:

—      Rabi, tienes que andar con mucho cuidado. Estás corriendo un gran peligro.

—      ¿En qué puedo correr peligro? Soy el mejor cazador de la tribu y hasta el mismo camano (tigre) me teme.

—      No es ese el peligro que corres. Se trata de Mahua.

—      ¿Qué pasa con Mahua?

—      El vino a pedirme que sea su mujer.

—      ¿Y tú, qué le contestaste?

—      ¿Necesito decirlo? Él se fue, furioso, cuando recibió mi respuesta, e hizo un terrible juramento.

—      ¿Qué fue lo que dijo?

—      Que antes matará a aquel a quien yo le dé mi amor.

Que no consentirá que yo sea de otro hombre.

—      ¿Quieres ser mi mujer, Nohiria?

—      Sí; sabes que te amo.

—      Entonces hablaré con el Chama (jefe) y nos casaremos de aquí a una oxe. Y hablaré también con Mahua delante del Chama y de los otros guerreros.

Aquella noche, un numeroso grupo formado por los jóvenes guerreros de la tribu, entre quienes se encontraba el Chama, se encontraban reunidos en el centro de la aldea, junto a una gran fogata. El Chama tomó la palabra:

—      Ya todos conocen el motivo por el cual nos encontramos aquí. Rabi tiene la palabra, puesto que fue él quien pidió esta reunión.

Las miradas de los guerreros chácobo se dirigieron a Rabi, y éste tomó la palabra:

—      Quiero decir, delante de todos ustedes, que Mahua es un canalla. Él se acercó a Nohiria sabiendo que es mi prometida, y la amenazó queriendo obligarla a que sea su mujer. Y hay algo más: él dijo que matará al hombre a quien Nohiria entregue su amor, y como yo soy ese hombre, exijo que Mahua, ahora mismo, me dé una satisfacción por la ofensa inferida a Nohiria.

Mahua se levantó de un salto al escuchar estas palabras, y con el rostro amarillo como el de un cadáver, lleño de furia, dijo:

—      ¡Nohiria miente! No es más que una mujerzuela...

No pudo proseguir, pues, como un vendaval, Rabi le cayó encima y ambos guerreros rodaron por el suelo. Fueron agarrados y, a duras penas, separados por los otros hombres. Rabi habló:

—      Chama, todos sabemos que Mahua miente, derramando veneno por la boca como una serpiente, al acusar a Nohiria.

—      Acércate, Mahua -dijo el chama- acércate a mí.

Mahua se acercó al siri (anciano). Éste le miró a los ojos, y el joven guerrero no pudo resistir; poco a poco fue bajando los ojos hasta que quedó mirando el suelo junto a sus pies.

—      Has mentido, Mahua, -dijo el chama- y has injuriado a una joven virgen de nuestra tribu. Según nuestra ley, Rabi tiene el derecho de exigir la satisfacción que él considere justa. Te toca hablar, Rabi.

Se hizo un silencio profundo alrededor de la hoguera. Todos los guerreros miraban a Rabi, esperando lo que éste iba a decir. Rabi habló:

—      La ofensa ha sido de las más graves. Pido que se me permita luchar, en un combate a muerte, con Mahua.

Al escuchar estas palabras, los guerreros hicieron un signo afirmativo con sus cabezas. Entonces el chama se puso de pie, y dijo:

—      Lo que Rabi ha pedido es justo. Así se hará. Mañana, cuando barí (el sol) se encuentre en la mitad de su camino,  los dos combatientes y los guerreros aquí presentes, deberán estar junto al Gran Almendro, donde se realizará el combate.

—      Estaré presente -dijo Rabi.

—      Allí estaré para matar a Rabi -habló Mahua, mirando con profundo odio a su adversario.

A seguir, y sin decir una palabra más, Mahua se internó en la selva. Sin dejar de caminar, pensaba en el combate del día siguiente. Pensaba que, aunque él no era cobarde, en aquel combate en que estarían los otros guerreros como testigos, él podía, desde ahora, darse por muerto. Él sabía que jamás podría derrotar, en un combate frente a frente, a un guerrero con la habilidad de Rabi. Este pensamiento le hizo sudar frío. La idea de que al día siguiente tendría que morir, lo llenó de pánico. Miró a su alrededor y se dio cuenta que había caminado  demasiado. Se encontraba en un lugar del bosque que le era enteramente desconocido. Había caminado muchas horas y ya el sol había salido, anunciando un nuevo día.

—      Tal vez -se dijo- viva el duende de la floresta por estos parajes; si es así, él podrá ayudarme. -Mahua miró para todos los lados, y comenzó a hablar a gritos-: Duende de la floresta, te necesito. Te daré lo que me pidas si me conviertes en el mejor cazador de la tribu; que mi flecha nunca falle el blanco que yo elija...

Mahua se calló porque, de pronto, sintió un mareo muy fuerte y le pareció que el bosque comenzaba a girar a velocidad vertiginosa, mientras caía al suelo desvanecido .Entonces se le apareció un extraño ser que, acercándose a él, le dijo:

—      Mahua, guerrero de la tribu de los chácobo: soy el Guardián de la Floresta, y voy a complacer tu pedido. Te daré una flecha de oro que jamás falla; con ella, siempre acertarás en el blanco. Sólo te impongo una condición: nunca atacarás a otro ser humano con la flecha de oro. Si desobedeces esta condición, serás castigado por toda la eternidad. ¿Aceptas?

—      Sí; acepto.

Cuando Mahua abrió los ojos y se dio cuenta que estaba tendido en el suelo, aquel extraño ser había desaparecido.

—      Todo ha sido un sueño -dijo el guerrero.

Se levantó para regresar a la aldea, y en ese momento la vio: Allí estaba ella, la flecha de oro. Un rayo de sol, pasando por entre un claro en el follaje, la hacía dar destellos dorados. Mahua quedó, por un momento, como hipnotizado. Después, lentamente, se acercó a la flecha y la tomó entre sus manos. Entonces, al sentir la frialdad del dorado metal, se dio cuenta de que todo era verdad. El Guardián de la Floresta había cumplido su promesa.

—      ¡Te tengo en mis manos, flecha de oro!, -gritaba el joven- veremos si es verdad que siempre aciertas en el blanco.

Y como enloquecido, Mahua comenzó a tensar su arco y disparar la flecha de oro contra todo animal que se le cruzaba en el camino. La cantidad de animales muertos que dejó -todos de un certero flechazo en el corazón- lo convenció de que, con aquella flecha de oro, se había convertido en el mejor arquero de la tribu. Recordó el desafío para el combate con Rabi, y una sonrisa maligna se dibujó en su aviesa faz. Luego, comenzó a correr en dirección a la aldea. Había perdido todo temor. Rabi no sería suficiente adversario para él. Mataría a Rabi. Le clavaría en el corazón aquella infalible flecha de oro. Mientras corría, por un momento recordó las palabras del Guardián de la Floresta:

—      "Sólo te impongo una condición: Nunca ataques a otro ser humano, con esta flecha.  Si desobedeces esta condición, serás castigado por toda la eternidad...".

—      Tonterías -se dijo Mahua sin parar de correr-, el Guardián ha quedado muy atrás en la floresta y no me podrá ver. Ahora soy poderoso.

En la aldea, el Gran Chama, Rabi y los otros guerreros que serían testigos del combate, se encontraban parados junto al Gran Almendro, esperando que Mahua se hiciera presente. El siri miró hacia lo alto y pudo comprobar que Bari en aquel momento estaba bien en la mitad del cielo, justo sobre las cabezas de los guerreros. Bari había recorrido la mitad de su camino aquel día. Fue en ese momento que se escuchó el grito de Mahua:

—      ¡Rabi, dije que te mataría y eso es lo que voy a hacer ahora!

Rabi, junto con los otros miembros del grupo, se dieron vuelta en dirección a aquella voz, y vieron a Mahua en el momento en que disparaba su flecha. Un grito de rabia brotó del pecho de aquellos valientes guerreros, porque Mahua no había dado a Rabi ninguna oportunidad de defenderse de aquel traicionero ataque. Pero aquel grito se truncó ante lo inesperado, ante aquello que estaban viendo. Fue algo increíble: la flecha, que seguía una trayectoria en dirección al corazón de Rabi, de pronto, y sin tocar al joven, se elevó hasta casi perderse de vista; después giró allá en lo alto y apuntó hacia tierra; descendió a velocidad vertiginosa y se hundió en el pecho de aquel que la había lanzado. Mahua, lentamente fue cayendo, con el corazón traspasado por aquella misteriosa flecha.

Todos se acercaron al guerrero muerto y pudieron contemplar aquella extraña flecha de oro. No habían salido de su asombro todavía, cuando un viento helado comenzó a soplar, y, como disolviéndose, el cuerpo de Mahua se fue desvaneciendo hasta que desapareció por completo. En su lugar había surgido un pequeño animal que nunca antes habían visto, el cual huyó y se perdió entre la vegetación. A pesar de ser valientes, aquellos guerreros no pudieron reprimir un temblor que se apoderó de todos ante lo inexplicable.

—      ¿Y qué animalito -pregunté yo- era aquel en que Mahua fue convertido?

—      Los chácobo -respondió Cahexeni- en aquel tiempo no tenían nombre para aquel animalillo que, como todo lo malo, se multiplicó rápidamente, y hoy, en todas partes, existen miles y miles de ellos. Hijos de una mala acción, se han convertido en una plaga para el hombre.

El anciano me miró, y dijo:

—      Ahora los chácobo ya le han puesto nombre. Le decimos xoya, y ustedes lo llaman ratón.

—      Deseo hacerle otra pregunta, siri cahexeni.

—      Me gusta tu interés por las cosas de los chácobo.

Puedes preguntar lo que quieras.

—      ¿Esta historia ocurrió realmente?

—      Mi abuelo, que fue uno de los que intervinieron personalmente en ella, se la contó a mi padre.

—      ¿Cómo se llamaba su abuelo?

El anciano me miró pensativamente por un momento. Luego respondió a mi pregunta:

—      Se llamaba Rabi.

—      ¿Y su abuela se llamaba Nohiria? -dije casi gritando de emoción.

El anciano chácobo hizo un signo afirmativo con la cabeza, y luego, inclinándola, se quedó pensativo...

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