Muerte de un chileno en Llallagua

(1906)

Jaime Mendoza

Por entonces yo continuaba como médico de la Compañía Estañífera de Llallagua, después que ésta había sido comprada a la familia Sainz por una poderosa sociedad chilena, y fue cuando conocí a aquel grupo de jóvenes de allende el Mapocho que se me hizo grandemente simpático.

Formaba parte este grupo de la profusa emigración chilena que con las facilidades otorgadas por la Compañía a sus connacionales al cambiar de manos, llegó a Llallagua. Era gente de toda condición de fortuna y de familia, desde rotos miserables hasta vástagos de prominentes familias santiaguinas. Todos dejaron su país para trepar hasta estas frígidas altitudes bolivianas atraídos por el señuelo de un rápido enriquecimiento, a ejemplo de otros anteriores que desde la iniciación de la nueva fase de la Compañía ayudados por la buena suerte, retornaron a su patria con la bolsa repleta.

Me cautivaba el entusiasmo, él ímpetu y la re-solución con que, aún quienes habían sido más mimados y regalones en su lejano hogar, pugnaban hoy en el azaroso juego de las minas; y lo que me cautivaba en particular era la compacta unión que mantenían entre sí, mostrándose como una verdadera fraternidad, quizá no buscada ni con-venida de antemano, pero que en todo momento, y más aún en las situaciones críticas, les hacía actuar en un solo bloque, fuese para velar por el bienestar de uno o varios de ellos, o para exigir el cumplimiento de las obligaciones que les afectaban en particular o en conjunto, o para afrontarse a peligros unilaterales o colectivos, o, desde luego, para mantener en alto el prestigio de su patria.

Cuando sobrevenía cualesquiera de estas circunstancias, cesaban las diferencias y aún animosidades que hubiesen podido surgir como gajes propios del ambiente y la actividad a que se habían entregado, y entonces sabían imponerse por su espíritu de solidaridad y apoyo mutuo.

Así, en cierta ocasión en que uno de ellos estuvo a punto de ser atacado de hecho por mineros bolivianos a consecuencia de alguna exacción, todos los jóvenes del grupo chileno, aun los que ya habían contraído relaciones de familia y hogar entre los bolivianos, reuniéronse rápidamente, dispuestos en último caso a resistir juntos el ataque y a perecer, puesto que su número era muy reducido frente a los otros, aunque, finalmente y gracias a esas relaciones de familia y hogar, se logró una solución amigable.

Otra vez, cuando uno de los jóvenes fue herido de bala por otro chileno, ajeno al grupo, en una reyerta, todos actuaron de consuno para hacer cuanto estuvo a su alcance a fin de lograr la curación del damnificado, y también para salvar al agresor, y lograron ambas cosas gracias a la diligencia y tesón unánimes que supieron poner en el caso.

— ¡Viva Chile, mierda! —era su gran divisa en las ocasiones de mayor urgencia.

Yo me complacía ante el ardor con que al estímulo de esta unión acometían las más osadas empresas. Y ello mismo, por encima de mis naturales prevenciones bolivianas, rae había llevado a mantener una buena amistad con todos estos muchachos, fuesen ellos de los llamados decentes o de los rotos.

II

Pero he aquí que de pronto comprobé, penosamente admirado, cómo la unión y solidaridad de que vengo hablando pudo desaparecer por completo cuando más se hizo indispensable.

Esta es la historia.

Un buen día llegó a Llallagua, y se incorporó de inmediato al grupo, un muchacho santiaguino muy joven y muy guapo. Se llamaba Bernardo Cifuentes. Había venido, como los demás en busca de fortuna. Muchacho de ciudad, de maneras distinguidas, ameno, amable, generoso, captóse rápidamente la simpatía de sus paisanos, que lo admitieron con gran afecto, como un valioso aporte para el bloque. Era muy aficionado al teatro y siempre andaba contando sucesos de la vida escenográfica de Santiago, y aun recitando con gran agudeza y en medio del aplauso general, pasajes de representaciones teatral en que había participado. Y porque tenía especial predilección y sobresalía más en el recitado de trozos de una pieza chilena popular intitulada El Doctor, pronto se lo conoció con este sobrenombre, que él aceptaba risueño y halagado.

No mucho después de la llegada de Cifuentes a Llallagua tuve que hacer a Sucre un viaje de varias semanas por asuntos de familia, y así dejé de ver a mis jóvenes amigos chilenos durante ese lapso.

Y he aquí que al cabo de él, regresando a Llallagua,  me encontré con una ingrata novedad.

Se había presentado una epidemia de tifus en Llallagua, o, mejor dicho, había sobrevenido un gran recrudecimiento en la incidencia endémica de esta enfermedad en la región. Y, precisamente, uno de los primeros en caer enfermo había sido Cifuentes, El Doctor, hacía más de diez días. Y lo que me entristeció y chocó más fue que en semejante situación Cifuentes había sido completamente abandonado por sus paisanos. Indagando las circunstancias del caso, supe que, en los primeros días de la enfermedad, ellos le habían brindado su más decidida cooperación, pero tan pronto como se confirmó el diagnóstico de tifus, y del tifus más impresionante y grave como es el del tipo deambulatorio, todos se esfumaron.

Al tremendo estímulo de la fiebre, Cifuentes dejaba el lecho, hacía un lío con su ropa de cama y poniéndoselo en la cabeza se iba afuera, todo lo cual, unido a los demás síntomas delirantes, sembró de tal modo el terror entre sus compatriotas que sus visitas fueron enrareciéndose hasta que ya no apareció ninguno. Cifuentes quedó a merced de dos mozos pagados para atenderlo día y noche. Un médico llamado de Uncía vino a ver uno que otro día al joven y a dejar algunas instrucciones a los mozos. Finalmente, como la manía ambulatoria no hacía sino exacerbarse, los enfermeros acabaron también por ausentarse y apenas si llenaban su obligación por breves momentos.

Así lo encontré a mi regreso.

El recuerdo está fijamente grabado en mi memoria y aún me sacude. Fui a verlo la misma tarde, al anochecer, en que llegué a Llallagua. Su habitación estaba asegurada por fuera para que no pudiese salir. Cuando entré, Cifuentes estaba de pie en un rincón, tiritando, y con el bulto de ropa sobre su cabeza. No me reconoció. Con un ayudante que pude alquilar momentáneamente, a duras penas logré volverlo al lecho —un colchón tendido en el suelo—. No había una tinaja para bañarlo en agua fría, que era lo indicado en las circunstancias, de suerte que no quedaba otra cosa que ponerle una inyección sedante y recetar una pócima adecuada. Pero ni siquiera hubo quien fuese a traerla y administrársela. Mi ayudante ocasional se retiró atemorizado. Los enfermeros pagados no se habían hecho presentes; supe que uno de ellos era chileno, aunque no del grupo. Habían desaparecido del todo. Y era la hora más inadecuada para conseguir alguna ayuda.

Por otra parte, pude también comprobar que el estado del joven era ya desesperado y que el desenlace final no podía estar muy distante. En un momento de reposo alcancé a auscultarlo y encontré que además del problema tífico estaba en curso un proceso neumónico y que el corazón ya acusaba fallas.

Y aquella fue una de las noches más atroces que he pasado en mi vida de médico y de hombre. Cansando como estaba después de un larguísimo viaje a muía, no pude recogerme ni un instante a la cama adicional que había hecho disponer en la habitación. Tenía que estar junto al enfermo, retenerlo forzadamente en la suya cuantas veces pugnaba por dejarla, y hacerle tomar sus medicinas. Su manía por levantarse cobraba un tren violento a ratos, y por mi parte debía usar cierta violencia para retenerlo. A ratos se calmaba del todo, y con un gesto amable en su agradecido semblante, hilvanaba recuerdos del Municipal de Santiago. Imaginaba que estábamos en la platea del teatro y que él me iba comunicando sus impresiones, y yo seguía el giro de su charla. Hubo un momento en que la pieza que se representaba era El Doctor, y él hacía correcciones en el recitado de los personajes. Pero luego, cuando en su imaginación había concluido la velada, tendía nuevamente a levantarse, y recomenzaba la lucha.

Hubo otro lapso de tranquilidad cuando se le ocurrió que estábamos en una taberna entre guapas muchachas, y era de ver la plasticidad de sus gestos. Mas luego, fijando en mí sus hermosos ojos negros, dijo con voz quejosa e insinuante:

—Vámonos, vámonos ya. Nos tratan mal en esta casa. Vámonos...

Y otra vez el forcejeo, hasta que, jadeante volvió a quedar inmóvil, mientras yo me limpiaba las burbujas, y aún los escupitazos, con que al toser me bañaba la cara.

En realidad, lo que me inducía a persistir no era ya siquiera la conmiseración ante la desventura del muchacho, ni la ética profesional, sino un imperativo de protesta contra el destino y contra quienes lo habían desamparado en semejante trance.

Llegó un momento en que Cifuentes pareció alcanzar el paroxismo, y yo, ante la impotencia de mis esfuerzos y de las drogas que le administraba para calmarlo, acudí al curioso recurso de gritarle con voz tonante:

— ¡Métase usted en la cama, y que viva Chile, mierda!

Y, más curiosamente aún, el enfermo pareció quedar impresionado y se tranquilizó.

III

Entre estas alternativas pasó toda la noche. Finalmente, el muchacho pareció sosegarse del todo. En realidad era que estaba ya en agonía.

Se extinguió junto con el último cabo de vela que iluminaba el triste escenario de este drama en que se aunaban la enfermedad, el desamparo, la lejanía del hogar, y el truncamiento de una vida en flor.

La luz del alba se filtró por los resquicios de la puerta.

Salí y apenas pude conseguir un mensajero que por una buena propina accedió a ir corriendo a llamar a los compatriotas de Cifuentes.

Luego, de prisa y todo sucio, monté en mi muía para ir a bañarme en las termas de Aguas Calientes de Catavi a poco más de un kilómetro de Llallagua.

En el camino me encontré con el grueso del grupo que se dirigía hacia la habitación de Cifuentes. Furioso, no pude menos de echarles acremente en cara su cobardía. Y para añadir el sarcasmo a la ira, mientras ellos me contemplaban mustios, les grité:

— ¡Viva Chile, mierdas!

Fin

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