El jaguar

Hugo Villanueva Rada

"Cuentos de Riberalta"

La fiera estaba al acecho entre los arbustos que crecen junto a los grandes árboles. Esperaba algo que sabía que no iba a tardar mucho en venir. El enorme jaguar se relamió pensando en aquella presa. Él había observado a la hembra de humano en varias oportunidades, con curiosidad, pero sin deseo de atacar porque todas aquellas veces él ya estaba saciado después de devorar una presa anteriormente cazada. Pero ahora era diferente: un ciervo se le había escapado a la carrera y él no había podido darle alcance.

El animal sintió ira al recordarlo pues presintió que, de ahora en adelante, le iba ser muy difícil matar un ciervo. Sintió una rabia sorda al comprender que se estaba volviendo viejo. Se movió un poco, cambiando de posición, y el pajonal de más de un metro de altura, se movió. La fiera se dispuso a seguir esperando a lo que suponía una presa fácil: la hembra de humano no puede correr con la velocidad de un ciervo.

Era joven y de tez morena, ojos pequeños, labios gordezuelos; todo en ella mostraba el tipo de la mujer nacida y criada en plena selva amazónica. Esbelta y aparentemente frágil; un metro y sesenta centímetros de estatura, mujer pobre casada con un siringuero pobre, mujer que no tenía miedo al trabajo y que todos los días se levantaba antes que el sol se asomara por el horizonte.

Cuando nació, sus padres, que eran siringueros de una gran firma comercial, se alegraron mucho. Pocos días después llegó el cura. Éste era un misionero español que cada seis meses pasaba por ahí navegando en su pequeña embarcación, para llevar los auxilios de la religión a todos los que vivían en las riberas de los diferentes ríos de la región. Fray Atanasio fue recibido con cariño y el padre de la niña, le dijo:

—      Le traemos a nuestra hijita para que usted la bautice.

—      Eso está muy bien, Miguel -dijo fray Atanasio.

El sacerdote conocía por su nombre de pila a todos los habitantes de aquella vasta región. Preguntó a Miguel:

—      ¿Y qué nombre le ponemos a la niña?

—      Padre, -dijo la mujer- nosotros ya decidimos que sea usted mismo quien le escoja el nombre a nuestra hijita, pero que sea uno bien bonito.

—      Que se haga como ustedes quieren. La bautizaré con el nombre de la Santa Madre de Dios: la niña se llamará María.

Y María creció como crecen los árboles y las flores silvestres de la selva amazónica; con la fibra y resistencia de los gigantes de la floresta, y la belleza salvaje de sus flores.

El día que cumplió dieciséis años, fue también el de su casamiento con Juan Carlos, un siringuero de veintidós años, honrado, trabajador como el que más y, además, guapo. Formaban una bonita pareja, y eso lo decían todos, en especial el grupo de viejas que, junto a una de las hogueras, conversaban, comían carne asada de anta y tomaban chicha sin parar.

Nueve meses después nació el hijo de María y Juan Carlos. Con la llegada del hijo, la vida de felicidad de la pareja se convirtió en un verdadero paraíso. Vivían en una cabaña que Juan Carlos había construido en plena floresta, al igual que todos los otros siringueros que vivían en sus cabañas diseminadas por toda la región.

Un angosto camino, de menos de un metro de anchura, era el cordón umbilical -por así decir- que lo unía con su centro de abastecimiento: la Casa Central donde el gerente recibía las bolachas de goma producidas por los siringueros. Se hacía un ajuste de cuentas y los siringueros, con sus mujeres e hijos, regresaban a su vivienda cargados con una cantidad de azúcar, sal, té, café, alcohol, tabaco, balas y cartuchos para el rifle y la escopeta, etc.

Y nuevamente a trabajar, madrugando antes que el sol, y metiéndose bajo el mosquitero inmediatamente después de cenar para huir a las picaduras de los mosquitos que, en esta región amazónica, atacan furiosamente en la oscuridad.

Aquella mañana -el niño ya había cumplido cinco meses de nacido- Juan Carlos, que había ido a la orilla del río a pescar, por mala suerte metió el pie en un hueco y sufrió una fea torcedura. Como pudo inició el regreso a la casa y gritó llamando a su mujer. María escuchó y corrió en su ayuda. El pie ya había comenzado a hincharse. Su mujer le aplicó una cataplasma con unas hojas curativas muy usadas por los indios de la región; pero la hinchazón había aumentado y Juan Carlos no podía sostenerse en pie. Ella dijo:

—      Juancho, yo voy a ir a la Casa Central a avisarles lo que te ha pasado. Es necesario que te vean.

—      No, María, esto va a pasar así nomás. Verás que mañana ya estaré bien. Lo que me pesa es no poder ir a rayar. Necesito recoger esa leche de los árboles para terminar la bolacha de goma que está en el desfumadero.

Con esa y las otras dos que ya tenemos listas, vamos a poder pagar la cuenta y comprar la máquina de coser que tanta falta te hace.

—      Pero eso yo lo puedo hacer; tú sabes que yo sé rayar muy bien.

—      No quiero que te metas sola al monte, María. La estrada queda lejos y puede haber alguna fiera rondando.

—      ¡Burreras! Ahora mismo me alisto y me voy.

—      Pero, ¿y el chico? Yo no le puedo dar mi teta para que chupe.

—      Claro que  no,  zonzo -dijo María, largando una carcajada-. Lo llevo al chico en mis brazos, y allá lo acomodo en el suelo mientras yo me pongo a rayar.

Cuando llore es señal de que está con hambre, y entonces le doy de mamar. No tengas pena, hombre, lo voy a cuidar bien.

—      Bueno, pero lleva la escopeta, por si acaso.

—      No; me da miedo disparar, pero me voy a llevar tu machete. Y no quiero oír una palabra más. Me voy con el pequeño siringuerito en los brazos para que haga el trabajo del papá.

Juan Carlos tuvo que resignarse y, a través de la puerta abierta, vio partir a su joven mujer llevando el machete a la cintura, en un brazo la criatura, y en el otro el balde con una cuchilla y tichelas nuevas.

El jaguar aguardaba pacientemente girando la cabeza a uno y otro lado para olfatear y escuchar mejor. De repente, su aguzado oído captó algo, un ruido que le era familiar, conocido. Lentamente y tensando cada músculo, se puso de pie. Atisbo por entre la paja que era más alta que él y lo ocultaba; era ella, la hembra de humano que él esperaba; su presa.

María llegó al comienzo de a estrada y rápidamente, con un paño que había llevado, envolvió a su hijito y lo acomodó junto a un árbol. Allí comenzaba la estrada, la hilera de árboles de la goma en que tenía que ponerse a rayar, a hacer el trabajo. Se acercó al primer siringo y, con fuerza y habilidad, hizo el tajo; rayó con la cuchilla la corteza que fue herida en el grado de inclinación preciso e inmediatamente incrustó el filo metal del borde de la tichela, en el árbol, para recibir la leche que ya comenzaba a manar. Miró a su bebé y, al verlo tranquilo, avanzó algunos metros para llegar para llegar al segundo árbol y repetir la operación.

El felino, que ya se había metido entre la tupida vegetación, observaba la escena preso de una gran excitación. Su cola se movía y sus ojos iban de la mujer a aquel tierno retoño de humano que yacía en el suelo. Su instinto de carnicero le dijo que era el momento de atacar. Se decidió por la más débil de las presas, por aquella que él sabía que no pondría resistencia; y agazapado, casi arrastrándose por el pajonal, se fue acercando.

María -que en aquel momento levantaba el brazo para herir la corteza del siringo-, repentinamente detuvo el gesto y miró a su hijo. ¡Se horrorizó! El jaguar tenía, colgando de su boca, el atado de tela con el niño, y, al notar que la mujer lo había visto, retrocedió dos pasos pero sin largar la presa.

La mente de la mujer, de la madre, en la desesperación de ver a su hijo colgado de los colmillos del jaguar, dio una orden fulminante: atacar, matar la fiera para salvar la vida de aquella criatura que era un pedacito de ella misma.

¿Cuánto tiempo pasó entre aquel razonamiento y la acción que le siguió? Quizás un segundo o dos, pero no más. María, lanzando un grito terrorífico, infrahumano, con el machete levantado se abalanzó sobre el animal. El jaguar, al verse atacado, largó el pequeño envoltorio con el niño, dejándolo caer a tierra.

Cuando el gran felino quiso saltar sobre la mujer, ésta caía sobre él descargándole un violento machetazo dirigido a la cabeza. El animal, con un rápido esguince, se apartó, pero recibió el golpe en el costado izquierdo y la sangre comenzó a manar a torrentes por la brutal herida, pero, dándose vuelta, saltó sobre la mujer y la golpeó brutalmente con la pata delantera derecha. Las uñas afiladas de aquella terrible zarpa arrancaron parte de la carne del rostro de María, quien cayó de espaldas contra el suelo.

La mujer sintió que iba a perder el conocimiento, en el momento en que el enorme animal saltaba nuevamente sobre ella. Le pareció escuchar gritos de hombres que se acercaban. Reunió toda su fuerza y agarrando su arma con las dos manos, proyecto la punta del machete sobre la bestia que caía sobre ella. Todavía esbozó una sonrisa de triunfo porque sintió que el gran cuchillo penetraba a fondo en el animal. Sintió el violento impacto de aquel enorme cuerpo que la aplastaba y un terrible dolor en el cuello. Luego, todo terminó al sentir que caía en una oscuridad total, la oscuridad de la nada...

Los dos siringueros que iban pasando por el camino escucharon el grito de la mujer y el ruido que hacía el animal al atacar. Corrieron alistando sus rifles para disparar.

Cuando llegaron al lugar, vieron todavía cómo el jaguar saltaba sobre la mujer, cayendo sobre ella. Quedaron en posición de disparar, esperando que el animal se levantara.

Gritaron y dieron un disparo al aire, pero la fiera no se movió. Entonces se acercaron y pudieron comprobar que aquel enorme felino estaba muerto. El machete le había penetrado hasta el cabo en mitad del pecho, partiéndole el corazón. La mujer también estaba muerta, con el cuello quebrado; pero en el lado de su cara que no había sido tocado por la fiera, creyeron distinguir una sonrisa de triunfo y de esperanza. Entonces, los dos siringueros escucharon el llanto de la criatura y vieron el envoltijo tirado en el suelo. Cuando lo levantaron, se sorprendieron de encontrar aquel niño, sano y sin ningún rasguño. "Es un milagro" -es un milagro, fue lo que ambos pensaron.

Han pasado muchos años desde que ocurrió este trágico suceso. Juan Carlos lloró mucho a su joven esposa, y desde entonces dedicó sus energías al trabajo y a criar bien a su hijo. Cuando fray Atanasio, en su siguiente viaje, pasó por ahí, rezó en la tumba de María y los pocos que ahí se encontraban vieron las lágrimas que se deslizaban por las mejillas arrugadas del anciano sacerdote. Bautizó al niño, que milagrosamente y gracias al valor de su madre se había salvado de morir devorado por el jaguar, con el nombre de Mario. Juan Carlos quiso que así fuera, en honor de su esposa fallecida, de aquella madre que, por dos veces, le había dado la vida a su hijo.

Cuando Mario tuvo edad suficiente, fue mandado a Riberalta donde cursó sus estudios de primaria y secundaria. Luego a La Paz, a la Universidad Mayor de San Andrés. Hoy Mario está casado y tiene dos hijos pequeños: la niña se llama María, y el varoncito Juan Carlos.

Algunas veces he contado esta historia, y siempre me preguntan si es verdadera. Entonces mi mente vuelve en el tiempo a la cabana donde nací, y aún me parece escuchar la voz de mi padre, cuando yo cumplí ocho años de edad, diciéndome:

Tu madre fue la mujer más valiente del mundo. Con el coraje de cien hombres y la furia de mil mujeres, con solamente un cuchillo se enfrentó al feroz jaguar y le dio muerte. Dio la vida por salvarte. Sé siempre digno de ella, y no la olvides nunca...

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