Cuatro Estaciones

Walter Montenegro

I

Se habría podido pensar, en aquel tiempo, que Alfonso Jiménez era un niño feliz. Al menos, eso creíamos nosotros.

Con mezcla de admiración y curiosidad nos estacionábamos en la puerta de la Escuela, a las horas de salida de clases, para ver llegar su auto-móvil, alto como una torre —lo más lujoso de esos tiempos—, descender de él un chófer respetuoso, y llevarse a nuestro condiscípulo envuelto en una nube de humo azul que aspirábamos con deleite.

Cualquiera de nosotros se habría sentido dichoso a la idea de escalar el pesado carromato y reclinarse en sus mullidos cojines forrados de seda carmesí. Yo tuve ese privilegio un día, a título de amigo íntimo; y conservo aquel recuerdo como uno de los mejores de mi infancia, sin que influyese absolutamente el manifiesto menosprecio con que me trató el chófer.

Entonces pude observar de cerca el disgusto que Alfonso Jiménez experimentar en su calidad de propietario del automóvil. Su gesto, habitual-mente concentrado, que la granjeaba una atmósfera de desconfianza entre los compañeros adquiría un extraño viso de vergüenza, como si aquel aparato propio de un niño rico no hubiera sido hecho para él, y lo estuviese usurpando.

Por eso, sin duda, ocurría con tanta frecuencia lo que entonces no podíamos comprender: que Jiménez se escondía para no ser recogido en el automóvil, e ir, más bien, a jugar con nosotros en las barrancas del río, escondiendo y descubriendo tesoros imaginarios y dagas misteriosas, como en las películas de aventuras.

Sus verdaderos amigos no éramos sino dos: Gonzáles Pedral, cuyo ensimismado alejamiento de la realidad acabaría por convertirse en afición por la Filosofía, y yo, que tenía como máxima aspiración la de ser chófer de un automóvil abierto, con gorra y polainas de cuero. Debo advertir que arribé a este modesto ideal, cuando me convencí de que nunca llegaría a ser Búfalo Bill, tanto por la dificultad de encontrar guerreros "navajos" y "sioux", como porque mi padre no parecía dispuesto a permitir que consagrase mi vida a realizar correrías por las extensas praderas norteamericanas.

Cuando Jiménez nos llevaba a su casa sentía yo gran emoción, porque el viejo edificio no podía ser más lleno de sugerencias para una imaginación como la mía, poblada de historias de detectives, exploradores y bandidos.

Existe todavía en algún rincón de La Paz aquel inmenso caserón colonial, al que la irregular topografía del terreno asigna curiosa característica. Entrando por la puerta principal no se encuentra sino un gran patio rodeado de habitaciones. Pero, descendiendo por el zaguán abierto en un ángulo del patio, se llega a una especie de planta subterránea que sale al nivel de otra calle transversal mucho más baja.

Jugábamos haciendo interminables idas y venidas a lo largo de tenebrosos corredores, y escondiéndonos en rincones increíblemente oscuros y fríos. Gonzáles Pedral, el más bondadoso y pacífico de nosotros, desempeñaba invariable-mente el papel de malvado y traidor, mientras que Alfonso Jiménez reservaba para sí aquellos roles de bandolero generoso que protege a los débiles; y que los protege no por interés o por deber, sino "porque le da la gana", como Jiménez decía, categóricamente, cuando preparábamos la trama de nuestras aventuras. Yo, contra toda mi voluntad, tenía que hacer de señorita raptada o, cuando más, de amigo y colaborador del héroe. Es fácil imaginar las absolutas y ejemplarizantes derrotas que entre los dos infligíamos al villano Pedral.

Cansados y rebosantes de comentarios, a veces ligeramente resentidos cuando en el juego nos propinábamos golpes demasiado fuertes, íbamos luego a tornar té en el enorme comedor de la familia Jiménez. Nos atendía la madre de nuestro amigo, una señora pálida y tímida que casi nunca hablaba, limitándose a acariciar nuestras cabezas y sonreír levemente. Nunca vi, en aquel tiempo, al padre de Jiménez.

Mi familia se trasladó a otra ciudad, y tuve que despedirme de mi amigo. Le regalé, como re-cuerdo, un pequeño cortaplumas que apreciaba mucho; él me dio, en cambio, un grueso y ajado volumen de historias de aventuras, con el mismo espíritu apostólico con que un maestro espiritual entregaría la Biblia, a su discípulo a punto de partir hacia el mundo incierto y amenazador.

II

Años más tarde regresé a La Paz, en calidad de estudiante de música. Una de mis primeras ideas fue la de buscar a mi amigo.

Llegué frente al destartalado caserón, más viejo, más sombrío y chato aún que antes. Mientras trataba de reconstruir en mi recuerdo las imágenes del pasado, apareció Jiménez, que salía a la calle.

Lo reconocí inmediatamente, a pesar de encontrarse terriblemente envejecido; aunque el envejecerse es cuestión de tiempo, de edad, y no era eso lo que le ocurría a Jiménez que apenas tendría entonces algo así como diecisiete años. Pero había algo tan profundamente deteriorado, gastado, en su apariencia, en su expresión, que casi parecía otra persona.

Nuestra conversación fue difícil desde el primer momento. Le recordé nuestros juegos, nuestras aventuras, aquellos callejones que yo habría querido ver de nuevo. Pero él me alejaba sistemáticamente de la casa, contestando apenas a mis preguntas y sonriendo a medias ante el recuerdo de nuestra infancia. Más huraño que nunca, me hizo pensar cómo los demás niños se alejaban de él en la escuela.

Apenas habríamos estado juntos diez o quince minutos, y ya no sabíamos qué decirnos. Ambos parecíamos buscar en el tráfago de la calle, una excusa para no mirarnos de frente.

Nos despedimos, tratando yo de hacer un último esfuerzo de buen humor que él, felizmente, interrumpió diciéndome, brevemente, que pronto iría a verme en el cuarto en que yo vivía.

En aquel tiempo me encontraba entregado a una descabellada vida "bohemia", rodeado de amigos, muchos de los cuales jamás habían escrito una línea, leído un libro o producido una nota musical, pero que bebían insaciablemente, discutiendo, con igual avidez, problemas del arte y del alma. Por esta razón, me creía en el deber intelectual de ocupar algo que se asemejase a las buhardillas de los artistas parisienses, y vivía en el tercer piso de una inmensa y compleja colmena humana. Tenía por vecinos a un contrabandista en pieles, tres costureras y dos mujeres, aparentemente desocupadas, a quienes visitaban de no-che caballeros de apariencia muy respetable.

Dormía una noche, cuando me despertaron unos golpes en la puerta de mi habitación. Creí que se trataría de alguno de los respetables caballeros que había cometido un error de ubicación, pero tuve luego que levantarme y abrir, pues los golpes se repitieron, no obstante haber mascullado yo algo, en la voz profundamente masculina y llena de dignidad que utilizaba para despejar estas frecuentes equivocaciones.

Era Alfonso Jiménez. Tenía sangre en la cara, y estaba completamente empapado por la lluvia.

— ¿Puedo pasar aquí la noche?

—Claro que sí, ¿qué te ha ocurrido?

—Ya te contaré mañana. No tengo donde ir ahora.

Nos acomodamos como pudimos en mi cama, y añadimos mi abrigo a las escasas mantas, porque hacía mucho frío. Poco después Jiménez dormía profundamente.

Desperté primero en la mañana. Examiné largamente la cara de mi amigo dormido, con sus manchas de sangre reseca. Trataba de reintegrar la imagen de aquel héroe de nuestras aventuras juveniles, a través del deterioro de la substancia humana que nos hace, cada minuto que pasa, seres diferentes, apenas unidos entre sí por el recuerdo.

¿Qué sería de su automóvil? ¿Y mis sueños de ser chófer, de perseguir guerreros "navajos" a través de las praderas norteamericanas? ¿En qué rincón del mundo estarían enmoheciéndose aquellos hierros y aquellos sueños?

Jiménez despertó. Se vistió y se lavó la cara sin decir nada sobre la noche pasada.

—No he comido nada desde ayer —me dijo, al fin—. ¿Tienes tú dónde ir a almorzar?

—No —le respondí, porque, efectivamente, uno de los más importantes aspectos de mi vida bohemia consistía en no saber dónde comería la próxima vez lo cual me llenaba de orgullo espiritual.

Sin decir más, nos pusimos a fumar, junto a la ventana absortos en el ruido de la lluvia, y en la contemplación de los pequeños chorros de agua que resbalan con impulsos intermitentes por sobre el vidrio empañado. Jiménez se sentó, con las piernas cruzadas sobre el brazo de un sillón. De espaldas a él, como para atenuar mi presencia, le pregunté, con timidez, qué le había pasado la noche anterior.

Se movió sobre su asiento y no respondió nada.

—Me gusta la lluvia —dije para aliviar la tensión de su silencio.

Él sacudió la ceniza de su cigarrillo sobre el piso y me miró rápidamente.

—Quizá deberíamos ir a buscar algo de comer; yo conozco...

—Tú nunca conociste a mi padre —me interrumpió.

—No.

—Yo no sé si era lo mismo en aquellos tiempos pero...

Se quedó callado, y otra vez sólo el ruido de la lluvia martilleaba sobre los techos de zinc.

—Es un degenerado —añadió casi en voz baja y sin moverse. Yo observaba su espalda, su cuello, su nuca con el cabello crecido.

Instintivamente hice un esfuerzo como para mirar más lejos, a través de la turbia cortina de agua, hacia la calle donde algunas personas caminaban de prisa, protegiéndose con paraguas, o saltando de quicio en quicio.

—Debe asustarte oír a un hijo hablar así de su padre. Quizás tú encontrarías calificativos más suaves, más... decorosos, —continuó, revolviéndose y sonriendo. Luego volvió a su postura primitiva, chupó su cigarrillo dos o tres veces, y quedó de nuevo en silencio.

— ¿Y qué pasó anoche? —volví a preguntar.

—Llegó borracho como de costumbre, quiso pegar a mi madre... mi hermano y yo tratamos de intervenir, pero nos echó de la casa a golpes.

Me alejé de la ventana, y fui a recostarme de nuevo en la cama, mirando al cielo raso sucio que, en uno de los rincones del cuarto, dejaba escurrir una gota intermitente, y pensando en aquella señora pálida y silenciosa que nos servía té después de nuestros juegos.

— ¿Y dónde viven ahora ustedes?

—En la misma casa, pero no en las mismas habitaciones. Un tío mío, un tío muy inteligente, es ahora el dueño de casa.

Luego se levantó, y empezó a pasear por la habitación, haciendo crujir las maderas del piso.

—Ahora vivimos en aquella especie de sótano en que jugábamos a los bandidos, ¿te acuerdas?

Ahora tengo verdaderas aventuras —concluyó, parándose junto a la ventana.

La lluvia, persistente, seguía sonando sobre los techos. La habitación estaba casi oscura de humo y de vaho húmedo, pegajoso. Me invadió una extraña amargura que nada tenía que ver con mis tristezas de "artista incomprendido", como entonces me gustaba considerarme a mí mismo.

Vivimos juntos algunos días, haciendo prodigios para encontrar dónde comer. Yo habría podido recurrir a algunos amigos y parientes relativamente acomodados; pero me lo impedía mi orgullo de "bohemio" que me había hecho renunciar inclusive a mi relación con dos o tres tías mías, "burguesas" cuyo único delito era el de comer normalmente, y no organizar, por supuesto, sesiones artísticas a base de cerveza y aguardiente.

Acompañé alguna vez a Jiménez cuando llevaba subrepticiamente una lata de conservas y pan o chocolate a su madre.

Mi amigo nunca se quejaba ni hacía comentarios. Cuando alguna vez insinué una frase de elogio para su condición de buen hijo, sonrío sarcásticamente, y respondió:

—Lo único lamentable es que soy un buen hijo completamente involuntario.

—La vida...—quise iniciar una frase filosófica y consoladora. MI amigo me miró con tanta curiosidad, que decidí callarme.

III

Alguien me dijo haber visto Alfonso Jiménez herido en un hospital durante la guerra del Chaco. Yo lo encontré algo así como un año después de la desmovilización.

Pasó sin verme, en una calle semiobscura, caminando con la cabeza y las manos en los bolsillos.

Lo tomé de un brazo. Iba a desbordarme en una salutación llena de efusiones, pero me enfrío instantáneamente su actitud ausente. Cambiando noticias sobre el tiempo de la guerra, echamos a andar juntos. Me invitó a beber con él, y me llevó a un cafetín subterráneo en el que algunos obreros borrachos discutían y se abrazaban alter-nativamente.

Tomamos una mesita tambaleante en un rincón, y pedimos cerveza.

Tuve la impresión de que Jiménez había bebido ya antes. Su mirada vagaba de un punto a otro.

Después de bastante tiempo, dijo de pronto:

—No sé si te interesará, pero quisiera contarte mi último episodio. Sonriendo levemente, añadió:

—Siempre me han ocurrido cosas graciosas, desde el tiempo del ridículo automóvil que venía a recogerme de la escuela, ¿te acuerdas?

Me sentí obligado a decir algo sobre ser mucho más interesante el tener un destino así... —no supe cómo concluir mi frase —no común —añadí luego, creyendo haber encontrado algo excepcionalmente oportuno. Él me observó con aire burlón, y bebió un gran sorbo de cerveza. Luego comenzó a hablar.

— ¿Recuerdas, por supuesto, que éramos ricos?

—Sí, claro...

— ¿Recuerdas que te conté que un tío, hermano de mi madre, se llevó todo nuestro dinero?

—Sí.

—Bueno, él quedó viviendo en nuestra casa, en el piso principal que antes fue nuestro, y, por caridad cristiana, nos permitió que ocupáramos dos cuartitos en aquel subterráneo en el que jugábamos cuando éramos niños, y en el que tuve que seguir jugando a los bandidos con mi propio padre. Lo cual no es... común —añadió con indiferencia.

"Aquel pariente no conservó por mucho tiempo el fruto de su habilidad; jugaba y bebía, y pronto quedó casi tan pobre como nosotros. El último saldo de su grandeza era una amante que siguió viviendo con él, no sé por qué, pues él la maltrataba sistemáticamente. Quizás por eso mismo...

"Yo me encontraba a veces con ella, en las es-caleras obscuras que tú conoces, o en la puerta de calle. Empezamos a mirarnos, posiblemente con compasión mutua. No recuerdo cómo ni cuándo empezamos a hablar ni qué nos dijimos."

En aquel instante se produjo un gran tumulto entre los obreros que discutían. Las palabras "emboscado", "cobarde", y un adecuado número de interjecciones sobresalían de entre el ruido de voces, como espectadores altos entre una muchedumbre arremolinada y confusa.

Jiménez se revolvió a mirar lo que ocurría, y luego siguió hablando.

"Bueno, sin saber cómo, resultamos amantes. Nos encontrábamos en los mismos corredores subterráneos, y empecé a verla luego en su habitación mientras mi tío se iba a jugar. Él parecía sospechar vagamente, y un día dijo al pasar junto a mí que mataría al hombre a quien encontrase con su mujer.

"No necesito decirte... no soy modelo de amantes; no puedo decir esas cosas que gustan a las mujeres. Pero, no sé, quizá eso le gustaba a ella. Me acostumbré a verla casi todos los días; a su cuartucho oscuro, a sus vestidos, a su abrigo azul, hasta al... olor de su ropa; ¿te ha pasado esto alguna vez? —concluyó, mirando la mesa.

"Ella me preparaba té, a veces, me compraba cerveza, porque sabía que la cerveza me gusta. No salíamos nunca; pasábamos el tiempo acurrucados en su cuarto. Las mujeres son raras; ¿por qué podría quererme a mí? Yo odiaba a mi tío."

La dueña de la cantina, una mujer gorda que circulaba entre las mesas, se nos acercó.

— ¿Van a tomar algo más, jóvenes? —Traiga dos botellas más.

—Paguen primero su cuenta, si quieren que les sirva.

Alfonso Jiménez, con los codos sobre la mesa y chupando mecánicamente su cigarrillo, reanudó el relato.

"Ella quedó en cinta. La situación era imposible, porque mi tío jamás podría creer que aquel hijo era suyo."

La dueña de la cantina nos trajo las otras dos botellas. Llenamos los vasos

—Sabes que desde la época del auto, nunca he vuelto a tener mucho dinero.

— ¡Camaradas! —nos interrumpió una voz estentórea. Uno de los obreros, puesto de pie, pronunciaba un discurso.

Jiménez hizo un gesto de impaciencia y continuó:

"Fuimos donde una matrona de tercera clase. Me cobró trescientos pesos que me prestó Pedral. Yo esperaba en una especie de zaguán, y podía oír desde fuera los quejidos, y la voz de la matrona que decía:

—Aguante un poco, pues, ¿no sabe que podemos ir a la cárcel los dos? ¿Y su amigo también?"

El orador gritaba a pulmón lleno. La dueña se aproximó al grupo de obreros e interrumpió el discurso. Se produjo otro tumulto.

"Cuando salió de la casa de la matrona, creí que se moriría. Estaba lívida, y apenas pudo llegar caminando hasta la casa. Naturalmente, yo no tenía dinero para tomar un automóvil. ¿Te acuerdas cómo odiaba mi auto?

"Fingió un resfrío para poder quedarse en cama. Mi tío dejó de salir para cuidarla, y yo no podía entrar a verla. Así pasaron dos días. Al fin, una noche, estando en mi habitación, alguien llamó a la puerta. Abrí y me encontré con mi tío. Creí que vendría a matarme. En voz baja, me dijo rápidamente:

"—Ella quiere verlo, está en el hospital. Tiene que apurarse, porque está muy mal. Luego se fue.

"Le oí murmurar, mientras se alejaba, "asesino"...

"Fui al hospital. Un practicante me dijo que ella estaba casi moribunda."

Nos interrumpió nuevamente el ruido de sillas arrastradas y de un vaso que se estrellaba contra el suelo. Los obreros se iban. Uno de ellos nos miró agresivamente al pasar. Yo sonreí cordial-mente, Jiménez continuó:

"Me aproximé al lecho, y oí que ella murmuraba cosas ininteligibles con voz completamente desfigurada. Tomé una de sus manos, y despertó. En aquel instante entró mi tío. Ella nos miró a los dos, y empezó a gritar: "Alfonso, no quiero morirme, no quiero morirme": La voz iba de un lado a otro de la sala. Algunas caras amarillas y flacas empezaron a surgir de entre las sábanas y las almohadas.

La dueña de la cantina se nos aproximó: —Jóvenes, es hora de irse...

—Sí, señora, ya nos vamos, pero tráiganos dos últimas botellas.

—Imposible, jóvenes.

—Señora, por favor, aquí tiene la plata.

—Bueno, pero tomen rápido. Y son las últimas, que conste.

-¿Y...?

"Mi tío desapareció diciendo algo entre dientes. Ella tenía los ojos fijos en mí. Sus ojos eran siempre muy grandes, pero en aquel momento parecían llenarle toda la cara. Me producía una terrible incomodidad el hecho de que no pestañaba; yo no sabía si mirarla también o llevar la vista a otro lado, pero cuando me ponía a contemplar las otras camas, tenía la sensación de que eso no podía ser así, y volvía a caer en sus ojos; sonreía para aliviar esa tensión que se hacía insoportable, pero ella no movía ni un músculo, y seguía contemplándome y diciendo casi imperceptiblemente: "No quiero morirme, no quiero morirme."

"Regresó mi tío; venía con un cura.

—Nos vamos a casar —dijo aproximándose al lecho—. Dios nos está castigando. Parecía loco.

"El cura empezó a rezar. Luego preguntó, mirándome:

— ¿No hay más testigos?

"No respondí, porque no alcancé a comprender que pensaban hacerme testigo del matrimonio. Tenía todavía una de las manos de ella tan fuertemente apretada sobre una de las mías, que no pudimos desprenderla; tampoco fue posible hacerle mover el otro brazo, completamente rígido, de dentro de la cama. De manera que mi tío, para seguir la formalidad del matrimonio en que los novios se toman de las manos, tuvo que poner la suya sobre la mía. La de él estaba ardiente y sudorosa. La otra, debajo, se iba enfriando mientras el cura decía sus oraciones. Los ojos se hicieron vidriosos y la mandíbula empezó a caer. Mi tío se arrodilló y se echó a sollozar en una forma tan ridícula, que a mí me daba vergüenza, a pesar de todo.

"Concluida la ceremonia, el cura levantaba la voz, rezando. La mano se aflojó de golpe, pero los ojos quedaron abiertos y mirándome. Pienso a veces, que yo me casé, o que mi mano se casó con ella, en vez de mi tío —añadió Jiménez, sonriendo con expresión ausente.

"Cuando salía del Hospital un practicante amigo se me aproximó.

"Siento mucho —me dijo— se habría salvado con unas tabletas de... no sé qué drogas, administradas a tiempo. Pero es muy cara. Cuesta cincuenta pesos el tubo."

Pasaron dos o tres minutos. Jiménez tenía baja la cabeza, y con un dedo dibujaba la cifra 50 en la ceniza que había caído sobre la mesa.

Nos levantamos y salimos de la cantina. Una leve claridad empezaba a alumbrar la ciudad. Hombres soñolientos, cubiertos con extrañas capotas, barrían las calles levantando nubes de polvo.

Llagamos a una esquina, y mientras yo trataba de formular una frase, de decirle eso que es imposible decir, Jiménez me tendió la mano. Me invadió de golpe la sensación de que esa era la mano que ella apretaba, la mano que se había casado con la muerte.

Cuando reaccioné y quise hablar, Jiménez se iba ya, caminando —como de costumbre— con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos para protegerlas del frío de la madrugada.

IV

Algunos días más tarde, leía un diario: "Crisis en Europa. Alemania invade Checoslovaquia"... Más abajo: "Adquiera Ud. muebles de aluminio. Modernice su hogar." "¿Crimen o suicidio?" —y luego la noticia de haber sido encontrado, en un suburbio, el cadáver de un ex combatiente del Chaco, Alfonso Jiménez, con una bala de revólver en el vientre.

Algo así como un súbito deseo de huir de la noticia, corno si ignorándola destruyese su realidad cruda y brutal, me hizo bajar los ojos rápidamente a lo largo de la página del diario, para perderme en el mundo en el cual los Alfonsos Jiménez no existen, y la tragedia individual se disuelve en la vorágine de las naciones que arden y desaparecen; y en el que la Humanidad, como sonámbula, sigue fabricando muebles más cómodos para sentarse, para comer, para dormir.

Cautelosamente, como si no quisiera despertar a aquella verdad erizada de titulares en mayúsculas y agresivamente quieta en los caracteres cargados de tinta, volví a leer el final de la crónica:

"... un tío del extinto, el señor N.N. ha reclama-do el cadáver de Alfonso Jiménez, para darle, por su cuenta, cristiana sepultura".

La guerra, los muebles de aluminio, el ritmo inexorable en que todo vive, y se hunde y se deshace y se pierde; el esquema gigantesco con cifras y líneas, y sin nombres de seres como Alfonso Jiménez o como yo.

Y, sin embargo, más hondo que todo ello, en este instante, aquí está el otro extremo, el extremo final y definitivo; de aquello que un día fuera uno de nosotros, nuestra sustancia, nuestros sueños; las praderas norteamericanas, los bandidos que roban para socorrer a los pobres, y los chóferes con gorras y polainas de cuero, manejando automóviles abiertos que se van para siempre entre nubes de humo azul.

Fin

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