Otoño

Walter Montenegro

Don Cristóbal Guzmán pensaba que lo más importante en la vida era tener el despacho al día. Con orgullo desmedido, si se piensa que era hombre de corazón humilde, afirmó muchas veces que nunca, en largos años de oficinista, había tenido su trabajo atrasado.

Todo ello parecía ahora sumido en el más profundo olvido. Con indiferencia inexplicable veía crecer la montaña de papeles que se iba formando sobre su escritorio. Cartas oficiales, cuadros estadísticos e informes técnicos amenazaban enterrar su bien ganado prestigio.

Apoyados los codos sobre la mesa, mordía un lápiz distraídamente. Su mirada vagaba de un lado a otro, como haciendo un viaje de turista hastiado, por los rincones de la habitación.

Por momentos parecía recobrar la conciencia de los hechos, al contacto eléctrico de los ojos de su secretaria, nerviosa joven de gruesos anteojos que, llena de iniciativas y opiniones, era eso que se llama el “brazo derecho” de su jefe; robusto brazo que, frecuentemente, actuaba con absoluta autonomía.

Algunas veces don Cristóbal había advertido estos desbordes, y hasta hubo proyectado severas actitudes represivas. “No es necesario herirla -se decía-, pero hay que poner los puntos sobre las íes”. Luego perdía todo valor e iniciativa frente a los redondos anteojos a través de los cuales salían rayos hirientes y precisos que hoy parecían atraer con alcance telescópico la atención de don Cristóbal perdida en otros mundos.

El señor Guzmán había acabado por resignarse a aquella situación. Después de todo, no es grato haber pasado quince años bregando como profesor de primaria, con miles de chiquillos burlones y mal inclinados; para luego, alcanzando cierto sitial de respetabilidad y reposo, volver a ponerse en pie de guerra, y esta vez, con un enemigo por sí sólo infinitamente más peligroso que la suma de todos los discípulos de otros tiempos.

Era ésa la historia de don Cristóbal Guzmán, hombre de cincuenta y dos años de edad; una larga carrera como profesor en las escuelas fiscales, mal pagado por el Estado y escarnecido por los niños, para llegar, al final, a ocupar su actual situación de Jefe de un Departamento en el Ministerio de Educación.

Cómo se produjo este cambio, don Cristóbal nunca quiso averiguarlo, y se limitó a recibirlo como las plantas deben recibir la lluvia, sin preocuparse por averiguar el origen meteorológico del beneficio.

Podían haber sido dos cosas: primera, simple-mente, su apariencia insignificante, su gesto cohibido, esa timidez que le hacía levantar los ojos con gratitud de perro casero cuando alguien se mostraba cordial con él; su paciencia, su resignación y su silencio, que siempre son gratos a los ojos de los superiores (como él mismo solía decir). O, quizá, aquel laborioso informe que una vez presentara ante las autoridades escolares sobre una reforma de los métodos pedagógicos en vigencia. El señor Guzmán oyó, algún tiempo después de haber elevado el informe, que el Ministro de Educación, en un famoso discurso, decía cosas casi exactamente iguales a la que él había afirmado en su trabajo.

“Es necesario huir de esta equivocada enseñanza que atiborra la inteligencia del estudiante con mil conocimientos que luego son olvidados y no dejan en él ninguna idea fundamental, ni le sirven prácticamente para nada. Enseñémosle a comprender antes que aprender. ¡Sí, señores!”.

Esto de “sí, señores” no lo había puesto el señor Guzmán. Era la contribución del Ministro.

Don Cristóbal no pudo menos que asentir con entusiasmo, cuando otro maestro, parado junto a él en el gran desfile escolar, dijo: “¿Qué inteligente, e ilustrado, no? Raro Ministro”.

Ciertamente, el aguerrido coronel de la Junta de Gobierno que en ese instante golpeaba la balaustrada del balcón con un puño cerrado, recomendando “disciplina, disciplina y siempre disciplina”, debía ser hombre inteligente, para haber pensado por sí mismo todo aquello que don Cristóbal aprendiera en veinte años de experiencia. Nada de lo ofrecido en el discurso se llevó a la práctica, pero algún tiempo después el humilde maestro Guzmán recibió su ascenso.

La vida fue desde entonces una especie de paraíso para las modestas aspiraciones de don Cristóbal; ya no más llegar a la escuela, para encontrarse con que los alumnos habían dibujado en el pizarrón grotescas caricaturas suyas, ridiculizando sus pantalones arrugados, su cuerpo demasiado delgado, y su sombrero sin forma apropiada; no más gritar inútilmente “silencio, niños, o rebajo un punto a toda clase”; no más pelotas de papel volando misteriosamente de uno a otro lado del aula, ni bolitas de cristal malvadamente colocadas debajo de las patas de su silla, hasta haberle producido aquel complejo de desconfianza que le hacía mirar siempre con recelo hacia abajo antes de sentarse. Ahora, las cosas eran muy diferentes; la quieta oficina, el respeto de los tres auxiliares que trabajaban en su sección, y él poder emitir algunas opiniones propias, cuando le pedían un “informe técnico”.

Lo único que agriaba la dicha de don Cristóbal, era el carácter de su “brazo derecho”. La señorita Luisa Clara, como la llamaban todos en el Ministerio, era para el temperamento de don Cristóbal una especie de perenne amenaza de tormenta sobre un apacible paisaje. "En primer lugar, se decía el señor Guzmán, ¿para qué llamarse Luisa Clara?

¿No es acaso suficiente con un nombre? Luisa Clara, realmente, suena muy enfático".

Siempre activa y enérgica y llena de iniciativas. Cada semana anunciaba a Don Cristóbal alguna nueva empresa a la cual dedicaría su vida entera. Tenía un modo de decir “mi vida entera”, que irritaba irremediablemente al señor Guzmán. Pero demasiado tímido para hacer ninguna observación se limitaba a sonreír servilmente. Entonces, ella tomando el brazo de su jefe, reía con una risa estridente que acababa por destemplar los nervios del viejo maestro.

—Ud. nos sabe de estas cosas, don Cristóbal. Indudablemente, Ud. es demasiado bueno, e ignora las maldades del mundo, pero nosotras, tenemos que luchar, luchar sin descanso... -y volvía a lanzar otra vez aquella sonora y bien modulada carcajada que tanto disgustaba a don Cristóbal.

La señorita Luisa Clara acostumbraba decir que la gente de espíritu sano, ríe abierta y fuertemente. “Mens sana in corpore sano” -concluía proféticamente, levantando el índice de su mano derecha, con un destello muy inteligente detrás de sus gruesos anteojos. Para ella, todo era “indudable”.

Así y todo, don Cristóbal se sentía contento con su destino, y miraba con ojos serenos hacia el porvenir que ya no podría reservarle grandes sorpresas, hasta un día en que la señorita Luisa Clara, que organizaba las audiencias públicas con severa rigidez, despidió al último visitante, y luego dijo a don Cristóbal:

—La próxima es una maestra provincial del interior de la República. Quiere un cambio de destino o algo así. Nada interesante. Indudablemente, si Ud. prefiere, puedo decirle que la audiencia ha quedado suspendida.

—No, dígale que pase. Estas pobres gentes gastan todos sus ahorros en venir a La Paz a hacer sus reclamos. Un día más en hoteles o pensiones, cuesta mucho dinero.

—Oh, siempre las mismas quejas: que el sueldo es insignificante, o que quieren cambiar de escuela porque no se llevan bien con el Director. Ud. es muy bueno, don Cristóbal. Ya se lo he advertido muchas veces.

Don Cristóbal sonrió avergonzado de su bondad. La señorita Luis Clara abrió la puerta y entró la maestra.

Tenía puesto un vestido negro de tela humilde que, a las claras, mostraba su excesivo contacto con el cepillo y las mezclas caseras para quitar manchas. Saludo a don Cristóbal con cierta afectación y, como si tratara de dar el mayor encanto posible a su sonrisa.

Inició la charla como si estuviese escribiendo una carta oficial y pusiese previamente “señor Director” y luego dos puntos. No dejó de sentirse halagado el señor Guzmán por la impresión que ella le daba de estar realizando una entrevista trascendental.

Conforme hacia su historia (huérfana, obligada a ganarse el pan de cada día y trabajando en una escuela de provincia de la que quería ser cambiada porque el Director parecía no tenerle buena voluntad), don Cristóbal la examinaba subrepticiamente.

Tenía esa lozanía de cutis propia de la gente del valle, sus labios eran extraordinariamente jugosos, y, aunque estaba muy formalmente sentada en la incómoda silla de duro respaldo, había en su actitud una especie de tibio abandono a medias amoroso y maternal.

Don Cristóbal tuvo que suspender su examen ligeramente asustado, para responder algo. Pero luego, sus ojos volvieron a recrearse en la contemplación del busto sólido y opulento. Los senos mostraban netamente su forma debajo del vestido seguramente un tanto encogido a fuerza de viejo. Y luego, aquellas curvas del vientre y las caderas apretadas por la falda. Las medias negras de algodón revelaban debajo de sí una blancura que...

Don Cristóbal, sobresaltadísimo, levantó los ojos y se puso a disertar muy serio cerca de las dificultades de realizar cambios sin antes consultar a los Jefes de Distrito; pero, inevitablemente, su mirada volvía a posarse en el cuerpo de la maestra.

La señorita Luisa Clara se aproximó en aquel instante, e interrumpiendo la conversación preguntó algo a don Cristóbal, sonriendo con aire suficiente, como si quisiera mostrar su importancia. Se alejó con aire muy comprensivo y diciendo “indudablemente, indudablemente”.

Don Cristóbal no quería dar por terminada la charla, y formuló algunas preguntas acerca de esto y aquello.

— ¿Cómo se han recibido en Cochabamba los últimos nombramientos?

Ella iba cobrando ánimo y hablaba con soltura, aunque empleando siempre palabras un tanto rebuscadas. Decía por ejemplo, “debo participar a Ud., señor Director”.

El señor Guzmán sonreía bondadosamente, y hasta habría querido hacer alguna broma, pero, automáticamente levantó la vista y vio que el "brazo derecho" tenía severamente apuntados hacia él sus grandes anteojos, desde detrás de la máquina de escribir. Y sintiéndose muy alarmado, reprimió su impulso humorístico.

—Muy bien, señorita...

—Blanca Quiroga, servidora suya.

—Vuelva Ud. después de dos días, y veremos si puedo hacer algo. Venga el jueves a esta misma hora.

Ella se puso en pie y se despidió. Don Cristóbal adquirió por primera vez en su vida, dos nociones: que las mujeres tenían manos muy suaves y tibias, y que dejaban un olor agradabilísimo detrás de ellas; aquella inquietante mezcla de fragancia de cuerpo joven y olor de ropa limpia, y alguna loción, aunque fuera barata. Naturalmente, el señor Guzmán ignoraba estos detalles de composición química, y se limitaba a disfrutar del aroma, hasta que él desapareció violentamente batido por el rápido paso de la señorita Luisa Clara que vino en aquel instante a anunciar la próxima entrevista. Ella era perfectamente inodora, si se exceptúa cierto vago tufo de bencina que tenía sus vestidos los lunes en la mañana, seguramente por haber sido desmanchados el día anterior con dicho producto.

Durante los días siguientes, y sin saber por qué, don Cristóbal se sintió más fastidiado que de costumbre con la señorita Luisa Clara.

—Esta mujer se cree aquí el jefe -se decía- y el jefe soy yo. Digo mal, no es una mujer, porque si lo fuera, tendría la misma fragancia que la señorita Quiroga; ése es aroma de mujer, y no aquel olor de automóvil de los lunes por la mañana.

La señorita Luisa Clara, activa como de costumbre, propuso varios proyectos que el señor Guzmán rechazó sistemáticamente.

—Es necesario darle la sensación de que quien manda aquí soy yo, una vez por todas -pensaba el Director- y nada de llamarla otra vez señorita Luis Clara, Luisa a secas, y basta.

—Señorita Luisa, tenga la bondad de abrir esa correspondencia.

—Señorita Luisa Clara -corrigió ella sonriendo y haciendo una reverencia.

—Bueno... Es que un nombre me parece suficiente -murmuró don Cristóbal muy encendido y tartamudeando.

—No señor, no señor -contestó ella levantando el índice de la mano derecha. Ya sabe que todo el Ministerio me llama Luisa Clara, y que yo siempre firmo mis artículos con los dos nombres. Además ¿por qué negarle esa satisfacción a su brazo derecho? No olvide, don Cristóbal, que soy su brazo derecho -concluyó, disparando su metálica carcajada.

Don Cristóbal no respondió nada, pero unos instantes después se le ocurrió que habría podido responderle: “Sí Ud. es mi brazo derecho, yo quisiera ser zurdo”. Claro, eso habría estado muy bien, no pudo menos que sonreír celebrando su ingenio.

—Muy bien, muy bien, señor Guzmán -dijo la aguda secretaria, a quien nada se le escapaba-ya sonríe Ud., y eso quiere decir una vez más he conseguido disipar su mal humor. Aquí entre nosotros, lo que a Ud. le hace falta, indudablemente -añadió con una picaresca sonrisa - es casarse.

—Señorita Luisa, digo señorita Luisa Clara, yo estoy muy bien así. -Don Cristóbal difícilmente podría reprimir su cólera.

—No, no, no, no. A mí no se me engaña -el índice de la mano derecha se movió sentenciosamente en el aire.

—Voy a salir un momento... y don Cristóbal salió de la oficina, sintiendo nauseas afuera, disgustado.

Así llegó el día de la segunda entrevista con la señorita Quiroga.

Don Cristóbal no pudo evitar al mirar furtivamente dos o tres veces su reloj, mientras desfilaban por su despacho otros solicitantes.

La secretaria hizo el anuncio respectivo:

—Aquella maestra de provincia, ¿cómo se apellida? Ah, Quiroga. Bueno, todos se llamaban Quiroga en Cochabamba.

—No veo nada de malo en ello. Dígale que pase.

La señorita Quiroga entró con paso firme que le hacía temblar los senos debajo del vestido negro. El pequeño sombrero dejaba ver una buena porción de los cabellos castaños, ligeramente ondulados.

La entrevista transcurrió con cierta dificultad, porque nada había hecho don Cristóbal en el asunto. Pero la joven maestra repitió casi enteramente su historia, y él pudo dedicarse a la grata tarea de contemplarla.

Súbitamente, le asaltó una idea. Miró instintivamente a su secretaria, que, como de costumbre, mientras se producían las audiencias, simulaba escribir, aunque todo, en su actitud, mostraba que seguía, sin perder palabra, el hilo de las conversaciones de su jefe con los visitantes.

La imaginación de don Cristóbal volaba.

—Ejem, señorita Luisa Clara -dijo sonriendo tan amablemente como le fue posible -¿querría Ud. hacerme el favor de traer las listas de profesores de Cochabamba, con especificación por escuelas?

La secretaria se puso de pie, abrió la puerta, y llamó a uno de los auxiliares que trabajaban en la próxima habitación.

La señorita Luisa Clara respondió:

—Indudablemente -le dirigió una mirada de desconfianza, y salió dejando la puerta abierta.

—Vea Ud., señorita Quiroga, no quisiera que interpretase mal, pero, Ud. sabe, aquí no dispongo de mucho tiempo. Si me permitiera invitarla a tomar una taza de té, podríamos charlar más determinadamente. Por supuesto, si Ud. no tiene inconveniente.

—Claro que no, señor Guzmán. Es un honor inmerecido para mí que una alta autoridad educacional...

Iba a continuar la frase, pero don Cristóbal, muy apresurado y temblado ante su propia audacia, porque ya se oían los pasos de la secretaria, la interrumpió.

Muy bien, muchas gracias; ¿cuándo? -El sábado, ¿le parece bien?

—El sábado. La buscaré en su alojamiento a las cinco de la tarde. ¿Dónde vive Ud.?

—En la pensión “Los Andes”

En ese preciso instante entró la señorita Luisa Clara con un voluminoso legajo de papeles, y examinando escrutadoramente a don Cristóbal y la maestra.

—Muy bien, señorita Quiroga. Quedamos en lo acordado. Muchas gracias.

Ella se levantó, dispersando otra vez su cálida fragancia, y salió después de estrechar la mano de don Cristóbal.

La secretaria hizo un gesto de indecible y deliberado asombro, pero no dijo nada. El señor Guzmán quiso simular que no había advertido la actitud de su brazo derecho, pero al fin no pudo contenerse y preguntó nerviosamente.

— ¿Qué le pasa?

—Pues, don Cristóbal, tres años que trabajamos juntos, y todavía me sorprende Ud. Me pide las listas de maestros para resolver el asunto de aquella profesora y luego la deja irse sin siquiera mirar las listas.

—Déjelas sobre mi escritorio, por favor. Las examinaré después.

—Don Cristóbal, don Cristóbal, indudablemente...- El índice de la mano derecha se levantó y trazó en el aire algunos signos a medias de sospecha y de acusación. Las sienes de don  Cristóbal palpitaban violentamente. Su gesto de audacia había sido demasiado grande.

Durante los siguientes días, antes de la fecha señalada para la cita, se sintió poseído de extraordinaria nerviosidad. Era la primera vez en su vida que se encontraba en trance de invitar a una mujer. No puedo evitar, al pasar por ciertos cafés de moda, el mirar curiosamente hacia adentro, examinando la distribución de las mesas e imaginando cuál de ellas podría ocupar con la señorita Quiroga.

— ¿Iría al más elegante de los locales?

Por una parte, la idea ofrecía halagadoras perspectivas para su vanidad. Pero tenía miedo de encontrarse mezclado en aquella muchedumbre de gente muy elegante entre cuyos trajes -no pudo menos que advertirlo a pesar de su inexperiencia-el suyo y el de su amiga no se encontrarían muy a tono. Ya se había fijado, durante sus excursiones preliminares, en el derroche de pieles y plumas que lucían las damas. Realmente, sería preferible buscar un establecimiento más modesto.

El sábado, a las cinco de la tarde, y con una vaga aprensión de no encontrar a la señorita Quiroga, don Cristóbal se presentó en la pensión “Los Andes”. Durante la mañana había dado a planchar su traje, tenía una camisa bien planchada y se había puesto aquella corbata de color azul brillante que le regaló alguno de los auxiliares de la oficina en un cumpleaños y que hasta entonces nunca quiso usar.

Ella salió a recibirle, y le pidió que la esperara unos minutos. A poco reapareció llevando su mismo vestido negro cuidadosamente preparado para esta oportunidad.

Conforme iban andando por la calle, y en medio de las minuciosas precauciones del señor Guzmán para ceder siempre la acera a su pareja, él tuvo un ligero sobresalto. Un vago aroma de bencina llegó hasta sus narices; miro con inquietud una y otra parte, esperando ver a la señorita Luisa Clara. Pero, era el vestido de la señorita Quiroga el que despedía el ingrato aroma. Seguramente, dada la oportunidad de salir con el señor Director, se había creído obligada a usar recursos extraordinarios en la limpieza de su ropa.

Don Cristóbal pensó en ello con ternura, sintiéndose objeto de un homenaje especialísimo. Sin embargo, habría preferido que quedasen algunas manchas, y que desapareciese el ingrato olor.

Llegado al café (no el de lujo, sino otro mucho más modesto), el señor Guzmán cometió algunos errores imputables a su inexperiencia. Un humilde maestro de primaria sabrá mucho acerca de la manera de orientarse, poniendo el brazo derecho hacia donde sale el sol, y otras cosas semejantes, pero no tiene obligación de saber que primero toman asiento las damas, con una ligera ayuda protocolar de parte de los caballeros; que hay que dejar el sombrero en los lugares especialmente designados para ello, etc.

Por eso, adoptando un aire de gran naturalidad que le pareció conveniente para disimular su embarazo, pero mirando recelosamente hacia abajo como de costumbre, se sentó tan pronto como llegaron frente a su mesa, mientras ella continuaba todavía en pie tratando de poner en buena posición su silla.

La charla transcurrió gratísimamente para don Cristóbal, que admiro las buenas maneras y la soltura de la señorita Quiroga. Tenía, sobre todo, un modo de tomar las cosas con los dedos índice y pulgar, levantando graciosamente el meñique ligeramente encorvado, que pareció al señor Guzmán lo más exquisito de las buenas maneras. Sin pensarlo mucho, trató en la mejor forma posible, de dar a sus manos el mismo dispositivo estético. Hacía tiempo que su sombrero había caído de sus rodillas al suelo.

Ella parecía excitadísima. Miraba en torno suyo, preguntando frecuentemente al señor Guzmán si conocía a las personas que entraban en el café. Él, sin premeditación, mintió dos veces, afirmando que sí, respecto de dos señores y una dama con aire muy importante.

Don Cristóbal, que había enseñado gramática en las escuelas, no podía menos que advertir ciertas fallas, en el lenguaje de su amiga. Decía, por ejemplo “prespectiva” o “giminasia”, pero todo ello, en vez de soliviantar el celo purista del viejo maestro, no hacía sino inducirle a conmovidas reflexiones acerca de los escasos medios que tienen los pobres profesores para adquirir una sólida preparación.

No se habló una palabra del asunto de la señorita Quiroga. Y cuando don Cristóbal se despidió de ella en la puerta de la pensión, le pidió que fuese nuevamente a verlo en su oficina, dos días más tarde.

El señor Guzmán se marchó experimentando una extraordinaria sensación de alegría y ligereza. Un transeúnte con quien se cruzó en la calle, le miró con curiosidad, porque, al parecer iba tarareando una canción. Hay gente, aunque sea vista por primera vez en la calle, de quien no se esperan canciones. El lunes por la mañana, poco después de iniciadas las labores, la señorita Luisa Clara abordó a don Cristóbal inundándole de olor a bencina y presentándole aquellas famosas listas de maestros del distrito escolar de Cochabamba.

—Me parece, señor Director (le llamaba siempre señor Director cuando quería hacer algo por cuenta propia), que podemos solucionar muy fácilmente el asunto de la señorita Quiroga que ya lleva esperando mucho aquí. Hay una vacancia en la Escuela N., y en vez de mandar una nueva maestra, sería conveniente...

—Sabe, señorita Luisa, tengo que pensar detenidamente sobre este asunto antes de resolverlo.

—Pero don Cristóbal, si no hay nada que pensar; el procedimiento es muy sencillo; simplemente...

—Señorita Luisa, voy a arreglar las cosas por mí mismo.

— ¿Ah, sí? Muy bien, muy bien. Indudablemente, Ud. es el jefe -dijo ella alejándose ligeramente encendida, sonriendo agriamente.

Aquella tarde don Cristóbal se vio obligado a confesar nuevamente a la señorita Quiroga que aún no había hecho nada.

Ella se ruborizó, y muy turbada dijo algo acerca de que sus recursos eran escasos y no le permitían quedarse mucho tiempo más en La Paz.

El señor Guzmán recibió un golpe en el corazón. Una inmensa compasión que casi le humedeció los ojos, y el sentido del deber, se levantaron violentamente desde el fondo de su conciencia.

¿Era posible haber ocasionado semejante retraso a la pobre maestra? Seguramente habría tenido que pedir dinero prestado para venir a La Paz, y no ciertamente a perder tiempo tomando té con él ni a visitarle tres veces por semana en la oficina.

—Señorita Luisa Clara, tenga la bondad de traer aquellas listas de profesores...

—Sí, señor Guzmán -respondió ella, sin dejarle concluir.

—Y redacte ahora mismo el telegrama ordenando aquel cambio de destino del que usted... de qué hablamos esta mañana.

—Nada, nada. Esté usted tranquila y contenta. Espero que la veré antes de su viaje -añadió bajando ligeramente la voz para que el "brazo derecho" no oyera sus últimas palabras.

—Por consiguiente -respondió ella, y el señor Guzmán volvió a conmoverse pensando en la falta de gramática de los pobres maestros.

Cuando la señorita Quiroga se hubo ido, él quedó silencioso y cabizbajo. Le sobresaltó la señorita Luisa Clara que en aquel instante traía ya el telegrama para la firma de su jefe.

—Es indudablemente vergonzosa la deficiencia del lenguaje apropiado de algunos profesores -dijo-¿Oyó usted cómo respondió cuando usted hizo su galante ofrecimiento de una visita? Por consiguiente -y lanzó más torrentoso y áspero que nunca el caudal de su risa. Así anda la instrucción pública   -concluyó- con gente sin cultura en el magisterio. Escribiré un artículo sobre esto.

Su índice amenazador y vengativo apuntó al cielo.

Don Cristóbal quedó con la vista perdida en el vacío, y mordiendo un lápiz.

—Ella se va después de dos días...

Salió de la oficina tan abstraído, que ni siquiera advirtió la inquisitiva y perspicaz mirada de su secretaria, que como para llamarle la atención, le dijo con voz muy clara y bien modulada: “Hasta mañana, señor Director”.

Aquella noche fue la más extraña de la vida de don Cristóbal. Jamás el insomnio le había visitado. Metódico y sobrio, estaba acostumbrado a poner la cabeza sobre la almohada y dormir profundamente. Cuando soñaba, era con simples imágenes que después de realizar absurdas combinaciones, se iban sin dejar huella.

Pero pensando en la señorita Quiroga, en su aroma, en la curva de sus caderas, y el color de la carne, entrevisto a través de la malla de las medias negras, sintió que la atmósfera se hacía pesada, que su cama estaba demasiado hundida por el largo uso, y otras cosas más, igualmente insólitas, que mantuvieron sus ojos abiertos, examinando las flores del empapelado y las caprichosas manchas del agua filtrada del techo sobre el lienzo del cielo raso. Si él se atraviese... Y la fragancia de la señorita Quiroga parecía saturar las sábanas, envolviendo su cuerpo en tibias oleadas.

—Los hombres casados -pensaba don Cristóbal -vuelven a su casa después del trabajo, y les espera la mujer con un delantal blanco atado a la cintura, que les dan un delicioso aire hogareño; se besan, él cuenta cosas de la oficina y ella habla de los asuntos de la casa. Él se sienta a leer los diarios, o se ocupa de arreglar pequeños desperfectos en los muebles, mientras ella cose o prepara la comida. Después, salen juntos; a las mujeres les gusta ir al cine, se sientan muy próximo uno al otro y se toman de las manos al amparo de la oscuridad. Luego otra vez la casa. Naturalmente, don Cristóbal no sabía cómo podría realizarse aquello de desnudarse ambos en la misma habitación, pero su imaginación saltaba sobre estos detalles y volaba luego febrilmente.

Cuando al fin llegó a dormir, aquello fue un caos de mujeres que se desvestían, de extender las manos y percibir la tibieza de otro cuerpo, de delantales blancos y medias negras. La señorita Quiroga tenía desatados los cabellos castaños sobre la blancura de la almohada. Don Cristóbal iba a despertarla tocando sus labios, pero de otra cama colocada al frente de la suya, surgía repentinamente la figura del señor Ministro que, vestido con su uniforme de gala, y dando golpes de puño, decía: “No señores, sí señores”, mirando al señor Guzmán con gran severidad que le impedía llegar a los labios de la señorita Quiroga, no obstante que habría querido pedir permiso para hacerlo. “No, señores”, vociferaba entre tanto el Ministro.

Despertó fatigadísimo, pero cuando salió para ir a la oficina, sus ojos, habitualmente opacos, tenían cierta llama de resolución ardiendo en lo más profundo.

Nuevamente enfrentado con la montaña de papeles, empezó a fraguar planes. Su mirada ausente vagaba sobre el escritorio y las paredes.

—Indudablemente, señor Guzmán, debería Ud. haber firmado ya la correspondencia.

—Sí, señorita, tráigame la correspondencia.

—Pero, si la tiene ahí desde ayer. Y se aproximó al escritorio de don Cristóbal. Parecía empeñada en demostrar su enojo con los bruscos ademanes con los cuales desplegaba los documentos para la firma del jefe.

Él dibujaba automáticamente la anticuada rúbrica.

Estuvo a punto de repetirla dos veces sobre la misma carta. El brazo derecho actuó enérgica-mente y apartó a tiempo el papel.

—Indudablemente, a Ud. le pasa algo, don Cristóbal.

—No señorita, nada me pasa, nada.

Por la tarde, don Cristóbal parecía ya no abstraído sino muy nervioso e inquieto. Dos o tres veces fue posible verle sonriendo tenuemente. El "brazo derecho", por su parte, empezó a mostrar síntomas de extraordinario desasosiego. Rio repentinamente, sin motivo, y trató de agitar su índice en el aire, pero sin éxito. Después de algunos movimientos vacilantes el índice caía abatido.

Durante una salida de la secretaria, don Cristóbal tomó el teléfono. Cuando ella volvió, una franca sonrisa iluminaba el rostro del jefe, lo que pareció llevar al paroxismo el malestar del “brazo derecho”.

El señor Guzmán salió de la oficina más temprano que de costumbre, sin prestar la menor atención al gesto notorio con que ella miró su reloj de pulsera, de grandes dimensiones, mientras decía con su acostumbrado retintín:

—Buenas tardes, señor Director.

Don Cristóbal se presentó muy acalorado en la Pensión “Los Andes” y tartamudeando un poco, dijo:

—Creí, señorita Quiroga, que antes de irse le gustaría pasear un poco.

Por eso la llamé por teléfono. Espero que no la habré molestado y que querrá Ud. salir conmigo.

—Muy encantadísima -dijo ella tocando nueva-mente el corazón del maestro con su deficiencia gramatical.

Don Cristóbal llevó a su amiga a aquel parque público, colgado como un nido en medio de estáticos aluviones de arcilla donde el atardecer se refugian juntos, entre el follaje de los pinos, las parejas de enamorados y algunos rayos que, al irse, el sol deja olvidados.

El viejo maestro no se podía quejar de la contribución de la naturaleza a sus fines personales. La tarde era diáfana, y había en la atmósfera una quietud sugerente y emocionada.

— ¿Le gusta el paisaje?

—Oh, sí, señor Guzmán, estoy feliz.

El señor Guzmán encontró difícil añadir algo más.

Sentados como estaban en un banco, separados por una respetuosa distancia, se limitó a bajar los ojos y a dibujar algunos indescifrables jeroglíficos, con la punta de un zapato, sobre la arena.

Ella hablaba volublemente, sin dar tiempo a don Cristóbal para hacer el necesario acopio de fuerzas. Cuando, después de un momento de preparación iba lanzarse, previas algunas toses nerviosas, la señorita Quiroga irrumpía con algún nuevo comentario sobre el oscuro matiz de la vegetación o las caprichosas formas de las montañas, y el señor Guzmán se veía obligado a convenir en que, efectivamente, el verde de los valles es mucho más claro y que las rosas adoptan, a veces, formas raras.

El tiempo iba pasando, entre tanto, y don Cristóbal, víctima de una tensión a la que no estaba acostumbrado, se sentía realmente enfermo.

Le dolía la cabeza tenía la boca seca y le temblaban las manos.

Al fin, consiguió formular las primeras palabras de la frase que tan largamente había preparado.

—Yo soy un hombre viejo, y no sé si...

—Pero Ud. no es viejo, don Cristóbal. Tengo un tío, seguramente mayor que Ud. que todavía juega a la pelota de mano todos los domingos sin faltar uno.

—Indudablemente... (¿Por qué precisamente ahora se le había escapado, por primera vez, la palabra?)

Ella río de buena gana, y apoyando una mano sobre el trémulo brazo de don Cristóbal, le dijo:

—Don Cristóbal, me parece que su secretaria tiene demasiada influencia, porque hasta usa Ud. su palabra favorita. Estoy segura de que ella no me quiere -añadió después de un instante de reflexión- y que, si hubiese podido, habría hecho fracasar mis gestiones. Se lo debo todo, todo, don Cristóbal. Ud. ha sido un padre para mí, un verdadero padre.

—No señorita, yo no...

—No me diga que no, señor Guzmán; si no hubiese sido por Ud., mis “perspectivas” estaban perdidas -concluyó la señorita Quiroga, lanzando en alas de la suave brisa que jugaba entre los pinos, su último error gramatical de la tarde.

Don Cristóbal ya no respondió nada y quedó silencioso, encogido y miserable, mirando fijamente el suelo. Aquella voz interior que habla a veces hasta a los maestros de primaria, le dijo que todo había concluido.

Poco después, bajaban los dos por los senderos del parque, rumbo a la ciudad. Un melancólico silencio envolvía los árboles y las casas. Las luces se encendían gradualmente, llegaban a veces ecos de bocinas de automóviles, como alaridos de monstruos remotos. El aroma de la señorita Quiroga vagaba furtivamente en torno a don Cristóbal.

Frente a la puerta de la pensión ella tendió la mano. Don Cristóbal la estrechó.

—Viajo mañana. Le agradezco una vez más con toda mi alma. Quisiera poderle pagar de alguna manera el servicio que Ud. me ha hecho.

Él no contestó, limitándose a levantar sus pobres ojos y mirarla con toda la angustia que puede caber en el corazón de un pedagogo desolado. Ella pudo haber comprendido. Pero las mujeres no comprenden, o comprenden demasiado bien. Sonrió afectuosamente, y se alejó.

Don Cristóbal tomó el camino de su casa lentamente.

—Un verdadero padre - se repetía.

Al día siguiente se le habría podido tomar por un papel arrugado sobre su escritorio. Contestaba con ausencia realmente cómica a las preguntas que le hacían.

El “brazo derecho” acusaba síntomas de inquietud, pero había una especie de excitación gozosa en el gesto con que hizo vagar su índice por los ámbitos de la oficina. Al fin, después de algunas tentativas infructuosas, pareció decidirse y se aproximó al jefe. Tomó una silla y se sentó sonriendo forzosamente.

—Indudablemente, don Cristóbal a Ud. le pasa algo grave. Quisiera poder ayudarle, ser su amiga, su confidente -concluyó solemnemente. El levantó los ojos y la miró sin responder. La señorita Luisa Clara bajó los ojos ruborizada.

Era tal la angustia del señor Guzmán, que no pudo resistir al deseo de buscar consuelo. Sin saber bien hasta qué punto llegarían sus confesiones empezó a hablar trabajosamente.

—Ud. sabe, señorita... yo ya soy un hombre viejo, y me siento muy solo. No sé si debería decirle estas cosas, pero Ud. ha sido siempre tan buena... secretaria...

—Señor Guzmán, mis sentimientos...

—Hace tiempo que debía haberlo hecho -interrumpió él sin poder contener el desborde de sus confidencias- ahora es demasiado tarde. Perdone que le diga.

—Señor Guzmán, Ud. me hace dichosa -exclamó la señorita Luisa Clara en tono que habría debido sorprender a don Cristóbal, sí él hubiese estado en condiciones más normales. Pero sin comprender nada, continuó, más bien monologando que dirigiéndose a la secretaria.

—Soy demasiado viejo, demasiado viejo. “Puedo ser su padre” -añadió sonriendo tristemente el recuerdo de aquella frase.

—Señor Guzmán -interrumpió la secretaria poniéndose de pie- Ud. tiene la juventud del corazón que es la única que vale. Y por lo que a mí se refiere, su edad no me importa, y estoy feliz de haberle ayudado a decirme esto. Comprendo que, seguramente, no se atrevía Ud. por razones de disciplina. Pero el amor no tiene vallas -rió gozosa, levantando el índice triunfal.

— ¡Oh, don Cristóbal, cuanto tiempo de incertidumbre! Y todo, porque Ud. es demasiado tímido y bueno y no sabe de las cosas de la vida.

Luego, encendida de rubor, se agachó y besó rápidamente a don Cristóbal en una mejilla. El quedó mudo de espanto y no opuso resistencia.

En seguida la señorita Luis Clara dijo “esto hay que anunciarlo al mundo”, y corriendo fue hasta la puerta y llamó a los auxiliares que trabajaban en la oficina contigua. Cuando estuvieron presentes, esperando con aire cohibido alguna reprimenda de la que solía promover el “brazo derecho”, la señorita Luis Clara habló:

—Muchachos, como a compañeros de trabajo, les toca ser los primeros en saber la noticia. (El índice apuntó gravemente al cielo como tomándole por testigo) El señor Guzmán y yo, acabamos de comprometernos en matrimonio.

—Pero señorita -dijo el señor Guzmán poniéndose bruscamente en pie, yo no... no...-inexplicablemente le pareció imposible continuar y desmentir allí mismo a su secretaria.

Ella sonrió benévolamente. Los auxiliares no sabían que hacer. Uno de ellos, después de vacilar, empezó a aplaudir, pero inmediatamente bajó las manos muy confundido.

La señorita Luisa Clara los despidió con ademán amistoso.

—Señorita Luisa Clara -exclamó don Cristóbal mortalmente pálido- quisiera que comprenda. Naturalmente, yo no sé cómo explicar...

—Nada, nada, Cristóbal -respondió ella son-riendo tiernamente -nosotros nos comprendemos como... dos almas gemelas. Y no se preocupe por el resto. Ud. no conoce el mundo, pero para eso estoy yo. Todo corre de mi cuenta -bruscamente se aproximó al espantado Director, y volvió a besarle en una mejilla, produciéndole un incómodo cosquilleo con los aros de sus anteojos. A continuación, riendo y saltando, salió de la oficina dichosa como un pajarillo.

¿Qué puede hacer un maestro de primaria en estas circunstancias? ¿De qué puede valerle el saber aritmética, gramática, geografía e historia nacional? Tampoco los experimentos sobre dilatación de los cuerpos bajo la acción del calor dan ninguna pauta para proceder en estas cosas. No habiendo querido salir de su habitación, dos días más tarde, recibió allí el último número del semanario “La voz del Profesor”. En la sección dedicada a las noticias personales, pareció el retrato de la señorita Luisa Clara sentada detrás de un escritorio y con una pluma en la mano, encabezando el anunció de su matrimonio con él. La nota, en la cual se calificaba a ella de “intelectual de avanzada” y ”vigoroso talento”, se refería a don Cristóbal en términos de “abnegado maestro”. Y concluía con estas palabras: “Indudablemente esta dichosa unión será el más perfecto fruto de las afinidades electivas”.

Don Cristóbal, mirando cautelosamente como de costumbre hacia abajo, se sentó poco a poco en aquella silla de su cuarto, que crujía como crujen todas las sillas de las pensiones de precios módicos.

Contenidos Relacionados

Jaime Saenz

Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.

Gastón Suarez

Alguien va finar, patrón —decía Cástulo Narváez, mientras limpiaba la lámpara a carburo, de cuclillas frente al cuarto del administrador. —Es seña fija...— sus dedos largos, huesudos, quitaban con habilidad, la ceniza de los trozos de carburo de calcio que aún eran utilizables. A la luz de la luna que se prodigaba desde un cielo limpio, transparente, su rostro anguloso reflejaba una rara fisonomía: tan pronto parecía la de un santo como la de un cadáver.

Elsa Dorado De Revilla

Prendido en la falda del cerro cuyas entrañas guardan el rico yacimiento mineral, se alza, desde su humilde pequeñez, el campamento minero, depositario del pulso humano que mide el paisaje cordillerano desde los tiernos ojos de los niños, hasta el abrazo rotundo del hombre.

Las luces mortecinas de las viviendas, asemejan luciérnagas estáticas que buscan dar calor a la fría noche. Una improvisada campana rompe con su tañido el silencio, marcando a golpes el tiempo.

Pablo Ramos Sánchez

A: Julio Ramos Valdez

La lucha del hombre con los elementos de la naturaleza es ardua. Aunque como especie, el hombre va dominando la naturaleza y logra arrancarle sus secretos, no hay que olvidar que los pasos que da hacia adelante son posibles después de millones de batallas individuales perdidas. Para aprender a ganar ha tenido que saber perder en miles y miles de oportunidades. Las derrotas le enseñan el camino de la victoria.

Augusto Guzmán

Al final de la comida, bajo una araña de lámparas a queroseno, después de limpiarse de residuos notorios, la boca ferozmente bigotuda, el padre miró con severidad familiar a su hija:

—He sabido que el mediquillo ese de provincia, te pretende. Quiere hablar conmigo nada menos que para pedirme tu mano. Naturalmente que me he negado a recibirle.

Wálter Guevara Arze