Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Adolfo Costa Du Rels
El camino que va de Challapata a Potosí y que muy pocos viajeros recorren todavía, es de lo más triste y siniestro que existe. Mucho antes de la conquista española esa ruta corría ya por montes y valles, por aquí y por allá, a merced de la efímera existencia de los poblachos. El que se aventura por esas regiones debe llegar al albergue antes de la noche. Las pampas altas, al amparo de las sombras, tienden sus lazos y suscitan visiones terroríficas. Los indios dicen que jamás debe turbarse el sueño de Pachacamac, el dios terrible del desierto, de las montañas y los valles. El relato que sigue, es una prueba de ello.
Era en 1889, en lo más fuerte del invierno. Yocalla era el último albergue en el que pasaban la noche los viajeros que se dirigían a Potosí. Imaginaos a 4100 metros de altura, enclavada entre dos montañas pardas una cosa encorvada bajo el pecho de su techo de paja y barro, sus paredes blanqueadas de cal pero descascaradas por la lluvia y el viento, con un aspecto confuso y miserable. Algunas chozas de indios, casi siempre deshabitadas, la rodean con sus pequeños conos terrosos. Un gran muro de cerco, agujereado por una sola puerta, pretende preservarla de los vientos y de los peligros nocturnos, siempre posibles en esa soledad.
La casa no tiene más que tres habitaciones, tres nichos paralelos que dan sobre una especie de galería abierta a ras de tierra, sobre el patio.
Ese día don Cristóbal Quespi, el maestro de posta, como de costumbre, no tenía mucho que hacer; acurrucado contra la pared, bajo su poncho grueso y multicolor, mira con los ojos embrutecidos una artesa vacía que poco a poco se llena de polvo. Es un mestizo de cara azafranada donde las huellas de la viruela son como islotes incoloros entre la espesa grama canosa que tiene por barba. Sus ojos acuosos y muertos zozobran bajo los párpados pesados, humedecidos sin cesar por las secreciones lacrimales.
La víspera, para engañar a su fastidio, se había emborrachado solo. Hoy día rumia su hastío, con la mirada vaga y un rictus de enfado en la comisura de los labios. ¿Quién podrá decir, jamás, en qué piensa un indio acurrucado que masca su coca en el umbral de una puerta?
De improviso una mujer, amante y sirvienta, aparece desgreñada, vestida con miserables andrajos; le dirige algunas palabras. Don Cristóbal mira largamente el cielo poblado de pesadas nubes. Hace un mohín. "¡Tiempo de perros!" piensa.
— ¿Nevará esta noche, Cristóbal? -dice la mujer.
— ¡Qué puede hacernos eso! -responde con tono hosco el viejo-. El correo pasó ayer. Peor para los que están afuera. Voy a meter el forraje.
Y con aire laxo, recoge los haces de paja seca dejados a propósito en el patio, por si acaso alguien llegará.
El día, como un viajero atemorizado, se apresura hacia el albergue del horizonte. Las ráfagas van a romperse en las paredes de la posta. El viento sube ya del desierto, quejumbroso y sin aliento, su queja repercute hasta en el fondo de los barrancos, forrados ya de bruma. Y las chozas de los indios se empequeñecen para que no las barra el viento, como a las hojas muertas.
Cristóbal va a cerrar la puerta del cerco, cuando un individuo, al que reconoce al instante, entra al trote.
—Buenas tardes dé Dios, señor Estévez -dice el postero.
—Buenas tardes dé Dios, Cristóbal.
Cambian así el religioso saludo de la tarde. En esas soledades todo se pone bajo el amparo de Dios.
El postero se precipita obsequioso y sonriente. El llamado Estévez, después de apearse, le entrega las riendas, cansado, y entra en la casa cuyos recónditos rincones parecía conocer.
En la habitación destinada a los viajeros, se quita el pesado poncho que le cae hasta los talones; entretanto entra la india llevando un brasero lleno de brasas de carbón, crepitantes. Y, como de costumbre, el lancinante y humilde saludo dicho con voz aguda:
—Buenas tardes dé Dios, señor.
Una vez que la mujer se retira, Estévez extiende sus manos violáceas sobre el fuego.
Es un fuerte y gallardo hombre, bien hecho, de unos cuarenta años; una traza, cualquiera, de minero o comerciante. Sus pómulos salientes, sus ojos semicerrados, su color terroso dicen de su origen y de sus largos viajes por la puna. Un bigote espeso oculta discretamente su boca donde dos fuertes caninos -íbamos a decir: dos defensas-asoman sobre el labio inferior, dando a su fisonomía un aspecto desagradable de hombre fiera. Muy conocido en toda la región, desde Huayna-Potosí hasta Huanchaca, se ocupa de negocios turbios junto a las minas en boya. Su negocio consiste en comprar a bajo precio el metal de alta ley que los obreros roban disimulándolo entre sus ropas o sus cuerpos, a la salida del trabajo. Él era su cómplice y su providencia, era lo que se llama un rescatador.
Desde el principio del año visitaba todas las minas al acecho de un nuevo filón, preguntando a unos, excitando la codicia de otros y todo ante las barbas de los patrones, que no podían hacer nada contra él. Pero, al decir de ciertos maldicientes, el dinero así ganado se iba rápidamente entre sus dedos. Estévez adoraba el juego y las mujeres.
—Y ¿cómo van los negocios? -pregunta Cristóbal, asomando su hocico de garduña por el marco de la puerta.
— ¡Hum!... ¡Para el trabajo que me doy! -responde sordamente el rescatador.
— ¿Se quedará mucho tiempo en Potosí? -Dos semanas.
— ¿Sabe que la mina Amigos, de Colquechaca, está en boya?
— ¡Ah!...
—Uno que vino de allá me lo dijo el lunes.
— ¿Un filón?
—No; un bolsón de plata pura... de rosicler... Parece que es algo fantástico.
— ¡Ah!...
Hay que ir a Colquechaca, don Luis.
—Iré, Cristóbal; además, allá tengo un amigo... un socio...
Los ojos de Estévez se encienden con pequeños relampagueos consecutivos; se calienta las manos heladas sobre las brasas del brasero, pudiendo quemarlas: tal es la sequedad de sus dedos sarmentosos y tiesos. Calla.
¡Ah! esos filones de Colquechaca, tan maravillosos, pero tan inestables. Se los persigue durante largos años, sacrificando brazos y capitales, en una terrible conquista subterránea que el agua y la roca detienen a cada instante con sus obstáculos alternados. Y un buen día, cuando la surte cree que ya le fueron inmolados bastantes hombres, la plata aparece de repente. Ya es un hermoso filón tendido como una serpiente con la cabeza y la cola perdidas entre la noche de la tierra. Ya es un bloque macizo, un depósito de metal guardado en el corazón de esa fuente tenebrosa que es una montaña. Y es, de nuevo, la prosperidad, la alegría brusca, la ebriedad de la explotación. Y Estévez sueña con todo eso; en su cabeza ruedan mil ideas donde la codicia, la ambición y la audacia alzan su terrible trilogía.
—Habrá, pues, que ir a Colquechaca -murmura entre dientes.
De improviso el perro comienza a gruñir. -¿Alguien que llega? -pregunta Estévez. -No creo, señor -responde Cristóbal.
Pero el can mordisquea ya el crepúsculo de su aullido obstinado.
—Parece que llaman desde afuera -dice la india.
Y Cristóbal, seguido por el rescatador, va a ver quién, es ahora, pudo haber encallado sobre los bancos blandos y traidores de la sombra creciente.
— ¡Póstero! ¡Postero! -grita una voz débil desde la puerta del cerco.
Cristóbal abre. Un caballo entra al paso, con las orejas gachas, y se detiene; su jinete, que parece no tener ya el dominio de su caballo, no se apea y está como prendido a la montura.
—Por favor, ayúdenme.
El postero y Estévez se aproximan.
—Tengo las manos completamente congeladas... Miren: tengan la bondad de desatar estas correas; me hice amarrar por miedo a un adormecimiento o a un síncope. A mi edad... ¡qué quieren ustedes! Eso es... el nudo es difícil de desatar... ¡Oh!... ¡Sí!... El frío ha endurecido el cuero.
La noche se ha colado en el patio tras el desconocido, y Cristóbal tiene que desatar al tanteo los lazos que sujetan a la montura al extraño viajero.
—Sin este noble animal, que por instinto se ha parado en la posta ¿qué habría sido de mí? -dice-el frío me hubiera matado. Mi vista turbada ya no distingue nada... Debo haber perdido mis pies en el camino porque ya no los siento.
Intenta levantarse. Vano esfuerzo. Estévez y Cristóbal deben bajarlo y llevarlo a la habitación. Allá, dos buenos tragos de singani y el calor del brasero lo reaniman más pronto de lo esperado.
Un ligero tinte rosa colorea sus mejillas, se iluminan sus ojos y ya puede agradecer, tranquila-mente, a sus huéspedes.
Como ya es muy tarde, Estévez invita a su compañero de azar a participar la frugal comida que la india le preparara.
Mientras comen, no tardan en decirse sus respectivos nombres, y es así como el rescatador puede saber que su interlocutor es un español llamado Cabralín, un lindo viejo, con la barba espesa y blanca como una cascada. Nariz aguileña, sonrisa franca, palabra fácil aunque mesurada, como la de los guipuscoanos, esos bretones de España.
Cristóbal, que había regresado ya, se queja de la soledad y del frío. Era de Cochabamba donde el clima es muy suave, y donde había, muchas veces, soñado regresar. Pero, como todo indio, era negligente y fatalista. Y sólo cuando conversa con los viajeros, las ideas del retorno le acuden.
—Se dice que este camino está hechizado. Usted debe haber pasado por un puente, señor -le dice al viejo.
—Sí... un puente situado a unas dos leguas, y uno de los lugares más siniestros que he visto en mi vida. Lo pasé a la caída de la tarde.
—Felizmente, pues es el Puente del Diablo -continúa Cristóbal-. Cuando se lo pasa de noche, el maligno está allá y, como dice la leyenda, hace pagar los derechos de peaje...
El español sonríe irónicamente. -¡Ah!... no hay que reírse, señor.
— ¿Cree usted en esas tonterías? -pregunta, burlón Estévez que, hasta entonces, parecía perdido en sus pensamientos.
—Lo único que puedo decirles, señores -dice el indio con tono sordo-, es que no pasen nunca a medianoche por ese puente. Hace ocho años, dos viajeros no quisieron oírme, y, a fin de aprovechar la luna, se pusieron en camino después de la cena. ¡Dios mío! Algunos días más tarde hallaron sus cadáveres bajo el puente maldito. Sus caras estaban completamente negras... Parece que otros muchos murieron en igual forma. Yo no lo creo, pero a esos dos de que les cuento los vi yo... yo que les hablo... Esta región es muy peligrosa, señores. Por este camino es por donde los españoles llevaron, durante casi tres siglos, los metales de Potosí. Todos los malos instintos humanos han pasado por aquí. En las alturas de Tres Cruces -muy cerca de aquí -el siniestro Tola, uno de los lugartenientes de Tomás Catari, dio la señal para la más terrible y espantosa sublevación de indios. De eso hace ya cerca de cien años...
El tono del postero se hizo tan grave, que ninguno de los viajeros osó sonreír más.
Estévez, con su melosa curiosidad de mestizo, hace algunas diestras e indiscretas preguntas que el español esquiva con indisimulable desconfianza.
¿Qué iba a hacer a Potosí? ¿Piensa quedarse allá algún tiempo? ¿Quizá un pariente rico a quien va a visitar? ¿O una herencia?...
Estévez no puede averiguar nada. Todo lo más que logra saber es que Cabralín acaba de llegar a Bolivia y que va por primera vez a Potosí.
El anciano parece un poco afectado por la temperatura, por el paisaje triste que había atravesado y, sobre todo, por la terrorífica soledad de ese camino.
—Si por azar uno viniera a morir aquí -dice con tono a la vez burlón y amargo-, no se sabría cómo rendir cuentas a Dios. Estoy seguro que él no vendría a cobrarlas.
—Es evidente que esto es el purgatorio sobre la tierra-dice irónicamente Estévez-, ¡Cuántas almas en pena, señor, deben errar así a lo largo de la puna mortífera!
—Eso que nosotros creemos que es el aullido del viento -interrumpe gravemente el español- ¿no será, entonces, el lamento desgarrador de los que murieron aquí, abandonados?
Sus palabras sordas fueron acalladas por el eco entrecortado y nervioso del viento.
Cristóbal desaparece.
Una taza de singani ligeramente mezclada con té, desvía felizmente el curso de la conversación.
— ¿A qué hora piensa usted partir? -pregunta Estévez a Cabralín.
—Al amanecer -le responde-. No quiero que otra vez me sorprenda la noche.
—Pero no vale la pena, señor, madrugar tanto; la jornada es más corta que las anteriores. Me sentiría feliz en ser su compañero de viaje, y para llegar a Potosí antes de la noche, bastará salir a las ocho. Evitaremos así el frío del alba, que es tan fuerte.
— ¡Me lo va usted decir a mí!
—Y hasta nocivo -insiste el rescatador-. Duerma usted todo lo necesario, descanse bien, nada nos apura; yo soy un viejo viajero, como ya he tenido el placer de decírselo. Este viaje es, por lo bajo, el trigésimo que hago a Potosí: eso le dirá si conozco o no el camino. Estaré, pues, verdaderamente encantado de serle útil y prestarle cualquier servicio.
—Le quedo sumamente agradecido, señor; es posible que aproveche de sus tan amables ofrecimientos. Si el sueño, como es muy probable, no me deja antes del alba, le ruego me sacuda un poco para despertarme; entretanto le ruego me disculpe y me permita recogerme a descansar, pues la fatiga del viaje me ha triturado los huesos.
Cada uno se acuesta, mejor dicho, se tiende completamente vestido, con la montura como almohada. Estévez apaga lávela, se escuchan aún algunos ruidos: las muías que se defienden a coses del frío, el perro que sigue ladrando y ladrando, el choque monótono del viento contra el block de la noche.
Debe ser muy tarde cuando Estévez despierta a causa del frío.
Ningún rayo de luz penetra todavía por las rendijas de la puerta; el corral está sumergido en el silencio. Fuera, las tinieblas... Ningún astro puede brillar para engañar a los gallos, ansiosos de claridad.
El rescatador, después de haberse arrebujado, friolento, para la oreja. Le parece que su vecino le habla.
—Señor ¿qué desea?
El español no contesta. Pasan algunos minutos.
Algunas palabras entrecortadas llegan clara-mente hasta los oídos de Estévez, que piensa: “El viejo sueña... debe soñar como yo mismo he soñado con las estupideces que Cristóbal nos ha contado”.
La voz se hace más clara. En vez de un cúmulo de palabras incoherentes, es un monólogo largo, con pequeñas pausas, como si la memoria tuviera pequeños desfallecimientos. Estévez, intrigado y siempre curioso, se yergue en su lecho y escucha. He aquí, más o menos, lo que dice Cabralín, profundamente dormido:
“Jorge te prometo, llegaremos, llegaremos... Los datos que tenemos son tan claros... ¿Te acuerdas de las recomendaciones del marqués? El buen viejo... Dios debe haberlo recibido en su seno... Deseaba tanto cruzar los mares, llegar a Potosí y recoger el tesoro ocultado por sus antepasados en... en... ¿qué año?... ¿en qué año?... 1631. ¡Ah, sí! ¿Dónde has puesto el pergamino? ¿En el cofre? Pero yo no puedo abrir el cofre... es muy duro... está oxidado... Más de dos siglos pesan sobre él... ¿Qué ha sido de la mano que lo cerró? Polvo ¿no?... ¡Polvo!... Las más lindas manos, las manos más fuertes se convierten en polvo... Pero el cofre... el cofre... el pergamino... Sí guárdalo en la bolsita y que la vieja Gertrudis la cosa... Jorge, ya son las seis; levántate... ¿Dónde está Antonio?... ¿Dónde está Basilia?... ¡Caramba! Vamos a perder el barco... vamos a perder el tren... ¡Bah! Quédense ahí, torpes... yo conquistaré sólo todo el tesoro... os enriqueceré a todos, a pesar de lo cretinos que sois... ¡Perder el barco!... Sí, solo... solo... yo, Jaime Moreno, conde de Horellana... He aquí como haré... no lo digas a nadie. Antonio. ¿Pero dónde está Jorge? No lo veo más. ¡Ah! hijo desnaturalizado... Antonio, escúchame... yo no soy tan viejo... Ya llegaré...”
La voz se torna ronca, y frases inteligibles, como enormes bocanadas, parecen ahogar al dormido.
Estévez es todo oído. Se pregunta si su vecino es preso de una pesadilla o si en sueños pasa revista de hechos reales, como si se estableciera en el subconsciente un control riguroso de la memoria a tal punto vertiginoso que la palabra, para seguirlo, se vuelve forzosamente incoherente.
¿Un tapado? ¡Bah! Ha oído hablar tanto de ellos... Y sin embargo sabía de uno que había sido hallado por los franciscanos de Potosí hacia 1870, pero cuyo secreto fue guardado por temor a que los tiranos de la época se lo hubieran quitado, Estévez lo supo por el hijo del albañil que ayudó a los monjes en su excavación, el que había ido a venderle, a la muerte de su padre, una sopera de oro puro, y que él, en un momento de premura, la vendió a un comerciante judío. Sí, Bolivia es el país de los tesoros ocultos por los españoles de antaño... Ese viejo había esquivado diestramente sus preguntas. ¿Por qué? Porque ellas lo molestaron. Era innegable que iba a Potosí por negocios cuyo secreto quería guardar. ¿Y esa impaciencia por llegar lo más pronto posible, a cualquier precio? Un viejo no deja su país para tentar fortuna en América, eso está bien para los jóvenes. Debía venir con un objetivo inmediato y seguro. ¡Un tapado!... Los tapados se hallan bien enterrados en tierra boliviana; pero la llave de esos tesoros está generalmente oculta en alguna vetusta biblioteca de España y no se la descubre sino por azar; y es justamente por azar, también, que acaba de hablar el dormido. No había duda. Cabralín -nombre fingido que oculta el conde Horellana (¿no acababa de declararlo?) -Cabralín llegaba directa-mente de Europa. La llave del tapado debía encontrarse en una bolsita. Estévez recuerda entonces que en el momento de acostarse el anciano había tanteado en su pecho y abotonado cuidadosamente su traje. ¡Un tapado!... ¡Terminando el ingrato trabajo de rescatador! Terminando el desprecio y la desconfianza de las gentes. La fortuna al fin lograda, gracias al azar, el Dios de los audaces... Una serpiente silba en su espíritu. ¿Si pudiera apoderarse de esa bolsita? No, el viejo se despertaría, gritaría ¡No, no! Nada de escándalo.
Todas estas reflexiones se cruzan y entrecruzan en su cerebro.
Y otra vez la voz pastosa de Cabralín vuelve a su extraño soliloquio. Estévez reteniendo la respiración, se aproxima para oír mejor.
“... Yo te ordeno, Antonio... y el nombre de la calle de las Tres Barretas... ¿Qué calle? Potosí ha cambiado... Pero yo llegaré... he estudiado tan bien el derrotero que una vez en la ciudad estoy seguro de hallar el tapado... ¡Eso será tan fácil!... Es necesario que yo pase por un comerciante, sin despertar ninguna sospecha... Antonio... Jorge... el cofre... ¡Sí! ¡y la bolsita!... Bueno, bueno... ¿Y el marqués de Reyes Tagle? Él no verá la herencia de sus lejanos antepasados. ¡Qué lástima!... Nosotros, sobrinos por alianza, la aprovecharemos. ¡Ja, ja, ja!”
Una risa sardónica impulsada por una idea tenaz, y tal vez también por el alcohol, degenera poco a poco, entre el chirrido de sus dientes, en un ronquido cada vez más suave.
Estévez vuelve a su cama. El frío habíale obligado a poner entre sus hombros un poncho pesado e incómodo. Desde aquel instante hizo sus proyectos: no se separaría más del llamado Cabralín, y una vez en Potosí se convertiría en su sombra fiel, prendido a sus pasos, sin perderle ni un solo gesto. Un tapado, ¡qué diablo! es un bien sin dueño... Él tendría su parte, él, Estévez, el vagabundo, para quien las Américas no habían sido propicias. Y, poco a poco, entre un embrollo de ambiciones, de codicias y pensamientos extravagantes, termina por dormirse, derribado de nuevo por la fatiga.
Al día siguiente es despertado por la voz de don Cristóbal que le grita:
—Señor Estévez, perdóneme que le despierte, pero ya es hora de partir si quiere usted ir a Colquechaca en vez de ir a Potosí; además ya comienza a nevar.
— ¿Qué hora es? -Las nueve pasadas.
—No es posible. ¿Cómo he podido dormirme hasta tan tarde?
Estévez se para bruscamente. -¿Y el otro? -pregunta.
—Partió al amanecer, a pesar de mis recomen-daciones. Ya no es un joven y con un tiempo como éste... No quiso despertarle, a usted, pues dijo que le había expresado usted que quería descansar. Bebió una gran taza de té bien caliente con singani y luego tuve que amarrarlo a la montura, como parece que es su costumbre. Y antes mismo de que aclarara se alejó a todo galope. Un hombre un poco tocado, me parece. ¡Ah! pero generoso como ninguno... Me pagó con un billete de cincuenta bolivianos... sí... y como yo no tenía monedas, me dijo que me quedará con el cambio. "Si es usted devoto de algún santo, agregó, encomiéndeme, postero... Tengo necesidad de que me ayude la surte..."
Estévez sin prestar mucha atención a la charla de Cristóbal hizo sus preparativos de viaje. Le obsesionaba una idea fija: alcanzar, costara lo que costara, a Cabralín para no soltarlo jamás. En diez minutos todo estuvo presto. Una vez montado, se inclina hasta el ceremonioso postero y le dice:
—Puede ser que tengas otro santo de reserva: encomiéndame a él, pues será la mejor manera de saber cuál de los dos es el más poderoso; yo también necesito que me ayude la surte.
— ¡Ah! señor Estévez, no se chancee; no hay que hacer pelear a los santos.
Pero Estévez, que ya no le escucha, con un vigoroso chicotazo a su caballo, parte al galope.
Delante de él se extiende la pampa, transfigurada por la magia de la nieve. Las ráfagas se suceden, rápidas, quejumbrosas, persiguiéndose unas a otras como queriendo deshacerse entre ellas. Una sensación angustiosa comienza a cortarle la respiración; cree que su caballo enloquecido se ha lanzado, como un ariete, contra un inmenso bloque de hielo al que penetra por una inverosímil hendidura, hiriéndose, las manos y la cara con las astillas producidas por el choque. Una extraña pesadez le curva las espaldas. Una fuerza inerte le apremia por todos lados. El frío, el frío pérfido y traidor de las alturas, intensificado por el eterno azote del viento, lo ha apresado. El frío de la puna que causa apoplejías, esos espejismos de la muer-te... El corazón hiperestesiado del rescatador, fue como un termómetro impotente en el que el mercurio no tenía ya donde bajar. Sus pies parecían calzados con plomo, sus manos torpes ya no sentían siquiera las riendas, sus muslos rígidos apretaban instintivamente los flancos de la bestia que seguía galopando sobre la blancura congelada. Por todas partes, hasta el infinito, pampas, montes, y en torno a su cuerpo, la ventisca con sus dientes de sierra y su lamento incesante.
El camino sube pesadamente hacia la Cordillera de los Frailes, una de las ramificaciones más hostiles de los Andes.
Estévez, inclinado sobre el arcón de la montura, aferrándose a ella, resiste el malestar que lo amenaza. Con un gesto torpe como si sus dedos soportaran el peso de unos anillos de bronce, logra apoderarse de una botella de coñac que lleva en las alforjas, y bebe un trago largo el que pone en todo su cuerpo una ráfaga de calor; se arropa de nuevo con su poncho como temiendo que el viento vaya a apagar el fuego que acaba de encender en su pecho. Su caballo, a paso lento, trepa la cuesta. Los ojos del rescatador se encienden de repente. Acaba de descubrir las huellas frescas, todavía, de unos herrajes. Cabralín...
No debía de estar muy lejos, sobre todo con ese temporal. Bajo el cráneo de Estévez, la misma idea volvió a danzar como la bolita fantástica de la ruleta. La misma idea: tener su parte en el tesoro que el viejo venía a buscar desde el otro lado de los mares, tener su parte, cueste lo que cueste. Y por un reflejo muy explicable, apura a su cabalgadura con un espolazo nervioso.
Una vieja india, que regresa penosamente a su rancho, le dice que un viajero de barba blanca había pasado, hacía una hora. Estévez, entonces, sin hacer caso del hambre que comienza a atenacearle las entrañas, azota al caballo y se lanza tras las huellas de Cabralín, como un perro de caza.
La nieve había cesado de caer. El viento con sus sacudidas, carda las nubes y un girón de azul aparece en el cielo como una visión feliz. Estévez galopa. La sensación de la velocidad y el aire frío que produce con su carrera, lo adormecen poco a poco y en su cerebro no queda más que una idea, una sola, que lleva como un cuerno monstruosa-mente plantado entre sus dos ojos. Se diría que el frío había cuajado allí esa idea terrible como formando parte de su cerebro y que para ahuyentarla habría sido preciso secar las fuentes mismas del pensamiento. La luz desfallece poco a poco a pesar de la tierra blanca. Estévez bebe un nuevo trago de alcohol para resistir mejor a la espantosa conjunción de la noche y de la nieve. Luego reanuda la marcha con los ojos desmesuradamente -abiertos.
De improviso su mirada vigilante se detiene: a unos cien metros adelante en una mancha negra recortada como una sombra chinesca sobre el fondo claro del camino, se mueve la silueta de un viajero que se va lentamente... lentamente... El corazón de Estévez casi se paraliza.
“Ya lo tengo, piensa. Pero qué raro... no parece muy apurado...”
A medida que avanza Cabralín -pues es él-parece retardar más y más la marcha. Llegado a una corta distancia, Estévez grita:
— ¡Eh!... amigo... ¡eh!
Cabralín no contesta, ni siquiera se da vuelta.
Algunos trancos más y Estévez lo alcanza.
—Buenas tardes, señor -le dice.
Cabralín no le contesta.
Estévez se detiene, el otro hace lo mismo.
—Vaya, vaya, señor ¿qué le pasa? ¿Está Ud. enfermo?
Cabralín con la cara oculta por una capucha, guarda silencio. Estévez siente que un violento escalofrío le corre por todo el cuerpo. Se aproxima un poco más, pero no se atreve a tocar al anciano, no intenta volver a hablarle temeroso de una brusca respuesta. Una fuerte ráfaga de viento pasa descubriendo el rostro de Cabralín. Estévez comienza a temblar, porque el español lo está mirando con sus ojos fijos y duros.
—Se... se... señor.
Cabralín desde el fondo del silencio donde se había atrincherado, sigue atravesándolo con su mirada acerada.
Cinco minutos pasaron así, interminables y siniestros.
Estévez se rehace. -¿Está muerto Cabralín, o solamente desmayado? ¿Y la llave de su tesoro? ¿La bolsita de cuero que cuelga de su cuello? La hora es propicia... Hay que obrar.
Estévez estira su mano desconfiada hacia el pecho del viejo, pero la retira bruscamente. Le parece que guiñan los ojos que le miran fijamente. Observa de nuevo a su víctima. Pero la ambición, ese alcohol rectificado, retempla su coraje: se in-clina, abre el abrigo, el chaleco, la camisa; con la cabeza baja, sin respiración, las mandíbulas crispadas, palpa un pecho velludo, frío y rígido como una piedra. Decididamente Cabralín está bien muerto, puesto que se le puede robar sin que intente siquiera el menor gesto de defensa.
Estévez se yergue satisfecho, pasa la mano por el cordel de la bolsita y crispa los dedos sobre esa fortuna cuya existencia ignoraba ayer, no más.
La noche, horrible noche de invierno sobre la puna, se hizo cómplice benévola de la profanación; cómo si un súbito desatino lo hubiera alucinado de improviso -locura siniestra vestida de sombras -hizo sonar en los oídos de Estévez, para excitarlo más y perderlo, su inmenso cetro de estrellas.
¿Podemos decir que Estévez tuvo una idea en ese instante? No. Todo su ser se repliega sobre sí mismo para gozar de esta incomparable sensación: haber alcanzado la fortuna. ¿Millones? ¿Algunas monedas? ¡Bah! ¡Qué importa!... lo esencial es haber domado alguna vez al azar, haberlo sometido a sus deseos, haber desviado el curso augusto del destino...
Estévez respira a pleno pulmón el aire rarificado de la puna, mientras el viejo, indiferente ante el formidable espectáculo del cielo astral, opone a las ráfagas una faz impenetrable y estoica.
El rescatador siente que bajo su piel adormecida, su sangre se congela de nuevo. Cabralín par-padea otra vez. Sí, no se equivoca, los párpados bajaron dos veces. ¿No estaba, pues, muerto? ¿Por qué, entonces, se dejó despojar como un árbol caído?
Estévez no se atreve a moverse, no se atreve a respirar siquiera, incapaz del menor movimiento. Mil ideas locas lo acometen.
Cabralín, no hay duda, había sido víctima de un síncope; acababa de pestañear y puede darse cuenta de que le había robado la preciosa bolsita. ¿Y entonces? ¿Qué debe hacer él, el rescatador, el desgraciado, que arrastra su desgracia por todos los caminos de Bolivia como un paria sometido a todas las combinaciones infames? ¿Acabar con el viejo?
¡Ah, sí! Estévez saca un revólver, con caño plateado, que entre sus manos fulge como una alhaja. Pese a los esfuerzos del frío que intenta desarmarlo, apunta al pecho del testarudo que no quiere ver ni entender nada. Lugo en voz baja, preso de un último escrúpulo, murmura:
— ¿Me darás la mitad?... Tú ves, soy razonable... ¿Sí o no? Vamos, habla. Tus ojos me turban... ¡Habla! No estás muerto, vamos. Acabo de verte parpadear... Te haces el listo porque eres viejo y débil... Te ayudaré ¡bah!... Yo soy buen compañero...
No tengas cuidado... ¿No dices nada?... ¿Te niegas?...
Este bribón, al que el miedo convierte en un hipócrita de voz suave, debe hablar, seguramente, alguna lengua desconocida, que Cabralín parece no entender o cree, tal vez, que ese cinismo hipócrita no merece siquiera una sonrisa.
Su impasibilidad se ha transformado en un desprecio cortante y silencioso.
—¡Habla, pues, o te mato! -refunfuña Estévez. Sólo le contesta una ráfaga de viento.
El rescatador, con gesto furioso, aprieta el gatillo, la detonación estalla. Cabralín debió recibir la bala en pleno pecho.
Pero sea que tiró violentamente de las riendas o que el tiro asustó a su caballo, éste dio una tendida que hubiera desmontado al mejor jinete. Cabralín queda, sin embargo, sobre el caballo, sin gran esfuerzo. La cólera de Estévez da paso a un angustioso estupor y cuando ve al español ir hacia él, con un paso desdeñoso e imperturbable, cubriéndole ya con su sombra alargada, como la de un enorme álamo, hunde su sombrero hasta las orejas y huye gritando:
— ¡Hay de mí!... Este hombre ya no es un hombre.
El viento huye también delante de él, huraño y miedoso, volviéndose a veces para arañarle la cara. Bajo los cascos del caballo, el camino se devana, todo blanco, como una madeja.
Al fondo, allá abajo, por sobre las otras crestas, el Cerro de Potosí levanta su sombría pirámide, destacándose sobre el fondo jaspeado del cielo. La meta está próxima.
Pronto el camino comienza a enrollar sus curvas peligrosas en los flancos de la montaña. Estévez se ve obligado a disminuir el trote. A la angustia del galope de su caballo, sigue el ruido claro de un torrente que baja de la montaña, cuya canción alterna con el ruido desordenado de su corazón. La bestia, abrumada va, paso a paso, moviendo sus orejas hacia la dirección del viento. Su aliento pone gotas de granizo sobre sus narices. Sobre el camino la nieve fundida brilla a la claridad de las estrellas. Pero inmediatamente Estévez se yergue sobre sus estribos, escucha anhelosamente, pues siente en su derredor algo así como una mezcla extraña de sonidos, que no puede situar, ni reconocer.
Ese ruido seco ¿es el galope lejano de un animal? ¿es su corazón? ¿es el torrente? ¿son, acaso, los ruidos misteriosos que sacuden las montañas en sus entrañas de metal? Se detiene. Colgado hacia la tierra espía el aire, la sombra y se espía a sí mismo. Se contraen sus cejas. Ya ahora no hay duda. El eco delator aturde los valles y multiplica en sus oídos el galope de uno, dos o tres corceles, tal vez... El rumor se aproxima. Estévez no se atreve a moverse... De repente, en un recodo del camino, erguido sobre sus estribos, tranquilo y soberbio como un San Jorge. Cabralín aparece, su capa flota al viento y su caballo se aproxima con un trote menudo.
Las espuelas de Estévez agujerean el vientre de su bestia. Jadeante y espantado con la amenaza del chicote y el tormento de las espuelas, sin tener en cuenta las leguas recorridas sin beber ni comer, el rescatador le exige, implacable, ir más rápido que el viento.
Es preciso llegar a Potosí lo antes posible para despistar a su adversario, ya que los papeles se habían cambiado. No importa que su caballo reviente después, hay que galopar, galopar... escapar, en una huida aterradora, de la espantosa conspiración del vacío, de los fantasmas y de las traidoras claridades estelares.
Cabralín debió quedarse lejos, atrás. Un viejo no sirve para nada, piensa Estévez, no podrá continuar semejante persecución, estará abatido por la fatiga y el frío.
Esta idea lo tranquiliza, y una vez al pie de una larga cuesta bajada como una tromba, se detiene. Hilillos de sudor le surcan la cara, pero no tiene tiempo de secárselos, ni de soltar sus garras de la preciosa bolsita. Allá arriba, en la cima de la cuesta, Cabralín se destaca ya, armado de punta en blanco, como uno de esos caballeros errantes, deshacedores de entuertos que surcaron, antaño, las rutas del mundo. Los astros, como en los antiguos cuadros españoles, nimban de oro esa alucinante aparición.
Un relincho lejano turba el silencio, al que responde apenas el caballo de Estévez, pues su amo no le da tiempo... Y fue entonces, en la noche salpicada de reflejos metálicos, la angustia de una cabalgata sin fin.
En cuanto a Estévez, intenta dar descanso a su caballo, Cabralín surge infatigable como un joven; si el uno apura a su cabalgadura y quiere ganar terreno, el otro no le da tiempo y se precipita sobre él como una nube de tormenta; si el uno grita al viento, como un loco, pidiendo asilo a las rocas, confiando su terror a los espíritus familiares de las fuentes, el otro, mudo y fatídico como un justiciero, seguro de alcanzarlo, camina sin vanas paradas ni inútiles galopes. Estévez agota poco a poco sus fuerzas; tiene la horrible sensación de que sé manea entre los lazos del camino que se enrollan en su derredor como blancas trabas. Cabralín, insensible al viento y al frío, sereno, fuerte y ligero, desdeñando alarmas y apostrofes vanos, demuestra un sobrenatural endurecimiento. Nada puede retenerlo. Su paso tiene la regularidad ineludible de los designios de la fatalidad.
El camino se alarga. Todo plateado, como una pista mágica, se ofrece a la terrorífica persecución. ¿Va Cabralín a aprovecharla? Su sombra, desmesuradamente alargada, es cada vez más amenazante que él mismo. Su caballo negro avanza a grandes trancos y el vapor de sus narices silba ya en los oídos de Estévez.
Pálido, desgreñado, con la blasfemia, el ruego y la amenaza a flor de labios el rescatador es presa de una espantosa excitación. Mete la cabeza entre los hombros, como si alguien lo hubiera ya tomado del cuello, su mano derecha sujeta desesperadamente el saquito precioso, sin que ningún dios tutelar de las sombras acuda a encubrirlo. Sus dientes castañetean, mascando los finales de las frases con que insulta y ruega. El frío y el miedo se han fundido en una sola fuerza monstruosa que trata de agarrotarlo.
No se atreve siquiera a volver la cabeza, porque siente a su lado la presencia del terror. Sus espuelas enrojecidas agrandan una vez más, con sus rosetones cortantes, las heridas que habían abierto en los flancos de la bestia. Quejumbroso, jadeante, con la lengua lacerada por los mordiscos, preso también de un terror mortal, el caballo salta de nuevo en un esfuerzo supremo, y logra escapar del silencioso perseguidor.
Su galope es casi inmaterial, sus cascos pisan apenas el suelo dejando una ligera huella, que es barrida inmediatamente por el viento. Le han vuelto milagrosamente las fuerzas, sus heridas sangran apenas, ya no se escucha más que su aliento fatigado. El frío ya no puede sobre él. Su pobre esqueleto no pesa más que un plumón. Se diría que boga en el espacio, igual que esos corceles de los cuentos de Oriente, que algunas veces tienen alas...
Estévez, libre al fin, tiene como una risa burlona de contento. Al frío, que hace poco estuvo a punto de matarlo, había sucedido un calor intenso que pegaba a su frente pálida los mechones de su cabello. Su abrigo le parece más pesado y lo arroja junto con su sombrero, a las piedras del camino. Como el calor aumenta, se deshace de todos sus vestidos, hasta de su camisa, de la que se desprende como de un último copo de nieve prendido a sus hombros. Y cuando hubo arrojado todo, se halla otra vez montado, desnudo, feliz, con la preciosa bolsita empuñada siempre. Y su alegría estalla. Una carcajada estridente estruja sus labios, con glu-glu extraños, agudos inverosímil y bestial, la risa brota a borbollones de sus mandíbulas que rechinan sobre la garganta contraída. Es el espanto que ríe...
Esa risa tremenda rueda como a un torrente a todo lo largo de las cordilleras adormecidas. Y sobre la ruta repentinamente alargada, Dios sabe hasta dónde, el galope desenfrenado de los caballos martillea sin cesar la noche interminable del invierno.
Cuarenta años han pasado desde entonces. Nadie, en Bolivia, ha oído jamás hablar de Estévez y de su extraño perseguidor.
El cónsul de España hizo muchas buscas, sin resultado alguno, para dar con cierto conde de Horellana. Eso fue todo.
Se dice solamente que al amanecer, en el siniestro camino de Challapata a Potosí, se escucha alguna vez el ruido de una invisible cabalgata. Un indio viejo al que interrogué una tarde, me confirmó eso, agregando en voz baja:
—Esos son dos caballos que galopan desde hace años y años. Sus jinetes no tienen piedad de ellos... Desgraciado de quien quiera detenerlos... Es la Muerte, señor, que persigue a la Locura.
Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Gastón Suarez
Alguien va finar, patrón —decía Cástulo Narváez, mientras limpiaba la lámpara a carburo, de cuclillas frente al cuarto del administrador. —Es seña fija...— sus dedos largos, huesudos, quitaban con habilidad, la ceniza de los trozos de carburo de calcio que aún eran utilizables. A la luz de la luna que se prodigaba desde un cielo limpio, transparente, su rostro anguloso reflejaba una rara fisonomía: tan pronto parecía la de un santo como la de un cadáver.
Elsa Dorado De Revilla
Prendido en la falda del cerro cuyas entrañas guardan el rico yacimiento mineral, se alza, desde su humilde pequeñez, el campamento minero, depositario del pulso humano que mide el paisaje cordillerano desde los tiernos ojos de los niños, hasta el abrazo rotundo del hombre.
Las luces mortecinas de las viviendas, asemejan luciérnagas estáticas que buscan dar calor a la fría noche. Una improvisada campana rompe con su tañido el silencio, marcando a golpes el tiempo.
Pablo Ramos Sánchez
A: Julio Ramos Valdez
La lucha del hombre con los elementos de la naturaleza es ardua. Aunque como especie, el hombre va dominando la naturaleza y logra arrancarle sus secretos, no hay que olvidar que los pasos que da hacia adelante son posibles después de millones de batallas individuales perdidas. Para aprender a ganar ha tenido que saber perder en miles y miles de oportunidades. Las derrotas le enseñan el camino de la victoria.
Augusto Guzmán
Al final de la comida, bajo una araña de lámparas a queroseno, después de limpiarse de residuos notorios, la boca ferozmente bigotuda, el padre miró con severidad familiar a su hija:
—He sabido que el mediquillo ese de provincia, te pretende. Quiere hablar conmigo nada menos que para pedirme tu mano. Naturalmente que me he negado a recibirle.