La Emboscada

Adolfo Cáceres Romero

Madrugada

Rápidas manos frías

Retiran una a una

las vendas de la sombra

Abro los ojos

Todavía

Estoy vivo

En el centro

De una herida todavía

fresca.

Octavio Paz

“La emboscada es un hecho cruel, difícil de conseguir y de soportar.”

Regis Debray

Estaba ahí tendido, con las venas vaciadas a la tierra, lejos de todo lo que había reclamado; lejos del dolor y la vergüenza de sentirse solo en la derrota; lejos de ese cerco de árboles y voces invisibles que él desafiara. El hombre — el que debía su vida al pañuelo de “la Capitana”—, por fin había dado con su cuerpo y, sin dejar de escupir, guardó sus armas para examinarlo. El rostro que ahora contemplaba, casi enterrado por los pelos y las moscas, brillaba con una sonrisa de porcelana. “No pudo escapar, entonces”, se dijo, tratando de cerrarle los ojos. “Es el fin”. Sus dedos se hundieron en esas cuencas de hielo. Muerto el jefe ya nada tenían que hacer ahí. Bajo esos labios sellados reposaba la última orden. Todo era extraño frente a ese instante de soledad sin tiempo. El hombre retiró sus dedos fríos. Los ojos lanceolados porfiaban con su brillo. “No pudo huir, el jefe”. Ahora el hombre era el único sobreviviente del grupo. “Muerto”. Recién comprendía el absurdo de ese sacrificio. “¿Cuántos éramos?” Vio sumergirse la fila de rostros en espanto. El río se devoraba la sorpresa de ese instante. Todos habían muerto con los ojos abiertos, como queriendo rescatar algo de la vida. El río. Los peces se cebaban con sangre humana. Ya nadie podría beber de esas aguas sin pensar en la sangre que arrastraban. La fila. Nada parecía alterar su marcha, ni los proyectiles que salpicaban sangre en vez de agua ni las bocas que escupían fuego. "No deben encontrar mi cadáver": una rama quebrada yacía junto a la orden escrita. El hombre la borró. "¿Cuántos, con "la Capitana?"

El río continuaba su marcha. “No deben”: la orden. Volvió a remover la tierra hasta borrarla. “No deben”, leía su mente. Los perros, al otro lado del río, olfateaban sus rastros. Los muertos, desenterrados, eran perseguidos aún debajo de la tierra. "No": la orden, y desapareció la última palabra. Sacó su navaja. La hoja parecía estremecerse al contacto de la luz. "Qué pronto hiede todo", se dijo el hombre, sorprendido del ritual que ensayaban sus manos.

El miedo hizo que tiraran a matar. El capitán, con el rostro bañado de sudor, dio la orden de fuego. “¡Nadie debe escapar con vida”, gritaba. Nadie, ni la mujer que apenas podía tenerse en pie, con el pañuelo blanco en alto. "Mi capitán, la mujer..." "¡Fuego! ¡Fuego, carajos!", gritaba el capitán. Hacía rato que esas bocas de acero calculaban sus miras con impaciencia. La orden, la de la emboscada, llenaba las aguas. No era la última. “Fuego, señores, prueben su puntería”. La calesita giraba, lo mismo que las bombillas de luz, escurridizas, que esperaban el golpe que las encendiese. El, que todavía no era capitán, apretó su mejilla sobre la madera pulida del rifle, y disparó. "¡Prueben, señores!" La noche estalló en sus oídos. "¡Buen tiro!", le gritaron. A cada "fuego" las bombillas de luz se iban encendiendo. "Tiene buena puntería, señor". ¿Por qué ya no sentía esa misma felicidad y orgullo ahí, junto al río? Era más bien la vergüenza de un tropezón y la caída lo que mortificaba. Ya no apretaba un rifle contra su hombro. Las aguas y sus víctimas seguían en el mismo orden con el que habían iniciado su marcha. Los soldados gritaban locos de contento, sacudiéndose el olor a pólvora. "Buen tiro, señor. ¿Es Ud. militar?" Las bombillas estaban encendidas. La música. La luz hacía el día. Ahora volvían como héroes. "¿Cuántos eran?" inquiere un periodista. El campamento se ha poblado de gente extraña. "¿No escapó nadie? ¿Ni la mujer?" Se ha ganado un ascenso el capitán. El río crecía en sus aguas. "¿Cuántos?", pregunta otro periodista. "Ah", dice, tomando notas. "Estimado capitán, es Ud. un héroe", dice un viejo general que se lleva al capitán. Un héroe. Los soldados no pueden disimular su júbilo. "¿Qué? ¿Había una mujer?", dice el general, admirado. Los periodistas acuden con entrevistas a la tropa. "¿Y los cadáveres?" Los "flashes" centellean por todos lados. "Ya los vamos pescando del río", lanza su carcajada un soldado. El capitán y los generales brindan por la Patria. "¿Cómo se sienten los héroes?" La calesita giraba de nuevo y, él, estrechando las manos que le felicitaban, sonreía. El capitán sonreía. "Capitán" dice un periodista intruso, "Ud. mató a "la Capitana".? Le era difícil cumplir con su trabajo de héroe.

Los perros ladraban a lo largo del río, olfateando las huellas de sangre. El hombre, cada vez más lejos de esas aguas, daba de comer a los buitres que le seguían. Sobre sus espaldas, en la mochila del Jefe, cloqueaban los huesos mondados. El monte, espeso y húmedo, se cerraba tras sus pasos. La hilera vagaba por su memoria. Había estado caminando en busca de víveres, sin llevar la cuenta del tiempo. El ejército seguía sus huellas. Las ramas castigaban el cloqueo de la mochila. Ahora pensaba en ella, en "la Capitana", que fue la primera en advertir el peligro con su pañuelo blanco. El pañuelo que le salvó la vida. El viento arrastraba los lamentos del río, junto a los ladridos de los perros rastreadores. Súbitamente las ramas se abrieron y, casi al otro extremo del claro, divisó la choza de un selvático. Preparó su metralleta. Los árboles se agitaban sacudidos por el viento. El recuerdo de "la Capitana" llenaba el ambiente. Su muerte. No era la primera vez que sus manos sudaban al contacto de la empuñadura plástica de su arma. Nuevamente se hallaba en el límite del miedo. El claro es un remolino de hojas y tallos retorcidos. Quisiera romper esa quietud con una ráfaga de fuego. La mochila sigue con su cloqueo seco, marcando sus movimientos. La choza esta deshabitada. Los buitres que le seguían se iban alejando. El hambre le obliga a registrar la choza. "No te muevas", ordena una voz a sus espaldas. "Ten las manos en alto". El cloqueo de la mochila ha enmudecido. El hombre se deja quitar el arma. "¿Qué buscabas?", preguntaba la voz. El no pudo responder, aturdido por la traspiración. "Levanta más las manos". Es una voz desconocida para él, lejana en su acento cantarino. "Tengo hambre", dice, por fin. "Date la vuelta", ordena la voz. Las paredes de caña se sacuden con el viento. El hombre, al volverse, reconoce a un barbudo como él. "Eres de..." Va a preguntar bajando las manos, pero el otro le corta violentamente con el arma sobre el pecho. "¡Quieto! ¡Quieto!" amenaza. Sí, era un guerrillero, como él. "¡No te muevas o disparo!", dice con furia, luego aparecen dos guerrilleros más. En todos ellos se advierte el hambre y la fatiga de los que huyen.

"El jefe ha muerto", dice el hombre. "¿Sí?", es la única respuesta que le dan. "Aquí tengo sus huesos". Los dos guerrilleros se le aproximan para quitarle la mochila. "Y, cómo podemos saber que son de él", dice uno de ellos. "Es el jefe, murió en una emboscada", argumenta el hombre. El miedo vuelve a mojarle las axilas. "Murieron todos, inclusive ella, "la Capitana", dice. Los otros permanecen en silencio, revisando la mochila. Los huesos rebotan contra el suelo. "Aquí falta el dinero", dice uno de ellos. "Sólo yo me salvé", continúa el hombre. "Quién nos dice que no eres un traidor, ¿eh?", su boca hiede bajo el gesto de amenaza. "Tu mataste al jefe". El viento parece sollozar entre las ramas. Están locos, piensa el hombre. Es mi locura, la locura del jefe y "la Capitana" y de todos los que andamos perdidos en esta selva. Es la locura del miedo, de la desconfianza "Confiesa que los llevaste a la emboscada para quedarte con el dinero", grita el otro, el que le apunta con el arma. El hombre ya no les hace caso, le preocupan sus brazos que empiezan a pesarle. "No te muevas". "No te muevas". Sus brazos que le duelen. El arma continúa a la altura de su pecho, insensible. "¿Dónde está el dinero que robaste?", grita uno de los que registran la mochila. Los brazos se cuelgan del vacío. "Más arriba las manos". Sus bolsillos son vaciados y rotos. "No hay nada", dice el que ahora lo registra, con sus manos cuarteadas. Manos de ladrones, piensa el hombre. Ladrones hambrientos. Desertores. Qué pena, yo también tengo hambre. Hambre. Pobrecitos. "Te juzgaremos aquí mismo, por ladrón". El gesto hediondo gesticula. Qué pena, mis brazos. "Si no hablas serás fusilado". Qué pena, qué pena. "No, no; serás colgado, por ladrón". Los brazos se hallan dormidos en el aire. El hombre ya no los siente. Esos brazos ya no le pertenecen. "Bien, ¿vas a hablar ahora?" Las palabras ya no le importan, lo mismo que esos brazos que flotan en el aire pestilente de la choza.

—Cuídese, mi capitán, se la tienen jurada.

La jungla con su vaho verde, tibio, alerta el paso de la tropa que va confiada del olfato de los perros. Ahí cerca, después de la espesura, el claro se presta a una emboscada. Los soldados se agazapan por instinto. El silencio les previene de algo que quizás no existe, pero que en ese oficio es inminente: el peligro. El capitán ha empezado a traspirar. El calor es sofocante a esa hora de la tarde. El guía está a su lado, tratando de contener a uno de los perros.

—Yo también se las tengo jurada —dice el capitán—, y ellos lo saben.

Su rostro, bajo la gorra que arde, ha adquirido una expresión dura. Levanta una mano en señal de alto. Se hallan justos al borde del claro. Los rastros que siguen se pierden en la choza. La orden vuela de boca en boca, y los soldados se deslizan velozmente en grupos de tres hombres. Los perros penetran en la choza sin encontrar nada. "No hay nadie", dice un soldado interrumpiendo su sigilo. El capitán ha comprendido el gesto y ordena el avance del resto de la tropa. En el claro los soldados corren en zigzag. Todo parece un juego. Junto a la choza hay más huellas de las que esperaban encontrar.

—Bueno —dice el capitán, sonriendo—, parece que vamos a pescar dos bandoleros más. Uno de ellos debe ser el jefe.

Los perros, tiesas las orejas, gruñen al contorno.

—Suéltenlos —ordena el capitán.

Las colas se confunden con la espesura que sacuden. El viento va disminuyendo en su paso. Las ramas se agitan pesadamente. Muy alto, entre las ramas de un árbol, los perros han descubierto un cuerpo que oscila como péndulo. Los ladridos son más encarnizados. "Mi capitán!", grita el guía, “aquí hay un colgado”. Los buitres revolotean el cielo que se va nublando.

—Está muy alto —dice el capitán, viendo que algunos hombres se aprestan a subir el árbol—, nadie se mueva, voy a bajarlo de un tiro.

Los perros ya han ubicado otra presa. Sus ladridos han cambiado de tono, ahora se gruñen y amenazan entre sí.

— ¡Qué pasa! —chilla el capitán, nerviosos.

—No sé, parece que han encontrado unos huesos —dice el guía.

—Quítenselos.

Los perros se resisten y escapan con los huesos

—Son humanos —dice el guía, al tiempo de recoger otras piezas. El aire se ha tornado gris, con los buitres girando en torno. Los perros continúan distraídos con los huesos. Los soldados tratan de identificar la figura del colgado. "Es un guerrillero", dicen. "Puede ser un colonizador", dice el capitán, impaciente. No tiene tiempo que perder. Pide un fusil y apunta a la liana que oscila. Otra vez su mejilla siente la dureza del arma. Piensa en todo, en que, después de completar la caza de los sobrevivientes de la emboscada, será ascendido a mayor; piensa en la guarnición que espera su retorno; los generales que lo abrazan. El premio. Uno de sus ojos se va cerrando cuidadosamente hasta crecer la mira sobre su objetivo. "Señores". La voz de la calesita vuelve a acompañarle. "Prueben puntería". Es también la voz del río. La calesita vuelve a girar, lo mismo que las bombillas sin luz. La música golpea sus oídos. El caño del arma tiembla con la presión de sus dedos mojados. "Prueben, señores". La calesita lo marea. Voy a perder el premio, piensa. Los perros ladran.

—A ver, teniente —dice el capitán, bajando el arma—, pruebe usted su puntería.

Ese gesto parecía una señal, porque diez automáticas probaron puntería desde los cuatro costados del claro. Los destellos quemaban la sangre. El río crecía con los cuerpos sumergidos. En el remolino de las hojas giraba la calesita desenfrenada. Las bombillas, súbitamente encendidas, se perdieron en el cielo poblado de buitres.

Fin

Contenidos Relacionados

Jaime Saenz

Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.

Gastón Suarez

Alguien va finar, patrón —decía Cástulo Narváez, mientras limpiaba la lámpara a carburo, de cuclillas frente al cuarto del administrador. —Es seña fija...— sus dedos largos, huesudos, quitaban con habilidad, la ceniza de los trozos de carburo de calcio que aún eran utilizables. A la luz de la luna que se prodigaba desde un cielo limpio, transparente, su rostro anguloso reflejaba una rara fisonomía: tan pronto parecía la de un santo como la de un cadáver.

Elsa Dorado De Revilla

Prendido en la falda del cerro cuyas entrañas guardan el rico yacimiento mineral, se alza, desde su humilde pequeñez, el campamento minero, depositario del pulso humano que mide el paisaje cordillerano desde los tiernos ojos de los niños, hasta el abrazo rotundo del hombre.

Las luces mortecinas de las viviendas, asemejan luciérnagas estáticas que buscan dar calor a la fría noche. Una improvisada campana rompe con su tañido el silencio, marcando a golpes el tiempo.

Pablo Ramos Sánchez

A: Julio Ramos Valdez

La lucha del hombre con los elementos de la naturaleza es ardua. Aunque como especie, el hombre va dominando la naturaleza y logra arrancarle sus secretos, no hay que olvidar que los pasos que da hacia adelante son posibles después de millones de batallas individuales perdidas. Para aprender a ganar ha tenido que saber perder en miles y miles de oportunidades. Las derrotas le enseñan el camino de la victoria.

Augusto Guzmán

Al final de la comida, bajo una araña de lámparas a queroseno, después de limpiarse de residuos notorios, la boca ferozmente bigotuda, el padre miró con severidad familiar a su hija:

—He sabido que el mediquillo ese de provincia, te pretende. Quiere hablar conmigo nada menos que para pedirme tu mano. Naturalmente que me he negado a recibirle.

Wálter Guevara Arze