El desertor

Jaime Mendoza

Hallábame en el pueblo de Uncía. Debía hacer allí una distribución de uniformes a los veteranos de la guerra del Pacífico residentes en el lugar, y con tal motivo me puse en contacto con varios de los pobres ancianos que vegetaban por ahí, los más vestidos de harapos y hechos también ellos mismos otros tantos harapos vivientes. Y así fue como conocí al personaje de quien trata el siguiente relato.

Una tarde presentóse en mi alojamiento un viejo campesino, todo sudoroso y cubierto de polvo. Era del pueblo de Chayanta distante cuatro leguas de Uncía. Había concurrido a la campaña del 79 y venía en demanda de un uniforme. Confieso que desde que lo vi quedó cautivada mi atención por él. Era de alta estatura, enjuto, y, no obstante su edad, erguido. Una barba crecida, aunque rala, le caía al pecho en mechones plateados y rígidos a modo de hirsutos matorrales. Sus ojos claros tenían la apacibilidad de un lago azul en un tranquilo atardecer. En su rostro anguloso, de piel blanca pero muy tostada por las intemperies, había una mezcla innarrable de dulzura y fiereza. Estaba vestido poco menos que de andrajos. Sus pies calzaban hojotas, y sus piernas, con los pantalones remangados, aparecían delgadas, huesudas y llenas de rasguños.

Se había llegado a mí con paso menudo y discreto, haciendo un ademán con reminiscencia de saludo militar. Llevaba en la mano siniestra un sombrero alón y mugriento que yo volví a colocar en su cráneo rotundo. No sé... Me parecía que yo era quién debía reverenciar a ese despojo simbólico de mi patria.

Conversamos. Contestaba a mis preguntas en un castellano salpicado con frecuencia de locuciones quechuas. Le faltaban los dientes, lo que daba a su parla un tartajeo que le avergonzaba.

Parecía muy ansioso igual que un niño, por el uniforme. Por eso había hecho a pie y sólo en tres-horas los veinte abruptos kilómetros que hay entre Chayanta y Uncía, lo cual me dejó pasmado.

Pero mi sorpresa fue aún mayor cuando me dijo su edad:

—Ciento tres años.

Temí que el viejo estuviese fantaseando, ya que en ciertos casos de senilidad avanzada la fabulación es harto frecuente; pero, por las charlas que tuve después con él y por los datos recogidos a propósito entre los poblanos de Chayanta, creo ahora que estaba dentro de la verdad.

Cuando se enroló para concurrir a la campaña del Pacífico ya era soldado veterano pues había hecho sus primeras armas desde los tiempos de Melgarejo. Era hijo de un señor de cepa española que en las postrimerías de la guerra de la independencia fue a dar al pueblo de Chayanta, donde, venido a menos, se extinguió dejando aquel retoño que nacido y criado allí se asimiló naturalmente las costumbres locales. Casado en el lugar tuvo varios hijos, los más de ellos ya muertos en la madurez. A la sazón vivía con su mujer en Chayanta dedicado a las faenas agrícolas.

Heme pues, ante un caso de admirable longevidad y resistencia. Y digo de resistencia no sólo en lo físico sino también en lo intelectual, porque el viejo, no obstante ciertas fallas muy explicables de la memoria y de la atención, era un ser completamente lúcido, hechos, por descontado, los distingos relativos a su cultura ligada directamente a la de su medio.

Y en cuanto a su concurrencia a la campaña del Pacífico mi interés no hizo sino subir a punto al saber que el veterano había combatido en Tarapacá.

Es decir, había sido un vencedor.

Había ido allí con la división Ríos, de Iquique, en la que, como se sabe, había más de un millar de bolivianos. Fue herido, y vi la cicatriz que le quedaba en un brazo. Estuvo también en el episodio del estandarte chileno tomado por el soldado boliviano Mérida. Y estuvo, en suma, entre los que marcharon en persecución de los chilenos cuando se produjo su derrota final.

Estos y otros detalles que me comunicó el viejo acerca de su participación personal en un combate que yo conocía sólo por las informaciones de la historia, acabaron por realzar su figura ante mis ojos.

Al mismo tiempo advertí que el veterano era muy reservado, y aun reticente, en otros puntos, muy especialmente en el de su regreso al país después de la guerra.

¿Cómo había vuelto?

Asediado por mis preguntas, trataba de esquivarlas o se enredaba en circunloquios que hacían vivo contraste con su buena fe.

Esto me intrigó más y traté con ardor de ganar su confianza y, por suerte, lo conseguí.

Un Día previo el juramenteo que le hice de guardar su secreto en tanto que él viviese confesó toda la verdad.

Había sido un desertor.

Un desertor a consecuencia de la misma victoria de Tarapacá. ¿Cómo explicar tal paradoja?

He aquí lo que ahora voy a contar, ya que, muerto el anciano hace un año estoy relevado de mi juramento.

II

Sabido es que en la acción de armas de Tarapacá, se produjeron en realidad tres combates. El primero en el flanco occidental de la quebrada de ese nombre; el segundo en la quebrada misma a algunos centenares de metros por debajo del otro; y el tercero y último en Huaraciña, algunos kilómetros más allá de Tarapacá, donde los chilenos acabaron por ser destrozados y obligados a retirarse con pérdidas de una mitad, por lo menos, de sus efectivos.

El veterano de mi relato, que desde el comienzo de la refriega tomó parte en ella, había sido de los que al finalizar el tercer episodio fueron persiguiendo al enemigo que huía apoyado en un piquete de caballería el cual fue lo único que le salvó de un desastre total, ya que los aliados no contaban con caballos.

Y sucedió que el veterano fue herido en el brazo por una bala de fusil de los perseguidos. Y como la herida sangraba mucho se vio obligado a calmar su ardores persecutorios, y retrasándose de sus compañeros guareció en un recodo de la quebrada para curar su herida siviéndose del brazo sano. Puso desde luego por encima de ella una ligadura con su pañuelo, con lo cual logró reducir casi del todo la hemorragia. Rompió enseguida un trozo de camisa, lo quemó y aplicó el residuo negruzco y aún caliente a la herida, vendándola finalmente lo mejor que pudo con bandas que hizo rasgando también su camisa. Y así, después de un buen rato que duraron estas trabajosas manipulaciones, quedó tan bien curado como lo permitían las circunstancias.

Pero el veterano había perdido gran cantidad de sangre. Además, se hallaba sin comer hasta esa hora -era al caer la tarde- ya que el brusco ataque de los chilenos en la mañana no había dado lugar a las tropas aliadas a tomar su rancho. Añádase a esto la fatiga consiguiente a un batallar de varias horas así como la desenfrenada persecución que le siguió después, y se podrá comprender el estado de agotamiento a que había llegado el soldado.

Agazapado en su rincón estuvo oyendo por algún tiempo el trajín y las descargas que se hacían cada vez más distantes, hasta que, presa de un irrefrenable sopor, se quedó dormido.

Y dormido estuvo hasta que lo despertaron unas voces extrañas y lastimeras que venían desde lejos. El soldado se restregó los ojos sobresaltados. Ya la sombra le rodeaba. Por delante de él se desarrollaba la faja plomiza de la quebrada entre sus costados foscos y deformes. En el cielo parpadeaban algunas estrellas con brillo glacial. El veterano hizo mentalmente una breve reminiscencia y comprendió que sus compañeros debieron ya haber pasado, de regreso de la persecución, sin percatarse de él. Palpó el vendaje de su brazo; estaba duro por la sangre trasudada y seca. Tenía el cuerpo tan entumecido que sólo con gran esfuerzo pudo incorporarse y ponerse a caminar lentamente. Había resuelto seguir como pudiese a su campamento confiado en su instinto innato de montañés. Tenía hambre y sed. En un charco que halló al pasar se abrevó largamente y llenó su cantimplora. Para combatir el hambre fue rumiando un poco de la coca que aún quedaba en su bolsa.

Entre tanto las voces que le habían despertado sonaban cada vez más próximas.

El veterano juzgó que debían de ser de algún otro herido abandonado en la quebrada. Por fin se hicieron tan distintas que se llegaban a percibir estas palabras:

— ¡Misericordia, Dios mío, me muero de sed, misericordia!

El veterano sintió que la voz salía de una rugosidad en uno de los flancos de la quebrada y se fue derechamente allí. Entre la sombra distinguió un bulto tendido en el suelo.

— ¿Quién va? -dijo, sin pensar hacer uso de su fusil. El bulto respondió.

—Yo soy, un amigo, un herido. Tenga piedad de mí...

Por la entonación el veterano se dio cuenta de que el herido era chileno; pero maldito sin esos momentos sentía la pasión rabiosa con que horas antes había luchado contra ellos. El chileno, alzando los brazos, exclamó:

— ¡Misericordia! No puedo moverme. Me mata la sed

El boliviano por toda respuesta pasóle su cantimplora, que el otro cogió con ambas manos, casi a tientas y se puso a beber con ansia, con gula, como el niño que se aferra al pecho de su madre.

Hay que recordar que en esos días trágicos una de las penalidades que más atormentaron al soldado de uno y otro de los bandos contendientes era la falta de agua. En Tarapacá los chilenos llegaron a beber hasta sus orines, acosados por la sed.

Mientras el otro bebía, el boliviano había encendido una pajuela para reconocerlo. Era apenas un muchacho. Tenía herida una pierna sobre la rodilla. Cuando la cantimplora se agotó el veterano propuso entrando sin más rodeos el tuteo:

— ¿Quieres más?

— ¡Oh sí! -repuso el chileno con acento de gratitud.

El boliviano volvió a la quebrada a traer más agua. La noche había entrado. La tierra estaba negra, pero el veterano caminaba por instinto con matemática exactitud. Su entumecimiento había desaparecido y hasta podía manejar el brazo herido. Pronto encontró en la quebrada una pequeña poza donde espejeaban las estrellas. Llenó las cantimploras y retornando hasta donde estaba el chileno diole otra vez de beber.

Gozaba escuchando el glú-glú que hacía el muchacho al tomar el agua, pero al mismo tiempo le aconsejo que no bebiese demasiado pues podía hacerle daño. Obedeció el joven y se pusieron a hablar de sus heridas. El chileno dijo que aún sentía escurrirle sangre de la suya. El boliviano propuso curarle en la misma forma que él se había curado, pero el chileno, desconfiado, excusó tal curación diciendo que estaba mejor y que aquello cesaría “de por sí”.

No insistió el veterano y después de otro rato de charla trató de despedirse diciendo que debía ya regresar a su campamento y haría que de allí viniesen a socorrerlo. A esto en poco estuvo que el chileno diese un salto con esa espontaneidad característica de su raza. Tendió sus brazos hasta rodear las piernas del veterano que estaba en pie a su lado, y le imploró que no lo abandonase en tal lugar y a semejante hora. Y fueron tales sus razones, que el boliviano acabó por consentir a quedarse a su lado hasta que viniese el día. El chileno satisfecho, exclamó:

—Gracias, gracias. Siéntate a mi lado, herma-nito. ¿Y ahora podré tomar otro poco de agua?

El veterano asintió, y después que el otro hubo bebido le preguntó con sencillez:

— ¿Y vos no tienes algo de comer? -Ni una migaja -gimió más el chileno.

El veterano acudió otra vez a su coca y la ofreció al joven, que también rehusó. Hubo una larga pausa. De pronto el chileno comenzó a tiritar fuertemente.

—Tengo mucho frío, hermanito -dijo-. Arrímate a mí. Tápame con mi manta y con tu manta.

Su voz parecía venir del otro mundo y tenía a la vez un acento de mandato imperativo y de súplica humilde. Y como el veterano sólo estaba dispuesto a obedecer, no hizo sino cuanto se le decía.

Lo que en realidad sentía el joven era, más que el frío del ambiente, ese otro frío sutil, esa algidez terrible que sigue a las grandes hemorragias. El movimiento brusco que había hecho para retener al veterano suscitó una nueva irrupción de sangre cuya gravedad él estaba lejos de comprender. Y el veterano, que menos podía apreciarla, juzgo más bien que el joven estaba mejor, y una vez que se acostó a su lado exclamó dando a su voz un aire festivo:

—Vaya, pues, esta noche nos dormiremos juntos.

Y en efecto, era de ver a aquellos dos hombres, soldados de dos ejércitos enemigos que hacía poco habían luchado sin cuartel, y que ambos estaban heridos, ahora acostados uno al lado del otro y platicando en franca y leal camaradería.

Las horas de la media noche pesaban como una inmensa angustia en el desierto. Encima de los dos hombres, en el dombo del cielo, las estrellas parpadeaban desesperadamente. Abajo, la tierra lóbrega les rodeaba con sus fantásticas corrugaciones como los pliegues de un manto funeral. Por momentos, soplaban fuertes rachas de viento como una respiración de las montañas lejanas.

— ¿De dónde eres, compañero? -dijo el chileno.

El veterano estuvo a punto de suspirar como ese mismo viento, pero se contuvo, miró con sus ojos de cóndor, cual si quisiera hender la oscuridad, hacia el lado por donde el muro negro de los Andes cerraba el horizonte y por donde nacían nuevas estrellas y dijo:

—Yo soy de allá... ¿Y vos?

El chileno pronunció como soñando el nombre de un pueblecillo del sur de Chile. El cerebro de ambos evocaba dos paisajes muy distintos. En el joven era un cuadro de mar austral: una pesquería; a lo lejos las barcazas perdiéndose entre las brumas; bandadas de aves marinas esfumándose también en el poniente como pequeñas velas blancas. En el veterano, un poblachón colgado de la región de las nubes; el marco de la puna brava; cerros escuetos; una llama rumiando el matorral; un cóndor rayando la inmensidad azul. Y junto con la visión del paisaje, cuántas otras añoranzas visitarían la mente nostálgica de aquellos dos hombres a quienes el azar había reunido por modo tan extraordinario.

El chileno volvió a hablar: -Tendrás allá tu familia.

—Sí -respondió el otro-. Tengo mi mujer; tengo mis hijos. ¿Y vos?

—Yo tengo sólo mi madre.

Y el chileno se puso a sollozar.

—Vaya, pues, no te aflijas. Te sanarás nomás y volverás a tus pagos -dijo el boliviano.

El mismo estaba enternecido y tenía unas ganas locas de revolcarse en tierra, de bramar como un animal y de llorar como un niño. Pero también tenía la inhibición característica de su raza, y continuó sereno y estoico.

Por un rato resonaron aún los sollozos del joven como saliendo de las grietas de aquella tierra yerma. El chileno se estrechaba más y más al boliviano como buscando en él el calor que le iba abandonando. Y éste le dejaba hacer con un sentimiento de espontánea protección, más sin darse apenas cuenta de su naturaleza y su alcance. Tal vez en esos momentos pensaba en sus hijos ya adolescentes.

Luego se hizo el silencio y un ronquido anunció que el veterano se había vuelto a dormir. En cambio el joven continuaba despierto y por lo menos estaba en ese vago crepúsculo intermedio entre la vigilia y el sueño. Por un rato sus ojos continuaron mirando las estrellas. Luego ellas se borraron. Un gran cendal de gasas blanquecinas y tenues cubrió el cielo y la tierra. Era la niebla. Esa niebla del desierto que el día anterior había perjudicado tanto el avance de los chilenos en la madrugada. El joven como embriagado, miró en su rededor. Era tan densa la niebla que apenas le dejaba ver a su compañero dormido a su lado. Todo estaba blanco. El joven tuvo la impresión de hallarse sobre una nube. Un dulce desvarío se apoderó de su ser y, poco a poco, le pareció que se iba desprendiendo del mundo en suave ascensión.

III

Al día siguiente, cuando ya entrada el alba se despertó el veterano, se halló con que el cuerpo del chileno estaba rígido y helado.

Bruscamente hizo a un lado las mantas e incorporándose miró al joven. Estaba muerto. Un gran reguero de sangre coagulada enrojecía el suelo rutilando a la luz matinal. El joven había pasado insensiblemente de la vida a la muerte a consecuencia de la copiosa hemorragia. A plena luz del día pudo el veterano contemplar aquel cuerpo de mocetón robusto que sólo furtivamente entrevio la noche anterior. Su rostro estaba afeado por unas fajas de líquido sanguíneo extendidas entre los ojos y las mejillas. Diríase que había llorado sangre. Era que por la noche, el enjugar sus lágrimas con las manos manchadas de sangre, se había ensuciado el rostro.

El veterano procedió conforme se lo inspiraba su ruda mollera. Ante todo, como ese rostro pintarrajeado de sangre le daba una gran angustia, trajo agua de la quebrada y lo lavó con gran cuidado; y entonces, bajo los rayos del sol matinal, apareció el rostro del joven soldado de Chile, limpio, imberbe, marfileño investido de ese nimbo imponente y patético que dan la juventud y la muerte. Luego, para evitar que las aves de rapiña se cebaran en el cadáver, excavó una fosa con la bayoneta del chileno, tan honda como pudo, lo enterró y apiló además piedras encima, y anudando fuertemente su propia bayoneta con la otra por en medio en forma de cruz, la puso a la cabecera de la tumba. Después se arrodilló y rezo. Y por último ensayando ante el túmulo, gravemente, un saludo militar, retomó su camino.

IV

Pero ya no quiso restituirse a su campamento en Tarapacá.

Un profundo resentimiento se había suscitado en su alma contra la guerra. Quizás surgió en esa alma agreste el alma pensadora de un Tolstoy. Pero el soldado no racionaba. No se entregaba a ninguna filosofía abstrusa. A él le había bastado el incidente que acababa de vivir, para llegar a una convicción. Y aunque no supiese precisamente en qué consistía esa convicción, seguíala sin embargo inconscientemente; y en aras de ella arrojó su fusil, se puso fuera de la ley y tomó la senda solitaria por donde van muchos seres humildes y anónimos de quienes nada sabemos y a quienes a menudo despreciamos, y que sin embargo son la buena simiente que acaso en el porvenir inculcará en los hombres un nuevo código de amor y fraternidad.

V

Pasado un mes, llegaba el desertor a su poblacho después de haber resistido las más crueles penalidades. Con titánico coraje había trepado la cordillera occidental de los Andes donde estuvo a punto de perecer de frío. Paso días enteros sin comer. Un poco de coca que le dieron unos indios en el trayecto fue su salvación. En cambio vio morir de necesidad a otros dos prófugos que después de la dispersión de San Francisco habían tomado el mismo trayecto.

Y en fin, pasando al pie del Lirima, llegó por el lado de Llica a la Altiplanicie; cruzóla entre los inmensos y helados salares de Coipasa y Uyuni; costeó por Quillacas el lago Poopó y siguiendo por Sevaruyo y Challapata llegó una tarde a su casita de Chayanta.

Estaba hecho un espectro. Los suyos lo recibieron llorando. Pero pronto se repuso. Claro que a nadie avisó, ni a su familia, la peregrina aventura que le había ocurrido. Entre sus paisanos se difundió la vos que había sido uno de los dispersos de Dolores, y él mismo acabó por aceptar esta versión que le aligeraba de otras explicaciones. El hombre fuerte, que no había vacilado en afrontar los más tremendos peligros en la campaña, parecía un niño tímido ante ciertas admoniciones de los hombres, que sonaban a sus oídos como anatemas infandos. Aunque vagamente, el concepto de desertor, y más aún de traidor, revestía en su cabeza simplista fatídicas proporciones. Por eso una vez en su rincón, quiso retraerse, achicarse, desaparecer para que nadie más supiese de él.

Allá, en Chayanta, tornó a cultivar su parcela de tierra: y con la misma paciencia con que había manejado el fusil en la guerra sacaba al suelo la dura gleba para poner allí la semilla bendita que le daría el pan.

Y el destino quiso que el hombre viviese por mucho tiempo todavía, casi un medio siglo más. Durante ese largo periodo vio morir a sus hijos y al cabo quedó sólo con su esposa, mujer como él dotada de singular resistencia.

En los últimos años se vio reducido a la indigencia. Apenas tenía con que comer y vestirse, y por eso, siguiendo el consejo de otros, se animó a solicitar un uniforme.

Aún me parece verlo aquel día llegando al umbral de mi alojamiento, con su alta estatura, con su aspecto a la vez astroso e imponente, con su barba intensa y con sus ojos que se apacentaban sobre mí con dulzura paternal.

VI

Hoy sé que el viejo ha muerto. Por eso he escrito estas páginas que hace tiempo retozaban en mi cerebro ávidas de salir a la luz. Son mi homenaje a este soldado desconocido, uno entre millones y millones de soldados desconocidos, de todas las guerras que han asolado a la humanidad.

FIN

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