Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Walter Montenegro
Quién sabe qué vientos trajeron a don Adolfo Schmidt desde Alemania a Bolivia, allá por los años de 1912. Quizá la idea no del todo descabellada, de esta América en la cual las riquezas están a flor de tierra, y sólo esperan la experta mano del “gringo” para convertirse en rutilantes libras esterlinas.
Las naturales aptitudes de Herr Schmidt, entre las cuales hay que destacar cierto instinto psicológico, le abrieron paso fácilmente. Empleó los últimos marcos traídos de Berlín, para procurarse amistades ventajosas. Y su movediza figura empezó a agitarse en el tráfago de innumerables negocios, no siempre claramente explicables, en torno a las minas de Oruro y Potosí, donde prominentes personajes comenzaron muy pronto a llamarle "Don Adolfito", en las ruidosas noches de las cantinas, palmeándole afectuosamente las rollizas espaldas. Y sus cuentos alemanes, contados con genuino acento del Rin, provocaban grandes carcajadas entre los circunstantes que, mirando a don Adolfo con ojos enternecidos por la abundante cerveza ingerida, decían “qué gringo más simpático” o “estos gringos son una gran cosa, tenemos mucho que aprender de ellos todavía”.
Es verdad que Herr Schmidt habría tenido mucho que enseñarles, sobre todo en aquel arte de hacerse agradable tocando oportunamente, por ejemplo, la tierna fibra patriótica de los caballeros bolivianos, cuando con uno de los últimos "chops" de la noche se ponía de pie y cantaba "Ein prozit, ein prozit", y concluía solemnemente, levantando su vaso en alto: "Por Bolivia que es mi segunda patria." La escena se repetía invariablemente, tanto porque don Adolfo tenía la reconocida constancia de su raza, como porque, en el último periodo de una tenida de cerveza de aquellos tiempos, los caballeros bolivianos palpitaban de patriotismo.
Pero don Adolfo era ave migratoria, siempre en busca de nuevas primaveras. De modo que, después de cierto tiempo de "negocios mineros", y después de haber realizado su necesario aprendizaje en cuanto a beber "pisco" además de cerveza, (que fue lo único que a su vez pudieron enseñarle los caballeros bolivianos), sintió la necesidad de cambiar de aires. “Altura, no para corazón gringo”—decía, celebrando su ingenio con sonoras carcajadas de autoapreciación.
Un día, después de abundantes libaciones de despedida, con emocionados abrazos, y nuevos brindis por la grandeza de Bolivia que no pudieron menos llenar de lágrimas los ojos de sus amigos, Herr Adolfo Schmidt partió hacia el interior del país, sin arredrarle ni por un instante el que sus maletas de fino cuero europeo, se sacudiesen en la plebeya compañía de grandes y olorosos "atados" amontonados en el toldo de la "diligencia": pesado carromato que, tirado por ocho mulos, cruzaba con ensordecedor estrépito la pedregosa ruta de Oruro a Cochabamba.
Don Adolfo, comunicativo y servicial como siempre, conversaba con las viajeras de rostros cubiertos por espesos velos que, bajando del sombrero y anudándose en el cuello, constituían una barrera defensiva contra el pesado polvo disparado en el aire por las ruedas del carruaje y los cascos de los mulos. Distribuyó algunos caramelos que —espíritu previsor— llevaba consigo, y hasta tuvo en sus brazos a un niño, mientras la fatigada madre descansaba, regalando a don Adolfo con recatadas sonrisas de gratitud.
El descenso al valle inundó de regocijo el corazón de Herr Schmidt que, incansablemente, disfrutaba del espectáculo de la campiña sembrada de verdes maizales, con sauces de anticuado romanticismo y rudos molles bordeando el camino. Al cruzar los ríos de agua inverosímilmente cristalina, donde abrevaban los mulos, se mojaban la cabeza y los brazos, aspirando a pulmón lleno la fragancia de manzanilla y yerbabuena. Las viajeras le aconsejaban tener cuidado con los resfríos, y se sentían un tanto ruborizadas ante el espectáculo del peludo pecho de don Adolfo; porque así como en aquel tiempo los caballeros bolivianos palpitaban de patriotismo, el pudor de las damas bolivianas era sensible como pompa de jabón, capaz de estallar hasta por el simple contacto de un vello masculino.
Ya en Cochabamba, entró en contacto con una de aquellas casas comerciales alemanas que, durante mucho tiempo, constituyeron los más sólidos pilares del incipiente movimiento comercial, granjeando a sus propietarios expectables situaciones en el Campanario.
Casi todos aquellos alemanes acamparon definitivamente en estas tierras; y, algo más, no tuvieron inconveniente en mezclar su sangre de mítico abolengo, con la ciertamente substanciosa de prominentes damas criollas que, realizando ventajosos matrimonios (“los gringos son muy serios y considerados”, se decían las madres, pensando en el porvenir de sus hijas), tuvieron que acostumbrarse dormir con las ventanas abiertas, al jamón con dulce y a pesados pasteles de fruta, a cambio de maridos tranquilos, respetuosos, y hasta más fáciles de engañar, en caso de extrema necesidad.
Por su parte, ellas hicieron muy buenas esposas; y pasado un primer periodo de flatulencia ocasionada por la insólita mezcla de jamón y fruta cocida, se sintieron muy dichosas, contribuyendo con sus mejores y realmente abundantes virtudes, a la permanente felicidad del hogar.
Pero volvamos a Herr schmidt. La firma comercial en cuestión se prestó de buen grado a utilizar sus servicios, y le ordenó ir a establecerse como agente, en una de las sucursales del Oriente; allí donde el tocuyo “Tres llamas”, las tijeras marca “Cañón” y el hilo “Cadena”, amén de espejitos de mano y drogas de primera aplicación, eran introducidos por el comercio alemán en el uso de los inocentes habitantes blancos y los casi siempre inofensivos salvajes de la región.
Y don Adolfo, con el mismo boyante empuje con que sacó sus rosados pies del suelo materno; con la misma confianza con que descendió de la cordillera al valle, salió un día de Cochabamba con dirección al Beni.
Su extraordinario temperamento aventurero le capacitó para sobrellevar, sin la menor idea de volver atrás o de suicidarse, el tremendo calvario de aquellos dos meses a lo largo de senderos abiertos como líneas imperceptibles en la ladera de la montaña, con vertiginosos precipicios flanqueantes; sendas tajadas a machete en la maraña vegetal; noches de sobresalto bajo la amenaza de la intrincada vida nocturna del bosque, poblada de gritos, crujidos de hojas secas y silbidos inexplicables; interminables días flotando en una balsa, sobre turbios ríos con remansos erizados de afiladas dentaduras de caimanes; o cachuelas en la que el agua pereciera hervir colérica, por su encuentro con agresivas crestas rocosas, erguidas desde el fondo de quién sabe qué profundidades geológicas. Todo ello, con la compañía no del todo consoladora de dos o tres indios con los cuales sólo era posible comunicarse por señas, pero para quienes nunca faltaba, en los milagrosos bolsillos de don Adolfo, alguna golosina o un cachivache reluciente, que eran deglutidos o examinados con simiesca rapidez y curiosidad por los salvajes de obscuras pupilas.
Impertérrito, dispuesto como siempre a sonreír a la primera oportunidad, con pequeñas llagas ocasionadas por las picaduras de los mosquitos, y la camisa "Made in Germany" pegada a la espalda por el sudor, don Adolfo llegó al término de su viaje, y un día sus grandes maletas, ya un tanto deterioradas, balanceándose gallardamente sobre el lomo de un buey, hicieron su entrada triunfal, en las calles (llamémoslas así) del pueblecillo de Magdalena.
Poco tiempo después don Adolfo parecía ya completamente aclimatado a la vida tropical. Un tanto jadeante por el calor, y encendida su faz como una llama, paseaba familiarmente su rechoncha figura de uno a otros rincones del villorrio.
Puestos en práctica sus mismos métodos anteriores, de tan proficuos resultados, el Subprefecto, el Cura, el Juez Inspector, el maestro de escuela, todas las notabilidades del lugar, se sintieron rápidamente cautivadas por las atracciones de Herr Schmidt.
Todo fue tener que cambiar de bebida, porque la cerveza tan sólo llegaba raramente, en dosis medicinales, y hubo que acostumbrarse al "resacado"; pero el resto fue matemáticamente repetido: cuentos alemanes, graciosas y voluntarias mezclas de alemán, castellano y dialectos indígenas, y brindis "por Bolivia que es mi segunda patria"; además de algunos cuentos verdes, ya de filiación criolla, que don Adolfo iba incorporando paulatinamente a su repertorio.
Y muy pronto, fue un auténtico "notable" con voz y voto para discutir los intereses de la colectividad, y hasta con opinión propia dentro de la política boliviana, orientada a favor del partido liberal entonces en el poder.
La culminación de su carrera, empero, al cabo de dos años de vida en el pueblo, y una incansable actividad proyectada en mil sentidos diferentes, fue su elección de presidente de la Sociedad Cultural y Patriótica "El Progreso", cuyas labores guio don Adolfo con celo ejemplar.
Promovía sesiones de honor hasta en los más insignificantes aniversarios patrios; sesiones en las que él lo hacía todo, desde el discurso recordatorio de Eduardo Avaroa, pronunciando con énfasis y faltas de sintaxis de escolar aplicado, hasta la distribución, por cuenta propia, de "resacado" para los caballeros y refrescos para las damas.
Intercalaba, de vez en cuando, ilustrativas conferencias sobre la vida de Alemania, enterneciéndose con las reminiscencias de los bares en que se bebe legítima cerveza, y se canta “trink, trink, Bruderlein trink”, enganchando los brazos con los de rozagantes mozas y bigotudos Herrén, que con el mismo impulso marcial levantan el jarro de arcilla, coronado de espuma, o empuñan el máuser por la gloria del kaiser.
Tentadas por don Adolfo, alguna vez las damiselas de Magdalena iniciaron una de aquellas rondas, encendidas de rubor y soltando risitas nerviosas en vez de cantar al compás del clásico balanceo.
Es cierto que las circunstancias eran un tanto diferentes, porque frecuentemente los caballeros bolivianos en vez de mantener la severa actitud con que actúan los bebedores del Rin, aprovechaban el contacto de brazos para deslizar audaces manos exploradoras, sobre los pletóricos bustos de las damas; huelga decir que ellas, más ruborizadas aún si cabe, mirando al frente con angustia, y sin atreverse a hacer notoria su situación, se daban maña para apartar discretamente las impúdicas extremidades.
El estallido de la guerra europea, que se conoció en magdalena seis semanas después de aquel memorable julio de 1914, llevó al paroxismo los vitales impulsos de don Adolfo. Hablando frené-ticamente, aumentando la dosis de "resacado", llorando auténticamente al levantar su vaso "por Bolivia que es mi segunda Patria", consiguió un poco menos que acaparar la opinión pública a favor de Alemania. Sin grandes reparos con relación a la neutralidad, se cantaba el final de las "tenidas" aquel "Deutschland, Deutschland uber alies" en cuyos sones la campechana voz de Herr Schmidt adquiría sonoridades de trompeta wagneriana.
El único reacio a las incitaciones germanófilas de don Adolfo, era el peluquero y farmacéutico del pueblo, que representaba al intelectual puro en la comunidad, con un olímpico desprecio por la ciencia profesional y descolorida del maestro de escuela.
Habiendo leído "La Dama de las Camelias" y escrito muchos años atrás un poema titulado "París de mis Ensueños", se constituyó desde el primer momento en campeón de la cultura gálica. Afirmaba a gritos que quien no fuese un miserable ignorante, no podría menos que amar a Francia.
Pero la influencia del galófilo rapabarbas no alcanzaba ni de lejos a la del ya preponderante Herr Schmidt.
Cuando Bolivia declaró valientemente la guerra a Alemania, para hacer honor al estilo parisién de las cosas de algunos políticos prominentes de La Paz, don Adolfo sufrió una de las más crueles decepciones de su existencia, e imputó este "terrible error" a los "desaciertos de la política gubernamental". De más está decir que, desde aquel momento, se situó en las filas de la más violenta oposición.
Pero he aquí que en medio de estas cosas, inclusive la derrota de Alemania que le obligó a llevar corbata negra y aire de herida dignidad durante seis meses, un nuevo problema de insospechables alcances empezaba a surgir en la vida de don Adolfo.
No es que hubiese sido un Casanova, o que dedicase excesiva atención a determinados llamados de la Naturaleza. Pero al fin, era hombre fuerte, normal, de no más de 45 años por aquel entonces, y sus noches empezaron a parecerle demasiado solitarias; y la hora de la siesta, en la hirviente atmósfera del trópico, se poblaba para él de inquietantes imágenes, rara mezcla del recuerdo de las opulentas "frauleins" de las cervecerías alemanas, y los mugidos de los toros que bramaban en los corrales circunvecinos.
Y, al cabo de madura y lenta reflexión, cual corresponde a un buen súbdito germano, llegó a la conclusión un tanto desconcertante de que necesitaba una mujer.
No le habría sido difícil casarse, desde luego, aprovechando las múltiples oportunidades ofrecidas a su condición de prominente "gringo" bien establecido y mejor vinculado. Pero, don Adolfo no era de los que se casan, quizás más por otra cosa, por cierta profesional desconfianza relativa a firmar documentos con plazo indeterminado.
El malestar avanzaba, entre tanto, poniendo en la diafanidad del temperamento de don Adolfo, una vaga melancolía y, en su mirada, aquella sombra que más corresponde a los ojos de un adolescente, que a los de un maduro cuarentón representante de la firma Keler & Keler, vendedora de tocuyos, hilos y tijeras.
Ante la profunda extrañeza de sus amigos, fue sabido que don Adolfo empezó a gustar de la compañía del peluquero, su irreconciliable enemigo de la época de la guerra, con quien charlaba sobre París y otros tópicos semejantes; hasta pidió prestada y leyó concienzudamente aquella "Dama de las Camelias" que tan importante papel había desempeñado en la formación intelectual del refinado fígaro.
Es cierto que muchas cosas del libro resultaron perfectamente incomprensibles para Herr Schmidt, quien habría solucionado en forma mucho más práctica y feliz el problema de las relaciones de Margarita Gautier y Armando Duval. Pero, do-minado como se encontraba por influencias ajenas a su propia mentalidad, no dejó de amargarse por el trágico destino de la infortunada dama; con el consiguiente resultado de que en sus sueños de la siesta, la mezcla de recuerdos de mozas alemanas y mugidos de toros, se hizo más intrincada aún por la presencia desvaída y llena de exquisitas incitaciones de la Dama de la Camelias.
Arrastrado por esta ola de desconcertantes pensamientos, empezó a fijarse detenidamente, en el hecho de que su sirvienta, llamada Rosita, morena "camba" de 25 años de edad y jugoso belfo, era demasiado joven, demasiado ondulante; y en que sus párpados descendían con excesiva dulzura a velar las pupilas, como protegiendo su lánguida pereza.
En ningún momento la mente de don Adolfo fraguó planes concretos que pudiesen asignar a sus actos posteriores culpable carácter de premeditación. Pero una noche, al volver de una tenida de "resacado" en la que como nunca se había mostrado emotivo, llegando a llorar de veras al brindar por la reconstrucción de Alemania y por su segunda patria, y llamando además "mi querido Luciano" al odiado peluquero de marras, el perfume de los azahares le envolvió traidoramente, desviando sus pies del sendero de la rectitud y del camino de su habitación.
Y sus gruesas manos rojizas, sembradas de pecas, se encontraron, de pronto, amasando los duros senos de "la Rosita", en medio de un entrecortado murmullo de frases a medias alemanas y españolas. Los grandes ojos de la camba brillaban entre tanto, al pálido reflejo de la luna filtrada a través de un minúsculo ventanillo, con una especie de burlona voluptuosidad, hasta que se cerraron dulcemente.
Herr Schmidt se sintió poseído de un místico terror al despertar al día siguiente; sobre todo, porque lo más íntimo de su alma germana se sublevó a la idea de haber transgredido, por un bajo impulso, las sagradas normas de orden jerárquico que le separaban de su sirvienta; ni más ni menos —la comparación surgía espontáneamente en su subconciencia— que si un oficial de Ejército, descendiese a culpables intimidades con sus soldados.
E imaginaba el margen de intolerables libertades a que la “camba” se sentiría con perfecto derecho, queriendo tratarlo de igual a igual. Con bastante razón, no podía menos que reconocer a don Adolfo, recordando que durante aquel terrible episodio de la noche anterior, de ninguna manera había actuado él como un oficial con relación a sus soldados.
Pero las cosas ocurrieron de muy distinta manera, porque desde su primer encuentro con don Adolfo, "la Rosita" demostró tal olvido de lo ocurrido, que ni un gesto, ni un acento en la voz respetuosa, revelaron en ella una diferente actitud.
Es claro que Herr Schmidt, que, sobradamente acortado hurtaba el franco encuentro de su mirada con la de "la Rosita", no pudo percibir el leve destello malicioso que revoloteó en los ojos de la caraba al observar la turbación y los atufados ademanes de su amo.
Don Adolfo se juró a sí mismo, invocando los más sólidos principios de su educación, no reincidir nunca, jamás, en el pecado que tantas in-comodidades de conciencia le estaba ocasionado. Pero es el caso —malditos perfumes del trópico, pérfida Dama de las Camelias, alcohol invención de Satanás— que muchas veces más, por la mañana, tuvo que formular aquellos juramentos de enmienda.
Situadas a las cosas en este terreno, dentro de cierta normalidad, y disminuidos los escrúpulos de don Adolfo, a medida de sus excursiones nocturnas se hacían más frecuentes, y sin perceptibles alteraciones en la respetuosa conducta de la camba, un día, inesperadamente, planteó ella su deseo de marcharse de la casa.
Don Adolfo habría querido que dicho planteamiento se produjese en un momento en el cual pudiese él usar de ciertos argumentos convincentes para retener a la Rosita; pero la entrevista había sido provocada de día, como para darle tono completamente oficial; y, es claro, bajo la luz del sol, don Adolfo era el Jefe que no puede, ciertamente, recurrir a determinados expedientes para ablandar a sus subalternos.
Por otra parte, fue imposible obtener ninguna rezón explicativa de parte de la camba hasta que llamada su madre por Herr Schmidt, con apremio en que se traducía algo más que el simple deseo de conservar una sirvienta, la verdad fue descubierta; las subrepticias visitas de don Adolfo, habían dado fruto insólito, mezcla de dos razas de uno y otro lados del mundo.
Desconcertado en un principio, Herr Schmidt tomó prontamente su resolución. Al fin, era hombre de buena fe, de aquellos que, a primera vista creen que sus hijos son suyos, y poseído de fuerte sentido del deber; además de ello, alguna fibra interior vibraba en él más intensamente de lo que fuera de esperar, a la idea de su involuntaria y antidisciplinaria paternidad.
Mediante rápidas medidas en que se traducía aquel talento organizador germano que tantos libros de filosofía y grandes guerras ha proporcionado a la Humanidad, don Adolfo dejó las cosas convenientemente establecidas. La Rosita se iría a vivir con su madre en un próximo caserío, en espera del acontecimiento, al amparo moral y material de Herr Schmidt.
Ella lo recibió todo con una especie de sorpresa, desde el fondo de la cual sólo una mirada vagamente enternecida dijo algo de su gratitud para el "gringo". No se trataba de la Dama de las Camelias que habría inundado de gritos y lágrimas de felicidad el pecho de don Adolfo, sino de una camba, para la cual la maternidad tiene tan sólo aquella recatada trascendencia con que las vacas buscan un rincón solitario para traer sus crías al mundo.
Una noche, aquello se produjo sin un grito. Fue notorio el derroche de telas blancas de la firma Keler & Keler.
Todo transcurrió, luego, sin grandes alternativas. Don Adolfo descuidó un tanto sus actividades públicas, porque en las noches, y durante los domingos, se iba a la próxima aldea a desempeñar sus funciones de padre amoroso. Con la Rosita a su lado, callada como siempre, cantaba canciones alemanas para distraer o adormecer a aquella criatura, en cuya piel morena los ojos azules se abrían como dos fuentes de agua profunda.
El hecho fue conocido en Magdalena, pero nadie le prestó excesiva atención. Lo único que quizá hubo sorprendido a la gente de aquellas regiones en que la moral amorosa no está armada de piedras y puñales, fue que don Adolfo tomase tan a pecho su papel de padre accidental. De donde resulta que sus afanes, muy bien pudieron interpretarse como una más de sus excentricidades de "gringo".
La hija crecía, entre tanto, mostrando en su cuerpo y en su espíritu, el producto de la mezcla de sangres. Si unas veces surgía en ella la buena chiquilla alemana, sanota, risueña y simple, en armonía con la limpidez de sus ojos, en otros momentos la obscura piel parecía reclamar sus privilegios, y poniendo en las pupilas un reflejo inesperado, producía periodos de selvática reconcentración a medias perezosa y agresiva.
Don Adolfo parecía enloquecido de orgullo. En aquel tiempo hablaba mucho menos de las causas de la derrota de Alemania o los errores del Gobierno de Bolivia, que de las habilidades progresivas de su hija que rápidamente se convirtió en la niña mimada del pueblo. Hasta el cura, cerrando los ojos al origen de la criatura, parecía deleitado con ella. Dedicaba buena parte de su tiempo a enseñarle el catecismo, tratando de pintarle, con los más vivos colores, las excelencias del cielo donde interminables legiones de ángeles emplean su tiempo en tocar mandolina y en inocentes revoloteos.
Habiendo llegado a los ocho años de edad, y aprendidas de su padre las primeras letras, hubo que tomar la gran resolución: mandarla interna a un Colegio de monjas de Santa Cruz.
Don Adolfo consultó virtualmente a todo el pueblo, acerca de los detalles respectivos. Estaba convencido de que la mayor parte de la gente a quien pedía consejo sabía tanto o menos que él acerca del colegio en cuestión, pero esto no parecía preocuparle. Y oía con aire de supremo deleite las enfáticas afirmaciones:
—Es un excelente Colegio. Mejor que los de La Paz, porque en La Paz todo está corrompido; usted no puede imaginar...
Don Adolfo, después de una rápida constatación comprobaba que, efectivamente, "no podía imaginar"; y sonreía con aire comprensivo.
— ¿Y la alimentación es buena?
— Excelente, don Adolfo, por supuesto. Las monjas son italianas, y, usted sabe, los italianos "son mandados hacer" para la comida.
Herr Schmidt se sentía dichoso y repetía luego a otras personas: "Usted sabe, los italianos son mandados hacer" para la comida.
Cómo aceptó todas estas cosas la Rosita, es difícil averiguarlo. Se despidió casi sin una palabra; y cuando se alejaron los mulos sobre cuyos lomos se erguían, entre el polvo del camino, las siluetas de su hija y de su hombre, tampoco dijo nada ni respondió al ademán de despedida esbozado desde lejos por la niña. Sus dientes apretados parecían estar mordiendo alguna amarga yerba del bosque.
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Don Adolfo llegó un mes más tarde, no como si regresara de Santa Cruz, sino de una vuelta al mundo; tal era su aire de cansancio.
No atinaba a responder clara ni concretamente a ninguna de las preguntas que le hacían. Asentía con una especie de alelamiento feliz, afirmando que, en efecto, la comida era muy buena en el internado. Pero hasta los menos inclinados a la psicología, de entre los miembros de la Sociedad “El Progreso”, se daban cuenta de que Herr Schmidt no sabía exactamente lo que decía.
La ausencia de la niña le hacía vagar dentro de la casa como un sonámbulo inútil, desazonado e irritable.
Mientras andaba de un lado a otro, o pasaba largo tiempo parado en la puerta mirando hacia el horizonte remoto, o preparaba laboriosamente el recado de escribir sobre la mesa, sin llegar nunca a trazar una línea, la camba que ambulaba como una sombra, le observaba subrepticiamente.
El pensamiento de don Adolfo, revoloteando sobre las casas blancas de Santa Cruz, reconocía inmediatamente el edificio de altos muros y ven-tanas enrejadas, y descendían frente al portalón con un escudo en el dintel para entrar luego hasta el patio. Ella no estaba allí, en alguna clase, seguramente, con la mirada absorta en los números escritos en el pizarrón. Y luego se levantaba para responder a una pregunta y sus respuestas eran exactas. Y después salía al patio a jugar, corriendo con la mata de rizos dorados brillando al sol. Más tarde...
—La comida está lista, decía la camba a media voz, pero ni esta precaución era suficiente, porque las imágenes se esfumaban instantáneamente, y don Adolfo, defraudado y colérico, se revolvía contra la mujer, profiriendo complicadas interjecciones en la viril lengua de Kant.
Ella no respondía, obscura, impenetrable y preñada de ocultas amenazas como la selva, limitándose a mirarle con encono reconcentrado, y a romper sistemáticamente cuantos platos y vasos venían de la tienda Keler & Keler.
Habría podido decirse que empezaron a odiarse sordamente, al desaparecer de entre ellos aquella niña cuya existencia potencial fue el deseo que uniera sus sangres diferentes.
Herr Schmidt se entregó sin reservas a las tenidas de “resacado”, en las que cada vez hacía peor papel. En vez del vivaracho y movedizo "gringo" de otros tiempos, lleno de risas, cuentos y ganas de cantar en cualquier idioma, ahora se sentaba a la mesa un fatigado cincuentón siempre prematuramente borracho.
Eran inútiles las incitaciones de sus amigos para sacarle de una especie de ausencia que hacía vagar letárgicamente su mirada por sobre las cosas.
Si a veces reaccionaba, era para decir cosas incoherentes sobre su hija y derramar gordas lágrimas que rodaban sobre las nacidas y amoratadas gorduras en que había quedado convertida su lustrosa piel de tiempos mejores.
Las únicas oportunidades en que recobraba momentáneamente su alegría era cuando llegaban cartas de la Superiora del Colegio, dando cuenta de los progresos de la niña.
—Oye, ella ha dado examen— decía a la Rosita, leyéndole algunos párrafos en que la Reverenda Madre decía que, con la ayuda de nuestro Señor, podría hacerse de la hija de Herr Schmidt una persona de provecho.
La camba mantenía la vista clavada en el suelo; a veces los labios le temblaban levemente como si estuvieren a punto de abrirse; y eso era todo. La cólera de don Adolfo reventaba entonces en agrios denuestos.
—Estúpida, eres insensible como un animal. Hasta los animales les importa sus hijos, pero a ti... salvaje... bestia...
A partir de este momento los insultos pasaban al idioma alemán, seguramente a causa de haber alcanzado planos metafísicos. Congestionado, escupiendo las palabras y con los puños se aproximaba a la camba, como dispuesto a golpearla; ella bajaba la cabeza y esperaba fieramente inmóvil.
Después de estas escenas, don Adolfo quedaba vació, jadeante y miserable, sin otro consuelo aparente que el del “resacado”.
Cierta noche volvía de una de sus tenidas, más deprimido que nunca. Algo así como un apremiante oleaje de retorno en la marea de su sangre, le hacía experimentar desde algún tiempo atrás, aguda nostalgia por su patria y su vida pasada.
Caminando, tambaleante, por las estrechas callejuelas, seguía con la mirada fija e inquisitiva de un hombre que no se deja engañar por falaces apariencias, su sombra deslizándose sobre las ondulaciones de la arena.
—Volver a Alemania —pensaba don Adolfo —dejando momentáneamente de vigilar las caprichosas deformaciones de su sombra. Volver a Alemania con mi hija, y librarme de este país de salvajes, salvajes —repitió en voz alta, dando un violento traspié; la sombra se alargó bruscamente despertando de nuevo en el cerebro de don Adolfo, el vago recelo de estar siendo víctima de una broma pesada. Se detuvo por un momento para considerar gravemente la situación, y la sombra hizo otro tanto; luego reanudó la marcha y el hilo de sus pensamientos.
Se veía paseando en una excursión dominical a través de floridas praderas y húmedos bosquecillos. Llevaba una, mochila a la espalda, cargada de provisiones, y la niña corría delante de él incansablemente. Don Adolfo quiso cantar una de aquellas canciones alemanas propias para un paseo por el campo, pero no pudo recordar ninguna. Súbitamente, al llegar a la esquina, su sombra se levantó amenazadora en la pared de enfrente y Herr Schmidt se detuvo en seco para examinar aquella figura rechoncha y cómicamente corta. ¡Salvajes! —murmuró de nuevo, y echó a andar llevando esta vez la sombra a su lado, arrastrándose como si lo hiciera sobre sus costillas. Don Adolfo no quiso mirar más la ridícula figura, y, adoptando el aire digno de quien se siente por encima de burlas torpes, siguió su camino tararean do entre dientes una musiquilla indefinible. Así llegó a su casa.
En el momento de entrar, le pareció percibir apagado un rumor de voces detrás de las habitaciones, en la cerca de la huerta. Andando con cautela un tanto desequilibrado, se aproximó al lugar de donde salían las voces; y vio juntas las sombras de la Rosita y la de un hombre.
Haciendo esfuerzos para aclarar su vista nublada, pudo reconocer al inesperado galán; era un vaquero a quien —ahora lo recordaba perfectamente— había visto varias veces merodeando la casa.
—Luego esta camba canalla... —pensó Herr Schmidt caminando lentamente hacia su habitación, mientras un amargo sabor le inundaba la boca. Sentado en la cama, con un pesado zumbido en la cabeza, empezó a hablar consigo mismo:
—Esta camba me engaña; seguramente me ha engañado siempre. Claro, yo soy el "gringo" que paga y no ve nada...
Súbitamente vinieron a su memoria aquellos chistes de "don Otto y don Fritz" engañados por sus mujeres, que tantas veces él había contado entre sus amigos; y quizá ellos ya sabían, seguramente ya sabían...
Don Adolfo abrió el cajón de su mesa de noche, y sacó un revólver que siempre tenía preparado sin saber por qué ni para qué; observó detenidamente los reflejos de la luna sobre el metal del arma.
El buen sentido germano se hizo presente:
— ¿Después de todo qué? ¿Es mi mujer?, ¿digo, mi esposa leg... leg... legítima? ¿Puedo querer a una salvaje como ésta? No, yo no puedo sentir celos por una camba, camba perra —concluyó en-fáticamente, sintiendo una inmensa satisfacción de conciencia al lanzar aquella interjección.
—Simplemente la he usado —concluyó —usado, ésa es la palabra, y ahora la mando al Diablo y se acabó. Que vaya a retozar con su vaquero...
Hubo en este punto algo que le chocó violentamente: Retozar con su vaquero —se repitió— y la frase volvió a herirle, como si hubiese sentido al vaquero, con botas y espuelas, retozar sobre su propia carne.
Se levantó y, apoyado en el marco de la puerta oyó de nuevo el murmullo que venía de la huerta. Luego, una carcajada. La camba sabía reír. Fue éste un descubrimiento extraordinario, porque él jamás había visto ni siquiera una sonrisa completa en sus labios.
Su sombra, con las piernas extendidas en el suelo y el busto estúpidamente erguido contra la puerta, parecía examinarlo con impertinente curiosidad.
Don Adolfo se dirigió hacia la huerta, andando de puntas, con el revolver empuñado.
Se le ocurrió repentinamente una idea:
—Disparo un tiro al aire para que se asusten y aprendan a no ser puercos, mañana la pongo en la calle...
Golpeándole las sienes, levantó el arma -cosa curiosa, no hacia arriba, para disparar al aire, sino en dirección al lugar en que estaba la pareja -y apretó el gatillo. El estruendo de la detonación lo dejó completamente aturdido. Casi instantáneamente, en el otro lado, se encendieron dos llamaradas rojizas, y don Adolfo recibió un tremendo golpe en el pecho. Cayó de bruces, sintiendo un borbotón de sangre-reventarle por la boca y las narices.
Lo recogieron con un puñado de arena y de hojas secas apretado en una mano.
Luciano, el peluquero, hizo una magnifica demostración de ética profesional, consagrándose íntegramente al cuidado de don Adolfo, cuya respiración se hacía por momentos más y más angustiosamente difícil.
Murmurando palabras ininteligibles, miraba obstinadamente hacia el jardín, como esperando ver llegar algo que, aparentemente, no llegó. La turbia mirada azul se congeló inútilmente fija en la puerta.
Luciano se apartó del lecho, diciendo solemnemente y con voz demudada: "La ciencia no puede hacer nada más"; llevó a sus ojos un pañuelo fuertemente impregnado de agua de colonia.
Luego Herr Schmidt, de nacionalidad alemana, lanzó el último suspiro, rodeado de algunos acongojados miembros de la Sociedad "El Progreso".
Y, en vez de haber vuelto a merendar los domingos a orillas del Rin, pasó a hacer efectiva en el pequeño cementerio del pueblo, la consabida frase de "Bolivia mi segunda Patria"; patria definitiva en que sus huesos —valiosas substancias extranjeras— se pudrirían para enriquecer a través del tiempo la savia de aquella tierra caliente y celosa.
Fin
Jaime Saenz
Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.
Gastón Suarez
Alguien va finar, patrón —decía Cástulo Narváez, mientras limpiaba la lámpara a carburo, de cuclillas frente al cuarto del administrador. —Es seña fija...— sus dedos largos, huesudos, quitaban con habilidad, la ceniza de los trozos de carburo de calcio que aún eran utilizables. A la luz de la luna que se prodigaba desde un cielo limpio, transparente, su rostro anguloso reflejaba una rara fisonomía: tan pronto parecía la de un santo como la de un cadáver.
Elsa Dorado De Revilla
Prendido en la falda del cerro cuyas entrañas guardan el rico yacimiento mineral, se alza, desde su humilde pequeñez, el campamento minero, depositario del pulso humano que mide el paisaje cordillerano desde los tiernos ojos de los niños, hasta el abrazo rotundo del hombre.
Las luces mortecinas de las viviendas, asemejan luciérnagas estáticas que buscan dar calor a la fría noche. Una improvisada campana rompe con su tañido el silencio, marcando a golpes el tiempo.
Pablo Ramos Sánchez
A: Julio Ramos Valdez
La lucha del hombre con los elementos de la naturaleza es ardua. Aunque como especie, el hombre va dominando la naturaleza y logra arrancarle sus secretos, no hay que olvidar que los pasos que da hacia adelante son posibles después de millones de batallas individuales perdidas. Para aprender a ganar ha tenido que saber perder en miles y miles de oportunidades. Las derrotas le enseñan el camino de la victoria.
Augusto Guzmán
Al final de la comida, bajo una araña de lámparas a queroseno, después de limpiarse de residuos notorios, la boca ferozmente bigotuda, el padre miró con severidad familiar a su hija:
—He sabido que el mediquillo ese de provincia, te pretende. Quiere hablar conmigo nada menos que para pedirme tu mano. Naturalmente que me he negado a recibirle.