Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
(Le Oiseau d' Or)
Raúl Botelho Gosálvez
Monsieur Jean Gringolé era un francés delicado y tranquilo. Tenía cuarenta y cinco años, estatura menos que mediana, tez pálida y barbita puntiaguda estilo Boulnager. Vestía trajes oscuros y corbatas de tonos verdes que hacían juego con sus ojos redondos que, de no ser por la intensa luz del iris, podía decirse que estaban muertos, fijos e inexpresivos como los de un pez fuera del agua. Sus manos eran mínimas y gordezuelas y servían de piedra de toque para que Gringolé demostrase su distinción. En efecto, en circunstancias serías o triviales, cuando cogía una flor o se sonaba la nariz, sus bien cuidadas y modeladas manos tenían movimientos elegantes, estudiados y melancólicos, que hubiesen hecho enrojecer de envidia a una bailarina de Bali. En el meñique de la diestra, como estrella engarzada en oro, lucía un brillante de cuatro kilates.
Vivía Gringolé de la renta de una propiedad agrícola situada sobre la línea del ferrocarril París —Strasburgo. La había heredado de su padre, ancho y jocundo petitburgueois, mezcla de Tartarín y granadero de la Guardia Imperial, cuyos ímpetus heroicos se nutrieron de la grandeur del III Imperio y se frenaban con sentencias de Homais y La Palisse. El buen hombre en su tiempo fue síndico de su pueblo natal, habiendo proyectado el primer urinario público, el que los vecinos, no se sabe si en homenaje o por ironía, denominaron el “gringoléte”, no faltando algún pesado que escribió un “graffiti” que decía “Mea el rey, mea el Papa, el Pito no tiene tapa, de mear nadie se escapa”.
Como Gringolé era un perfecto inútil para las solares y rupestres faenas de campo, arrendó su tierra a unos campesinos tan bien enterados en la ciencia de destripar terrones, que la hacían rendir más que medianamente, pagando una renta que permitía al dueño alquilar un cómodo departamento en el 5me. Arrondissement de París, donde se ocupaba en leer libros y revistas científicas para las que escribía "colaboraciones espontáneas". Infortunadamente sus trabajos, donde ponía lo mejor de su talento, a menudo iban a parar al canasto de basura. Pero Gringolé era constante, tozudo en sus empeños, como buen descendiente de labradores.
Un día inesperado Jean Gringolé halló reproducido en las ilustres páginas de la "Revue Scientifique", un corto ensayo suyo. Titulaba: "Secreciones endocrinas de los palmípedos". Lo había enviado indicando que era "rigurosamente inédito". Aunque no le respondieron, recibió en cambio un cheque por una modesta suma. Tal acontecimiento fue celebrado por Madame Gringolé con una comida íntima en la que fue descorchada una botella de Dom Perignon.
Gringolé no envaneció ni se sintió orgullosa-mente superior con el éxito, pues los grandes vértigos le estaban vedados. No siendo humilde, altivo ni ambicioso, dejó pasar la tentación de la gloria como los miopes dejan pasar a la linda coqueta que les guiña el ojo. Como era natural, Gringolé quedó feliz y alentado en su trabajo. Soñó, en verdad, que un día la Francia premiaría sus desvelos dándole un sitial en la Academia y le concedería las "Palmas Académicas" o la "Legión de Honor". Mas sólo fue un sueño sin consecuencias, suave espolazo que apenas rozó el flanco del flaco rocín de sus homeopáticos anhelos.
Dos cosas fundamentales, que podían calificarse como únicas pasiones conmovían su grisácea existencia, dando a Gringolé ánimo suficiente para el batallar cotidiano. La primera pasión se llamaba Valerie, y era su mujer. La segunda era su colección de pájaros disecados.
Valerie tenía veinticinco años frescos plenos de fuego y vitalidad. Su figura habría hecho buen papel en la Corte galante de alguno de los Luises, bien sea para adornar los elegantes salones palaciegos o complementar al lecho regio y motivar una página del señor de Brantóme. Era Valerie una real llama rubia, amaba la vida con delirio de bacante; leía a Baudelaire, Ninon de Léñelos y Saint-Exupery; detestaba la pacotilla existencialista. Aficionada a la música, mezclaba alegremente a Debussy, Chopin, Lully, con las estridencias del "hot jaz", el "rock" y las creaciones canallas de los "chansonnier" de moda. Otra vez, olvidando los placeres del arte, se entregaba con frenesí a los goces de la vida al aire libre, los de-portes agitados. Cabalgaba nerviosos y crinudos potros, salvaba grandes distancias a nado, escalaba montañas, cazaba, hacía sky y jugaba tenis. Solía volver a casa con la ropa en jirones, el cabello revuelto y la piel impregnada con el profundo olor de la naturaleza.
Su marido la acogía paternalmente. “Ma petite sauvage”, le decía acariciándole el blondo pelo. La ayudaba a desnudarse y acostaba como a una niña consentida. Alguna vez, sin embargo, le daba una afectuosa reprimenda. Valerie aparecía con el morral lleno de aves cobradas a escopetazos, sobre las que Gringolé, hacía mustias y fúnebres reflexiones.
Valerie quería a su marido con lógica cartesiana, determinada por su matrimonio de conveniencia. Su cariño estaba hecho de pequeñas ternuras dosificadas como una droga, pues Gringolé ante los primeros ímpetus de su fogosa y ardiente mujercita, emprendía un largo sermón de Cuaresma, recomendando las ventajas de la abstinencia para conservar el amor y respeto entre cónyuges. O bien hablaba del control demográfico civilizado, olvidando la pildora anticonceptiva, tras decirle:
— "¡Madame, vous étes vraiment atomique!"
Cambiaba el tema para hacer la exégesis de alguna rara avis descrita por Plinio el Viejo o Buffon... Por ello Valerie solamente quería a su marido. A quién amaba era a su amante, un “play boy” huero y deportivo, capaz de recitarle de un tirón los Sonetos de Messer Pietro Aretino.
Enfrascado en sus tareas de naturalista, Jean Gringolé ignoraba esos amores, aunque los presentía cuando la menuda y frágil Valerie regresaba a deshoras, despeinada y con mucha agitación interior. Como era moralista y en todo moralista habita un ser inofensivo, enemigo de la violencia, jamás se le ocurrió interrogar a su mujer. Por el contrario, procuraba evitar en lo posible cualquier género de explicaciones enojosas. “Si soy cocú —pensaba— que yo no lo sepa, y si me lo sé que me lo calle y no me importe, porque así lo demanda la buena educación”. Tomaba un libro y se arrellenaba en su sillón “bergére” favorito, cerca de la estufa y se hundía, literalmente, en la lectura. Mientras tanto Valerie en el secreto de su “boudotr” con mano experta iba borrando toda huella culpable. Se maquillaba, perfumaba, ensayaba miradas lánguidas y posturas felinas destinadas a seducir al marido.
La otra pasión de Monsieur Gringolé se exhibía en largas vitrinas, cuidadosamente desempolvadas, en un salón de la casa. Allí estaban centenares de aves que la habilidad del taxidermista había conservado en posturas naturales. En cada base de madera, donde los volátiles engarriaban sus patas, se leía el nombre científico y la respectiva clasificación. Estaba el ibis divino y la cotorra democrática, el milano rapaz cerca del ingenuo gorrión, el heráldico cóndor andino y el faisán, ele-gante como un mandarín chino, la filigrana aérea del picaflor tornasolado y el proletario quebranta-huesos, la fea y empenachada grulla africana y el aristocrático y necio pavo real, el bellísimo y arisco quetzal y el Martín pescador... ¡En fin, gran cantidad de aves de todos los continentes y plumajes!
La ocupación favorita de Gringolé consistía en completar su extenso museo de aves, cuando no tenía que frenar los afanes eróticos de Valerie o escribir artículos sobre aves.
Su “hobby” lo mantenía enfrascado en su escritorio, revisando gruesos libros de Historia Natural, libros de viajes, relatos de exploradores, geografías descriptivas, para hallar huellas de animales estupendos y mitológicos, de algún pájaro que tal vez sólo existió en la imaginación de los “pueblos antiguos. Gringolé en su Museo privado había destinado una vitrina para aquellos fabulosos seres voladores. Allí tenía miniaturas del ave Roe, la Quimera, el Pegaso, los alados toros asirios, los cósmicos reyes de Tiwanaku con sus cetros áureos, la Esfinge de Tebas, los corceles de las walkiras, hasta el tosco Clavileño de don Quijote tenía cabida en aquel conjunto. También habían figuras en yeso, marmolina y cera de dioses y dioscuros que tuvieron el don de volar, empezando por Mercurio y Perseo y concluyendo en Icaro, no faltando Odin, Parsifal, Osiris, Krishna y otros, con un decorativo fondo de máquinas de volar programadas por Leonardo da Vinci. También había diminutas copias a escala del “Sputnik” de Gagarín y el Apolo II...
A pesar de la originalidad de su Museo, Gringolé no estaba satisfecho. Todo cuanto poseía en su colección ya estaba, de tiempo atrás, guardado, fichado, catalogado, impreso, disecado y clasificado en los Museos de Historia Natural. Lo que anhelaba era poseer un ave única, exclusiva, desconocida, capaz de darle celebridad mundial, atraer sobre su persona la atención de los científicos. Era ese, en el fondo, el objetivo de su vida. Hacia esa meta se dirigía como flecha al blanco.
Un día Jean Gringolé vagaba por la "rive gauche" del Sena y se detuvo ante el puesto de un "houquiníste". Encontró y compró por pocos francos un viejo libro que titulaba: "Lettres editantes et curieuses ecrites des Missions étrangeres por quelques Missionatres de la Compagnie de Jesús (Bruxelles, 1788, tomo XIII), o sea (Cartas edificantes y curiosas escritas de las Misiones extranjeras por algunos Misioneros de la Compañía de Jesús).
Una vez en casa Gringolé abrió al azar el crujiente y polvoriento libro. Se puso a leerlo y halló una Carta dirigida a su Superior por el Padre Chome, Misionero de la Compañía fundada por Iñigo de Loyola, en la cual narraba que en un naufragio habido en la costa de Yucatán, tres misioneros estuvieron a punto de ser engullidos por una manada, no cardumen, de tiburones, pues Satanás no había dejado de procurar ese peligroso pasatiempo para aliviarles el pesado viaje en un lento galeón de S.M. Católica.
“Pax Christi — Reverendo Padre mío: Debe saber V.R. que con auxilio de Dios vimos aparecer sobre las aguas de las Antillas al Arcángel Gabriel que blandiendo su espada de fuego puso a fuga a tan sanguinarios escualos”. Agregaba la carta que sin embargo, él Arcángel no alcanzó a ahuyentar a todos los tiburones, y que en el contorno uno quedó rayando el agua con su aguda aleta, mientras los misioneros rezaban en coro el Confíteor, seguros de que su tarea evangélica iba a terminar en el vientre de un tiburón. "Entonces, —añadía la Carta—, a invocación del Reverendo Padre Miguel Zunzunegui, el Apóstol Santiago, patrón de los españoles y en particular de los guipuzcoanos, galopando sobre las agitadas olas ensartó con su lanza al sanguinario pez". En seguida venía lo edificante del relato, cuando el jesuita escribía... "Así en estas ignotas regiones quedan burladas las trampas que nos tiende el Maligno para impedir nuestra santa misión". Después se explayaba en especulaciones teológicas sobre la bondad arcangélica y la habilidad ecuestre del Apóstol Santiago, más avispado que el Arcángel Gabriel en la cacería de peces sanguinarios.
La siguiente Carta, fechada el año 1698 en la Misión de San José de Chiquitos, se refería a la naturaleza inocente y candorosa de los naturales que hasta la llegada de la Compañía de Jesús habían sido "bárbaros aguerridos, dados a la holganza y costumbres perniciosísimas, que medraban por los bosques en pos de sustento, desnudos como nuestro padre Adán, crueles e irreductibles caníbales, a quienes el hambre solía mantener, más que la valentía, en permanente estado de guerra".
La última Carta, encabezada con una cita de Heródoto de Halincarnaso, dirigida al Provincial por un tal Padre Diego JS., se ocupaba de relatar las mil y un penurias y riesgos corridos por un grupo de misioneros en viaje de la ciudad de Peranzures de Campo Redondo o sea Chuquisaca, cabeza de la Real Audiencia de Charcas, a las Misiones del Paraguay.
Entre cosas pesadas y cosas amenas la Carta intercalaba una noticia que causó profundo escalofrío al ornitólogo, ella decía así:
"Estos salvajes hanme dado a entender que adoran a un raro pájaro de los bosques, que por no ser abundante y siempre estar solitario, toman por divinidad, lo que es ilusión del demonio. El dicho pájaro dizque suele resplandecer de noche, a semejanza de las luciérnagas, tiene canto como de cristiano y vive en lo profundo de las florestas intocadas. Jamás hasta agora lo han capturado, pues debe ser inmaterial como fuego de San Telmo. Aseguran los indios que existe y que es el ánima de Tupa, dios pagano de los guaraníes, creador de aves, plantas, fieras e insectos de estas vastas comarcas del Rey N.S. Error, como advertirá V.R., propio de mentes infantiles que ignoran las Sagradas Escrituras".
Nada más decía la Carta sobre el pájaro. Gringolé, inquieto por la larga parrafada jesuita, cerró el libro y empezó a dar largos trancos por la habitación, atusándose, nervioso, la perilla. Meditaba, pensaba, se detenía ante los anaqueles cargados, tomaba un libro, lo abría, hojeaba y devolvía al estante, tornando a caminar de un punto para otro.
Eran las siete de la tarde. Una luz discreta, propicia a las confidencias amables, invadía el escritorio del ornitólogo. En los muros, empapados de sombra, se insinuaban vagos destellos de las doradas molduras de los libros empastados.
Valerie, que había pasado la tarde con su amante, entró al escritorio y al ver a su marido sentado, se acercó por detrás y rodeó su cuello con sus tibios brazos infieles.
— ¡Mont cherí,je taime becaucop etje suis tres heureuse!".
— ¡Cocotte!— respondió con brusquedad Jean Gringolé, deshaciéndose del abrazo y con desconocido tono de enojo, agregó: —"¡Femme ímpure!". Tanto me amas, pero en brazos de tu amante eres clandestinamente dichosa... ¡No te me acerques, me repugnas!
Abandonó el escritorio dejando a Valerie temblorosa y atónita. Al no saber qué actitud tomar, terminó por sentarse en el sillón y comenzar a lanzar suspiros y entrecortados gemidos.
A la hora de la cena aquella noche Gringolé dejó en claro que se marcharía lo antes posible a América del Sur. Valerie no debía hacerse muchas ilusiones respecto de sus sentimientos hacia ella. "Heridos y echados al lodo por su infidelidad", remarcó.
De nada sirvieron lágrimas ni palabras de arrepentimiento. Jean Gringolé, implacable como un dios vengativo, cerró ojos y oídos a las explicaciones y súplicas de su mujer. Solo esperaba que concluyese aquella desagradable sobremesa para retirarse a imaginar la gran aventura que le esperaba en lo profundo de las tierras australes de América latina.
Valerie quebró un jarrón contra el suelo, taconeo contra el piso y, como último recurso para conmover al marido, imitó el patético ademán de Medea ante Jasón, pretendiendo emprender la destrucción de los pájaros disecados, que para ella resultaban sus únicos rivales. Pero Gringolé la contuvo en seco, con fuerza y energía que le desconocía, causándole temor. "Destruyes una sola ave y te destruiré a tí".
Más tarde el naturalista se retiró a encerrarse en la biblioteca, lindante con el museo. Valerie, rescatando algo de su dignidad perdida, también fue a encerrarse en su alcoba donde horas después su marido la encontró sumergida en un plácido sueño. A los pies de la cama, enroscado encima de un almohadón, también dormía Ahriman, el bello y lujurioso gato siamés, personaje predilecto de Valerie al que Gringolé tenía disimulado rencor y vigilaba en sus andanzas domésticas, pues tenía la maligna afición de acercarse a los pájaros disecados y cuando la ocasión se lo permitía, se colaba en el santuario ornitológico y robaba algún pájaro para jugar con él hasta destriparlo.
Tal como lo hubo previsto, estimulado por la decepción, Gringolé hizo acelerados preparativos de viaje por medio de una Agencia. Tramitó pasaporte y obtuvo visas. Se hizo inyectar una vacuna triple contra la malaria, cólera y tétanos. Por último recibió pasajes “Clase turista”, y una neblinosa madrugada que envolvía a París con su inmensa gasa de tedio y tristeza, partió del aeropuerto “Charles de Gaulle” rumbo a Buenos Aires, donde cambiaría de avión para volar al Paraguay.
Con indiferencia rayana en el desprecio Gringolé se había negado a escuchar las tenaces, llorosas y suplicantes insinuaciones de Valerie para que desistiese de viaje tan peligroso. Rogaba (s'il vous plait) que no se alejara de ella sin reconciliarse, quien sabe por cuánto tiempo, quizá para siempre, pues "nunca se sabe si se vuelve de tierras infestadas de salvajes”, recalcaba Valerie. Pero él no cedió hasta verse apoltronado en el mullido asiento del jet que le conduciría a la lejana tierra donde esperaba capturar, si existía —como escribió tres siglos atrás un jesuita—, una auténtica rara avis, el “viseau d'or” el “oiseau d'feu”.
Tras largo vuelo sin escalas llegó a Buenos Aires. Allí permaneció tres días, mientras se equipaba. Aprovechó su tiempo para recorrer la inmensa capital porteña, que nada comunicó a su corazón. La hallaba como una pretenciosa imitación de una urbe europea, sin mucha tradición histórica, ni tampoco mucho original espíritu local, donde la gente parecía hallarse de paso, ocupada en "hacer la América". Los porteños, agresivos y malhumorados, descendían principalmente de italianos, españoles, judíos, eslavos, anglosajones, galos, germanos y otras etnias que allí emigraron un siglos atrás. En sus calles no se veía un solo indio, excepto uno que otro "coya" norteño discriminado por tener grueso pelo negro y tez oscura como sus ojos. Los pocos gauchos que vio tenían piel blanca y ojos azulados, y resultaban tan falsos en su nacionalismo folklórico, que habrían irritado al mismísimo Martín Fierro, del que Gringolé escuchaba hablar a una compatriota como si se tratase de una mezcla de Astérix, Cyrano de Bergerac y Tartarín de Tarascón.
Cuando por fin pisó la tierra colorada paraguaya, el francés fue invadido por el sofocante y húmedo calor que reinaba en aquel trópico sudamericano, lo cual lo mantuvo adormecido en un duermevela en la penumbra del cuarto del hotel, mirando a ratos por la ventana la confluencia de los ríos Paraguay y Pilcomayo.
Con ayuda del Secretario de su Consulado, Gringolé pudo contratar un guía nativo para que le condujese hasta donde moraba la tribu de indios guaycurúes, de raza guaraní -tupí, catequizados siglos atrás por los misioneros jesuitas que instalaron allí uno de sus admirables falansterios teocrático - militares, buscando dar vida a la Re-pública de Platón o la Ciudad de Dios de Campanella. Aquella tierra, que algún historiador local, con sus meninges inflamadas por la fiebre tropical, una vez llamó "Provincia Gigante de las Indias", les pareció a los religiosos propicia para echar allí sus semillas, como San Pedro echaba sus redes en el Tiberiades.
Una cristalina y azul madrugada, nuncio de un día caluroso, partieron en camioneta al interior del Chaco. En la medida en que se alejaban del río Paraguay la tierra adquiría un aspecto diferente, que más tendía al de llanura desértica que al boscoso; el verde daba paso al gris, amarillento y polvoriento. Mientras el chofer y el guía conversaban en guaraní, desde la cabina Jean Gringolé, usando gafas solares se entretenía en contemplar los vastos pajonales e islas de monte ralo, formado por una vegetación espinosa y raquítica. Sin embargo, en medio de tan ruda e inhóspita naturaleza, vivían especies de animales salvajes. El jaguar, el puma, el ñandú, variados ciervos y otras bestias. Lo que más abundaba eran los insectos voladores y los que vivían bajo la arena o mimetizados en la sitibunda vegetación: alacranes, cienpies, hormigas rojas, arañas ponzoñosas, coleópteros, batracios, serpientes venenosas, bichos que convivieron en las trincheras con los soldados bolivianos y paraguayos durante la estúpida guerra del Chaco. Veía atravesar por el cálido cielo bandas de loros chillones, parejas de papagayos azules, rojizos y amarillos, tucanes, flamencos y patos, así como solitarias águilas, gavilanes vertiginosos y rapaces y fúnebres buitres americanos. Con experiencia de ornitólogo Gringolé mentalmente los iba clasificando: psitácidos, estricidas, titónidas, troglodítidos, túrdidos...
El viajero se sentía feliz, como si de pronto, al abandonar la hermosa selva doméstica de París, en un retroceso en el tiempo ingresase en una bella edad idílica, libre y patriarcal, lejos de los escombros espirituales de una civilización empeñada en hacer del hombre una criatura agraviada y descontenta, programada para que en la vida solamente sea una "cosa".
Hicieron alto en una colonia menonita. Allí Gringolé conoció a un hombre de origen canadiense, francófono de Québec, quien le dio informaciones adicionales sobre las tribus selvícolas de la región. El guía pudo más, porque comunicándose en guaraní con unos indígenas que iban a pie a Asunción, llevando encima la cabeza un atado con sus sumarios bienes, al cinto el cuchillo y al costado el inesperable machete, quienes le dieron datos exactos para llegar hasta la tribu guaycurú.
Tras de abandonar al día siguiente la colonia menonita donde consiguieron posada y comida, alcanzaron por carretera un lugar situado sesenta kilómetros al levante. Ahí Gringolé y el guía dejaron la camioneta, acordando reunirse cuatro días después con el chofer. Provistos de equipo de campaña y una carabina, por sí haya que enfrentarse con una inesperada ñera, se internaron monte adentro.
Gringolé nunca fue amigo del deporte, por eso hubo de acudir a toda su voluntad para seguir a pie el rumbo que marcaba el guía, con el cual apenas cambiaba palabras que ambos no entendían, en un divertido diálogo bilingüe. Tras cuatro horas de andanza, con pequeñas pausas para beber agua de sus cantimploras y comer un bocadillo, avistaron el rancherío guaycurú. El guía se adelantó para parlamentar con el cacique de la tribu. Consigo llevó una bolsa de sal, un paquete o abalorios de metal, anzuelos y chucherías de plástico lleno de colorinches, como es tradición desde la llegada de los conquistadores españoles.
Era el cacique un hombre viejo y enfermo. Vestía un mugriento taparrabo que cubría sus inútiles vergüenzas. Su cabeza, poblada de crinados pelos grises, llevaba una especie de tiara de plumas de papagayo. La piel como pergamino arrugado, le caía flácida en las mejillas, pecho y brazos descarnados. Sus ojos cegatos apenas veían desde sus fruncidas ventanillas. Después de larga conversación que Gringolé escuchaba de lejos, sin entender una sola sílaba, el guía le hizo señas para que se acercase. Le ofrecieron una hamaca para descansar, mientras acudían muchos indios como paridos por el monte y del interior de las primitivas viviendas formadas por ramas entrelazadas y hojas secas que servía más para protegerse de los bichos noctívagos que de los vendavales y lluvias. Miraban con curiosidad al extranjero de ojos verdosos, pelo y barbita rojizos y manos enguantadas. Unos recibieron algún regalo y otros se zampaban en la boca puñaditos de sal gema. Saltaban y gritaban, coreando frases que el naturalista creía que eran de bienvenida, aunque pudieran haber sido de disgusto por la presencia de aquel extranjero violador de su territorio ancestral; dos siglos atrás Gringolé hubiera sido flechado, degollado y devorado en un festín canibalesco, según lo sabía por los relatos de exploradores y aventureros del pasado. No faltó un joven guaycurú que con audacia tocó el dorado reloj pulsera de Gringolé —regalo de Valerie en un aniversario— y con elocuentes ademanes pidió que se lo diese. Tampoco faltó la presencia de varias indias núbiles, casi desnudas, que el cacique puso a disposición del asombrado galo, para que holgase con ellas cuanto quisiera. Eran hembras oscuras, olían a pescado, tenían senos pequeños y piel tersa, en su rostro ostentaban un aire ligeramente bestial cuando miraban al varón, y como para olfatearlo, abrían sus anchas fosas nasales. Gringolé pensaba en la lejana, infiel y bella Valerie, y en rápido balance mental resultaba una diosa soberana en comparación con las bellezas de aquella tribu chaqueña.
En la noche encendieron una fogata. Hubo danza y cánticos entonados con voz lenta y chillona por grupos de jóvenes guerreros y mujeres desnudos, que más tarde se ayuntaron en la oscuridad del monte.
Gringolé se acomodó dentro del mosquitero y esperó, ansioso, en sudoriento desvelo, que llegase el alba para indagar por el dios —pájaro que le hizo venir de tan lejos—.
Al día siguiente hizo preguntar con el guía al chamán dónde guardaban al pájaro dorado. Que-ría ofrecerle un tributo y deseaba, por lo menos, conocer su aspecto. El ladino brujo indio explicó que el pájaro dorado no podía ser visto por ningún extraño, pues podían ocurrir desgracias. La tribu recibiría invasores enemigos y perder la guerra; los niños varones enfermarse y morir, podía huir la caza y secarse los ríos matando los peces... El guía estaba consiente que el chamán era venal y aceptaría regalos para ablandarse. Querían que le diesen alcohol y dinero. Como llevaban consigo varias botellas de coñac, le dieron tres al indio, incluida una de Armagnac que Gringolé miró con cierta pena. No fue suficiente para el pícaro salvaje. Pidió que, además, le regalasen la carabina y todo el dinero que traían. "¿Qué nos dará en cambio?" interrogó Gringolé en mal castellano. El chamán, que ya se había bebido cuarta botella de coñac, medio achispado e insolente, repuso a través del guía: "Le daré el pájaro de oro; nosotros capturaremos otro".
Le entregaron la carabina, escondiendo por precaución la munición. A lo mejor el indio se le ocurría matarlos. "¿Quién podía impedirlo en esas oscuras latitudes?". También le pasaron todos los billetes y monedas paraguayas que conservaban, y que el brujo supo identificar.
El indio, contento, empinó largamente la botella. En seguida los condujo fuera del tolderío hacia un calvero del monte donde estaba instalada una jaula de tacuaras en la que se encontraba el ídolo vivo, Alfa y Omega de la actual existencia de Gringolé. El chamán impidió que otros indios le siguiesen, lanzando amenazantes conjuros.
Inenarrable fue la alegría que iluminó el semblante del francés. Sus redondos ojos verdes parecían relucir al mirar, dentro de la jaula, al pequeño pájaro dorado... "¡Oh lalá... Magnifique oiseau d'or!", casi gritó. En la semioscuridad el pájaro parecía de oro fosforescente, le recordaba al pájaro carbunclo descrito por Bernardo de Sahagun y Barco Centenera. Tenía una pequeña cresta roja, como un gallito. Estaba inquieto, atemorizado por la exótica presencia del extranjero, aleteando como colibrí que algo tuviese de luciérnaga gigante. ¿De dónde había salido aquella maravilla? ¿Cómo era posible que esa horrible tribu de salvajes guaycurúes hubiese hecho del pájaro de oro su proveedor de mercedes, protector de la vida y posible dador de la muerte? Gringolé pensaba en la gloria científica que le esperaba al llevarse vivo a Francia al pájaro. Tenía a su alcance al nervioso, eléctrico y hermosísimo animalito, que brincaba de un extremo a otro de la jaula. ¡Qué renombre el suyo cuando fuese exhibido en la vidriera de la mejor joyería de París, como una joya viva! Era evidente de que se trataba de una legítima "rara avis" que le abriría las puertas de la Academia de Ciencias.
Aprovechando la noche de la luna llena, después de pasar tres días con gente de la tribu, temerosos de la traición e infidencia del chamán, Gringolé consiguió con mediación del guía una pequeña jaula. A medianoche, cuando toda la tribu dormitaba bajo el efecto de la chicha fermentada y el alcohol de caña, en medio de canciones y danzas, en forma sigilosa fueron hasta donde se hallaba el dios-pájaro. Con sumo cuidado lo capturaron con una red de cazar mariposas y lo introdujeron a la jaula que traían.
Por una trocha abierta en el monte, abandonando en el tolderío cuanto trajeron, huyeron a toda prisa, para alcanzar esa madrugada a la camioneta, tal como se había planeado.
Todo salió bien. El chofer los esperaba y se admiró cuando Gringolé, levantando un poco la tela con que cubría la jaula, le mostró el pájaro de oro, el que de tanto en tanto resplandecía con una luz extraña.
Era importante escapar a toda prisa hacia Asunción. No obstante el acuerdo con el chamán de los guaycurúes, quizá los indios los habían seguido y podían capturarlos por profanar su suelo y robarse el dios-pájaro. No estaban errados. Cuando la camioneta empezó a rodar rumbo a la carretera Transchaco, aplastando matas silvestres que impedían el paso, escucharon un amenazador ulular que salía del monte, mientras algunas flechas se incrustaban en el suelo arenoso. Se trataba del ataque de una pequeña horda de guerreros guaycurúes, pintada con tintes de guerra, que había ido a rescatar al dios-pájaro.
* * * * *
En Asunción se repusieron del susto causado por el ataque de los indios. Como el chofer había previsto la huida, apenas fueron audibles los gritos de la horda salvaje, encendió el motor y cuando la primera andanada de flechas se incrustó cerca del vehículo, aceleró a fondo y se alejó a gran velocidad. Dos horas después llegaron a un pequeño poblado cercano a un puesto militar. Allí descansaron, bebieron café y masticaron el clásico "chipá" paraguayo, hecho de almidón de mandioca. Gringolé iba contento, como redimido de sus ansiedades pretéritas. Estaba consciente de tener en su poder, cautivo y vivo como una repentina pequeña flama, al pájaro de oro. En verdad le parecía un sueño novelesco y fantástico. Sin embargo ahí estaba la realidad palpable y no cesaba de tanto en tanto de levantar la tela que cubría la jaula para comprobar que no había ilusión alguna y que el ave extraordinaria era suya, existía y ello aseguraba su celebridad.
Con la cooperación de su Embajada no le fue difícil obtener un certificado de propiedad y otro de sanidad animal para que pueda embarcar al pájaro de oro rumbo a Francia. En el hotel la impaciencia comenzó a agitarlo; no salía de su habitación para no alejarse de la jaula, pensando que alguien podía entrar a robar al pájaro cautivo, y liberarlo para que retorne a su remota selva, junto a los amarillentos, gritones y fétidos guaycurúes que lo capturarían de nuevo para que sirva de sagrada propiedad de la tribu. De noche despertaba y al acercarse a la jaula, el pequeño pájaro encendía su plumaje como una gran luciérnaga. Era hermoso, manso y silencioso. Su color dorado y azul le servía de túnica real a su roja crestita de corona.
Al segundo día se presentó en el hotel el Cónsul y le dijo:
—Monsieur le Professeur: Le traigo una buena noticia.
— ¿Oh oui? Donné moi— respondió casi con alegría.
—Acababa de hablarme de Buenos Aires su esposa. Dijo que allí lo esperará en el Hotel de Boulogne. También dejó su teléfono...
Gringolé se puso pálido. Empuño ambas manos y disimulando su disgusto respondió:
—Mercí Monsieur le Secretaire... Muy gentil por su aviso, tomaré el número de teléfono para llamarla en Buenos Aires.
Cuando se retiró el Secretario, Gringolé comenzó a pensar en la manera de encontrarse con la infiel Valerie. ¿Ella también debía participar de su gloria? ¿Cómo la impresionaría el pájaro de oro a la frívola y complicada mujercita? "Nada sucede la víspera", se dijo.
Como no hacía bulto ni ruido, dejaron a Gringolé que llevase consigo la jaula; el pobre anima-lito se agitó cuando las turbinas del jet atronaron para despegar; mas cuando estuvo estabilizado y alcanzó su velocidad de crucero, el pájaro quedó quieto, afirmando sus frágiles patitas en la barra central de la jaula. Poco después bajo a picotear una hoja de lechuga y algo de alpiste. En seguida bebió un sorbito de agua. Daba la impresión de que fuese un viajero acostumbrado a los cambios.
Cuando desembarcaron en Ezeiza, pasaron sin novedad por Aduana e Inmigración. Jean Gringolé uniéndose al gentío que abarrotaba los amplios salones del aeropuerto de la capital Argentina, asomó donde habían teléfonos públicos y se comunicó con Valerie.
—Aló Valerie. Acabo de llegar, ¿para qué viniste?
—Jean, mon amour, vine a encontrarte. No puedo vivir lejos de tí. Ven pronto al hotel, estoy impaciente por verte...
Gringolé quedó confundido. ¿De dónde sacaba su mujer tanto afecto? ¿Estaría de veras arrepentida? ¿Qué diría del pájaro de oro?
Cuando se encontraron ella aguardaba en el loby del hotel. Estaba elegante, como siempre, y al verle aparecer por la puerta giratoria, precediendo al mozo de maletas, se adelantó con ansioso ademán para abrazarlo y besarlo, pero Jean Gringolé estaba impedido por la jaula que contenía su tesoro vivo.
—Detente Valerie, ¿no ves que sostengo la jaula que vengo cuidando desde las selvas del Para-guay?
—Oh, sí, querido Jean, disculpa... Yo no sabía... Pero me alegro mucho por ti que lograste lo que deseabas... Ya me contarás después. Subamos a la suite... — le dijo Valerie con gesto de decepción. Su marido prefería cuidar la "rara avis" en vez de estrecharla como ella esperaba.
Cuando entraron en la suite del hotel, lo prime-ro que Gringolé miró horrorizado fue a Ahriman. El gran gato siamés dormía enroscado e indolente sobre la cama, pero al escuchar ruidos en la pieza despertó y vino a restregarse contra los pies de su ama. Instantes después su instinto descubrió al pájaro de oro, encima de una lata cómoda, donde Gringolé había puesto la jaula. Antes de abrazar fríamente a su mujer, espantó al animal:
— ¡Retírate desgraciado!
Pero Ahriman no le hizo caso y maulló mirando fijamente la jaula.
—Valerie, cuida a tu bestia, no vaya a querer destruir la jaula y comerse al pájaro. No debías haberlo traído, lo mimas demasiado.
Valeríe con cierta ironía en los ojos repuso con una sonrisa:
—Venga aquí, Ahriman querido... Venga donde su mamita...
El gran gato de un brinco estuvo en el regazo de su ama y ambos se fueron al living. Gringolé se puso a abrir una maleta para retirar una muda de ropa. Mientras hacía eso advirtió que el pájaro de oro estaba muy inquieto, como si presintiese que tenía cerca un enemigo mortal. Había atardecido; bajo la tela que cubría al ave, veía cómo ésta se encendía y apagaba constantemente. Gringolé retiró la tela y contemplo embelesado a su pequeño cautivo. ¿Dónde ponerlo con seguridad, alejándolo del peligroso felino? Era terrible la perspectiva de tener tan próximo a Ahriman en el largo viaje por mar que estaba previsto, porque le habían ad-vertido que el delicado pájaro no soportaría una travesía aérea de casi catorce horas, el zumbido del jet lo aturdiría, y no obstante la cabina a presión, tal vez el aire le sería insuficiente y el ave podía morir.
Esa noche Valerie estrenó una elegante negligé de seda transparente. Pensó que el alejamiento había echado un velo de olvido a sus faltas y el reencuentro iba a proporcionarle una ocasión propicia para reconciliarse. Tenía la sabia convicción de que casi todos los hombres eran frágiles ante los encantos de una joven y fresca mujer y que el mundo convergía hacia el vértice sexual de todos los seres humanos, aunque lo negasen los hipócritas Tartufos. También por experiencia sabía que su marido era algo menos que tibio en los menesteres amorosos, pero quizá la influencia del trópico y su buen ánimo al retornar triunfante de lo que parecía quimérica aventura, lo habían cambiado. Había que constatarlo esa noche.
— ¿Vienes a la cama, cherí?
—Estoy atendiendo al pájaro de oro… Iré luego...
Ese instante Valerie tomó conciencia de que el pájaro salvaje era más importante para su marido que sus atractivos femeninos. Ella había contemplado, asombrada, al pájaro a poco de llegar al hotel y era, en efecto, una joya viviente y, además, luminosa. Era su rival para vencer. Se levantó y fue a la pieza contigua donde Gringolé atendía al pájaro. Bajo los pliegues transparentes del lujoso negligé, lucia espléndido su bello desnudo. Caminaba con andar felino, como incitando al distraído marido, quien manipulando la jaula con el ave áurea, parecía manso, indiferente, al virtual acoso sexual de Valerie. Sus sosos y redondos ojos verdes sólo miraban al pájaro cautivo.
— ¿Dónde se encuentra Ahriman? —de pronto interrogó Gringolé.
Encerrado en el placard. Ahí dormirá toda la noche, no temas. Mañana le compraremos otra jaula.
Se acostaron a pesar de las expertas caricias de su apasionada consorte, Gringolé cumplió sus deberes conyugales con un automatismo insípido y banal. Mal reconciliados, ambos se entregaron al sueño; pero en la alta noche Gringolé, indiferente a todo sentimiento, escuchó los sollozos de Valerie, aunque ella trataba de sofocarlos bajo la almohada.
* * * * *
El camarote que le habían tocado a los Gringolé en el gran trasatlántico italiano constaba de dos ambientes, no era espacioso pero sí suficiente para ellos. Un redondo ojo de buey, encima la cucheta superior donde dormiría Gringolé, permitía ver la anchurosa dimensión del horizonte marino: Acomodado en su jaula, encima la cucheta alta el pájaro de oro estaba con ellos, Ahríman, en cambio, enjaulado en una bien ventilada caja de mimbre con piso de fieltro, para comodidad del distinguido felino, había sido confinado a la bodega de equipajes, donde Valerie iba constantemente a visitarlo para dejarle alimentos y decirle palabras cariñosas.
Navegando por las azules aguas del Atlántico, dos días después de que zarpó el gran paquebot, el cielo comenzó a anubarrarse. A pesar de tener estabilizadores la nave bamboleaba. Por los parlantes recomendaron a los pasajeros no salir a cubierta porque se avecinaba una tormenta.
Valerie, sofocada en el camarote con la constante proximidad de su indiferente y casi hostil marido, permanecía irritada, hojeando revistas, acomodada en una poltrona mientras bebía ambarino “Pernord”. Desde que hizo el amor con su marido, en vano se había empeñado en obtener intimidad y ternura, pero siempre estaba de por medio la presencia del pájaro. Era el supremo atractivo del ornitólogo. Algo mareada con el segundo vaso del aguado ajenjo, Valerie, cejijunta, empezó a elucubrar con malicia la manera de liberarse del estorbo que le impedía recobrar su felicidad, sí así podía llamarla.
Tal como anunciaron, al atardecer se desató una violenta tempestad que mecía el barco. Dentro la cabina las cosas se balanceaban. La jaula cayó de la cucheta, pero no le sucedió nada a la pequeña ave. También se trizó en el suelo, deslizándose de una mesilla, el vaso donde Valerie buscaba el nepente de la embriaguez.
—Por favor, Valerie, no bebas más! El "Pernod" y el movimiento del barco van a indisponerte... Terminarás por vomitar.
— ¡Qué te importa...! Se rompió el vaso, ya no tengo qué beber.
Se alzó del asiento para apretar el timbre que llamaba al camarero. Quería que trajese más bebida. Pero en vano presionaba el botón, nadie acu-día. La tormenta había puesto en emergencia a toda la tripulación, incluidos los camareros.
— ¿Serías tan gentil de traerme otro vaso? o es que tendré que buscarlo yo misma —dijo la mujer, insegura por el mareo.
—Iré yo, podrías lastimarte. Échate un poco— dijo Gringolé, preocupado por la actitud física y mental de su esposa. Agarrándose de los pasamanos adosados a las paredes de los pasillos, salió rumbo al alejado bar.
Cuando Valerie quedó sola, repentinamente recobró la seguridad en sí misma aunque por dentro sentía el vaivén alcohólico. Por una pequeña escalera manual subió a la cucheta donde el ojo de buey se iluminaba constantemente con el resplandor de los relámpagos. Tras el vidrio empañado, a la luz que reflejaban las ventanas y reflectores del paquebot se veían las espumosas crestas de altas olas del océano borrascoso.
Valerie, empujada por impulsos irracionales del subconciente, cobró valor y con mucho esfuerzo logró torcer la manivela que ajustaba la cerradura del ojo de buey. De un tirón abrió el redondo boquete por donde penetró una fría ráfaga de aire impregnado por el profundo olor yodado del mar.
En una esquina de la angosta cucheta estaba la jaula con el pájaro. Valerie con agrio gesto en el rostro contraído y semiébrio, tendió la mano hacia la jaula... ¿Si el ojo de buey está abierto, por qué no arrojar al mar la jaula con el odiado pájaro? Para ella sería la victoria y recobraría a su marido. Cogió por el asa la jaula e intentó encajarla por el ojo del buey, pero no cabía. "Mejor abro la jaula y lo echo fuera", pensó. Acto seguido acomodó la jaula contra el ventoso ojo de buey, más en ese preciso instante Jean Gringolé abrió la puerta del camarote, trayendo bajo el brazo una botella y un sifón en la mano. Al darse cuenta de la criminal acción que estaba por consumar Valerie, con sus redondos e inexpresivos ojos casi fuera de sus órbitas, lanzó un grito que más parecía un desesperado rugido. "¡No, no Valerie, detente!".
Ya era tarde. El diminuto pájaro escapó volando por la puerta abierta de la jaula. Prendiendo y apagando su dorado plumaje, signo de terrible agitación, se remontó en el aire. Volaba sin tino, batido por las ráfagas de viento, entre cortinas de lluvia y la repentina fulguración de los relámpagos sobre la convulsión marina.
Gringolé tiró con violencia de Valerie, la que cayó al suelo de lo alto de la cucheta, golpeándose la cabeza en el piso, donde quedó inmóvil, sangrando.
Asomado a la redonda ventanilla del barco, el afligido Gringolé miraba, con el corazón oprimido, vencido por la impotencia y angustia, la lucha del pequeño pájaro con las potencias de la tempestad. Aquella brizna de plumas áureas y delicada belleza, aterrorizada y fatigada, intentaba en vano acercarse a la nave, pero sus alitas empapadas de lluvia carecían de fuerza. Cuando, por último, confusa y agotada, quiso posarse en la espumosa cresta de una alta ola, que confundió con un lugar sólido, el abismo se la engulló.
Gringolé cerró con violencia la puerta de bronce del ojo de buey. Sentía una profunda punzada en el corazón, como si le hundiesen lentamente un agudo puñal. Sus ojos estaban brillantes de lágrimas.
Descendió de la cucheta y pasando por encima del inerte cuerpo de Valerie, se dirigió afuera. No le importaba que el trasatlántico se meciese de manera alarmante, Jean Gringolé asiéndose de las paredes llegó a la bodega donde estaba Ahriman. Sacó de su jaula al gran siamés que maullaba erizado, sujetándole las patas con él llegó a la cubierta mojada por la lluvia, batida por los ventarrones. Alguien gritó que tuviese cuidado, pero no escuchaba nada. Alcanzó la baranda de estribor y asiéndose con la mano izquierda, con la derecha blandió al gato, asido por las patas inferiores y lo arrojó, maullando furioso, al hambriento abismo líquido.
En seguida trastabillando, con la cabeza abatida, las delicadas manos crispadas y los verdes ojos extraviados llenos de odio retornó al camarote para encararse con el cuerpo inerte de Valerie.
Fin
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Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
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Alguien va finar, patrón —decía Cástulo Narváez, mientras limpiaba la lámpara a carburo, de cuclillas frente al cuarto del administrador. —Es seña fija...— sus dedos largos, huesudos, quitaban con habilidad, la ceniza de los trozos de carburo de calcio que aún eran utilizables. A la luz de la luna que se prodigaba desde un cielo limpio, transparente, su rostro anguloso reflejaba una rara fisonomía: tan pronto parecía la de un santo como la de un cadáver.
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Prendido en la falda del cerro cuyas entrañas guardan el rico yacimiento mineral, se alza, desde su humilde pequeñez, el campamento minero, depositario del pulso humano que mide el paisaje cordillerano desde los tiernos ojos de los niños, hasta el abrazo rotundo del hombre.
Las luces mortecinas de las viviendas, asemejan luciérnagas estáticas que buscan dar calor a la fría noche. Una improvisada campana rompe con su tañido el silencio, marcando a golpes el tiempo.
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A: Julio Ramos Valdez
La lucha del hombre con los elementos de la naturaleza es ardua. Aunque como especie, el hombre va dominando la naturaleza y logra arrancarle sus secretos, no hay que olvidar que los pasos que da hacia adelante son posibles después de millones de batallas individuales perdidas. Para aprender a ganar ha tenido que saber perder en miles y miles de oportunidades. Las derrotas le enseñan el camino de la victoria.
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Al final de la comida, bajo una araña de lámparas a queroseno, después de limpiarse de residuos notorios, la boca ferozmente bigotuda, el padre miró con severidad familiar a su hija:
—He sabido que el mediquillo ese de provincia, te pretende. Quiere hablar conmigo nada menos que para pedirme tu mano. Naturalmente que me he negado a recibirle.